Atraída por un sugestivo anuncio en un periódico, la señorita Prim, una mujer independiente, exquisita e "intensamente titulada”, llega a San Ireneo de Arnois, un encantador pueblecito galo donde nada resulta ser lo que parece. Pese a que en un principio el sorprendente estilo de vida que impera en el lugar despierta el asombro, la perplejidad e incluso el desdén de la recién llegada, poco a poco sus peculiares y nada convencionales habitantes pondrán a prueba su visión del mundo, sus ideas y temores más íntimos y sus más profundas convicciones.
Natalia Sanmartin Fenollera
El despertar de la señorita Prim
ePUB v1.0
Crubiera24.04.13
Natalia Sanmartin Fenollera, 2013.
Diseño portada: Grupo Planeta
Imagen portada: Carlos Martin (Basada en una cubierta original OFHMS PRESS publicado en 1949).
Editor original: Crubiera (v1.0)
ePub base v2.1
En San Ireneo de Arnois todo el mundo comentó la llegada de la señorita Prim. La tarde en que la vieron cruzar el pueblo era tan solo una postulante camino de una entrevista, pero los habitantes del lugar se conocían lo suficiente como para saber que una vacante allí era un bien efímero. Muchos de ellos todavía recordaban lo ocurrido años atrás con la maestra de la escuela infantil. Hasta ocho candidatas acudieron entonces, pero solamente a tres de ellas les fue permitido exponer sus talentos. Ello no revelaba desinterés por la educación —en San Ireneo de Arnois el nivel educativo era exquisito—, sino el convencimiento de sus habitantes de que no por mucho escoger hay más posibilidades de acertar. La propietaria de la papelería, una mujer capaz de destinar toda una tarde a decorar un simple pliego de papel, no dudó en calificar de extravagancia la posibilidad de dedicar más de una mañana a la selección de una maestra. Todos se mostraron de acuerdo. En aquella comunidad eran las familias, cada una en función de su perfil, su ambición y sus posibilidades, las encargadas de formar intelectualmente a sus hijos. La escuela era vista como un elemento subsidiario —indeseable, pero necesario— en el que se apoyaban buena parte de los padres de familia. Buena parte, pero no todos. Así que, ¿por qué dedicarle tanto tiempo?
A los ojos de los visitantes, San Ireneo de Arnois parecía un lugar anclado en el pasado. Rodeadas de jardines repletos de rosas, las antiguas casas de piedra se alzaban orgullosas en torno a un puñado de calles que desembocaban en una bulliciosa plaza. Allí reinaban pequeños establecimientos y comercios que compraban y vendían con el ritmo regular de un corazón sano. Los alrededores del pueblo estaban salpicados de minúsculas granjas y talleres que aprovisionaban de bienes las tiendas del lugar. Era una sociedad reducida. En la villa residía un laborioso grupo de agricultores, artesanos, comerciantes y profesionales, un recogido y selecto círculo de académicos y la sobria comunidad monacal de la abadía de San Ireneo. Aquellas vidas entrelazadas formaban todo un universo. Eran los engranajes de una comunidad de pequeños propietarios que se enorgullecía de autoabastecerse a través del comercio, la producción artesanal de bienes y servicios y el encanto de la cortesía vecinal. Probablemente tenían razón los que decían que parecía un lugar anclado en el pasado. Y sin embargo, apenas unos años atrás, nadie hubiese vislumbrado allí ni un ligero atisbo del vivo y alegre mercado que ahora recibía a los visitantes.
¿Qué había ocurrido en aquel intervalo? Si la señorita Prim de camino a su nuevo empleo hubiese preguntado a la dueña de la papelería, ésta le habría explicado que aquel misterio de prosperidad era fruto de la tenacidad de un hombre joven y de la sabiduría de un viejo monje. Pero, como la señorita Prim, en su apresurado paseo rumbo a la casa, no reparó en el hermoso establecimiento, su dueña no pudo revelarle con orgullo que San Ireneo de Arnois era, en realidad, una floreciente colonia de exiliados del mundo moderno en busca de una vida sencilla y rural.
