El desierto de hielo (38 page)

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Authors: Maite Carranza

Me despedí silenciosamente y Kaalat, mucho más ducha que yo en estas tareas, tomó las riendas del trineo y dio la orden de partir a los perros. No me volví para decir adiós a la anciana Sarmik. Daba mala suerte mirar atrás. Únicamente dirigiría mi mirada hacia delante, siempre adelante.

Los perros estaban descansados y bien alimentados. El tiempo era claro y el hielo estaba en buenas condiciones y, sin embargo, no avanzábamos.

Kaalat y yo nos dimos cuenta el tercer día al pasar por segunda vez junto a la misma grieta que se abría a la vera de un inmenso lago.

Habíamos dado una vuelta completa y regresábamos al mismo lugar.

Kaalat detuvo el trineo y se pasó ambas manos por la cara. No hacía falta que dijese nada. Hacía mucho rato que yo ya sabía que ELLA nos había atrapado. Había sentido su presencia desde el momento en que abandonamos la protección del campamento. Nos apresó con su garra fría tan pronto como el trineo se puso en marcha, y se hizo más y más potente después de saber que Gunnar había matado a la osa blanca.

Eso ocurrió la segunda noche. Aún no dormíamos y, de pronto, Kaalat y yo notamos el dolor intenso de la bala hundiéndose en nuestra propia carne, pero callamos abrumadas por la revelación. Fue la pequeña Diana, aquejada de la misma certeza, quien comenzó a llorar con desconsuelo y nos unió a las tres en un abrazo triste.

A partir de ese momento no vislumbré muchas esperanzas para escapar al poder de la Odish. Gunnar había matado a la madre osa y la vieja Sarmik, tal como anunció, no querría sobreviviría. Nadie nos protegía y estábamos a merced de la dama de hielo.

Kaalat aguantó como pudo su sonrisa hasta que confirmó lo que sospechaba. No íbamos al Sur.

—No puedo continuar. A pesar de que conduzco el trineo al Sur, vuelve a regresar al Norte.

—Lo sé —respondí.

—No me había ocurrido nunca —la joven inuit estaba consternada.

—No es culpa tuya, es la dama de hielo —corroboré.

Kaalat palideció. Aunque lo sospechaba, el mismo nombre de la Odish la paralizaba de miedo. Desde niña había oído las historias terroríficas sobre la dama de hielo que había reinado en ese territorio durante milenios. Se aferró a su pequeña.

—Hace mucho, mucho tiempo los inuits le ofrecían a sus hijas mayores al nacer —me explicó con lágrimas en los ojos—. Dejaban a sus pequeñas recién nacidas, desnudas, fuera de sus iglús y así aplacaban la ira de la dama.

—De eso hace mucho —repliqué sin tenerlas todas conmigo.

Pero Kaalat abrazó a su hijita.

—Quiere a nuestras niñas.

Me dio pena. Me dio mucha pena. La tranquilicé diciéndole la verdad, aunque la verdad fuese muy difícil, para mí.

—Sólo quiere a la elegida, a mi hija Diana. Déjame aquí y vuelve a tu casa.

—No puedo.

—Claro que puedes.

Kaalat me escuchaba y al mismo tiempo no quería escucharme.

—No puedo dejarte sola. Me comprometí a acompañarte y lo haré.

Detrás de nosotras, en el trineo, las pequeñas Diana y Sarmik reían indiferentes a su suerte y al dilema de sus madres.

Tenía que tomar una decisión. Ofrecí mi Diana a Kaalat y tomé a su hijita Sarmik y comencé a amamantarla. Kaalat entendió e hizo lo mismo. Sonreímos a las pequeñas que habían intercambiado a sus madres y que, sin saberlo, serían para siempre hermanas de leche. Ése era un pacto de hermandad que practicábamos las Omar. Sarmik y Diana serían fuertes y valientes, puesto que sus vidas quedaban vinculadas y su voluntad duplicada. La loba y la osa unidas eran mucho más poderosas que en solitario.

