Ya he dicho que sus ojos eran azul oscuros como palomas zuranas o como el mar en invierno, pero diré todavía algo más: en sus ojos, y solo en ellos, la señorita Bernabé era libre. Todo lo que la rodeaba eran barrotes, pero su mirada enorme la hacía cantar y volar por dentro, como un jilguero. Y diré también que tenía agazapado el pelo, que ya era gris, con un anticuado moño de pinzas, y que se protegía el blanquísimo cuello con un pañuelo limpio de lunares grises, y que sobre su rebeca llevaba prendida, ¡bendita sea!, una ramita seca de trigo raspinegro, algo así como un broche natural, que simbolizaba muy bien su profesión de herboristera, aunque creo que ella se la ponía por no sé qué recuerdo de su madre. Nunca se maquillaba, pero su rostro reflejaba la belleza serena de un amanecer en la montaña. Y como apenas salía de casa, el aroma de las plantas se le pegaba al cuerpo, y acercarse a ella era oler a menta, tomillo, eucalipto y hierbabuena, como entrar de repente en un reducidísimo bosque en mitad de un pueblo como éste, en que no huele a otra cosa que a mar.
Añadiré que era de las pocas personas de Roquedal que jamás me insultaban: nunca la oía referirse a mí como «el loco del cementerio» y siempre me trataba con un respeto intachable. Quizá percibía mi soledad, al igual que yo la de ella: ambos éramos maestros de la misma desgracia —en ella, escogida; en mí, impuesta; aunque ¡quién sabe si no era al revés!— y nos comprendíamos en silencio.
—¿Sería mucha molestia, señorita? —pregunté sin decidirme a entrar, quitándome el sombrero.
—¡No diga tonterías! ¡Precisamente tengo agua calentándose! ¿No le apetece un poleo mañanero?
—Muchas gracias.
Yo había visitado varias veces a la señorita Bernabé (para comprarle hierbas del reuma), así que no consideré que hacía mal obedeciéndola. Creo haber dicho ya que la casa era pequeña, y pude comprobarlo entonces: la cocina se abría directamente a su dormitorio y al saloncito, y su única ventilación consistía en un ventanuco alto que, por otra parte, se hallaba cerrado. En el saloncito, la solitaria ventana de doble hoja daba a la paralela de Cruz, la estrecha calle del Solar. Tenía una salida lateral que conducía a la habitación de su padre, que era el dormitorio grande y daba también a Solar; al de ella solo podía accederse a través de la cocina. Era una casa estrecha y decrépita como el cerebro de su dueño, y reflejaba baldosa a baldosa, zócalo a zócalo, toda la avaricia de un hombre que no había querido gastarse los cuartos en una vivienda mejor.
Sarita, la gata, más fea que de costumbre, instalada en un rincón del suelo de la cocina, me miraba con los ojos de ópalo sabio de los felinos viejos. Anoté esa noche en mi cuaderno:
Importante hallazgo. La gata me avisó. Sus ojos, planetarios, se hallaban partidos por los husos negros de la rueca del destino, como ayer la luna. Investigar relaciones con la oquedad central de las nubes.
Mientras la señorita Bernabé regresaba a la cocina y cerraba la puerta, entré en el saloncito y me senté junto a la mesa camilla, no sin antes saludar cortésmente al viejo Aparicio, que no me contestó.
Llevaba tiempo sin verle, y reprimí una mueca: como el que se olvida un trozo de queso fuera del refrigerador y lo halla, al cabo del tiempo, peludo de gusanos. Aparicio parecía poseer una vejez infinita: era calvo y arrugado como la cera que se derrite para enfriarse después en la base de la vela; se encogía sobre la eterna mecedora hasta el punto de que los hombros competían en altura con la cabeza; las manos, muy grandes, eran la otra parte visible de su piel: la derecha lucía unas uñas ominosamente largas, de puntas casi negras (en una pelea a zarpazos, a buen seguro que Sarita habría perdido); tenía la mirada, como toda la expresión, enfundada en maldad. «Dios mío —pensé—, ¿y con este engendro vive esta pobre mujer?».
