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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

El despertar de la señorita Prim (20 page)

—Es una niña extraña, ¿no cree?

—Sí que lo es. Yo diría que es distinta a todos los niños que he conocido. A veces da la impresión de guardar un secreto.

La bibliotecaria se mordió el labio. Pese a su repugnancia natural hacia los discursos metafísicos, tenía que reconocer que aquella criatura daba siempre la impresión de habitar profundidades inalcanzables para los demás.

—Siempre ha sido diferente, desde que era muy pequeña.

—¿Diferente? ¿Qué quiere decir?

La dama se concentró en disolver el azucarillo que acababa de echar en su taza.

—Mi nieta tiene una sorprendente familiaridad con lo sobrenatural, la tiene desde que era muy niña. Y lo más interesante de todo es que durante mucho tiempo le resultó imposible entender que a nosotros, que a los demás, no nos ocurriese lo mismo.

—¿Quiere usted decir…? —La señorita Prim tragó saliva—. ¿Quiere usted decir que Téseris es algo así como una pequeña mística? No puede usted hablar en serio.

La madre del hombre del sillón cortó pausadamente un pedazo de bizcocho, lo puso sobre el plato de la bibliotecaria y a continuación hizo lo mismo con otro pedazo, que depositó con cuidado en el suyo.

—No, Prudencia, no estoy diciendo que mi nieta sea una mística, no sé qué aspecto tienen los místicos, aunque estoy convencida de que no se parecen a ella. Pero lo cierto es que yo no sospechaba hasta qué punto lo sobrenatural puede tocar lo natural hasta que lo he visto reflejado en ella.

La señorita Prim, que había olvidado su bizcocho, miraba ahora fijamente a la dama. Y mientras lo hacía, recordó la tarde de su llegada a la casa.

—La primera vez que vi a la niña me habló de un espejo. Pensé que se refería a Alicia.

La anciana sonrió con indulgencia.

—Téseris vuela muy por encima de Alicia.
Videmus nunc per speculum in aenigmate
[2]
. ¿Sabe usted algo de latín? Ahora vemos como a través de un espejo, vemos oscuramente, como en enigma. Será después cuando veremos todo tal cual es, cuando conoceremos de la misma forma en que somos conocidos.

La señorita Prim carraspeó suavemente. Fuera había comenzado a nevar de nuevo.

—Pero si usted cree todo eso, ¿por qué no se ha quedado hoy en la abadía con su familia? ¿Por qué mantiene esa distancia?

La madre del hombre del sillón cogió la taza con sus delicadas manos y terminó su té. Luego miró severamente a la bibliotecaria y habló en voz baja, casi en un susurro.

—Porque no puedo. No estoy preparada aún, no me siento preparada.

—¿Preparada? ¿Preparada para qué?

—¿Preparada para qué? —La anciana sonrió con una mueca—. Preparada para deponer las armas, querida mía. Preparada para bajar esta vieja cabeza orgullosa y deponer las armas.

III
Deshaciendo madejas
1

La marcha de la madre del hombre del sillón dejó un vacío extraño en la casa. Fuera, el tiempo seguía siendo frío, la nieve se acumulaba en el alféizar de las ventanas, atrancaba las puertas, se helaba sobre las ramas de los árboles. Dentro, el trabajo avanzaba, pese a las frecuentes interrupciones de los niños, que quemaban su inagotable energía corriendo, jugando y escondiéndose por las habitaciones, pasillos y escaleras de la casa. La bibliotecaria pasaba las tardes clasificando aquellos volúmenes pesados y polvorientos. Algunos, sin más valor que el haber permanecido en la casa durante largos y solitarios años. Otros, verdaderos supervivientes traídos por los antepasados de la familia cuando, mucho tiempo atrás, llegaron para establecerse en San Ireneo. A la señorita Prim le gustaban aquellos libros. Le conmovía la idea de que allí, en aquellas viejas estanterías, los volúmenes habían presenciado lenta y silenciosamente la llegada de las noches y el arribar de los días.

—Me maravilla no haberla oído estornudar jamás, Prudencia. Esos libros tienen más polvo del que la especie humana es capaz de soportar.

El hombre del sillón entró en la biblioteca resoplando y armado de un gorro, una bufanda que le cubría el rostro, un grueso abrigo y pesadas botas de nieve.

—¿Seguro que es usted el que está ahí debajo? —preguntó la bibliotecaria con sorna.

—Ríase si quiere, pero hace un frío endiablado ahí fuera. No se puede estar en el jardín más de media hora —contestó él mientras se quitaba la bufanda, el gorro, los guantes y el abrigo.

—Debería quitarse las botas y ponerse algo caliente. ¿Quiere que pida la merienda?

—Si fuese usted tan amable, se lo agradecería mucho. Maldita sea, tengo las manos tan frías que soy incapaz de desatarme los cordones —se quejó.

La señorita Prim se acercó silenciosamente. Se agachó, poniendo especial cuidado en no arrodillarse, y comenzó a desatarle los cordones.

