El día que España derrotó a Inglaterra (11 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

—Bien ha dicho Su Excelencia, seremos los amos del mundo, pero no aprenderán el inglés, que es el idioma de la civilización; son demasiado estúpidos y fanáticos.

—Yeah, demasiado oscurantistas y papistas —remató Vernon con un mohín.

—Sin embargo, debo contar con vuestra ayuda para facilitar mi tarea. Es preciso que Su Majestad, el Rey, produzca algún tipo de incentivo para que estos hombres se enlisten en tan noble empresa.

—Descuidad, que yo mismo tramitaré esa petición ante el Rey —con­testó Vernon, sabiendo que en Inglaterra el sentimiento popular, animado por William Pitt, el fogoso parlamentario de treinta años que recién inicia­ba su carrera, era reducir el ejército británico; luego, nada sería más atracti­vo que hacer leva en las colonias americanas.

Aquella noche Greene se emborrachó por la alegría que experimentó al saber que su amo sería una pieza fundamental en la conquista y someti­miento del Imperio Español. Fue tanta su euforia que un espía, Don Íñigo Azpilcueta, rubiete él, de grandes ojos azules e inmigrante por largo tiempo en las colonias inglesas, y últimamente residente en Kingston por exigen­cias de la política exterior española, se le sumó aquella misma noche a su borrachera, mientras Lawrence Washington, encerrado en un hotel de mala muerte, construía sueños y planes para sus futuras aventuras comerciales, una vez abiertas las tierras del mítico El Dorado. En particular, una de las cosas que más atraía a Lawrence era el lucrativo negocio de planchas de estaño y plomo que ahora se introducían de contrabando a los dominios españoles y que servían para hacer lozas vidriadas manufacturadas por los tejares de aquellos reinos…

Azpilcueta, apodado el paisano, había sido comisionado por el gobierno español para espiar a los ingleses en Jamaica y allegar todos los datos posi­bles que permitiesen una mejor defensa de Cartagena y las plazas que los ingleses se aprestaban a atacar. El perfecto inglés que hablaba Azpilcueta permitió conocer los detalles de la invasión sin levantar sospecha de su cuna española: presto y a la caza de cualquier información que sirviera a España y a su bolsillo, pronto se enteró de la llegada de aquellos extraños visitantes y un día le dio por seguirlos y vio que se enrumbaban hacia la nave capitana del almirante inglés. Allí, en ese bullicioso y sucio puerto, hervidero de intrigas y maleantes, todo se sabía. Por eso, cuando el acom­pañante del extraño personaje se desembarazó de su amo, Azpilcueta supo hacerse a un banco junto a tan desenfrenado bebedor; fue así como entabló la más fructífera conversación habida entre España e Inglaterra y pudo co­nocer, al detalle, los planes de la invasión.

—¿Quieres que te consiga una mulata sabrosona? —le preguntó Azpil­cueta a Greene en forma coloquial, cuando éste ya estaba bien entrado en tragos.

—Shit, no —contestó Greene—. Me voy borracho a Virginia, pero no pringado —dijo refiriéndose al terror que le producían las enfermedades venéreas. Y concluyó—: Todas estas putas Antillas están podridas.

—Te equivocas —dijo Azpilcueta con disimulo—. Yo he estado en las Antillas españolas y esto no se ve allí. Las damas españolas son mis preferi­das; son modestas y nobles, tienen una vivacidad sana y alegre; tienen vida interior; sus ojos negros y vivarachos lo revelan… La vida en las posesiones españolas no presenta este desorden y suciedad…

—No me dirás que allí los amos no aprovechan a las mulatas…

—Sí, hombre. Algunos sí. Pero de otra manera. Hay cierto recato, y la sociedad no aprueba el desenfreno, ni el libertinaje, ni el vicio… Es diferen­te, es católica y pacata. Tendrías que ir algún día.

—¿Cómo sabes eso? ¿No serás español tú, no?

—¿Yo español? No, hombre, no. Sólo que me gustan las mujeres hispa­nas… Son dignas, limpias y hermosas —concluyó Azpilcueta con una son­risa.