Allí estaba, silencioso e inmóvil en su mecedora, hundido en su propia ropa pero con las manos —sobre todo la derecha, de uñas largas y negras— totalmente al descubierto. Menos obsceno me habría parecido que enseñara el resto del cuerpo. Tras él se alineaban, en una estantería que llegaba hasta el techo, incontables frasquitos etiquetados y bolsas de plástico con hierbas. Ver a Aparicio allí sentado me hizo pensar en un viejo y carcomido tronco plantado en mitad del bosque.
Dejé de mirarle para concentrarme en lo que tenía que hacer. ¿Cómo exploraría el dormitorio de María Auxiliadora sin despertar sus sospechas? Los acontecimientos posteriores me evitaron aquel trance... ¡pero no sé si hubiera sido preferible! Transcribo lo que anoté en el cuaderno más tarde:
Llegó la señorita Bernabé con dos infusiones. Me sirvió el poleo y se sentó junto a su padre para darle de beber un té de hierbas amargas que, según me explicó, era bueno para los riñones. Por su actitud de adoración al inclinar el vaso para que Aparicio sorbiera, diríase que se trataba de una indígena ofreciendo su tributo diario al ídolo tallado en piedra. Mientras tanto, no dejaba de hablarme:
—Es un niño malcriado —prrttz, sorbía el viejo—, hay que dárselo todo aunque sepa coger algunas cosas, ¿verdad que sabes, papá? —prrttz, sorbía el viejo—. Claro que sabes, pero estás muy mimado... ¿Qué va a pensar don Baltasar de ti? —prrttz, sorbía el viejo.
Bebí mi poleo respetando el repugnante ritual. Cuando Aparicio terminó su té —un gruñido indicaba que no quería más—, la señorita Bernabé pasó a hablarme del ramo de flores que le ha encargado don Fernando el párroco para el paso de la Virgen del Gato este Viernes Santo. Se ilusiona con esa labor.
—¿Qué flores usará, si no le importa decírmelo? —pregunté enseguida.
—Violetas, por supuesto —contestó—. ¿Qué otro color va a ser mejor para Nuestra Señora en su infinita tristeza?
Y por la manera en que decía aquella palabra —«tristeza»—, bajando la cabeza y situando los ojos lejanamente azules en un punto vacío, no parecía sino que hablaba de ella misma y que aquel precioso ramo que tanto la ilusionaba estaba destinado a su propia tumba.
No se me ocurría ninguna excusa plausible para registrar su dormitorio, ya que no podía contarle la verdad; decirle, por ejemplo: «Perdone, señorita, pero, si no le importa, voy a entrar en su cuarto para buscar una araña negra tan grande como mi mano, repleta de veneno y de malas ideas, que pretende asesinarla a usted. Ahora mismo vengo». Empecé a echar incómodos vistazos hacia la cocina, que, como he dicho, era el único acceso a su habitación, pero como eso tampoco servía de nada, mi inquietud fue en aumento. Ella, que lo notó, equivocó mi malestar:
—Pero ¿qué le pasa? ¿Tiene frío? ¿Cierro la ventana?
—No, no, gracias. Estoy bien.
—La voy a cerrar de todas maneras —dijo al tiempo que lo hacía; volvió a sonreírme encantadoramente y me guiñó un ojo—. Es que, no sé si lo sabe, pero aquí, al «niño», no le gusta que la ventana de la salita esté abierta ni siquiera en verano. ¿A que no, papá? —El viejo no dijo nada; seguía mirándome con desprecio—. ¡Pero la de su cuarto bien que le gusta tenerla abierta! ¿Usted lo entiende? Las manías que le dan. Se queja de todo: del frío, del calor... Quiere vivir tapadito por las mantas como un bebé. ¡Está tan mimado...! Y eso sí: que no lo dejen solo ni un momento. No sé cómo no ha protestado al verme entrar en la cocina. Por las tardes, cuando me pongo a trabajar en las hierbas y a guisar, tengo que llevármelo un ratito y sentarlo en la cocina, conmigo, ¿se lo puede creer? ¡Como yo le digo: pero papá, si la casa es tan pequeña que abres un ojo desde la cama y ya me ves! —Se echaba a reír mirando al viejo para buscar su agrado; pero Aparicio me observaba solo a mí, con los ojos muy fijos y muy fríos como dos trozos de hielo negro—. Pues nada: hay que estar a su servicio. ¡Ah, a usted también le parecen mal esas uñas...!
