Read El Día Del Juicio Mortal Online
Authors: Charlaine Harris
Se tomó un momento para ordenar sus pensamientos.
—Es una pregunta muy amplia, Sookie. La gente puede cambiar hasta cierto punto, claro que sí. Los adictos pueden ser lo bastante fuertes para dejar de consumir droga. La gente puede ir a terapia y aprender a controlar un comportamiento extremo. Pero eso es un sistema externo. Una técnica de gestión del orden impuesta sobre el equilibrio natural de las cosas, sobre lo que realmente es la persona: un adicto. ¿Tiene sentido?
Asentí.
—Así que, en general —prosiguió —, debería decir que no, que la gente no cambia, sino que puede aprender a comportarse de otra manera. Me gustaría creer lo contrario. Si tienes un argumento que me desdiga, estaría encantado de escucharlo. — Giramos por el camino privado, adentrándonos en el bosque.
—Los niños cambian a medida que crecen y se adaptan a la sociedad y a sus propias circunstancias — expliqué—. A veces de forma positiva, a veces de forma negativa. Y creo que si amas a alguien, te esfuerzas por suprimir las costumbres que puedan molestarle, ¿no? Pero esas costumbres o inclinaciones siguen estando ahí. Sam, tienes razón. Son otros casos de personas que imponen una reacción aprendida sobre la original.
Me miró con preocupación mientras aparcaba detrás de la casa.
—¿Qué te pasa, Sookie?
Meneé la cabeza.
—Soy idiota — le dije. Era incapaz de mirarlo fijamente a la cara. Me arrastré fuera de la ranchera—. ¿Te vas a tomar lo que queda de día libre o te veré en el bar más tarde?
—Me tomaré el día. Escucha, ¿necesitas que me quede por aquí? No sé exactamente qué es lo que te preocupa, pero sabes que podemos hablar de ello. No tengo ni idea de lo que está pasando en el Hooligans, pero hasta que las hadas tengan ganas de contárnoslo…, estaré por aquí si me necesitas.
Era una oferta sincera, pero también sabía que quería irse a casa, llamar a Jannalynn, hacer planes para esa noche y darle el regalo que tanto se había molestado en comprarle.
—No es necesario —le respondí para tranquilizarlo, sonrisa incluida—. Tengo un millón de cosas que hacer antes de ir a trabajar, y mucho en lo que pensar. —Por decirlo suavemente.
—Gracias por acompañarme hasta Shreveport, Sookie —expresó Sam—. Pero creo que me equivoqué al intentar que tu familia te contase las cosas. Llámame si no aparecen esta noche. —Lo despedí con la mano mientras se metía de nuevo en la ranchera para volver por Hummingbird Road a su casa, detrás del Merlotte’s. Sam nunca se ausentaba del todo del trabajo, pero, por otra parte, era un trayecto muy corto el que tenía que hacer.
Ya estaba haciendo planes mientras abría la puerta trasera.
Tenía ganas de darme una ducha…, no, un baño. Era realmente maravilloso estar sola, que Claude y Dermot no estuviesen en casa. Estaba repleta de nuevas sospechas, pero ésa era una sensación ya demasiado familiar. Pensé en llamar a Amelia, mi amiga bruja que había vuelto a Nueva Orleans, a su casa reconstruida y trabajo restablecido, para pedirle consejo acerca de varios asuntos. Al final, no descolgué el teléfono. Tendría demasiadas cosas que explicar. La perspectiva ya me cansaba, y ésa no era la mejor manera de iniciar una conversación. Quizá un correo electrónico sería lo mejor. Podría meditar mejor las cosas.
Llené la bañera con aceites de baño y me metí en el agua caliente con mucho cuidado, apretando los dientes a medida que me iba sumergiendo. Los muslos aún me escocían un poco. Me depilé las piernas y las axilas. Acicalarme siempre me ayuda a sentirme mejor. Una vez fuera, y después de que los aceites me dejaran noqueada como un luchador de lucha libre, me pinté las uñas de los pies y me cepillé el pelo, aún maravillada por lo corto que se me había quedado. Pero al menos aún me pasaba de los omóplatos, me tranquilicé a mí misma.
