Se trataba de la joven hija de Huertas.
Paz, se llamaba.
Paz tenía tan solo quince años de edad y era hija de Casimiro Huertas y Ramona Mohedano. Los Mohedano ya habían sentado tristes precedentes en nuestro pueblo: una antigua prima de Ramona, Amparito, vio truncados sus días de forma trágica, en la flor de la vida, al caerse por un barranco del camino del bosque. Pensé que era mal presagio para una muchacha que, aunque no se parecía mucho a Amparo, también era muy bella. De pelo largo y suelto (aún más bonito si no se hubiera puesto mechas rubias, como acostumbran hacer ahora las chicas), Paz tenía además una atractiva figurita, que procuraba resaltar en los ojos de los demás usando ropa muy ceñida, y unos andares garbosos corregidos y aumentados por su forma de bailar, que llamaba la atención de la gente incluso en una tierra como ésta, donde estamos tan habituados a que las niñas desde muy pequeñas nos dejen estupefactos con sus movimientos.
Casimiro, su padre, era el pescadero del mercado de la plaza, aunque últimamente ha montado otro negocio en la calle Constitución, y le va muy bien. En aquellos años ya le iba no menos bien, y tenía dinero más que suficiente para darles a sus tres hijos todos los estudios que admitiesen.
Lamentablemente, ninguno de los tres admitió mucho. Julio, el mayor, se dedicó a ayudar a su padre y hoy dirige la segunda tienda de pescados. Ramiro, el más pequeño, tras algunas locuras infantiles, parece que también prefiere trabajar antes que estudiar (aunque a Ramiro le veo más inquieto y espabilado que al testarudo de Julio, así que ya veremos). En cuanto a Paz, la intermedia, su hijita del alma, no era carne ni pescado (nunca mejor dicho): Casimiro la consideraba especial; sus deditos no debían mancharse con los cadáveres de los bacalaos, besugos y boquerones, pero si tampoco quería estudiar, ¡qué se le iba a hacer!; lo importante era que fuese feliz. Por supuesto, su padre deseaba que hiciese una carrera, por ejemplo farmacia, se instalara en la capital y llevara una vida desahogada; pero si lo primero no era posible, entonces lo segundo, y si tampoco esto, al menos lo de la vida desahogada. Sobre todo que fuese feliz, por encima de cualquier otra consideración.
Sin embargo, en la época en la que yo empecé a interesarme por ella, Paz ya había tomado su decisión particular, que no era exactamente la que Casimiro pensaba. ¿Inocente? ¿Culpable? Una niña de esa edad, por muy mayor que se crea, es siempre inocente, al menos así opino yo, y no se merece en modo alguno el destino que parecía estarle reservado a Paz. Resolví, pues, dejar los juicios morales aparte y emplearme a fondo para detener a mi asesino antes de que llevase a cabo su nueva fechoría.
La guardia civil me había dejado en libertad tras detenerme en casa de la señorita Bernabé, como ha quedado dicho en el capítulo anterior. Solo me llevé una reprimenda del cabo Marchena —que me conoce y es hombre amable y compasivo—. Fingí obediencia y docilidad, y así pude dedicarme de nuevo a mi labor.
Decidí seguir a Paz. No era difícil: por las mañanas apenas salía (ayudaba, sin duda, a su madre en la casa, o, más probable, se ponía guapa para salir después), y en cuanto a las noches, aunque descansaba los lunes, martes y miércoles, se iba de juerga con un grupo de amigos el resto de la semana. Así que mi vigilancia se limitó, sobre todo, a las noches en que salía a divertirse, ya que deduje que el asesino no iba a intentar nada en su casa, con toda la familia alrededor.