Me sorprendió este comentario y me estremecí como si despertara de un sueño: era cierto que había estado contemplando, de hito en hito, la enorme mano derecha de Aparicio.
—¡A que sí! ¡Dígaselo, dígaselo de una vez, a ver si a usted le hace caso! ¿Será posible que no me deje cortarle las uñas de esa mano? ¡Cómo se pone...! ¿Le parece bien que un señor tenga las uñas tan largas?
—Claro que no —murmuré.
—¿Has oído, papá? ¡Que a don Baltasar no le parece bien que te dejes así las uñas! Es una vergüenza, ¿verdad? —volvió a guiñarme un ojo.
—Es una vergüenza —repetí como un autómata.
—¡Qué maniático se ha vuelto! ¡Si yo le contara...!
Me contó algo realmente, pero yo dejé de oírla. Reclamaba de nuevo mi atención aquella tremenda mano derecha de venas gruesas, vello retorcido y lunares de vejez.
Aquellas uñas largas y negras.
Roc, roc, roc-roc. Las uñas golpeaban el brazo de la mecedora como cuervos picoteando un árbol. Ahora me percataba de que Aparicio no había dejado en ningún momento de producir aquel ruido: Roc, roc, roc-roc, dos arañazos sueltos seguidos de dos rápidos. El movimiento de sus dedos era como un tic, tan frecuente a esas edades, inevitable y preciso. Decidí investigar de forma esquinada la extraña mano y su rítmico aleteo.
De pronto comprendí la horrible verdad.
El espanto me erizó los pelos del cogote. «¡Increíble añagaza, astuto y siniestrísimo enemigo!», escribí esa noche. «¡Ya no es una araña; ha dejado de ser una araña y ahora es ... !»
—Don Baltasar, ¿se me pone usted malo? —La señorita Bernabé me observaba con preocupación.
Un gruñido del viejo me salvó de contestar. Después anoté: «¡Concordancia exacta! ¡Voz ronca, vacía, amenazadora...! «Me has descubierto.» Eso decía el gruñido.
—Sí, papá. Es don Baltasar, ¿no lo reconoces?
Otro terrible gruñido.
—No sé lo que dices, papá...
Otro gruñido más fuerte y prolongado.
—Papá, no te entiendo. ¿Qué quieres? —La señorita Bernabé buscó mi comprensión con la mirada—. ¡Siempre igual: pide mucho, pero hay que saber chino para entenderle, pobrecito! ¿Es agua, papá? ¿Quieres agua?
Otro gruñido. «... "Te quiero a ti." Eso decía el gruñido.»
—¿Tienes frío? ¿Te acuesto...?
«... "Quiero tu vida joven." Eso decía el gruñido.»
—¿Es que... te has manchado?
«... "Tu corazón tras las rejas. Quiero tu corazón de niña." Eso decía el gruñido.»
Me levanté de un salto, incapaz de proferir palabra. Qué duda cabe que yo había escuchado los mismos sonidos infrahumanos que la señorita Bernabé, pero en mi imaginación, enfebrecida por el terrible hallazgo, se me antojó que formaban aquellas frases.
—No se vaya, don Baltasar, que limpio a mi padre enseguida —dijo la señorita Bernabé—. Le aseguro que no me llevará más de un momento... Le limpio y acuesto y me vengo con usted.
Percibí una vaga súplica bajo aquellas palabras amables y logré controlar mis nervios. «Venga, venga, Baltasar: un buen detective no puede venirse abajo en los momentos cruciales», pensé, dándome ánimos.