Al día siguiente de este afortunado encuentro, Azpilcueta viajaba a La Habana a dar rendida cuenta a su gobernador de lo escuchado en Kingston, quien inmediatamente despachó correo a Madrid y Cartagena sobre el plan del agresor. Esta valiosa información estratégica fue conocida por el mar­qués de Villarias, a la sazón ministro de Estado, quien le dio plena credibi­lidad y así se lo informó a la Corte. Tales datos confirmaban la impresión que tenía Don José Quintana, primer secretario del despacho de Marina e Indias, cuando el 16 de agosto de 1739 despachaba un informe a Don Pedro Hidalgo, entonces gobernador de Cartagena, de que el 4 de agosto había zarpado desde Portsmouth el almirante Vernon con misión de atacar a esa ciudad. La Corte, alarmada, procedió a urgir a Don Sebastián de Eslava a tomar las medidas necesarias que garantizasen la defensa de Cartagena de Indias como virrey, que era, de la Nueva Granada, nombra­miento que se había hecho según cédula real expedida en 1737. Eslava había tomado posesión de su cargo en abril de 1740 y desde entonces ejer­cía su empleo en la ciudad amenazada, en vez de hacerlo desde Santa Fe, donde correspondía, dada la grave situación que se veía venir sobre aquella plaza. No dejaba de ser curioso el largo tiempo que había tardado el virrey Eslava en tomar posesión de su cargo, algo que también incidió de manera negativa en los planes de defensa que dependían, en mucho, de la disposi­ción financiera de la Plaza y que solo el Virrey podía atender. Pero algo que tranquilizaba, en parte, a las autoridades españolas era la presencia del ge­neral Blas de Lezo, quien ya estaba destacado en Cartagena desde marzo de 1737, ante una situación que se veía iba en deterioro permanente.

Capítulo VI

El desencuentro sobre la defensa de Cartagena

Con sólo seis navíos se tomó a Portobelo.

(Medalla que conmemoraba la victoria de Vernon en Portobelo)

C
uando las noticias del detalle de los planes llegaron a manos de Don Blas de Lezo, éste juzgó necesario reunirse de urgencia con el virrey Eslava para darle su impresión de lo que debía hacerse. Lezo había estado cavilando largo tiempo sobre el Plan Maestro y llegó a la conclusión de que era preciso hacer el más grande esfuerzo de resistencia en el fuerte de San Luis de Bocachica y en La Boquilla, en primera instancia, y en segunda, tras el Caño del Ahorcado, construyendo trincheras y parapetos y desta­cando hombres, aun a costa de debilitar las defensas del Castillo de San Felipe de Barajas, pues si éste fuerte era asediado desde La Popa y Cerro Pelado, todo estaría perdido para Cartagena. Se trataba, entonces, de hacer una defensa de dos escalones principales en la primera línea, los cuales de­berían estar dispuestos, uno, en los baluartes de la playa, y otro, tras el Caño del Ahorcado, por el nordeste; en el suroeste, en Bocachica, el cerrojo tendría que ser a prueba de perforación, pues rota esta defensa, los ingleses se precipitarían inconteniblemente hacia la tercera línea, rompiendo la segunda, que era más débil. En últimas, pensó, si los ingleses llegasen a cam­biar de planes y se veía que el principal punto de ataque era San Luis, pues entonces habría también que cambiar rápidamente el plan de defensa y acometer todas las tropas a ese fuerte, impidiendo que el enemigo pudiese montar una cabeza de playa en Bocachica. Para esto era preciso contar con un contingente móvil que desde la retaguardia pudiera ser trasladado con facilidad hacia el frente. Es más, pensó Lezo, habría que tener un destaca­mento militar con artillería tras el Caño del Ahorcado para hacerle dificul­toso al enemigo el avance hacia La Popa, en caso de realizarse el plan origi­nal inglés. Era preciso evitar, a toda costa, que el enemigo se acercase con artillería de tierra a los fuertes.

—Vuestra Merced —un día dijo al Virrey—, si los ingleses desembar­can el grueso de sus tropas en Bocachica y en la Boquilla, nosotros tenemos que impedir que se consolide la cabeza de playa atacando por tierra a las fuerzas enemigas. Debemos tener dispuesto un segundo contingente de defensa tras el Caño del Ahorcado, en caso de que se rompa la línea, para impedir que los ingleses pasen hacia La Popa. Lo más importante es no permitirles emplazar piezas de artillería, porque, si no, todo estará perdido para los fuertes.

—Pero, considerando la situación —contestó Eslava—, los ingleses ha­brán de acometer el grueso de sus tropas a un desembarco en La Boquilla para un avance sobre La Popa y posterior asedio de San Felipe, con lo cual nuestras defensas se tienen que concentrar, precisamente, en el extremo noreste de La Popa, para hacer alargar sus líneas y luego cortarles la salida justo por ese caño, mediante un movimiento que les tapone la retaguardia. Debéis tener en cuenta que se proponen hacernos creer que su ataque prin­cipal va a ser por Bocachica y nosotros no podemos morder ese anzuelo acometiendo tropas donde no se necesitan.