Los amigos de Paz eran como ella pero peor que ella: maleducados, navajeros, bebedores y muchas cosas más. Solían detenerse primero en la Trocha y después en el bar del Romeral, y tras marcarse unas sevillanas en ambos bares (bailaba Paz, sobre todo) terminaban la noche en La Sirena, la única discoteca de Roquedal, o en la soledad de la playa. A veces iban otras chicas en el grupo, pero la mayoría era ella la única pava entre tanto pavo con el moco suelto. Cuando así ocurría, la hija de Huertas no desperdiciaba la oportunidad de autoproclamarse la reina de la fiesta. Salvo por su nombre, nada tenía Paz de pacífica.
Durante sus primeras cervezas en la Trocha yo me sentaba en una mesa discretamente alejada, le pedía un poleo a Joaquín el del bar y la vigilaba. Sus compañeros compraban litronas y comenzaban la juerga pasándose las botellas de morro en morro. Entonces Joaquín ponía música, generalmente flamenca, y Paz completaba la ronda con unas sevillanas bien bailadas, muy suelta por el alcohol y las miradas, sola o con otro compañero, le daba igual, mientras el resto del grupo batía palmas. El recorrido proseguía en Romeral, con más litronas y bailoteos, continuaba en La Sirena, donde yo no entraba por parecerme ya excesiva la vigilancia y porque de todas formas no me hubiesen dejado, y en no pocas ocasiones concluía en la playa, donde todos se dedicaban a bailar y quién sabe a qué otras cosas sobre la arena. Ése era el recorrido normal (o más bien «habitual») de jueves a domingo, y a mí empezaba a parecerme que Casimiro, en su afán de que su hija siguiera una vida desahogada, la había desahogado mucho.
Sin embargo, en lo que atañe a mi astuto enemigo y a sus misteriosos planes, nada noté hasta los días previos a la fiesta de los Reyes de Mayo, la más importante de nuestro pueblo después de la Semana Santa, una especie de gigantes y cabezudos de secular tradición que se ha convertido, como tantas otras cosas, en una excusa más para trasnochar y beber en exceso. Dos días antes, el jueves, empecé a percibir algo en el bar de la Trocha, mientras Paz bailaba con sus amigos. Así lo tengo descrito en las notas de mi investigación:
¡Hay frases, frases sueltas, a veces palabras tan solo, que se entrecruzan en el aire como cuervos a su alrededor mientras ella se mueve! ¡Sería preciso escribirlas todas para conocer el texto completo! Pero algo sí que sé: forman un canto fúnebre.
Aún persisten las huellas de café (círculos tostados) con que manché las hojas de mi cuaderno mientras escribía lo anterior, porque lo hice directamente sobre la mesa del bar.
Esto era lo que había ocurrido: Paz había terminado la primera sevillana y zapateaba muy bien la segunda; su cabello, vertiginoso, se movía de un lado a otro descubriéndole y ocultándole el rostro alternativamente; se podían percibir hasta las gotas de sudor en su frente. Fue entonces cuando uno de sus compañeros, acodado en la barra, la señaló con el dedo mientras los demás batían palmas:
—¡Eres...! —exclamó.
¡Algo tan simple! Sin embargo, me pareció que ocultaba una misteriosa clave. Decidí investigar esquinado y entrecerré los ojos. Volvió a hacer lo mismo y otros compañeros le imitaron. Entonces, con la tercera sevillana, todos los chavales del grupo se rieron. Escribí apresuradamente:
¡Oh, extraña transfiguración, misteriosa sincronía! ¿Será el alcohol, que, puesto que hermana a los desconocidos entre sí, puede, acaso, simultanear los pensamientos y las acciones? ¡Misterio insondable! No es un error de mi percepción: aunque nadie parece notarlo, esos jóvenes se ríen a la vez, en una sola carcajada unísona, una ristra de sílabas idénticas que parece ensayada para producir un efecto grotesco e inquietante. ¿Y qué pensar de ese «Eres» que exclamó por dos veces el joven principal —debería decir quizá el «corifeo»—? ¡Oh, cielo santo!