Lustrosa y limpia, me puse la ropa de trabajo del Merlotte’s, lamentando cubrir mis recién pintadas uñas con calcetines y zapatillas. Intentaba no pensar, y lo cierto es que estaba haciendo un buen trabajo.
Me quedaba media hora hasta tener que salir al trabajo, así que encendí el televisor y pulsé el botón de mi grabadora de vídeo para ver el número del día anterior de
Jeopardy
[3]
! Habíamos empezado a ponerlo en el bar todos los días, ya que los clientes se entretenían bastante intentando averiguar las respuestas. Jane Bodehouse, nuestra alcohólica más veterana, resultó ser toda una experta en cine, y Terry Bellefleur demostró ser un gran conocedor del mundo de los deportes. Yo solía acertar la mayor parte de las preguntas sobre escritores, ya que leo mucho, y Sam tenía buen ojo para la Historia estadounidense posterior a 1900. Yo no siempre me encontraba en el bar cuando daban el concurso, así que decidí grabar los programas cada día. Me encantaba el mundo feliz de
Jeopardy
!, sobre todo cuando daban sesión doble, como tocaba hoy. Cuando terminó el concurso, ya era hora de marcharse.
Disfrutaba conducir hasta el trabajo para el turno de noche cuando aún había luz. Encendí la radio y me puse a cantar
Crazy
con los Gnarls Barkley. Me identificaba con esa canción.
Me crucé con Jason, que iba en dirección opuesta, quizá de camino a casa de su novia. Michele Schubert aún estaba con él. Como Jason al fin estaba madurando, quizá lo suyo fuese algo permanente… si ella quería. El punto más fuerte de Michele era que no se dejaba cautivar por los aparentemente fuertes encantos de Jason en la cama. Si estaba loca por él o celosa de su atención, lo disimulaba perfectamente. Me quitaba el sombrero ante ella. Saludé a mi hermano y él me correspondió con una sonrisa. Parecía feliz, sin problemas. Lo envidiaba desde lo más hondo de mi corazón. Había muchas ventajas en cómo afrontaba Jason la vida.
La concurrencia en el Merlotte’s volvía a ser escasa. Nada sorprendente; una bomba incendiaria es bastante mala publicidad. ¿Y si el negocio no se recuperaba? ¿Y si el Redneck Roadhouse de Vic seguía captando clientes? A la gente le gustaba el Merlotte’s porque era relativamente tranquilo, relajado, porque la comida era buena (aunque limitada en su variedad) y la bebida generosa. Sam siempre había sido un tipo popular hasta que los cambiantes anunciaron su existencia. La misma gente que había recibido a los vampiros con una cauta aceptación parecía considerarlos como la gota que colma el vaso, por así decirlo.
Fui al almacén en busca de un delantal limpio y luego al despacho de Sam para guardar el bolso en el profundo cajón de su escritorio. No estaría de más contar con una pequeña taquilla. Podría guardar mi bolso y cambiarme de ropa en las noches de los pequeños desastres, como cuando se vierte la cerveza o se derrama la mostaza.
Me tocaba relevar a Holly, que se iba a casar con Hoyt, el mejor amigo de Jason, en octubre. Sería la segunda boda de Holly y la primera de Hoyt. Habían decidido hacerlo a lo grande, con una gran ceremonia en la iglesia y una recepción posterior en el mismo recinto. Sabía más del asunto de lo que me gustaría. Si bien aún faltaban meses para la boda, Holly ya se había empezado a obsesionar con los pequeños detalles. Dado que su primera boda la había oficiado un juez de paz, en teoría ésta era su última oportunidad de vivir su sueño. Podía imaginar la opinión de mi abuela acerca del vestido de novia blanco, ya que Holly tenía un hijo pequeño en la escuela. Pero, vaya, si eso le hacía feliz. El blanco suele simbolizar la virginal pureza de la novia. Hoy, eso sólo significaba que se había comprado un vestido caro que no podría utilizar más y dejaría colgado en un armario después del gran día.
