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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

El despertar de la señorita Prim (27 page)

5

La señorita Prim no había previsto lo mucho que iba a costarle despedirse de los niños. Si a su llegada a San Ireneo alguien se lo hubiese advertido, habría sonreído con desdén y seguido su camino. Jamás había sido especialmente proclive a dejarse encandilar por la ternura que inspira la infancia. No se podía decir que no le gustasen los niños, pero sí que formaba parte de ese grupo humano que no descubre su encanto hasta que se convierte en padre o madre. Y que aun cuando ello ocurre, constata con alivio que las únicas criaturas que despiertan su interés y su atención son las propias. La señorita Prim no era una de esas mujeres que se detienen en la calle a acariciar a un bebé, que charlan en la cola de un cine con un niño agarrado de la mano de su madre, que devuelven con alegría un balón de fútbol en medio del bullicio de un grupo de escolares. Por eso se sorprendió a sí misma cuando advirtió su emoción ante la idea de tener que separarse de las cuatro criaturas con las que había convivido durante los últimos meses en la casa.

—¿Y jamás volveremos a verla? —dijo aquella tarde la pequeña Eksi después de que la bibliotecaria terminara de explicar su marcha.

Sentados en la biblioteca, los cuatro niños rodeaban a la señorita Prim con la seriedad de un consejo de guerra.

Ésta hizo una larga pausa antes de contestar.


Jamás
es un palabra muy exagerada. ¿Quién sabe lo que puede pasar? Quizá volvamos a vernos antes de lo que creéis, quizá vayáis a Italia a estudiar a Bernini o a Giotto y nos encontremos allí.

La expresión de desconfianza de los pequeños la animó a continuar.

—Imaginaos que vais a ver la basílica de San Francisco, por ejemplo. ¿Sabéis dónde está?

—En Asís —respondió Téseris desde la vieja otomana de la biblioteca.

—Eso es —asintió alegremente la bibliotecaria—, está en Asís. Imaginaos que vais a Asís a ver los frescos de Giotto. Entráis en la basílica superior, camináis sobrecogidos por la belleza de esos techos y paredes llenos de escenas de la vida de Il Poverello y cuando estáis más concentrados admirando la pintura, escucháis a vuestras espaldas una voz conocida que dice…

—… ¡Ni se os ocurra tocarlos! —exclamó Deka con una sonrisa traviesa.

La señorita Prim guiñó un ojo al pequeño mientras se disponía a abrir una lata de galletas de manzana. Atrincherado en la butaca del hombre del sillón, esta vez fue su hermano Septimus el que habló:

—No creo que podamos ir a verla a Asís, nosotros
ya
conocemos Asís. Fuimos allí cuando
éramos
pequeños.

La bibliotecaria reprimió una sonrisa y comenzó a repartir las galletas.

—Yo creo que jamás volveremos a verla —repitió con pesadumbre la pequeña Eksi desde la alfombra—. Se irá a Italia a vivir aventuras y nunca querrá volver, como hizo la mujer de Robert Browning.

La señorita Prim se rió divertida.

—Yo no estaría tan segura. No creo que mi viaje tenga nada que ver con el de la mujer de Robert Browning, que, por cierto, se llamaba Elizabeth Barrett. Ella estaba enamorada, se fue por amor, ¿recuerdas?

—Y usted también —respondió la pequeña con convicción.

—¿Yo? —exclamó la bibliotecaria asombrada—. ¿Irme por amor? ¡Pero qué idea tan absurda! Yo no me voy por amor. ¿Por qué se te ha ocurrido eso?

—No se me ha ocurrido a mí, se le ha ocurrido a nuestro jardinero —respondió la niña.

—Lo oye
todo
por la ventana de la biblioteca —confirmó su hermano mayor—. Seguramente nos está oyendo ahora.

La señorita Prim lanzó una furtiva mirada a la ventana para asegurarse de que estaba herméticamente cerrada.

—El jardinero no ha podido oír algo que no es cierto. ¿De verdad creéis que si me fuese a Italia por amor se lo diría a alguien? Además, no se debe curiosear ni contar chismes, no es una buena costumbre. Estoy segura de que ha sido un error, seguramente no se refería a mí.

—Se refería a usted —dijo Deka con la firmeza de una piedra.

La bibliotecaria repartió una segunda ronda de galletas mientras trataba de buscar una fórmula para salir de aquel atolladero.

—¿Y por qué lo sabes? ¿Acaso dijo mi nombre?

Lo niños cruzaron una elocuente mirada.

—Si se lo decimos, ¿se enfadará con él? —preguntó Septimus con cautela.

—Por supuesto que no.

Después de una pausa, en la que pareció calibrar la sinceridad de la respuesta, el niño se decidió a continuar:

—Lo que dijo fue: «
Ella
va a Italia a buscar marido».
Ella
es usted, así la llama —explicó.