En los más crueles cuentos infantiles se alude casi siempre a la voz: escapan sapos y culebras de la boca, la princesa enmudece, la rana príncipe croa en su charca, se hacen preguntas que aguardan una sola respuesta válida, se contagia un leve defecto, un tartamudeo, un paroxismo vocal que provoca la risa de los niños, siempre sabios e ignorantes. ¡La voz! Ahí estaba la primera pista cierta sobre la presencia de mi enemigo.
Afiné el oído para escuchar mejor, por encima del bullicio de la música, las palmas y las conversaciones del bar: ¡no había ninguna duda, los compañeros que rodeaban a Paz se reían, gritaban, hablaban o cantaban siguiendo cierto ritmo sincopado que, debido a mi absoluta ignorancia en temas musicales, tuve que describir en mi cuaderno de esta forma: «Tap, tap, tap-tap, tap, tap...»!
—¡Ea! —decía uno.
—¡Ae! —replicaba otro.
—¡Ah, ah! —seguía el siguiente.
Entonces entonaban juntos una carcajada, un abucheo o un grito, a manera de estribillo, y el ritmo proseguía. ¡Y Paz bailaba entre ellos sin percatarse de que ya sus pies no medían el compás de la sevillana sino el de sus voces juntas! Tan trastornado me dejó el fenómeno, tan boquiabierto, que al pronto intenté buscarle una explicación natural:
El alcohol, es el alcohol: bebemos, y algo nos hace unirnos al que bebe y marcar el mismo paso, coincidir en las ocurrencias, reírnos a la vez de la misma estúpida broma... Observados desde lejos, los borrachos forman un coro bastante trágico. ¿O quizá es la juventud? Es posible que se trate del afán de incitación de los jóvenes, de su deseo de tener un líder, ese espejo en el que todos se reflejan y al que obedecen ciegamente, el sentimiento tranquilizador de formar parte de una banda, blasfemar juntos, decir las mismas frases en el mismo argot... ¡En todo caso, extraña simbiosis de gargantas!
Sin embargo, en la siguiente parada, el bar del Romeral, la verdad se hizo tan evidente que nadie en su sano juicio hubiera podido negarla de haberla advertido como yo lo hice.
Paz volvió a bailar y las litronas a correr de boca en boca. El grupo se limitaba a producir ruidos y nadie decía nada: batir de palmas, taconeo de zapatos, entrechocar de vasos y botellas, golpes en la madera de la barra... ¡Pero ahora eran esos ruidos lo que me parecía extraordinario! «¡Teatro de guiñoles!», escribí en aquel instante. Me refería, lo recuerdo, a los movimientos de todos, incluso a los de Paz: ¡mecánicos, anónimos, sincrónicos, como si un titiritero experto manejara sus brazos y piernas con hilos invisibles!
Yo sabía quién era aquel titiritero de rostro espantoso.
¡El mismo ritmo, no hay duda, que el de las patas de la araña al atravesar la calle Cruz y el de las uñas de Aparicio sobre la mecedora: toc, toc, toc-toc...! ¡Oh, taimado criminal, así que eres tú! ¡Cómo te ocultas a los ojos de los inocentes! Porque ¿qué pueden saber estos chavales sobre el ruido que producen? ¿Cómo podrían percibirlo si no se perciben ya a sí mismos? ¿Y qué sabe la pobre Paz, cuyos pies redoblan en el suelo como músicos de procesión celebrando su propia muerte? Pero si supieran observar esquinadamente, como yo hago, sin alcohol en el cuerpo, algo extraño notarían en ese conjunto de golpes de cristal, madera y carne. No se trata de la música a la que creen acompañar: ellos ejecutan (perfecta palabra) su propia melodía con cada gesto, al mismo ritmo, y junto a ellos salta la araña y arañan las uñas. ¡He aquí el detalle que nadie percibe!