—Es usted muy amable. Y créame, aprecio el gesto en lo que vale —dijo él con una sonrisa.

—¿Qué quiere decir con eso? —respondió ella con aspereza mientras luchaba por conservar el equilibrio en un intento de evitar arrodillarse y ganar la partida a la bota derecha.

—Que creo adivinar el significado jerárquico que da usted a determinadas actitudes y gestos.

—Si así fuese no estaría haciendo esto, ¿no le parece?

—Desde luego que lo haría. Su prusiano sentido del deber siempre puede con usted.

La bibliotecaria apretó los labios y siguió con su tarea.

—Creo que ya está.

—Gracias —respondió él suavemente.

La señorita Prim recogió la bandeja que la cocinera había dejado sobre la mesa del recibidor. Tras su última discusión, las dos mujeres habían acordado tácitamente evitarse y eludir también en lo posible cualquier tipo de conversación. Se saludaban cuando se cruzaban en los pasillos, coincidían en la cocina o se encontraban en el jardín, pero fuera de ese mínimo de urbanidad, la relación entre ambas era tan fría como aquel invierno. La bibliotecaria se sentía contenta con ese arreglo; al fin y al cabo, ella no formaba parte del servicio. Cuando necesitaba algo, se lo decía a una de las tres chicas del pueblo que trabajaban en la casa como limpiadoras, niñeras improvisadas y chicas para todo. No necesitaba hablar con el dragón de los fogones, no lo necesitaba en absoluto. Y sin embargo, reflexionó mientras colocaba la merienda sobre la mesa frente a la chimenea, había que reconocer que la señora Rouan era una mujer eficiente. Sus buñuelos de crema, su esponjosa tarta de queso, el exquisito bizcocho de zanahoria y los finísimos sándwiches cortados en forma triangular y dispuestos en cuatro pequeños montones, cada uno de un sabor, eran insuperables. En las bandejas nunca faltaba el té chino, la leche con nata y las tostadas de pan casero untadas generosamente de mantequilla y miel. Todo aquello, en honor a la verdad, era mérito de la cocinera.

El hombre del sillón se frotó las manos y contempló en silencio el ritual con el que la señorita Prim servía la merienda. La casa estaba inusitadamente silenciosa, puesto que los niños se hallaban en el invernadero, observando cómo el jardinero hacía esquejes y cuidaba con mimo de los brotes que crecían en pequeños tiestos a la espera de poder ser trasplantados al jardín el año siguiente.

—Es fascinante la variedad de libros que hay acumulados en esta habitación —comentó la bibliotecaria—. He estado haciendo el ejercicio de intentar adivinar cuáles han pertenecido a hombres y cuáles a mujeres.

El hombre del sillón sonrió mientras revolvía lentamente su té.

—No me parece un ejercicio muy difícil. Yo creo que es bastante sencillo identificar la literatura dirigida a las mujeres: no hay más que fijarse en el sexo del autor. Es curioso que los hombres escriban mayoritariamente para ambos sexos, mientras que las autoras dirigen sus libros a las mujeres. Salvo honrosas excepciones, por supuesto.

La señorita Prim respiró hondo, se sirvió un emparedado de
foie
de oca y después levantó la mirada hacia el rostro de su interlocutor.

—Yo no creo que las escritoras hayan dirigido siempre sus libros a las mujeres —replicó—. Es un fenómeno sociológico bastante moderno. Hace menos de un siglo, los hombres leían a las escritoras con la misma naturalidad con la que leían a los autores.

—Aunque con menos placer —respondió riéndose el hombre del sillón.

La bibliotecaria dejó su emparedado sobre el plato.

—Dígame —dijo con tono glacial—, ¿de qué se ríe?

Él la contempló con tranquilo regocijo.

—De usted, naturalmente, ¿acaso no es lo que hago siempre?

—¿Y qué es lo que resulta gracioso en mí en este momento, si se me permite preguntarlo?

—El hecho de que siempre tiene usted una respuesta psicosociológica para todo. Debería aprender a mirar el mundo tal cual es, Prudencia, no como a usted le gustaría que fuera. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que cualquier chico disfruta enormemente leyendo
La isla del tesoro
, mientras que experimentaría mareos ante la sola idea de leer…

—¿Por ejemplo,
Mujercitas
?

Él sacudió la cabeza sonriendo.

—Por ejemplo,
Mujercitas
.

—Por cierto —la señorita Prim levantó la nariz con suficiencia—, ¿lo ha leído finalmente? ¿O es que ha experimentado algún mareo que le ha impedido acometer la tarea?

El hombre del sillón alejó los pies de la chimenea, se enderezó en la butaca y la acercó a la mesa, inclinándose hacia delante como si se dispusiese a comenzar una partida de ajedrez. La bibliotecaria, por el contrario, se apoyó suavemente en el respaldo de su asiento y cruzó los brazos sobre el pecho a la espera de una explicación.

—Lo he leído.