Exactamente en el mismo momento en que el pequeño Septimus se desperezaba tras su siesta, metía sus dos pies de once años en unas zapatillas para unos pies de catorce y se acercaba a la ventana de su cuarto, la señorita Prim cruzaba la oxidada verja del jardín. El niño la miró con curiosidad. A primera vista no mostraba aspecto de estar nerviosa, ni siquiera un poco asustada. Tampoco tenía aquel aire amenazador que poseía el anterior encargado, ese aparentar saber perfectamente qué clase de libro iba a pedir cualquiera que se atreviese a pedir uno.
—A lo mejor nos gusta —se dijo frotándose los ojos con las dos manos. Después se alejó de la ventana, se abrochó con prisas la chaqueta y bajó las escaleras dispuesto a abrir la puerta.
La señorita Prim, que en aquel momento avanzaba tranquilamente entre macizos de hortensias azules, había comenzado la jornada convencida de que aquél era el día que había esperado toda su vida. A lo largo de los años había fantaseado sobre una oportunidad como aquélla. La había dibujado, la había imaginado, había reflexionado sobre cada uno de sus detalles. Y sin embargo, aquella mañana, mientras avanzaba a través del jardín, Prudencia Prim tuvo que reconocer que en su corazón no había ni la más remota aceleración, ni la más leve agitación que indicase que el gran día había llegado.
La observarían con curiosidad, eso lo sabía. La gente solía mirarla así, era muy consciente de ello. Como también sabía que no se parecía en nada a quienes acostumbraban a examinarla de aquel modo hostil. No todo el mundo era capaz de admitir haber sido víctima de un fatal error histórico, se decía a sí misma con orgullo. No todo el mundo vivía, como ella lo hacía, con la permanente sensación de haber nacido en un momento y un ambiente equivocados. Ni siquiera todo el mundo podía ser consciente, como ella lo era, de que todo lo que valía la pena admirar, todo lo hermoso, todo lo excelso, parecía estar desapareciendo sin apenas dejar rastro. El mundo, se quejaba Prudencia Prim, había perdido el gusto por la armonía, el equilibrio y la belleza. Y no todos podían ver esa verdad; como tampoco podían sentir todos en su interior la firme resolución de resistir.
Fue precisamente esa férrea decisión lo que impulsó a la señorita Prim, tres días antes de atravesar el paseo de hortensias, a contestar un breve anuncio publicado en el periódico:
Se busca espíritu femenino en absoluto subyugado por el mundo. Capaz de ejercer de bibliotecaria para un caballero y sus libros. Con facilidad para convivir con perros y niños. Mejor sin experiencia laboral. Abstenerse tituladas superiores y posgraduadas
.
La señorita Prim solo respondía en parte a aquel perfil. No estaba en absoluto subyugada por el mundo, eso era claro. Como también lo era su indudable capacidad para ejercer de bibliotecaria de un caballero y sus libros. Pero no tenía experiencia en tratar con niños y con perros, y mucho menos en convivir con ellos. Sin embargo, siendo sincera, lo que más le preocupaba era la dificultad de hacer encajar su perfil en aquel «abstenerse tituladas superiores y posgraduadas».
La señorita Prim se consideraba a sí misma una mujer intensamente titulada. Licenciada en Relaciones Internacionales, Ciencias Políticas y Antropología, era doctora en Sociología y especialista en biblioteconomía y arte ruso medieval. La gente que la conocía miraba con curiosidad aquel currículo extraordinario, más aún cuando su titular era una sencilla administrativa sin ambiciones conocidas. Ellos no entendían, se decía a sí misma con displicencia; no entendían la idea de excelencia. ¿Cómo podían hacerlo en un mundo en el que nada significaba ya lo que debía significar?
—¿Es usted
su
nueva bibliotecaria?
