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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

El despertar de la señorita Prim (24 page)

—¿Sabe qué es esto, señorita Prim?

—No, señor.


De Trinitate Libri
.

—¿San Agustín?

La señorita Prim sonrió con melancolía y siguió guardando parte de su vestuario. No pretendía irse inmediatamente. Pensaba dejar en el armario prendas de ropa para varios días, los necesarios para despedirse y decidir con tranquilidad lo que debía hacer a continuación. No podía seguir allí. No ahora que sabía lo que sentía, no ahora que sabía también que no era ni podría ser correspondida. ¿Pero adónde iría? Y sobre todo, ¿cómo explicaría su marcha? Lentamente se acercó al ventanal de su dormitorio, descorrió las cortinas y echó un vistazo al exterior. La mañana era fría y bajo la luz del sol la nieve brillaba como mármol pulido. Se había despertado tarde. Después de todo, tras la conversación de la noche anterior, no le quedaban demasiadas cosas por hacer, fuera de enfrentarse con su jefe para comunicarle que dejaba la casa.

Pese a la tristeza y la decepción que la embargaban, también se sentía aliviada. Los últimos días habían sido demasiado agitados para una mujer como ella, acostumbrada al orden, el equilibrio y la pulcritud. Había meditado demasiado, se había preocupado demasiado, había revisado una y otra vez las palabras, evaluado los gestos, registrado las sonrisas, analizado las miradas. El romance, reconoció con infinita sabiduría, puede ser una carga extraordinariamente pesada para la psique femenina. Ahora lo que necesitaba era un lugar agradable y lejano donde descansar, un refugio donde escribir, una Arcadia donde rodearse de belleza y disfrutar del esplendor en la hierba y de las glicinias en flor.

Claro que también le dolía la herida, no quería ni podía negarlo. Hacía mucho tiempo que no experimentaba aquella sensación de angustia en el estómago, aquella dificultad para ordenar sus pensamientos, aquella imposibilidad de mirar al horizonte y vislumbrar algo de luz. Sin embargo, todo eso pasaría. La señorita Prim lo sabía con certeza. Se conocía lo suficiente como para poder calibrar cuáles serían los límites temporales de su tristeza. En primavera, como mucho a principios del verano, el sol volvería a brillar.

—¿Puedo hablar un momento con usted?

La bibliotecaria abrió con cautela la puerta del despacho del hombre del sillón. Inclinado sobre un documento, éste le indicó con un gesto que se acercara a la mesa y se sentara. Ella, obediente, tomó asiento. Durante unos minutos, los necesarios para ensayar mentalmente cómo comunicar la noticia de su marcha, el único sonido que se escuchó en la habitación fue el crepitar del fuego en la chimenea.

—Fíjese en esto, Prudencia —dijo él mientras le tendía la copia en facsímil de dos pequeños fragmentos de papiro.

La señorita Prim suspiró y miró el rostro del hombre del sillón. No había en él huella alguna de no haber dormido. No había rastro de ningún tipo de tensión o nerviosismo. No se atisbaba ningún indicio de que la conversación mantenida la madrugada anterior pudiese haber alterado de alguna forma su estado de ánimo.

—¿Está usted bien? —preguntó él, preocupado al observar la palidez de su empleada—. Parece cansada.

La bibliotecaria aseguró que se encontraba perfectamente y que su palidez se debía única y exclusivamente a la falta de sueño.

—Estuvimos charlando hasta muy tarde ayer, es cierto. Mire esto —dijo señalando con un gesto el manuscrito—. ¿Qué le parece? ¿Había visto alguna vez algo así?

La señorita Prim examinó la copia con atención.

—¿Qué es?

—Un facsímil del P52, mundialmente conocido como papiro Rylands.

—Déjeme que adivine… ¿Un trocito del Libro de la Sabiduría? ¿O quizá del Libro de Daniel?

