El detalle (8 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

Se puso a canturrear de improviso, muy suave. Era casi una canción de cuna. Solo se detuvo para decir:

—Incluso las casas cambian, se vuelven de repente el recuerdo de lo que fueron. También el cementerio...

—¿El cementerio? —me estremecí.

—El cementerio es el último de los misterios. En él, los planos fluyen en un estado diferente.

Mi boca estaba seca cuando dije:

—Se llama Eter, ¿verdad?

Me observó con cierta sorpresa. Una sonrisa débil le iluminó el rostro.

—Sabe usted muchas cosas. ¿Desde cuándo vive aquí?

—No llevo aún una semana.

—Pues es curioso. —Se acarició las mejillas como si estuviera pensando en afeitarse—. Claro que los que vienen de fuera se enteran siempre más rápido de todo.

Y siguió canturreando en un diapasón casi inaudible, como para sí mismo.

—¿Y ella? —pregunté entonces.

No me respondió: simplemente desvió la mirada y continuó cantando entre murmullos.

Me acerqué al pobre viejo: una rabia llena y repentina me vino a la boca, como un trago de bilis:

—¿Y ella? —exclamé—. ¿Y ella? —volví a decirle.

Su canturreo me pareció insoportable: le aferré de los brazos (aún tersos, aún fuertes) y le grité en la cara como si fuera de cristal y quisiera rompérsela con mis pulmones:

—¡Hábleme de ella!

Pero se me venció sin responder, como algo inanimado, aún tarareando suavemente, mirándome con ojos apagados, negros y apagados como sus propios lunares. Se dejó empujar en silencio, torciendo la boca para sonreír con lentitud, como si ese único gesto, realizado al fin, fuera superior a toda mi violencia, y ni siquiera le importó golpear fláccido contra la pared, y permaneció allí, adherido a ella como si fuera de pasta, todavía sonriente, todavía mirándome, todavía inquietamente cantarín. Me dirigí al vestíbulo y salí de la casa, al sol llano del mediodía.

«Y ahora la busca», le he oído decir muchas veces.

Y lo había dicho como si yo estuviera maldito, como una evidencia irrevocable, no tanto como una condena sino como algo que había existido siempre en mí, pero externo a mí, rodeándome grande e invisible; un cuerpo —no mi cuerpo pero también mío— que me contuviera y desde el que yo mirara todo lo demás sin verlo a él, sin saberlo envolverme, pero visible para todos (salvo para mí, repito, que me hallo dentro).

No me importa: durante la tarde he escrito esto y he pensado en las figuras de piedra de don Baltasar: esas señales que conducen a ella, esas esculturas que él mismo ha hecho y que por un instante me parecieron rocas horadadas al azar por el agua. ¿Quizá un itinerario señalado en la playa?

Se hace de noche. He de bajar a la playa y comprobarlo.

5

Ahora sé que estoy maldito. Pero he descubierto algo: la catástrofe de la maldición tiene algo de triunfo, de destino cumplido; es un círculo de deseo que se cierra. No cae sobre mí: yo soy el que caigo y me rompo justo por las fisuras invisibles (pero mías) con las que nací adherido. Yo soy mi maldición porque fui inevitable.

Escribo esto a ciegas, sin lámpara ni luz, en una madrugada fría. Son mis últimas páginas, aunque de alguna manera sé que nada está terminado, que me marcharé de Roquedal sin marcharme, porque Roquedal es inmenso y no puedes ir hacia nada que no sea él. Sabias palabras las de Marta, pero apenas (irónicamente) sabe. Nadie sabe salvo yo, que aprendí pronto. También sé el porqué de mi ventaja: Mariela, tú tienes la culpa. Me dejaste en una soledad incomparable. O quizá he sido yo mismo, al dejarme tú, pero en parte tú también, que no lo hiciste del todo. Me dejaste pero te quedaste ahí, postergable, como obligándome a seguirte. Estoy enfermo (ya lo sé) pero eso, quizá, también es una promesa cumplida.

Y he ido, por fin, a la playa.