La aspirante inclinó la cabeza sorprendida. Allí, bajo el porche de lo que parecía ser la entrada principal de la casa, se encontró con la mirada de un niño de cabello rubio y gesto ceñudo.
—¿Es usted o no lo es? —insistió el pequeño.
—Supongo que aún es pronto para decirlo —respondió ella—. Estoy aquí por el anuncio que ha puesto tu padre.
—Él no es
ningún
padre —dijo únicamente el niño antes de dar media vuelta y precipitarse corriendo al interior de la casa.
La señorita Prim contempló desconcertada el umbral de la puerta. Estaba completamente segura de haber leído en el anuncio una mención explícita a un caballero con niños. Naturalmente, no era necesario que un caballero tuviese hijos, ella había conocido a lo largo de su vida a algunos sin ellos; pero cuando una frase unía la palabra
caballero
con la palabra
niños
, ¿qué otra cosa cabía pensar?
Fue en ese momento cuando levantó la vista y se fijó por vez primera en la casa. Había cruzado el jardín tan embebida en sus pensamientos que ni siquiera había reparado en ella. Era un edificio viejo, de descolorida fachada roja, lleno de ventanas y puertaventanas que comunicaban con el jardín. Una pesada construcción desconchada, con los muros cubiertos de rosales trepadores que no parecían haber conocido jamás un jardinero, repleta de grietas y rendijas. El porche delantero, formado por cuatro viejas columnas sobre las que pendía una enorme glicinia, ofrecía un aspecto imponente y desolador.
—Debe de ser helada en invierno —murmuró.
Entonces consultó su reloj; ya era casi media tarde. Todas las ventanas estaban abiertas de par en par y el fresco viento de septiembre movía caprichosamente las cortinas, blancas y ligeras como velas. «Parece un buque —pensó—, un viejo buque encallado». Y dando un rodeo, se acercó a la primera ventana, dispuesta a encontrar a un anfitrión que hubiese alcanzado, al menos, la mayoría de edad.
Nada más acercarse a la ventana, la señorita Prim descubrió una habitación grande, muy desordenada, repleta de libros y niños. Había más libros que niños, muchos más, pero por alguna razón el reparto de fuerzas producía la impresión de estar equilibrado. La aspirante contó treinta brazos, treinta piernas y quince cabezas. Sus propietarios se encontraban desperdigados sobre la alfombra, tumbados en viejos sofás, acurrucados en desvencijadas butacas de cuero. También observó dos enormes perros echados a cada uno de los lados de un sillón colocado frente a la chimenea, de espaldas a la ventana. El niño que la había recibido en el porche estaba allí, sobre la alfombra, concienzudamente inclinado sobre un cuaderno. Los demás levantaban la cabeza de vez en cuando para responder a un interlocutor cuya voz parecía brotar directamente del sillón frente a la chimenea.
—Vamos a empezar —dijo el hombre del sillón.
—¿Nos dejas pedir pistas? —preguntó uno de los pequeños.
Por toda respuesta, la voz masculina se limitó a recitar:
Ultima Cumaei venit iam carminis aetas
;
magnus ab integro saeclorum nascitur ordo
:
iam redit et Virgo, redeunt Saturnia regna
;
iam nova progenies caelo demittitur alto
.
—¿Y bien? —preguntó al finalizar.
Los niños guardaron silencio.
—¿Podría ser Horacio? —preguntó uno de ellos con timidez.
—Podría ser Horacio —respondió el hombre—, pero no lo es. Vamos, intentadlo otra vez. ¿Quién se atreve a traducirlo?
La aspirante, que contemplaba la escena agazapada tras los gruesos cortinones que enmarcaban los visillos, pensó para sí que la pregunta era excesiva. Aquellos niños eran demasiado pequeños para reconocer una obra a través de una única cita, más aún si esa cita era en latín. Pese a haber leído a Virgilio con placer, la señorita Prim no aprobaba aquel juego, no lo aprobaba en absoluto.