—Ni uno ni otro, no tiene usted suerte. Son unos versículos del Evangelio de San Juan. Fíjese bien, está escrito en griego koiné. Observe estas líneas.

ΡΗΣΩ ΤΗ ΑΛΗΘΕΙΑ ΠΑΣ Ο ΩΝ ΕΚ ΤΗΣ ΑΛΗΘΕΙ ΑΣ ΑΚΟΥΕΙ ΜΟΥ ΤΗΣ ΦΩΝΗΣ ΛΕΓΕΙ ΑΥΤΩ Ο ΠΙΛΑΤΟΣ ΤΙ ΕΣΤΙΝ ΑΛΗΘΕΙΑ ΚΑΙ ΤΟΥΤΟ
[3]

—Estoy seguro de que incluso una ilustre jacobina como usted ha oído alguna vez esto. ¿Quiere que se lo traduzca?

La bibliotecaria no contestó. Después examinó los dos amarillos y diminutos fragmentos.

—¿Es muy antiguo?

—El más antiguo encontrado hasta ahora. Está fechado alrededor del año 125 d. C. Fue hallado en el desierto de Egipto por Grenfell, un egiptólogo inglés. La opinión mayoritaria lo sitúa unos treinta años después del original que escribió Juan en Éfeso. ¿Le parece mucho? Vamos, venga aquí. Voy a enseñarle algo.

El hombre del sillón abrió un enorme archivo situado en un extremo de su despacho, del que fue extrayendo lo que la señorita Prim identificó como facsímiles de distintos papiros, pergaminos y códices.

—¿Sabe lo que es esto? —preguntó señalando uno de ellos.

La bibliotecaria negó con la cabeza.

—Es uno de los papiros de Oxirrinco. ¿Ha oído hablar de los papiros de Oxirrinco?

La señorita Prim, sin abandonar la mímica, reafirmó su negativa.

—También se los debemos a Grenfell. Los encontró junto a Arthur Hunt, otro arqueólogo británico, a finales del siglo
XIX
en un vertedero de basura cerca de Oxirrinco, en Egipto. Desenterraron muchos fragmentos de grandes obras de la Antigüedad; este que tiene ahora en la mano me parece que le va a encantar. Es un extracto de
La República
de Platón.

—¿De verdad? —preguntó la bibliotecaria con admiración.

—De verdad. ¿Sabe cuántos años separan a Platón de los primeros fragmentos que tenemos de sus obras?

—No tengo ni idea.

—Yo se lo diré: aproximadamente mil doscientos. Los textos que tenemos del pensamiento de Platón y, a través de ellos, del de Sócrates, las obras que todos hemos leído y estudiado, son copias realizadas más de diez siglos después de que se escribieran los originales.

La señorita Prim examinó con atención la copia del papiro, mientras su jefe sacaba del archivo un voluminoso manuscrito.

—¿Y esto? ¿Se le ocurre qué puede ser esto?

La bibliotecaria, que parecía haber olvidado el motivo de su visita, examinó el manuscrito.

—Veamos —dijo con una sonrisa—, esto puedo descifrarlo. Al menos es latín. ¿Tácito?

El hombre del sillón negó con la cabeza.

—Julio César.
De Bello Civili, La guerra civil
. Este manuscrito es el Laurentianus Ashburnhamensis, el más antiguo que se conserva de esa obra. ¿Sabe de qué época es? No, claro que no lo sabe. Es del siglo
X
, algo más de mil años después de que César escribiera el original. La copia más antigua que tenemos de
Los comentarios a la guerra de las Galias
es de unos novecientos cincuenta años después del original.

—¡Qué interesante es todo esto! —murmuró la bibliotecaria.

Su empleador volvió a coger el facsímil del papiro Rylands.