Esperé hasta la noche de hoy mismo (quizá ya de ayer) y salí de la casa azul sin temor a la vigilancia de Rosa (sin temor a nada dentro de mí, pero con un temor apostado en la lejanía, como un faro terrible) y bajé a la playa. Atravesé el terraplén y los árboles a oscuras y reconocí, pese a ello, el lugar donde Rocío se sentó ayer y me dijo que no me acercara al cementerio de noche (no lo quiero hacer, quién sabe, quizá algún día sí, pero ahora no quiero: aún no me considero capaz de entrar en ese estado); crucé la dormida carretera (una lengua gris, muerta, vacía) y me hundí en las dunas de arena de la playa, plateadas por una luna creciente (más allá, en la oscuridad, el estruendo de un mar invisible, negro). Pensé: por fin cerca del mar. ¿Por qué había tardado tanto? Esto le otorgó a mi llegada un cierto sentido de coronación.

Y allí estaba el rastro de piedras, o por lo menos así lo creí. Paralelas a la orilla, formando una alargada línea que se perdía en la noche (también, arriba, las estrellas habían aparecido completas y ordenadas en curiosas líneas). Llegué hasta ellas, divisé apenas el mar, su espuma residual, secretamente blanca como los huesos en las radiografías, ensordecedora, y comencé a seguir aquel rastro que preferí no imaginarme azaroso.

Acababa (pronto lo supe) en un espigón, un brazo de rocas oscuras que se introducía en las olas, chorreante de espuma, el fósil de un cetáceo. Y el rastro de piedras terminaba en su comienzo.

Y allí me aguardaba Rocío.

Era ella aun antes de serlo: una silueta lejana (pero ella) que poco a poco tomó sus formas. Vestía una simple pieza blanca (la falda apenas cortando el inicio de sus muslos y estirada por la violenta brisa) y sandalias. El pelo se le amasaba en el rostro sin molestarla. Me miraba acercarme y mirarla.

—Hola —dijo—. Has venido.

Lo dijo como si aquello no fuera un cita sino un suceso, como el crecimiento de las plantas o el paseo de los depredadores al anochecer. Un algo observable y distinto que en nada cambiaba el orden de las cosas.

Me precedió al entrar en el espigón, caminando con equilibrio, sin aguardarme. Pero no había prisa en su gesto: de nuevo era un mundo de sucesos posibles, una reacción suave, sin meditación pero sin brusquedad, como la lluvia al humedecer el suelo. Y la seguí, siempre viéndola marcharse, pero esta vez siguiéndola, su espalda erguida, sus piernas , blancas.

Don Baltasar tiene razón: vamos de un plano a otro diferente sin percibirlo. Pero nunca somos los mismos, aunque tampoco lo sepamos. La vida está formada por ellos: infinitos planos, imágenes continuas, cambiantes... En Roquedal la diferencia estriba en que cada plano es una vida distinta, inabarcable también. Y por ello a veces se produce una superposición: algo, un objeto, una persona (sí, una persona, un ser), se funde con otro y resalta, impresiona nuestros ojos como la convergencia de imágenes dobles. ¿Sabría Rocío esto y por eso me ordenó que no la siguiera, ni siquiera aunque ella misma me lo pidiese? Recordé aquella advertencia y me detuve repentinamente.

Ella, delante, cada vez más, se detuvo también y se volvió hacia mí. Apenas pude ver su cara entre la sombra de las olas cuando me gritó:

—Ven.

Y siguió avanzando. La obedecí (ahora lo sé) porque lo intuía. Y porque estoy maldito. Cuando la oscuridad completa la absorbió, su vestido blanco me ayudó a no perderla, y cuando de repente la perdí, en un momento de vacilante confusión, supe que estaba desnuda.

Seguí lo que ya era tan solo la sombra de su carne. Las rocas, resbaladizas, húmedas, estruendosas, detenían mi marcha. A mis pies, de repente, sobre una de ellas, su vestido blanco, como una medusa muerta. Más allá, como reacias a seguir, sus sandalias (figuras de piedra, rastros, migas de pan) y aún más ella, distinguible y concreta a pesar de su absoluta desnudez, como si su cuerpo fuera más intenso que su propia silueta, avanzando todavía hacia la punta del espigón, donde sombras y olas se agolpaban.

