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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

El despertar de la señorita Prim (21 page)

—Yo diría que es usted una mujer que se mira en exceso a sí misma.

—¿De verdad? —La bibliotecaria, sin darse la vuelta, se oyó a sí misma responder con voz temblorosa—. ¿Y qué me dice de usted? ¿Se mira a sí mismo también?

Él giró la cabeza y esbozó una media sonrisa desde la puerta.

—Yo tengo que confesar que encuentro mucho más interesante mirarla a usted.

Tan pronto como el hombre del sillón abandonó la habitación, el temblor de la señorita Prim se transformó en un haz de gruesos lagrimones que comenzaron a deslizarse en silencio sobre su rostro. Se sentía insultada, maltratada y burlada. Estaba harta de aquel juego dialéctico en el cual ella siempre hacía el papel de ratón y él desempeñaba el de gato. Y sin embargo, había algo que todavía la irritaba y lastimaba más que todo aquello: su convencimiento de que él no era consciente de ese maltrato ni había tenido nunca la menor intención de jugar a nada con ella; la conciencia de que su drama, su pequeño y absurdo drama, no significaba nada para el causante de su congoja, y el hecho de que, aunque le pesase, el causante de esa congoja se había convertido en alguien importante para ella. Él era la respuesta a la interrogación que Hortensia y Emma habían introducido en la lista de candidatos; así era y resultaba inútil seguir ocultándoselo a sí misma. Conocía los síntomas, demasiado bien los conocía.

¿Qué pensaba realmente de ella? La señorita Prim confesaba abiertamente su ignorancia sobre aquella cuestión. En ocasiones parecía sentir cierta atracción hacia ella, era ridículo negarlo. Pero otras resultaba evidente que la consideraba portadora de todos los defectos y malformaciones de carácter presentes en la raza humana, lo que la hacía convencerse de que esa supuesta atracción solo existía en su mente. Una mente profundamente sentimental y algo calenturienta, como él se encargaba de recordarle periódicamente. También era posible que aquella actitud fuese fruto de su interés en convertirse en una suerte de Pigmalión y hacer de ella una representante perfecta de su sexo. La señorita Prim se estremecía ante la posibilidad de verse obligada a ejercer el papel de Galatea o, aún peor, de Eliza Doolittle, en aquel drama. Pero por doloroso que fuera, eso no era todo. Había todavía una tercera hipótesis aún más terrible, tan terrible que experimentaba escalofríos solo con pensarla. Quizá él dedicase su tiempo libre a debatir con ella sobre todo tipo de cuestiones simple y llanamente porque no tenía otra cosa mejor que hacer. Llegada a este punto, la angustia de la bibliotecaria creció hasta desbordarse y adoptar una feroz virulencia. Tenía que hacer algo para solucionar aquella duda, debía hacer algo.

Después de sonarse discretamente la nariz, miró hacia los ventanales que comunicaban la biblioteca con el jardín. La nieve continuaba cayendo en pesados y grandes copos. Parecía impensable acercarse hasta el pueblo con aquel tiempo, y sin embargo necesitaba urgentemente hacerlo. Había llegado la hora de mantener una conversación profunda y sincera con las damas de San Ireneo; había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa en aquel absurdo juego detectivesco en busca de marido y consultar con ellas en qué situación se hallaba frente a su jefe y qué debía hacer en consecuencia. Mientras contemplaba tristemente caer la nieve, convencida de que la conversación se vería postergada hasta la mejoría del tiempo, observó al viejo jardinero salir del invernadero y dirigirse al garaje. Rauda como un rayo, se puso en pie, abandonó la habitación, cogió un grueso abrigo, una bufanda y un par de botas de goma y salió disparada en busca del conductor.

El trayecto fue lento y pesado, en parte por la nieve que cubría la carretera y obligaba a circular con extrema prudencia, en parte por la ausencia total de conversación en el jardinero, resignado a llevar a la bibliotecaria, pero fiel a los largos años de amistad con la cocinera de la casa. Finalmente, el coche se adentró en el pueblo y la señorita Prim fue depositada en casa de Hortensia Oeillet, quien la recibió con grandes muestras de alegría y sorpresa.

—Mi querida Prudencia, ¡qué inesperada visita en una tarde tan terrible como ésta! Pase, amiga mía, quítese el abrigo y siéntese mientras preparo un té —exclamó.

—No se moleste, Hortensia, acabo de tomarlo. Pero aceptaré una taza de chocolate caliente, me vendrá muy bien. Y le pediría, por favor, que haga usted un litro de café.

Hortensia Oeillet miró a su invitada con consternación.

—¿Café? Dios mío, ha debido de ocurrir algo grave, usted nunca toma café.

—No, no es grave, pero es importante. Acudo a usted porque necesito su consejo, el suyo y el de esas damas de tan buen juicio que la frecuentan. Lo que quiero decir es que necesito que celebremos una especie de…

—¿Cónclave extraordinario?

La señorita Prim suspiró aliviada.

—¿Es así como los llaman?