—Interesante se queda corto, Prudencia, es absolutamente fascinante. ¿Comprende ahora lo que es el Rylands? ¿Sabe cuántas copias solo en griego koiné tenemos de lo que escribieron los cuatro evangelistas? Alrededor de cinco mil seiscientas. ¿Sabe cuántas tenemos, por ejemplo, de
Los comentarios a la guerra de las Galias
? Diez copias, únicamente diez. Y ahora, fíjese —dijo mientras examinaba otro facsímil—, ¿qué tal se lleva con Homero?

La señorita Prim aseguró que si alguna vez tuviera la desgracia de ser condenada a cadena perpetua, se llevaría consigo a su encierro a Homero. Mientras el hombre del sillón continuaba hablando con extraordinario entusiasmo de papiros, pergaminos y copias, la bibliotecaria recordó con tristeza el motivo de su visita. Le echaría de menos, eso era evidente; pero no únicamente a él, sino también todo aquello que tenía que ver con él. Las charlas, las lecturas, los debates, los niños, los libros y el propio San Ireneo.

—Ahora que ha terminado con la biblioteca —decía en ese momento su jefe—, tal vez podría ayudarme a clasificar todo este material. Tengo que dar una conferencia en Londres el mes que viene sobre los papiros Bodmer.

—Me temo que eso no va a ser posible —respondió la señorita Prim resistiendo heroicamente la tentación de preguntar qué era un papiro Bodmer.

Él la miró sorprendido.

—¿Por qué?

La bibliotecaria cruzó las piernas con cuidado y tomó aire antes de hablar.

—Porque creo que he terminado mi labor aquí. He venido a decirle que he decidido marcharme. Ya he terminado el trabajo, así que no veo motivo alguno para prolongar mi estancia.

Sin decir una palabra, el hombre del sillón guardó los documentos y los devolvió al archivo del que los había sacado. Después se acercó a la chimenea, liberó una butaca llena de libros e indicó con un gesto a su empleada que se sentase.

—¿Ha ocurrido algo que yo deba saber, Prudencia? —preguntó.

—En absoluto.

—¿Alguien la ha ofendido o disgustado en esta casa?

—Siempre me han tratado maravillosamente.

—¿Tal vez he sido yo? ¿He dicho algo que la haya molestado? ¿Alguna de esas faltas de delicadeza de las que me acusa continuamente?

La señorita Prim bajó la cabeza para ocultar su rostro.

—No tiene nada que ver con usted —murmuró.

—Míreme, por favor —dijo él.

La bibliotecaria levantó la cabeza y al hacerlo se dio cuenta de que debía buscar de inmediato una excusa, de que tenía que idear rápidamente una explicación si no quería que él descubriese o, al menos, intuyese la razón de su marcha.

—Necesito ir a Italia —dijo de pronto.

—¿Necesita ir a Italia? ¿Por qué?

La señorita Prim, temblorosa, jugueteó nerviosamente con su sortija de amatistas.

—Tiene que ver con mi formación. Ninguna educación femenina está completa si no se ha vivido un tiempo en Italia.

—¿Pero todavía necesita acumular más formación? ¿Con qué objeto? —preguntó él, asombrado—. ¿Es que trata usted de batir algún récord?

La bibliotecaria esbozó una sonrisa al ver aquel rostro de absoluto desconcierto.

—Se ve que no escucha usted lo suficiente a su madre —dijo con los ojos brillantes—. Tiene una hermosa teoría sobre la buena influencia que ejerce la vida en Italia en la conversación y las maneras de cualquier miembro del sexo femenino.

—¿Habla usted en serio?

—Completamente en serio.

El hombre del sillón bajó la cabeza y miró al suelo antes de volver a hablar.

—Esa teoría es una soberana estupidez. Lo sabe, ¿verdad?

—Le recuerdo que está usted hablando de su madre —dijo la bibliotecaria con fingido reproche—. Dudo mucho que haya dicho alguna vez en su vida una sola estupidez.

—Pues me temo que en esta ocasión sí lo ha hecho.