La señorita Prim respiró hondo, pero no dijo nada. La habitación permaneció inmersa en una solemne calma durante unos minutos. Después, un ruido en la puerta hizo a todos volver la cabeza: los dos enormes perros de la casa entraron en el cuarto, rozaron las rodillas de la bibliotecaria y se echaron sobre la alfombra.


Ella
—murmuró ésta.

Luego levantó la cabeza y se dirigió a los niños.

—¿Me echaréis de menos cuando me vaya?

—Claro que sí, aunque no lo sabremos de verdad hasta que ya no esté —respondió filosóficamente Septimus.

—No nos dio pena que se fuesen los otros —intervino Téseris con suavidad—. Pero ellos no eran como usted.

La señorita Prim fijó la mirada en el fuego. Le escocían los ojos, un escozor acuoso y agradable. La reconfortaba la honestidad de los niños, la sencillez con la que hablaban de lo que les disgustaba y lo que amaban, la falta de doblez que había en sus juicios, la ausencia de aquellas enormes madejas que enredaban tan a menudo las relaciones de los adultos.

—A
él
también le gusta usted. Está triste porque se marcha —declaró Eksi mientras acariciaba el largo y abundante pelo de uno de los perros.

La bibliotecaria se sonrojó y volvió a desviar la mirada hacia las llamas.

—Seguramente le gustaba también el bibliotecario anterior. Lo que le gusta es que el trabajo se haga bien, eso es todo.

—El anterior no le gustaba, pegaba a los perros.

—¿De verdad? —preguntó la señorita Prim horrorizada.

Los niños asintieron con la cabeza.

—Me gustaría ir a Italia con usted —dijo de nuevo Eksi—. Podríamos estudiar
cosas
y usted podría buscar
ese
marido.

Por un instante, la señorita Prim se contempló a sí misma paseando por Florencia. Se vio entrando en la Academia con paso lento y soñador, se observó mientras admiraba embelesada el
David
y se imaginó que una figura se situaba a su lado y le decía al oído con voz burlona: «¿Ya está lista para sacar del bolso la regla y el compás?»

—No tengo ninguna intención de buscar un marido, Eksi, de verdad que no —dijo con aspereza, inquieta ante aquella visión.

—Señorita Prim —la voz de Téseris llegó con la textura de un sueño—, yo creo que volveremos a verla.

La bibliotecaria acarició la cabeza de los tres pequeños sentados sobre la alfombra y miró con afecto a la niña reclinada en la otomana.

—¿Realmente lo crees así? —preguntó con una sonrisa.

Ésta respondió con una inclinación de cabeza.

—Entonces estoy segura de que volveremos a vernos. Absolutamente segura.

La nota de Lulú Thiberville fue una sorpresa para la señorita Prim. La noticia de que la anciana quería despedirse de ella le produjo una desasosegante intranquilidad. Era una personalidad imponente, había sido muy consciente de ello la tarde en que la conoció; y la señorita Prim creía que las personalidades imponentes, como las fuerzas de la naturaleza, eran peligrosas e imprevisibles. Mientras cruzaba San Ireneo rumbo a la casa Thiberville, repartió sonrisas y saludos entre comerciantes y vecinos. Todos le correspondieron con afecto. Saludó al carnicero, del que había aprendido cómo cocinar el pavo de Navidad. Sonrió al zapatero, que en los últimos meses había cuidado con esmero de sus zapatos. Intercambió unas palabras con la dueña de la papelería, que reservaba mensualmente para ella un paquete de su artesanal papel de cartas, ahora que había adoptado la costumbre local de intercambiar correspondencia. Entró en la consulta del médico, al que agradeció el jarabe para la tos que había recetado un par de semanas antes a los niños. Y se despidió de las dueñas de la mercería, donde había comenzado a adquirir su ropa interior ahora que sabía que en San Ireneo de Arnois la lencería era de igual o mayor calidad que en la ciudad.

El vestíbulo del viejo caserón donde vivía Lulú Thiberville olía a alpiste y a medicinas, pero también al bizcocho y las tostadas que en la cocina habían preparado para agasajar a la bibliotecaria. Ésta encontró a la anciana recostada en un diván junto a la ventana. A su lado, sobre un velador, un pesado servicio de plata estaba dispuesto para el té. La señorita Prim se acercó y tomó asiento en un pequeño y mullido escabel.

—¡Por el amor de Dios, criatura, siéntese en una silla! —exclamó la dama con su vieja voz cascada—. Acabará usted con la espalda rota.

La bibliotecaria aseguró que se hallaba perfectamente cómoda en el asiento. Jamás doblaba la espalda, había aprendido de niña a no hacerlo.

—Lo he observado, sí. Se sienta usted correctamente, con la espalda recta y en el borde de la silla. Es un alivio pensar que aún quedan mujeres que saben sentarse. Me pone enferma ver a todas esas criaturas que caminan por la calle con la espalda doblada, el busto hundido y los hombros hacia delante. Es culpa de las escuelas modernas. Cuénteme, señorita Prim, ¿aprendió usted a sentarse así en una escuela moderna?