—¡Quédese ahí sentado, es una orden! —me dijo ella, sin perder la alegría—. ¡O entre en la cocina y hágase usted mismo otro poleo, hombre!
—Esperaré —le dije, intentando sonreír.
Cerré los ojos mientras la señorita Bernabé interpretaba toda la compleja escena de levantar a su padre del asiento y hacerle caminar sin perderle el respeto, hablándole siempre con ternura:
—Vamos, papá... el pie derecho... no, un poco más... cuidado ahora... vamos... ahora... así, papá... Si pones de tu parte será más fácil... así... ahora el otro pie...
Me quedé esperando en el saloncito, valorando las distintas posibilidades que tenía. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo podía atraparlo ahora? ¿De qué forma impedir que consumara su espantoso crimen? Desde las habitaciones interiores me llegaba el ajetreo de la ropa y los gruñidos de Aparicio. Al cabo de un rato, la clarísima voz de la señorita Bernabé se alzó en falsete, llena de asco:
—¡No, papá, deja eso! ¡No toques eso, papá...! ¡Te he dicho muchas veces que...!
Al pronto me asusté, pero inmediatamente supe a lo que se refería. Desde hacía tiempo era más que conocida la pésima costumbre del viejo (aunque disculpable por su abyecta senilidad) de jugar con sus propios excrementos. Más de un vecino de la calle Solar, a la que daba su dormitorio, se quejaba de que los lanzaba con diestra puntería por la ventana, que siempre dejaba abierta con tal fin, e iban a dar de lleno en objetos e incluso (alguna que otra lamentable ocasión) en las personas que en aquel momento fatal pasaban por allí. Era, en verdad, un hábito deplorable... ¡pero, después de mi descubrimiento, razoné que se trataba del menos peligroso!
Y sin embargo, ¿qué podía hacer yo? Me sentí de repente tan débil y solitario como la vieja gata Sarita, que en aquel instante salió de la cocina arrastrando su grotesco cuerpo por el suelo mientras me lanzaba un maullido quebrado. «Sí, ya lo sé... —pensé con tristeza—, ya sé dónde está el enemigo, pero ¿qué puedo hacer? Si tú, cuando olisqueas la caza, encontraras, en vez del ratón joven y pequeño, un perrazo viejo y enorme de afilados dientes, ¿qué harías?, ¿qué podrías hacer?»
La señorita Bernabé demoró, en efecto, poco tiempo, pero me halló en pie cuando regresaba.
—¿Es que ya se va, don Baltasar?
—Sí, ya es tarde —dije—. Gracias por el poleo, señorita. Y por el rato de charla.
—¡Por Dios que anda remilgado hoy! ¡No me dé más las gracias y vuelva mañana, que es lo que tiene que hacer!
Creo que fue su sonrisa lo que me hizo reaccionar. Me acompañó hasta la puerta para despedirme, y entonces, sin poder más, me volví hacia ella jugando nerviosamente con el ala del sombrero entre los dedos.
—Señorita... debo decirle algo.
—¡Que me asusta usted! ¿Qué ocurre?
Todavía recuerdo su figurita sencilla, su cara asombrada de niña solitaria en un cuarto oscuro, de pie en el umbral, con la puerta de la calle abierta, ella de espaldas a la negrura de la casa y yo de espaldas a la luz de la calle. Cierro los ojos y vuelvo a ver esas imágenes.
—No ocurre nada, no se preocupe —la tranquilicé con una mentira—. Se trata de... su padre. Vigile a su padre, señorita.
—¿Que lo vigile? ¡Poco vigilado que está! —sonrió—. ¡Ande, no se preocupe por él, que es usted más bueno que el pan...!
—No me preocupo por él sino por usted. Tenga cuidado con su padre.
—Verdad que debo tenerlo: el día menos pensado nos va a dar un buen susto...
—Dígame —la interrumpí—: ¿su dormitorio tiene pestillo, señorita?