—De acuerdo, Excelencia; pero no tenemos la certeza de que este plan se lleve a cabo por parte de Vernon según se nos ha instruido. Por otra parte, nosotros no podremos resistir un embate enemigo por La Popa, pues allí no hay fortificaciones suficientemente resistentes. Debemos hacer trin­cheras y construir defensas parapetadas al borde del Caño del Ahorcado para impedir que el enemigo lo cruce. De otro lado, debemos fortalecer Bocachica para evitar ser cogidos en tenaza con un desembarco en Manzanillo, en La Popa y San Felipe. Además, sugiero que debemos espe­rar a ver los movimientos de los ingleses y actuar como corresponde. Es decir, si el enemigo decidiera cambiar de planes, nosotros debemos ajustar los nuestros a los suyos y defender a toda costa el primer anillo defensivo en vez de refugiarnos en el segundo o en el tercero. Me parece que es desaconsejable aguardar a que el enemigo ataque a La Popa, pues, tomado ese cerro, las baterías del San Felipe quedarían neutralizadas y el enemigo tendría ventaja suma sobre nosotros dada la topografía existente —conclu­yó señalando en el mapa de situación.

—El «paisano» nos ha dado información fidedigna —contestó el Virrey con su acostumbrada frialdad—, pues es un espía al servicio de Su Majestad y es de mucha confianza y valía para nuestra causa. No tengo razón para pensar que Vernon a estas alturas de la incursión vaya a cambiar de parecer. ¿O, por qué habría de hacerlo, General? En cuanto al peligro de una toma de La Popa, eso es muy relativo, pues el inglés se enfrenta a todas nuestras tropas desplegadas allí, acuarteladas en San Felipe y en la ciudad misma, tras sus murallas. Vuestro plan debilita en extremo la defensa de la ciudad al mandar todos los efectivos hacia las playas y el Caño. Por otra parte, olvidáis que la escuadra de Don Rodrigo de Torres y la del marqués D’Antin, están fondeadas en Santa Marta desde mediados de diciembre y cogerán a la de Vernon por la espalda acorralándolo contra el litoral, lo cual también frus­trará el bloqueo de suministros que intentan en Pasacaballos. Ése es mi plan. Torres es un experto y sazonado marino y, qué duda cabe, causará graves daños al inglés, con lo que las tropas de asalto quedarán sin apoyo naval y con sus suministros cortados. Será entonces cuando nosotros demos cabal cuenta de ellas con todo nuestro poder concentrado y cortada ya su retirada. Obtendremos una grande y resonante victoria —dijo tras breve pausa— con el enemigo aniquilado por nuestra infantería. Ya veréis, General, que de aquí saldrán en estampida hacia el mar, al que no llegarán, en busca de unas embarcaciones que habrán sido hundidas por la escuadra de Torres.

—Vamos por partes, Vueced. Yo no tengo razón para pensar una cosa o la otra, independientemente de la valía y confianza que le tengáis al «paisa­no»; pero en la guerra, como vos sabéis de sobra, los planes trazados no son siempre fijos y hay circunstancias que obligan al mando a cambiarlos. Y en relación con un asalto frontal del inglés contra nuestras defensas, no os falta razón; el auxilio del almirante Torres será fundamental y ése es un gran marino; no pienso así mismo de los franceses, que nunca lo han sido. Pero, independientemente de eso, confiáis demasiado en el auxilio de las Arma­das; ni vos ni yo somos comandantes de ellas y mucho me temo que Vernon, quien también sabe de mar, no se atreva a atacar mientras tenga noticia de que las dos Armadas acechan el momento oportuno para saltar sobre la presa por la espalda. Con lo cual, si yo fuera Vernon, desembarcaría primero en Bocachica y, simultáneamente, batiría el fuerte de San Luis desde el mar. Es más, también desembarcaría en Barú, para tomarme el de San José y ayudar a batir al de San Luis desde allí. Este silencio de Vernon me parece que está indicando que no se atreve a dar el paso de la invasión por La Boquilla y por el Sinú mientras Torres esté por estas aguas, porque ello implicaría alargar demasiado sus líneas de avance. Esto os obligaría a esta­blecer una línea de defensa al sur de La Popa para contrarrestar el desembar­co inglés por Manzanillo, lo cual nos cogería demasiado tarde para construir las defensas requeridas allí. —Y agregó con premonitorio énfasis—: Así, no siendo ni vos ni yo comandantes de las Armadas francesa y española, mucho me temo que se cansen de esperar un ataque que nunca llega y pongan proa hacia Europa. Seríamos, entonces, nosotros los acorralados, resistiendo cuanto pudiéramos. Si yo fuera vos, confiaría más en mis propios recursos que en los ajenos y me andaría muy desconfiado de una ayuda incierta. Insisto, pues, en que al inglés no se le debe dar la oportunidad de desembarcar artillería en ninguna de nuestras costas y se le debe batir en la playa misma, con lo cual debemos trasladar, una vez conocidos los planes del enemigo, el grueso de las tropas, con todos sus pertrechos, a la primera línea de defensa. Y en cuanto al bloqueo de víveres en Pasacaballos, eso no me preocupa, siempre y cuando el asedio no sea prolongado; y que no lo sea, está garantizado con frustrar los planes de Vernon en la primera línea de combate.

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