—Rocío —la llamé.

Pero siguió incólume su lenta (firme) marcha hacia aquel estrépito final. Y antes de que la oscuridad la envolviera del todo la vi despojarse de una última cosa que arrojó a las piedras mojadas, frías por el mar y la luna, frente a mí (¿lo sabías, pobre Rocío, y por eso no querías que siguiera tu sola figura?). No me sorprendió. No tuve que mirar (aunque lo hice) para saber lo que era aquel objeto final, enroscado, enredado en las piedras, aquellos cabellos rubios castaños, el último resto del disfraz.

Y supe con certeza quién me aguardaba en realidad, allí en las sombras.

NOTA FINAL DEL EDITOR: Aquí finaliza el manuscrito original. Como se sabe, el cuerpo sin vida de don Marcelino Roimar Ruiz, de treinta y cinco años de edad, médico sustituto de don Roberto Torres Berastegui, fue hallado el pasado verano en la playa de Roquedal, aproximadamente dos semanas después de su llegada al pueblo. Se determinó el ahogamiento como causa de la muerte. Las conocidas tendencias depresivas del fallecido, acentuadas tras su separación conyugal, hacen pensar en la posibilidad de que su fin fuera voluntario. Estos papeles se hallaron, íntegros, en la casa de Roquedal donde residió.

EL DETALLE

He hecho imprimir varios ejemplares de esta obra por si fuese de interés para el público. Aunque describo en ella acontecimientos reales que tuvieron lugar en mi pueblo hace diez años, he decidido contarlos siguiendo el patrón clásico de las novelas policíacas, con el propósito de entretener al siempre paciente lector. Por ello advierto desde esta nota preliminar que, bajo ningún concepto, se lean las últimas páginas antes de llegar al final: al igual que ocurre con la primera noche de amor, la resolución de un misterio requiere también del placer de esperar.

B. P.

Roquedal, enero de 1997

1
MUERTE DE JACINTO GUERNOD

Entre abril y junio de 1987 la peculiar investigación de dos asesinatos ocurridos en nuestro pueblo me mantuvo sumamente ocupado. La policía no practicó detenciones ni contaba, que yo sepa, con ningún sospechoso, así que tuve que encargarme personalmente del caso. Tras una ardua y esquinada (más tarde explicaré lo que entiendo por este término) labor detectivesca, mis naturales dotes, incrementadas por la experiencia, me llevaron primero a descubrir y después a capturar al escurridizo asesino y entregarlo sin demora a la justicia. He aquí la crónica, lo más completa posible, de los hechos tal como yo los recuerdo. Tenga en cuenta el indulgente lector que han transcurrido diez años, plazo que yo mismo me concedí para dar a la luz pública el caso, y que mi memoria, como mi perro, se resiente cada vez más del inexorable paso del tiempo y a veces no me es tan fiel como sería deseable.

Todo misterio requiere un comienzo, y el de éste, que no lo fue menos en ningún aspecto, tuvo lugar el día 8 de abril de 1987 a las 12.45 de la tarde, cuando murió Jacinto Guernod.

Repasando las notas que yo mismo tomé sobre la investigación, leo lo siguiente:

Martes, 8 de abril. Hoy ha muerto Jacinto Guernod, el dueño del taller de recambios Guernod situado a la salida del pueblo.

Investigar apellido. Qué apellido tan raro: Guernod.

Esta mañana, según testimonio familiar, se levantó mareado y no fue al trabajo. A las doce menos diez vomitó gruesas hilachas de sangre. A las doce y cuarto su panza se hallaba tensa como pellejo de tambor. A las doce y veinte, el doctor Torres, que había decidido en un primer momento su traslado a un hospital de la ciudad, cambió de opinión al comprobar la desesperada situación del enfermo.

A las doce y cincuenta, exactamente cinco minutos después de su muerte, supe que había sido asesinado.