Una vez saciadas y goteando leche de sus boquitas, nos devolvimos a nuestras hijas y yo, con Diana en mis brazos, descendí del trineo y acaricié el pelaje de Lea. A su oído, muy quedamente, susurré:

—Llévalas a casa.

Lea lamió la cara de Diana, mordisqueó mi mano y arrastró el trineo bruscamente a pesar de las protestas de Kaalat.

El trineo se alejó mágicamente y desapareció en lontananza. Regresaba al campamento inuit, donde Kaalat debería sustituir a Sarmik como hechicera. Pero no era Lea quien lo dirigía. La mano fría de la Odish lo alejaba de su morada y su boca soplaba el viento que impelía a los esquís a deslizarse presurosos al Este. Y esa misma mano me asía con fuerza y me guiaba hasta su cueva.

Decidida a enfrentarme de una vez por todas con la maldita Odish, tomé aire, me metí en la hendidura de la grieta con mi niña en brazos y grité:

—¡Aquí estamos!

Capítulo 16: La dama de hielo

Las paredes de la inmensa gruta estaban cubiertas de runas, runas poderosas destinadas a defenderse de enemigos y a detener visitantes molestos. Runas que paralizaban las piernas, helaban la voluntad y protegían mágicamente a la dueña de la cueva.

La fuerza de las runas, conjuradas para expulsarme del recinto sagrado, me impedía caminar y me sujetaba los pies clavándolos en el hielo, pero mi voluntad y la mano fría de la dama me permitían ir avanzando paso a paso. La gruta descendía por un camino blanco y helado que se transformaba en angostos pasadizos faltos de oxígeno que obligaban a caminar con la espalda contra la pared tanteando con las manos el frente, o en opresivos túneles sin luz, en los que el techo descendía tanto que debía avanzar reptando.

Tras una marcha agotadora, el largo y tortuoso camino, el único camino que podíamos seguir, fue a desembocar sorprendentemente en una amplia galería subterránea iluminada levemente por los reflejos de la luz que se colaba a través de los resquicios de las grietas. Y en medio de la majestuosa sala, inundándolo todo, un gran lago subterráneo. Oscuro, amenazador, profundo.

Diana se inquietó y yo sentí el peligro cerca. Y me dispuse a defenderme. No caería en la trampa, porque sabía que ahí había algo esperándome.

Efectivamente, a los pocos instantes, el agua se movió agitada por un extraño oleaje y, sin previo aviso, una beluga gigantesca surgió del fondo del lago con su inmensa boca abierta dispuesta a tragarme junto con mi niña. El lugar era tan estrecho y mi retirada tan improbable que mi única reacción fue lanzar a Diana al túnel que acabábamos de abandonar y desenvainar mi ulú para defenderme del monstruo. El salto fue espectacular y en su descenso la bestia dirigió su boca hacia mí. A los pocos segundos tuve sobre mi cabeza cinco toneladas de grasa y carne que me arrastrarían con ella al fondo del lago. No podía hacer nada, excepto esperar mi muerte. El tiempo en esos segundos, en esas fracciones de tiempo tan pequeñas que hasta eran ridículas, me pareció eterno. Cerré los ojos, horrorizada, y esperé su aparatosa caída y el crujido de sus dientes al cerrarse sobre mi cuerpo, e imaginé ese instante en el que desaparecería de este mundo, pero no sucedió nada.

Esperé un tiempo prudencial y, al levantar la vista, no pude dar crédito a lo que veía. La ballena había quedado suspendida en el aire, atrapada en un gran bloque de hielo, congelada. El lago, antes agua, era ahora una compacta masa de hielo que sostenía en su cima a la grotesca beluga con la enorme boca desencajada y los ojillos abiertos, unos ojos inyectados en sangre, crueles.

Parecía magia. Era magia. Pero yo no la había conjurado. No tenía vara. Sólo me había enfrentado a la beluga armada con mi ulú.