Hice una señal a Holly para llamar su atención. Estaba hablando con el hermano Carson, el nuevo sacerdote de la iglesia baptista de Calgary. Se pasaba por allí de vez en cuando, pero nunca pedía alcohol. Holly terminó la conversación y vino hacia mí para contarme el estado de las mesas, que no era demasiado complicado. Me entró un escalofrío cuando vi el rastro quemado en medio del suelo. Una mesa menos que servir.
—Eh, Sookie —dijo Holly, haciendo una pausa de camino a la parte de atrás para recuperar su bolso—, vendrás a la boda, ¿verdad?
—Claro, no pienso perdérmela.
—¿Te importaría servir el ponche?
Eso era un honor; no tanto como ser la dama de honor, pero aun así importante. No me lo esperaba.
—Me encantaría —expresé con una sonrisa—. Ya lo hablaremos a medida que se acerque la fecha.
Holly estaba satisfecha.
—Perfecto. Bueno, esperemos que el negocio remonte para poder seguir trabajando en septiembre.
—Todo irá bien —anuncié, aunque no estaba nada convencida de ello.
Estuve esperando media hora a Claude y Dermot en casa esa noche, pero no aparecieron y no me sentía con ganas de llamar. Habían prometido que hablarían conmigo; la charla que supuestamente debía ilustrarme acerca de mi herencia feérica. Al parecer, no sería esa noche. Si bien deseaba obtener algunas respuestas, me di cuenta de que tampoco me molestaba. Había sido una jornada muy atareada. Concluí que estaba enfadada. Intenté permanecer despierta para oírlos llegar, pero no aguanté más de cinco minutos.
Cuando desperté a la mañana siguiente, poco después de las nueve, no percibí ninguna de las habituales señales que delataban la presencia de mis huéspedes. El cuarto de baño del pasillo presentaba exactamente el mismo aspecto que la noche anterior, no había platos sucios en la pila de la cocina y nadie se había dejado ninguna luz encendida. Salí por el porche cubierto de la parte trasera. Nada, ningún coche.
A lo mejor estaban demasiado cansados para conducir el camino de vuelta a Bon Temps, o quizá les había sonreído la suerte. Cuando Claude se mudó conmigo, me dijo que si hacía alguna conquista, se quedaría en su casa de Monroe con el afortunado. Di por sentado que Dermot haría lo mismo, aunque, pensándolo bien, nunca lo había visto con nadie, fuese hombre o mujer. También había dado por hecho que le gustaban más las mujeres que los hombres por la sencilla razón de que se parecía a Jason, que adoraba a las mujeres. Ideas preconcebidas. Idiota.
Me preparé unos huevos con tostadas y algo de fruta y leí un libro de la biblioteca de Nora Roberts mientras desayunaba. Hacía semanas que no me sentía tan yo misma. Exceptuando la visita al Hooligans, la jornada anterior había sido agradable y no tenía a nadie quejándose en la cocina por la falta de pan de maíz entero o agua caliente (Claude) o haciendo chistes floridos cuando lo único que deseaba era leer (Dermot). Era agradable descubrir que aún podía disfrutar de la soledad.
Canté en la ducha y me maquillé. Era hora de volver al trabajo para el primer turno. Miré el salón, cansada de verlo como un vertedero. Me recordé a mí misma que mañana vendrían los de la tienda de antigüedades.
Había más clientela en el bar que anoche, lo cual no hizo sino ponerme más contenta. Me sorprendió un poco ver a Kennedy tras la barra. Tenía el aspecto impecable de la reina de la belleza que fue una vez, a pesar de llevar unos vaqueros ajustados y una camiseta de tirantes a rayas blancas y grises. Hoy tocaba el día de las mujeres bien acicaladas.