—Así los llamamos. Siéntese, querida, llamaré a Emma, a Virginia y a Herminia. Creo que con ellas será suficiente. No queremos que se entere todo San Ireneo, ¿verdad? —sonrió cariñosamente la florista mientras se dirigía a la cocina.

La señorita Prim se dejó caer en un sofá estratégicamente situado frente a la chimenea. El salón de Hortensia Oeillet era una habitación pequeña, pero armoniosa. Viejas fotografías, jarrones adornados con camelias, dibujos infantiles que representaban plantas —la bibliotecaria recordó que su anfitriona era la profesora de botánica de San Ireneo—, cuadros hechos con pétalos secos y libros, muchos libros, hacían que resultase muy difícil no sentirse a gusto allí.

—¡Qué habitación tan hermosa, Hortensia! —exclamó la bibliotecaria cuando su amiga regresó cargada con una jarra de chocolate caliente, un plato de bollos de mantequilla, pastas de limón y una tarta de crema, y dispuso todo sobre la mesa frente al fuego.

—¿Le gusta? Es un poco anticuada, pero en San Ireneo disfrutamos de lo antiguo. Vivimos con un pie siempre en el pasado, ya lo sabe usted, querida.

La señorita Prim le aseguró que lo sabía y también que había comenzado a apreciarlo.

—¡Ah, cómo me alegra oír eso! Temía que no llegase a adaptarse nunca a esto, es tan diferente. Al fin y al cabo, aquí vivimos un poco al margen del mundo.

—O incluso
contra mundum
—rió la bibliotecaria mientras aceptaba el chocolate.

—Cierto, cierto. ¿Qué iba yo a decir…? Nuestras invitadas ya están de camino, llegarán en cinco minutos y el café estará listo en tres. He invitado también a Lulú Thiberville, espero que no le importe.

—¿Lulú Thiberville?

—Es la mujer de más edad y mayor rango de San Ireneo, está a punto de cumplir noventa y cinco años. La he avisado porque es un pozo de sabiduría y porque… —Hortensia Oeillet vaciló y miró de reojo a la señorita Prim— ha enterrado nada menos que a tres maridos. No me ha dicho usted cuál es el motivo por el que precisa consejo, pero algo en su mirada me ha hecho imaginar que puede tratarse de un asunto, digamos, romántico, y por eso he pensado en ella.

La bibliotecaria enrojeció intensamente.

—Ha hecho usted bien. Creo que me encantará conocer a Lulú Thiberville —dijo con una sonrisa.

La señora Thiberville resultó ser una anciana fea, enjuta y pequeña, de voz baja e imperiosa y dotada del extraordinario arte de convertirse en el centro de cualquier reunión. Llegó envuelta en un viejo abrigo de astracán que desprendía un suave olor a naftalina y tocada con un pequeño sombrero gris adornado con una pluma.

—Así que es usted —dijo nada más entrar en el salón seguida por el resto de las invitadas, que la ayudaron a acomodarse frente al fuego, pusieron sus pies sobre un pequeño escabel y se distribuyeron a su alrededor como si de una abeja reina se tratase.

—¿Y bien? —preguntó la anciana—. ¿A qué debo el honor?

Hortensia Oeillet presentó brevemente a la bibliotecaria y en pocas palabras expuso lo que sabía del asunto. La señorita Prim se había presentado de improviso, indudablemente agitada e intranquila, en busca de ayuda. Había solicitado la celebración de un cónclave extraordinario, reunión fuera de agenda que las damas de San Ireneo celebraban cuando algún motivo urgente obligaba a ello.

—Mi querida Prudencia, si es usted tan amable, cuéntenos su problema.

Animada por la sonrisa de Herminia Treaumont, la señorita Prim comenzó a hablar. En deferencia a Lulú Thiberville, explicó antes de nada el estrafalario método que se había prestado a utilizar en su búsqueda de marido y cómo esa misma tarde había llegado a la conclusión de que el candidato oculto tras la interrogación era su propio jefe. Después describió las extrañas y tensas relaciones que mantenía con éste, las animadas conversaciones y confidencias, las sonrisas y cortesías, y los abruptos ejercicios de crítica. Haciendo un esfuerzo por aparentar serenidad, confesó que muy a su pesar debía admitir que sentía cierta atracción hacia él. No entendía el porqué, dado que se trataba de un hombre extraño, de creencias religiosas extremas, carente de cualquier atisbo de sensibilidad e intolerablemente dominante. Como toda mujer autosuficiente, la señorita Prim estaba en contra de cualquier clase de dominio. En su opinión, la relación marital debía basarse en la más exquisita y delicada igualdad.

—Empieza usted mal —interrumpió secamente desde su asiento la abeja reina.

—¿Por qué? —preguntó asombrada la bibliotecaria.

Herminia Treaumont, inquieta en su silla, abrió la boca dispuesta a intervenir, pero un gesto imperioso de la anciana la hizo callar.

—Todo ese discurso igualitario es una soberana estupidez —sentenció la dama con dureza.

—¿Pero por qué? —volvió a preguntar la señorita Prim.