La señorita Prim abrió los ojos sorprendida, pero inmediatamente se repuso y volvió a adoptar una actitud desafiante.

—¿Y bien?

—He de reconocer que tiene cierto encanto.

—Vaya.

—Y en ese sentido no tengo inconveniente en que lo lean las niñas, pero debo decir que tampoco tengo interés alguno en ello.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que es una novela menor, dulzona y sentimental.

La bibliotecaria separó su espalda del respaldo del asiento y su rostro se ensombreció.

—Lo cual es el mayor pecado en que puede incurrir el ser humano, ¿verdad? —exclamó con tono cortante—. Ser sentimental es para usted una forma de delincuencia o incluso una perversión, ¿no es cierto? Las personas heladas e inteligentes no tienen sentimientos. Eso es cosa del vulgo y, si acaso, de las mujeres de baja formación.

El hombre del sillón estiró las piernas y se recostó de nuevo en su butaca.

—Yo no diría que es cosa del vulgo —dijo lentamente—. Se sorprendería del buen gusto literario que ha mostrado el hombre común en algunas épocas de la historia.

—Épocas que se han ido para no volver jamás, por supuesto.

—No sé si
jamás
es la palabra adecuada, aunque lo sospecho. Pero ahora que lo menciona, debo decir que lo de las mujeres de baja formación y el sentimentalismo es una ecuación cierta. Claro que el mal en nuestros días alcanza también a las de formación elevada.

—Como es mi caso, claro está.

—Como es su caso, efectivamente.

La señorita Prim apretó la mandíbula hasta que pudo sentir rechinar la articulación bajo la piel de su rostro. No deseaba perder el control, lo peor que podía hacer ante alguien que la acusaba de sentimentalismo era perder el control. Tenía la obligación de demostrar a aquel hombre que los sentimientos no eran un obstáculo para razonar debidamente y, con ese objetivo, luchó consigo misma durante unos segundos que le parecieron eternos.

—Dígame —preguntó con forzada suavidad—, ¿cómo puede ser usted tan frío?

Él levantó la cabeza y la miró sorprendido.

—¿Frío? ¿Yo? ¿Cree usted que soy frío?

—Odia el sentimentalismo, acaba de decirlo.

—Es cierto, detesto el sentimentalismo, pero eso no me convierte en una persona fría. Una cosa es el sentimentalismo y otra el sentimiento, Prudencia. El sentimentalismo es una patología de la razón o, si lo prefiere usted, una patología de los sentimientos, que crecen, se exceden, ocupan un lugar que no les corresponde, se vuelven locos, oscurecen el juicio. No ser sentimental no significa carecer de sentimientos, sino únicamente saber encauzarlos. El ideal (seguro que en esto estaremos de acuerdo) es poseer una cabeza templada y un corazón sensible.

La bibliotecaria permaneció en silencio durante unos instantes, los justos para suavizar la tensión de su mandíbula. Como siempre que discutía con aquel hombre, le dolía la cabeza. No entendía la lógica de la conversación. ¿Cómo habían llegado a aquel punto de la discusión? ¿En qué momento habían pasado de la literatura femenina a la patología de los sentimientos?

—Dickens leía a Elizabeth Gaskell; su admirado Newman leía a Jane Austen, y Henry James, a Edith Wharton —dijo despacio.

—Tres buenas escritoras. Tres mujeres inteligentes y poco sentimentales.

—La cuestión no es si son buenas o malas escritoras o si son o no sentimentales. La cuestión es que hubo un tiempo en que los hombres, los grandes hombres, leían novelas escritas por mujeres.

—Cierto —dijo el hombre del sillón alejando un poco más su asiento de la chimenea—, pero en mi opinión hay que atribuirlo a dos buenas razones. Una, a que el hecho de que una mujer publicase tenía todavía el encanto de la audacia; y otra, a que las mujeres aportaban un punto de vista razonable, pero diferente sobre el mundo. Hoy en día la literatura femenina ha perdido esa capacidad de instarnos a desplazar el punto de mira, de hacernos girar la mirada. Cuando leo una novela femenina tengo la impresión de que la escritora no hace otra cosa que mirarse a sí misma.

La señorita Prim contempló fijamente a su jefe. Le indignaba la escandalosa naturalidad con que sostenía todo tipo de juicios incorrectos. La mayoría de la gente se avergonzaba de pensar, ya no de decir, cosas como aquélla. Él las decía con tranquilidad, casi hasta con alegría.

—Tal vez las mujeres se miren a sí mismas porque han pasado demasiado tiempo mirando a otros —murmuró entre dientes.

—Vamos, Prudencia, eso es demasiado simple para usted.

—Se equivoca —replicó ella levantándose con brusquedad y dirigiéndose a la estantería en la que había estado trabajando—. Nada es demasiado simple para mí. Soy una mujer dominada por los sentimientos, ¿recuerda?

El hombre del sillón se puso en pie, recogió su gorro, su abrigo y su bufanda y se dirigió hacia la puerta de la biblioteca.

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