—¿Dónde está Sam? —pregunté—. Pensé que vendría a trabajar.
—Me llamó esta mañana para decirme que seguía en Shreveport —me dijo Kennedy, mirándome de reojo —. Imagino que el cumpleaños de Jannalynn fue mejor de lo esperado. Necesito echar todas las horas posibles, así que me alegró tener que sacar el trasero de la cama para traerlo hasta aquí.
—¿Qué tal están tus padres? —pregunté — . ¿Han venido a verte últimamente?
Kennedy esbozó una sonrisa amarga.
—Sólo de paso, Sookie. Siguen deseando que volviese a ser la reina de la belleza del desfile y enseñase en las clases dominicales, pero me mandaron un cheque cuando salí de prisión. Tengo suerte de tenerlos.
Sus manos se quedaron quietas en un vaso a medio secar.
—He estado pensando —dijo, e hizo una pausa. Esperé a que siguiera. Sabía lo que venía a continuación—. Me preguntaba si quien incendió el bar no sería un familiar de Casey —añadió con mucha cautela—. Cuando le disparé, no hacía más que salvar mi propia vida. No me paré a pensar en su familia, ni en la mía, ni en nada más que seguir viva.
Kennedy nunca había hablado de eso antes, cosa que comprendía perfectamente.
—¿Y quién no pensaría sólo en eso, Kennedy? —dije en voz baja, pero intensa. Deseaba que sintiera mi absoluta sinceridad—. Nadie en su sano juicio hubiera hecho otra cosa. No creo que Dios deseara que te dejases matar. —Aunque tampoco tenía nada claro lo que sí quería Dios. Lo que quería decir era que habría sido de auténtico imbécil dejarse matar.
—No habría reaccionado tan a la ligera si esas mujeres no se hubiesen adelantado —admitió Kennedy—. Su familia supongo que sabe que pegaba a las mujeres…, pero me pregunto si seguirán culpándome sus familiares; si no sabrían que estaba en el bar e intentaron matarme aquí.
—¿Alguien de su familia es cambiante? —pregunté.
Kennedy parecía desconcertada.
—¡Oh, por Dios, no! ¡Son baptistas!
Intenté reprimir la sonrisa, pero me fue imposible. Un segundo después, Kennedy se echó a reír.
—En serio —insistió—, no lo creo. ¿Crees que el que lanzó la bomba era un licántropo?
—U otro tipo de cambiante. Sí, eso creo, pero no se lo digas a nadie. Sam ya está padeciendo bastantes consecuencias.
Kennedy asintió en completa aquiescencia. Un cliente me llamó para que le llevara una botella de salsa picante y tenía pedidos pendientes.
La camarera que debía relevarme llamó para decir que se le había pinchado una rueda y me quedé en el Merlotte’s dos horas más. Kennedy, que estaría hasta el cierre, me mareó la cabeza sobre lo indispensable que era, hasta que la espanté con una toalla. Se animó bastante cuando Danny apareció por la puerta. Saltaba a la vista que había hecho una parada en casa después del trabajo para ducharse y volver a afeitarse. Se subió a un taburete de la barra mientras contemplaba a Kennedy como si el mundo volviese a estar al completo.
—Ponme una cerveza, y que sea rápido, mujer.
—¿Quieres que te la tire a la cabeza, Danny?
—Me da igual cómo me la sirvas. —Y se intercambiaron unas sonrisas.
Poco después de anochecer, mi móvil se puso a vibrar en mi bolso abierto. Acudí al despacho de Sam en cuanto me fue posible. Era un mensaje de texto de Eric. «Luego te veo», decía. Y eso era todo. Pero una genuina sonrisa pobló mi boca el resto de la noche, y al llegar a casa redoblé mi alegría al ver a Eric sentado en mi porche delantero, por mucho que me hubiese destrozado la cocina. Y llevaba consigo una tostadora nueva, con un lazo rojo pegado a la caja.