—Mi querida Prudencia… —comenzó Hortensia Oeillet—, lo que Lulú quiere decir…

—Haz el favor de callarte, Hortensia —interrumpió la anciana—. No necesito que nadie explique lo que quiero decir. Estoy segura de que Emma y tú tenéis parte de responsabilidad en la agitación que vive esta criatura, siempre a vueltas con vuestras absurdas teorías orientales sobre la armonía, el todo y las partes. Le han hablado ya sobre la armonía, el todo y las partes, ¿no es cierto, querida?

La bibliotecaria pidió disculpas con la mirada a su anfitriona y a continuación contestó que, efectivamente, había sido instruida en la teoría de la armonía, el todo y las partes.

—Olvídese de eso también. Es otra estupidez.

—Lulú, por favor, me gustaría que… —Hortensia Oeillet habló con suavidad, pero con firmeza.

—Hortensia —dijo la anciana con voz fatigada—, supongo que si a mis noventa y cinco años me habéis invitado a un cónclave extraordinario será para permitirme dar mi opinión, ¿no es cierto?

—Desde luego que sí, querida.

—Claro que sí, Lulú —terció Herminia Treaumont con cautela—, es solo que en este tipo de cuestiones existe diversidad de enfoques. Estoy segura de que Hortensia y Emma tuvieron la mejor de las intenciones al…

—Por supuesto que la tuvieron, Herminia, no seas ridícula, eso nadie lo pone en duda. —La diminuta anciana se enderezó en el sillón y miró fijamente a la bibliotecaria—. Escúcheme bien, señorita Prim, está usted ante una mujer que ha enterrado a tres maridos. Eso, según creo, me da cierta autoridad para hablar sobre el tema, y desde esa autoridad debo decirle que la igualdad no tiene nada que ver con el matrimonio. La base de un buen matrimonio, de un matrimonio razonablemente feliz (porque no existe, desengáñese, ninguno feliz por completo), es precisamente la desigualdad, que es algo indispensable para que entre dos personas pueda existir admiración mutua. Escuche con atención lo que voy a decirle: no debe usted aspirar a un esposo igual que usted, debe usted aspirar a un esposo absoluta y completamente mejor que usted.

La bibliotecaria abrió la boca para protestar, pero un brillo acerado en la mirada de la anciana la hizo desistir del intento. Junto a la chimenea, Virginia Pille ahogaba una sonrisa.

—Me pregunto si eso que sostiene sobre la admiración —apuntó la señorita Prim— puede aplicarse solo a las mujeres o si los hombres deben casarse también con mujeres a las que admiran.

—Por supuesto que deben hacerlo. Deben aspirar a mujeres que desde uno o varios puntos de vista sean mejores que ellos. Si repasa la historia verá que la mayoría de los grandes hombres, los verdaderamente grandes, han elegido siempre a mujeres admirables.

—Pero entonces esa admiración no excluye la igualdad, señora Thiberville. Si yo admiro a mi marido y mi marido me admira a mí, estamos en igualdad de condiciones —replicó la bibliotecaria elevando dos grados su nariz.

La anciana giró con dificultad la cabeza y miró a Virginia Pille, que volvió a sonreír en silencio.

—Mi querida señorita Prim, si se fija usted un poco se dará cuenta de que solo se puede admirar aquello que no se posee. No se admira en otro una cualidad que uno mismo tiene, se admira lo que uno no tiene y ve brillar en el otro en todo su esplendor. ¿Me sigue?

—Te seguimos, Lulú —dijo Herminia Treaumont, mientras la bibliotecaria y el resto de las damas asentían con la cabeza.

—Pues bien, y esto no es sabiduría sino lógica elemental, si dos personas se admiran mutuamente ello significa que no son iguales, porque si lo fuesen no se admirarían. Son diferentes, ya que cada uno admira en el otro lo que no encuentra en sí mismo. Es la diferencia y no la igualdad lo que alimenta la admiración entre dos personas, de ahí que la igualdad no tenga nada que ver con un buen matrimonio y sí lo tenga —y mucho— la diferencia. Decir lo contrario es pura charlatanería, muy frecuente en este tiempo y muy propia de personas a las que no se les ha enseñado a razonar.

La bibliotecaria bajó la cabeza y aceptó con mansedumbre la regañina.

—En cualquier caso, Lulú —la cristalina voz de Virginia Pille llenó el salón—, lo que la señorita Prim quiere preguntarnos es qué opinamos sobre su actual situación con su jefe y sobre el hecho de que se sienta atraída por él.

—¿Le admira usted, niña? —preguntó con repentina afectuosidad la anciana.

—Supongo que en muchos sentidos sí, aunque en otros le detesto profundamente.

—Ah, eso no es un impedimento, no lo es en absoluto. Yo detesté intensamente a todos mis maridos y eso no me impidió querer muchísimo a los tres.

En ese momento Herminia Treaumont carraspeó discretamente. La bibliotecaria se giró hacia ella mientras Lulú Thiberville se recostaba en el sillón y cerraba los ojos.

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