La bibliotecaria explicó que no había sido el colegio el responsable de su disciplina postural, sino una vieja tía de su madre que le había enseñado a caminar desde niña con libros sobre la cabeza y a sentarse con la delicada rigidez de una reina egipcia.

—Antes lo enseñaban en los colegios. Claro que entonces los colegios aún eran un lugar donde los niños aprendían cosas. Hoy en día son fábricas de indisciplina, criaderos de monstruos ignorantes y maleducados.

La señorita Prim miró con inquietud a la anciana.

—Yo no diría eso de una forma tan tajante —murmuró.

—Naturalmente que usted no lo diría, soy yo la que lo digo. ¿Conoció usted acaso los viejos colegios?

La bibliotecaria confesó con docilidad que no había conocido los viejos colegios.

—Entonces no puede usted comparar, lo suyo no son más que juicios bienintencionados; y las personas de juicios optimistas, como parece ser su caso, no solo no ayudan a mejorar las cosas, sino que contribuyen a empeorarlas. Transmiten la falsa percepción de que todo va bien, cuando el mundo, no se engañe, va rematadamente mal. Pero, explíqueme —preguntó mientras hacía un gesto a la cocinera para que dejase dos fuentes sobre una mesa auxiliar junto al velador—, ¿por qué nos deja? ¿Se marcha usted por aquel asunto que comentamos en casa de Hortensia?

La señorita Prim asintió con un movimiento de cabeza. Esperaba no tener que volver a profundizar en el tema. A lo largo de la última semana había tenido la sensación de no haber hecho otra cosa que despedirse de personas que trataban de ahondar una y otra vez en aquella cuestión. Como si adivinase sus sentimientos, la anciana volvió a hablar.

—No se preocupe, no voy a pedirle que me haga un relato. Éste es un pueblo pequeño, supongo que no creerá usted que necesito preguntar directamente las cosas para enterarme de ellas.

La bibliotecaria, que había comenzado a servir el té, se estremeció.

—Tenía la esperanza de que mis intimidades no hubiesen sido divulgadas por el pueblo. Tal vez haya sido una ingenua.

La anciana sonrió con ironía y tomó la taza que su invitada acababa de servirle.

—No es usted ingenua. Simplemente es joven.

—¿Acaso no es lo mismo?

—Solía serlo, debería serlo. Claro que hoy en día cualquiera sabe.

La señorita Prim observó el rostro de la anciana con seriedad.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que la juventud debería ser todo lo ingenua que nuestra naturaleza nos permite ser, niña. El joven aún camina en cierta inocencia, todavía mira el mundo con sorpresa e ilusión. Más adelante, con el paso del tiempo, descubre que las cosas no son como imaginaba y va cambiando. Pierde entonces esa luminosidad, pierde esa inocencia, su mirada se enturbia y se oscurece. En un sentido es muy triste, pero en otro resulta inevitable, porque son precisamente esos dolores los que le llevan a la madurez.

La bibliotecaria cogió una tostada con mantequilla.

—¿Y cree usted que eso ha cambiado?

—Naturalmente que ha cambiado. Hay que ser un lunático o un gran necio para no darse cuenta de que ha cambiado. Los jóvenes de hoy en día extienden la niñez más allá de lo que corresponde cronológicamente, son inmaduros e irresponsables a una edad en la que ya no deberían serlo. Pero al mismo tiempo pierden muy pronto la candidez, pierden la inocencia y la frescura. Le sonará extraño lo que voy a decir, pero envejecen pronto.

—¿Envejecer? Qué idea tan extraordinaria.

La anciana bebió un sorbo de su taza de té y con un gesto indicó a su invitada que le sirviera un pedazo de bizcocho.

—El escepticismo siempre se ha considerado una enfermedad de la madurez, Prudencia, pero poco a poco ha dejado de serlo. Todos esos niños han crecido ignorando los grandes ideales, aquellos que forjaron a las viejas generaciones a través de los siglos y las hicieron fuertes. Se les ha enseñado a mirarlos con desdén o a sustituirlos por un
algo
empalagoso y sentimental que muy pronto les indigesta y desilusiona. Y con ello matan lo más valioso (yo diría que lo único verdaderamente valioso) que posee la juventud respecto a la madurez. Es terrible tener que hablar así, no crea que no me doy cuenta.

La señorita Prim se preguntó cómo una mujer de noventa y cinco años que pasaba gran parte de su tiempo echada sobre un viejo diván podía hacer juicios tan tajantes sobre el sistema escolar y los defectos de la juventud. Antes de que pudiera volver a hablar, la dama se echó hacia delante y sonrió con astucia.

—Cree usted que soy demasiado vieja para conocer el mundo moderno y sus problemas.

—Por supuesto que no —mintió la bibliotecaria.

—No sea embustera, niña. Tiene usted parte de razón, pero debe tener en cuenta una cosa. Por aquí pasa una multitud de personas diferentes, les gusta visitar el pueblo, vienen a la colonia como a un museo. Y yo soy una mujer observadora, querida, a mi edad poco más se puede hacer si no observar.

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