El día que España derrotó a Inglaterra (8 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

Lawrence era un profundo admirador del Almirante; lo idolatraba. Al punto que cuando supo de la invasión, sintió la inmensa alegría de estar bajo su mando y ayudar a tomar para Inglaterra las fabulosas posesiones españolas del Caribe que, sin duda, se abrirían para una fácil conquista. Aquellos incalculables tesoros que, se decía, ocultábanse tras los muros de piedra y fortificaciones de Cartagena, serían también, pronto, en parte suyos.

Lawrence Washington no era tonto. Conocía que, a diferencia de las casas y palacios de las posesiones coloniales inglesas, sus homólogas espa­ñolas no estaban construidas de madera sino de piedra; una piedra que servía el propósito de construir murallas y defensas para que, guardando distancia con las empalizadas británicas empleadas para protegerse de los ataques de los indios, sirvieran de sólido resguardo a los tesoros y riquezas a ellas confiados; simbolizaban también la férrea voluntad española de sentar planta, quedarse y convertir aquellas tierras en sus reinos de ultramar, con una fisonomía arquitectónica y cultural de largo aliento. Es decir, organizar una cultura y un modo de vida, peculiarmente hispánico, de tal manera que sus nuevas posesiones reflejaran lo que había en España. Algo tendrían de codiciado aquellas tierras que por doquier mostraban fortificaciones y defensas: los fuertes o «llaves» de San Agustín, en La Florida, ruta de regre­so de las flotas, llamada también la «Pasa de las Bahamas», que estaba en la parte más norteña del gran arco antillano que se extendía desde La Florida hasta la isla Trinidad; las ciudades amuralladas de La Habana, San Juan de Puerto Rico, y Cartagena; los fuertes de San Felipe de Sotomayor de Todo Fierro, San Jerónimo y Gloria, en Portobelo, y Veracruz con su castillo de San Juan de Ulúa. Campeche y Bacalar eran las otras «llaves» de los ricos comercios del Virreinato de Nueva España y Capitanía General de Yucatán. Golfo Dulce, Omoa y San Juan de Nicaragua, constituirían el eje del rico sector centroamericano que remata en el Darién y donde las «llaves» de Portobelo y Chagres, y la de Panamá, en el Mar del Sur, marcaban el trián­gulo mágico por donde fluían los valiosos tesoros procedentes del Perú y que escapaban a la interceptación de los ingleses. Éstos, en realidad, esta­ban rodeados por aquel humillante despliegue de poderío militar y econó­mico que, como un campo minado, circundaba las rutas de su comercio ultramarino.

Así, los ataques de los piratas no hacían más que confirmar que debía irse en busca de algo más que de simples tesoros y doblones de oro: detrás de las costas, más allá de las murallas, castillos y parapetos, se abría una tierra feraz de inmensas posibilidades agrícolas, ingentes recursos madereros, mineros, comerciales e industriales. No era sino tomar la «llave» del sur del Imperio, Cartagena, y aquellas tierras se abrirían como flor en primavera y la cornucopia del mítico El Dorado vertería su oro; Cumaná, la Guayana, la Guaira y Puerto Cabello, con su fabuloso comercio, no serían más los centinelas del «Caño de la Invernada», ruta de penetración de los navíos españoles que buscaban los abrigos de Tierra Firme; los casacas rojas del otro Imperio serían sus nuevos guardianes. El resto se daría por añadidura: bloqueada la flota española del Sur de América, la ruina de España se preci­pitaría por definición y, tras su ruina, el sistema defensivo de América Cen­tral, América del Norte y el Caribe, colapsaría.

Desde que el pirata John Hawkins, a finales del siglo XVI, dibujara aquel sistema, los ingleses acariciaron la idea de algún día apoderarse de aquellas «llaves» y de Cartagena, la primera. Los cerrojos, pues, quedarían abiertos para los ingleses y sólo sería cuestión de tiempo para que todo pasase a su poder y dominio.

—A estos malditos españoles les daremos una lección que jamás olvida­rán —espetó Lawrence una noche en la cena en la que se celebraba el cum­pleaños de su pequeño hermano George. Era el 22 de febrero de 1740 y éste sólo contaba con ocho años de edad, aunque ello no le impedía abrir sus ojazos llenos de asombro y fantasía por una aventura guerrera que mar­caría su vida de manera definitiva. Él también, cuando fuera grande, ten­dría que salir a conquistar el mundo, a derrocar imperios, como lo haría su hermano.

—Yo quiero ir contigo, Lawrence —contestó el pequeño George.

—No, que eres muy niño todavía…

—No le metas esas ideas en la cabeza —refunfuñó su padre Augustin—. La vida no está para esas tonterías. Hay que trabajar y ganarse la vida como los demás —dijo mientras se metía una cucharada de sopa en la boca—. Esta tierra necesita músculo e inteligencia y yo no estoy ya para quedarme con todos estos trotes, hijos. Hay que atender las plantaciones, rotar las siembras, innovar los métodos, porque la tierra, como el hombre, también se cansa. Déjate, pues, de cuentos, Lawrence, que hay mucho por hacer —concluyó ante la mirada de sorpresa que ponían los otros comensales.