¡El ulú! Era eso. El ulú que me entregó la pitonisa ciega era mi arma y con él podría defenderme y atacar.

Oí el llanto de Diana. Al lanzarla lejos se había golpeado contra el suelo, pero a pesar de todo estaba a salvo e, incluso en el caso de que la beluga me hubiese tragado a mí, le habría sido imposible llegar hasta ella. Aunque ¿qué sería de ella sin mí?

La recogí del suelo, la consolé, acaricié su cabecita y la besé. Nuestra vida, la suya y la mía, pendía de un hilo.

Y de nuevo la mano fría me agarró y me obligó a continuar avanzando. Até a Diana a mi espalda para tener las manos libres.

Esta vez estaba sobre aviso y no me sorprendió la horrorosa figura que me flanqueó el paso en la siguiente galería. Su cara descompuesta y sanguinolenta estaba medio destrozada. Algún animal le había arrancado un carrillo y un ojo de un mordisco. Era una inuit con el cuerpo medio devorado; de su boca surgía un murmullo desesperado que me heló la sangre en las venas.

—Dámela. Dame a la niña.

Era una muerta. Estaba muerta, pero no era un fantasma condenado. Estaba poseída y no hablaba con su voz. La voz que surgía de su garganta muerta era estridente, anómala, como el chillido de Lola al ser descubierta.

¡Baalat!

Me llevé la mano a la boca para no gritar del susto. Estaba ante Baalat y posiblemente la beluga también lo fuera.

Saqué mi ulú y, sin mirarla al único ojo que le quedaba, me acerqué a ella. De un tajo certero intente cortar su cabeza muerta, pero choqué con un bloque de hielo.

Me retiré unos pasos y comprobé estupefacta que el cadáver putrefacto de la inuit había sido congelado súbitamente.

¿Había vuelto a formular ese encantamiento? ¿Yo? ¿Podía desencadenar ese efecto mágico sin proponérmelo? ¿Tan poderoso era mi ulú?

Me detuve y pasé mi mano por la cabeza de la pequeña Diana para infundirle tranquilidad, si bien vi que estaba sonriendo y no parecía sentirse amenazada ni asustada. Al contrario, gorjeaba a algo o a alguien. Seguí la dirección de su mirada y me quedé extasiada. En las paredes de cristales de hielo se reflejaba un rostro bellísimo que sonreía y nos contemplaba con unos ojos azules, transparentes y límpidos como un lago alpino. Su tez era blanca y sus formas delicadas. Era la dama del retrato, era la dama de hielo.

De pronto la cara se multiplicó y se reflejó en todas las superficies heladas de la gruta. Mil sonrisas rebotando en mil espejos y, finalmente, una carcajada fresca y cristalina que fue contestada por un grito de alegría de mi pequeña Diana.

Estábamos en los dominios de la dama de hielo, estábamos en su casa, éramos sus prisioneras.

—Bienvenidas —pronunció con claridad—. Acompañadme.

Y ante nosotras apareció un hermoso trineo de hielo. Era absurdo rechazar la invitación, así pues subí en su pescante y se puso en movimiento.

Fue un viaje maravilloso. Nos deslizamos a través de túneles vertiginosos, remontamos ríos subterráneos y atravesamos delicadas grutas de estalactitas y estalagmitas. Fue un paseo blanco, hermoso y frío que parecía no tener fin. Diana y yo, con el viento golpeándonos de frente, teníamos las mejillas arreboladas y el corazón palpitante saliéndonos por la boca. A cada nuevo giro, a cada nuevo salto, me sujetaba con fuerza al pescante y ahogaba un grito o una carcajada nerviosa. Sabía que no caería a pesar de desafiar las leyes de la gravedad. La emoción de ese viaje fantástico hizo renacer la alegría infantil de las atracciones de feria que había vivido en los veranos de mi niñez y me hizo olvidar por unos instantes que mi hija y yo éramos prisioneras de una de las Odish más poderosas de la tierra.