—En cualquier caso, voy a irme. Necesito viajar, llevo demasiado tiempo aquí.

—Yo creía que estaba usted a gusto —murmuró él.

Consciente de que no podría dominar mucho tiempo sus emociones, la señorita Prim se puso en pie con resolución.

—No se ponga sentimental —señaló con aparente despreocupación mientras comenzaba a andar hacia la puerta.

—La echaré de menos, Prudencia —dijo el hombre del sillón levantando la cabeza.

—Eso es muy cortés, pero no demasiado cierto, y usted lo sabe.

—¿De verdad cree eso? —preguntó él con voz ronca un segundo antes de que la bibliotecaria abriese la puerta y abandonase la habitación.

La señorita Prim cerró la puerta del despacho y caminó apresuradamente rumbo a su dormitorio. Cruzó el corredor hasta llegar al distribuidor de la primera planta, subió un tramo de escaleras, avanzó a lo largo de un pasillo y finalmente llegó a su habitación. A continuación cerró la puerta con cuidado, se quitó los zapatos, se tumbó en la cama y, después de contemplar unos segundos el artesonado de su cuarto, se echó a llorar con desconsuelo. ¿Por qué lloraba continuamente? Ella no había sido nunca una mujer sentimental. Si era sincera consigo misma, y en aquel momento no le resultaba difícil serlo, lo que sentía por aquel hombre no se podía calificar de amor. Había sido una atracción forjada prácticamente a contracorriente, tal vez un desafío, incluso puede que un enamoramiento ligero, pero no era amor. ¿Lloraba entonces por despecho? Seguramente así era, suspiró mientras se secaba las lágrimas. Por algún motivo, uno que muy probablemente tenía que ver con su suficiencia y su vanidad, en los últimos días se había convencido de que él correspondía a sus sentimientos. Y bien pudiera ser que sintiera algún tipo de atracción por ella, eso no podía excluirlo, pero con toda seguridad no era nada parecido al amor.

Perdida en esos pensamientos, oyó un suave crujido que provenía de la puerta. Alguien se había detenido en el pasillo, aunque no parecía dispuesto a manifestar su presencia. La bibliotecaria se levantó de la cama y se acercó sigilosamente al umbral. Con el corazón acelerado y sin esperar a que el sonido volviese a repetirse, cogió el pomo con fuerza y abrió enérgicamente la puerta.

—¿Qué haces ahí? —preguntó con sorpresa.

La rubia y desgreñada cabeza de Septimus dio un paso atrás.

—No estaba escuchando —dijo con perfecta convicción.

La expresión de la señorita Prim se dulcificó y con un gesto de cabeza indicó al niño que entrara.

—Se va usted, ¿no es cierto? —dijo éste tras observar la maleta a medio hacer sobre la cama.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nuestro jardinero. Lo oye todo por la ventana del despacho. ¿Por qué llora? ¿Le ha pegado alguien?

La bibliotecaria, que en aquel momento plegaba con delicadeza una blusa de punto de seda, se sobresaltó.

—¿Pegarme? Por supuesto que no me han pegado. ¿Es que tú solo lloras cuando te pegan?

El niño meditó unos segundos.

—Yo nunca lloro —dijo con firmeza—. Ni siquiera cuando alguien me pega.

—Eso está bien —se oyó decir a sí misma la señorita Prim—. Quiero decir que a veces hay que llorar, pero está bien que no sea por cualquier cosa.

—Tal vez podría llorar en una guerra —reflexionó el pequeño—. En una guerra probablemente podría hacerlo. Seguramente está justificado.

—Completamente justificado —aseveró ella.

—Oiga —dijo Septimus al observar las lágrimas que se deslizaban silenciosamente por el rostro de la bibliotecaria—, me gustaría que no llorara tanto.

—Siento no poder complacerte. Pero al contrario que tú, yo también lloro en tiempos de paz.

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