Era obsesionante: como el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre una lápida o la tos metálica de una metralleta en la noche (bien las recuerdo de la guerra). Pero mejor: una vieja máquina de escribir manejada por las huesudas manos de la muerte, tecla tras tecla, escribiendo ¿qué?
Los últimos días de la vida de Paz.
El texto comenzaba, sin duda, con la palabra «Eres», señalando a la pobre chica como un rayo de luna. «Mira, observa cómo, mediante golpes sordos y repetidos, puedo machacar otra vida —me decía mi inagotable carnicero—. Su vida está bajo sus propios pies: y ella la destroza incesante.»
Cuando me marché a casa aquella noche no pude evitar repetir durante todo el camino, con la punta de mi bastón, el tenebroso aunque pegadizo ritmo: toc, toc, toc-toc (a veces ocurre así con ciertas músicas malditas, que no parecen querer abandonarnos nunca, y también con algunas ideas demasiado cariñosas, cuyos abrazos terminan por ahogarnos). Ya en la cama, recordé la leyenda de las danzas de la muerte medievales: un esqueleto invitaba a bailar a un cura, a un señor feudal, a un cortesano, a una puta y a un caballero y marcaba el ritmo con su propia guadaña. Y de todo esto nada sabía el ingenuo de Casimiro, más ingenuo y ciego que los besugos que vendía en su tienda. La pena me hizo ir a decírselo y la misma pena me lo impidió... pero también algo extraño que sucedió entonces, más terrible que todo cuanto había advertido hasta ese momento.
Le hallé al día siguiente (mañana espléndida de mayo, víspera de los festejos) sumergido en el hediondo océano del mercado de la plaza, que en realidad son tres o cuatro tiendas juntas en un semisótano, pero que parecen cien por la aglomeración de gente, la penumbra y la suciedad. Casimiro hacía rodajas un tronco de pez espada con un enorme cuchillo de psicópata mientras hablaba a voces con la señora Asunción Portero y otra amiga, que esperaban para ser servidas. Me acerqué con lentitud, pensando en qué le diría y cómo, pero sus propias palabras me evitaron el dilema. Hablaba de su hija.
—¡Qué me van a contar, si ya lo sé! ¡Un día de éstos le voy a enseñar yo a beber alcohol! ¡Se lo tengo dicho! ¡Lo que pasa es que uno no puede ir detrás de ella todas las noches, como un perro guardián!
—Claro —asentía doña Asunción.
—Diga que sí —coreaba su amiga.
—¡Además, toda la culpa no es suya! ¡Ni nuestra tampoco, porque educación ha recibido...!
Casimiro descargó otro golpe de machete en el pez espada. De vez en cuando se llevaba el dorso de la manaza al bigote color barro que le cruzaba la cara (también se había dejado las patillas largas).
—¡Cómo quieren después que eduquemos, si no somos nosotros, es la sociedad la que pervierte! ¿Qué se nos puede pedir a nosotros, los padres? ¡Trabajamos para llevarles el alimento a la boca, como los gorriones, y ellos se creen que cae de los árboles...! Pero, claro, tampoco puedes encerrarla en casa como un sultán y decirle: «Eh, que no sales hasta que cumplas dieciocho», ni decirle: «Sales, pero te diviertes como yo quiera». ¡Eso no se puede decir!
—Claro que no.
—Diga que no.
—¡El mucho cariño, el demasiado cariño, eso es lo malo! —Se limpió con la manaza las salpicaduras del pez mutilado, que le habían rebotado en la cara—. ¡Les queremos tanto que...! Y es que los tiempos son diferentes: en nuestra época no nos movíamos de una baldosa y andábamos más derechos que una vela, pero no había libertad, como ahora, y eso no estaba bien, qué caramba. Es fácil educar cuando solo tienes que decirle a tu hijo: «Trabaja». Pero ahora la juventud se divierte... y eso no es malo... Yo le he dicho a mi hija: «Estás en la mejor época de tu vida, ¡pues anda y disfrútala!».