Recuerdo bien ese día. Todos los días se parecen entre sí, como todos los hombres, salvo en un aspecto o dos, y yo recuerdo bien las diferencias de aquel día. Hubo nubes plomizas hacia el sur flotando sobre el mar y una brisa contradictoria que agitaba los faldones de mi chaqueta, o más bien la discusión entre dos brisas opuestas. Otra interesante coincidencia fue mi decisión de pasear en dirección al pueblo en vez de hacerlo hacia la carretera, el bosque o el cementerio, como en días previos. Escogí el lado izquierdo del arcén (previsora medida que siempre tomo) y caminé con toda la lentitud de mi bastón hacia las primeras casas, el sombrero bien encajado en la cabeza, el pañuelo perfecto albergando mi cuello, una camisa limpia y una cuerda nueva atando mis pantalones de pana. La flor en la solapa, por supuesto, completamente marchita.

Cuando pasaba frente al taller de Guernod me asedió el afeminado de Joaquín, el subalterno.

—Don Baltasar, buenos días.

—Buenos días, Joaquín.

—¿Sabe que don Jacinto se está muriendo?

Por norma general, no suelo prestar mucha atención a los comentarios que me dedica la gente cuando voy por la calle, mucho menos a los de individuos como Joaquín el del taller: es imposible escuchar con respeto a un ser humano voluminoso, redondo y sucio como los neumáticos que siempre lleva bajo el brazo, con la voz estropeada de una vieja y la sonrisa torpe y constante, hecha para enfadar. Pero en aquella ocasión tuve a bien detenerme y observarle, tras ajustarme con un rapidísimo gesto el clavel de la solapa.

—¿Don Jacinto? —inquirí.

—Que sí, que sí. Se ha puesto malísimo esta misma mañana. Todo el mundo se ha ido a su casa.

Yo derrochaba mi mirada sin pestañear en sus ojos bizcos triplicados por las gafas: suelo observar atentamente a mi interlocutor cuando me cuenta algo que considero de interés. Ensuciaba él mientras tanto un trapo menos negro que sus manos, y todo el mofletudo rostro le brillaba de betún.

—En fin, será lo que Dios quiera —añadió sin pizca de pena; su voz de alcahueta me ponía nervioso.

—Sí, será lo que Dios quiera —dije y seguí mi camino, al tiempo que oteaba el cielo.

Tengo escrito en mis notas sobre el caso:

Dos vueltas espirales y una negra oquedad central, como un moño de bailaora (?) o el humo fosilizado de un incendio del paleolítico (??): ésa es la forma que adoptaron las nubes esta mañana.

Investigar por qué. Descubrir relaciones.

Casi siempre continúo pendiente abajo por la calle Principal hasta las casas azules de la playa, doy la vuelta y regreso por el mismo camino o me detengo a tomar un poleo en el bar de la Trocha, pero aquel día decidí de buenas a primeras torcer por la primera esquina a la izquierda, la de los ultramarinos Pereda, y seguir por Barracón hasta las proximidades de la casa de Guernod. No me había mentido el mariposón de Joaquín: el portal de los Guernod se hallaba concurrido. Distinguí, de un primer vistazo, a Jorge Blázquez, vecino y amigo de Jacinto, al farmacéutico Juan Hernández, a Remigio el del puesto de chucherías y a la señora Aurora, muy bella siempre. Me conmovió observar también a la señorita Bernabé, asomada a la puerta del otro lado de la calle (vive enfrente), su bondadoso rostro expresando genuina preocupación. Iba y venía del portal de Guernod como un correveidile el astuto de Alberto Gracián, suplente irregular de Marta la ATS. Gracián murió por causas naturales (linfoma) hace ahora dos meses, y eso es lo único que me impide ofenderle como se merece en esta crónica: baste decir de tan sapiente enfermero que gracias a su influencia a punto estuvo el doctor Torres de promover mi ingreso vitalicio en un hospital. Las notas que tomé sobre el caso, sin embargo, quedan exentas de la obligación de respetarle, ya que fueron escritas mucho antes de que falleciera. Cito textualmente:

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