Por fin el trineo se detuvo y llegamos al final de nuestro trayecto.

Allí, en pie ante nosotras, blanca, translúcida y hermosa como el Ártico, nos recibió la dama de hielo. Sonreía y parecía inofensiva. Era una mujer madura pero espléndida, una Odish que había suavizado su dureza y perdido parte de su juventud gracias a su maternidad, aunque conservaba incólumes sus cabellos rubios, sus ojos azules, su largo y esbelto cuello y sus maneras exquisitas.

La proximidad de su energía adormeció mi voluntad, pero los sonidos de Diana, colgada a mi espalda, me retornaron la capacidad de resistirme. Saqué mi ulú y le planté cara sin mirarla a los ojos.

—No te acerques más, no te entregaré a mi hija.

La dama se quedó sorprendida por mi reacción. Y rió.

—Eres más salvaje de lo que creía, Selene.

No quise dejarme seducir por su voz melodiosa ni por sus palabras halagadoras. Las Odish eran unas embaucadoras. Seducían a sus víctimas y luego las devoraban.

—Mientras me quede una gota de sangre defenderé a mi hija.

—Ya lo has hecho, igual que yo.

—¿Tú?

—Sí. Yo os he defendido a las dos de los múltiples ataques de Baalat. Tú misma lo acabas de comprobar.

—¿La beluga? ¿La inuit muerta?

La dama asintió.

—Efectivamente. Baalat deseaba poseerte y no lo consiguió. Desde que pusiste los pies en mis dominios te he salvaguardado. ¿Acaso te ha molestado Baalat? Dime, ¿no te extrañó que dejase de perseguirte?

—¿Pretendes decir que Baalat continuó con su empeño aquí en el Ártico?

—Naturalmente. Para eso renació. Por eso conjuró su inmenso poder que le permitió reencarnarse en diversos seres sin voluntad. Pero tú se lo impediste.

Me quedé anonadada.

—¿Yo?

La dama de hielo me palpó desde la distancia con sus frías manos. Noté su caricia helada.

—Sí, tú, Selene. Tu fuerza es inmensa, tu voluntad de sobrevivir también. Por eso interferiste en mis planes y torciste la profecía a tu antojo.

Me indignó su acusación.

—¡Eso no! Tú nos utilizaste, a Meritxell y a mí. Tú usaste a tu hijo para enamorarnos y conseguir tu propósito de concebir a la elegida.

La carcajada de la dama de hielo resonó por todas las cavidades huecas de la gruta llevando el eco de su risa hasta las profundidades del lago.

—¿De verdad crees eso? ¿Gunnar no te dijo la verdad?

No quise escucharla. Para las Odish la verdad es un supuesto remoto. Confunden, mienten, embaucan a sus víctimas, me repetía. Fingí atender a sus explicaciones, pero no me permití creerla.

Sin embargo, la dulce voz de la dama blanca me envolvió.

—Gunnar, en efecto, cumplía mis órdenes. Sus órdenes eran enamorar en secreto a Meritxell, la madre de la elegida de la profecía, según todos los indicios, y traerla hasta aquí embarazada. Pero apareciste tú. Y Gunnar, mi hijo, me desobedeció. A pesar de mis órdenes, se negó a continuar adelante con lo previsto y cedió a tu fuerza, a tu pasión. Y Meritxell murió.

—¡Eso no es cierto! —grité.

Pero ella continuó hablando.

—Enhorabuena, Selene. Puede más el amor de una mujer que el poder de una madre. Gunnar ignoraba tu estado y por eso era feliz contigo. Su desgracia comenzó en el momento en que le informé de tu embarazo y de que tu hija, su hija, era la elegida. Ya en Islandia, intentó disuadirte de venir hasta mí. Y en Groenlandia, a pesar de que mi presión fue constante, se negó a entregarte y comenzó a regatearme las condiciones para acceder a mi nieta una vez nacida.

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