—Lo que hay que hacer, padre, es darle una lección a los españoles. Están saboteando nuestro comercio, detienen nuestras naves, y cortan las orejas a nuestros marinos —contestó Lawrence agriamente.

—Ése es asunto de los ingleses; que miren ellos cómo solucionan sus problemas con España. Y si les cortan las orejas, ¡pues ésas no son nuestras orejas! —respondió su padre con énfasis.

—Así es —dijo un invitado, suspendiendo por un momento el bocado que trinchaba—. No creo que tengamos nada que ver con esta nueva gue­rra que se plantea en Europa —concluyó. Lawrence ni siquiera hizo caso de la admonición, y más bien, dijo increpando a su padre:

—¿No lo dirás en serio, verdad, padre?

—Muy en serio.

—¡Creo que ignoras que a Jenkins le cortaron una oreja!

—Pues bien merecido lo tendría por andar en aguas españolas contrabandeando.

—No puedo creer lo que dices —murmuró Lawrence irritado. —¡Se han cargado la oreja de Jenkins y de paso han insultado a nuestro Rey Jorge! ¡Los españoles merecen su castigo!

—¿Y qué han dicho del Rey? —preguntó Augustine intrigado, aunque paciente.

—El capitán del guardacostas español, un tal Juan Fandiño, le ha mandado un insolente mensaje con Jenkins. Ha dicho: «Ve y dile a tu Rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». —Y tras una breve pausa, murmuró—: ¿Qué te parece? —Todos murmuraron cosas incomprensibles.

Lawrence Washington se refería a un incidente ocurrido cerca de las costas de La Florida cuando Juan Fandiño, capitaneando su nave La Isabel, captura al contrabandista Robert Jenkins en su nave La Rebeca incurso en flagrante delito. El capitán español le corta la oreja para que escarmiente; ofendido, este capitán mete la oreja en un frasco de alcohol y se pasea, primero por el puerto de Londres, luego por todas las tabernas, todos los pubs y metederos de buena y mala muerte y, posteriormente, por la corte inglesa, pidiendo audiencia para mostrársela al Rey, lo cual consigue un día en 1739. El Parlamento también lo escucha; a él va, diciendo:

—Adivinad quien hizo esto a Jenkins… —gritaba, exhibiendo el frasco, y de tanto oír repetir el cuento en todos los mentideros políticos de la ciudad, los legisladores, finalmente, respondieron:

—¡Los españoles! —Y pronto se despierta un furor patriótico que es aprovechado por William Pitty para iniciar su carrera parlamentaria con un gran debate político acerca de la perfidia peninsular.

Pero al viejo Washington no lo convencen mucho los argumentos de su hijo Lawrence porque, en el fondo, desprecia a los ingleses.

—…Bien merecido lo tendría por andar por donde no lo han llamado —volvió a refunfuñar Augustine tras un largo silencio.

—Te noto antirrealista.

—No merecen mi simpatía. Los impuestos que ya estamos pagando no sólo le llenan la tripa a ese Rey sino que serían suficientes para que dejaran a los españoles en paz y no ambicionaran lo que no es suyo.

—¿Y desde cuando simpatizas con los españoles que se han convertido en una amenaza para nuestras fronteras? Debes saber que su codicia ha sido tan grande que nos tienen confinados a estos pequeños dominios del At­lántico. Se han apoderado de todo. La tierra firme es suya y las islas tam­bién; es decir, estamos rodeados y lo estaríamos aun más de no ser por los ingleses que se han hecho con Jamaica y algunas otras islas menores. —Y concluyó, tras una pausa obligada, pues en ese momento un esclavo negro llenaba su copa de buen vino francés—: Yo he adquirido el compromiso de levantar cuatro mil hombres en Virginia para la expedición punitiva.

—En primer lugar, se te olvida que esta no es una guerra nuestra —dijo Augustine saboreando un sorbo de vino—. ¡Esta es la guerra de Walpole y sus secuaces! Y en cuanto a lo de «punitivo», no lo sé; no vaya a ser que los terminen castigando.

—Te prevengo, padre. Esta no es la guerra de Walpole. Todo lo contra­rio. Se ha opuesto a ella con vehemencia, pero todo el pueblo inglés, con el parlamentario William Pitt a la cabeza, la pide. Tal vez tú ignores que los españoles son un peligro para nuestro sistema de vida y gobierno colonial…

—¿A qué te refieres? —le pregunta su padre, esta vez claramente intrigado.

—Me refiero a que en las posesiones españolas las razas inferiores están en pie de igualdad con los blancos; en Cuba y Puerto Rico hay universida­des donde los negros son admitidos sin reparo. El poder político está distri­buido en por lo menos el setenta y cinco por ciento de la población, inde­pendientemente, de que se trate de negros, mestizos o indios… Aquí el poder lo tenemos nosotros, lo tienen los blancos, y tú no me podrás decir que estos españoles no mantienen un sistema de vida que es anárquico y perjudicial para todo el entorno colonial…

—Creo que exageras, porque en la América española hay también escla­vos… Trae más vino, John —exclamó girando la cabeza hacia el corpulento negro vestido de librea blanca.

—Claro que los hay, padre, pero la proporción de gente libre es muchí­sima mayor… En la llamada Nueva España, por ejemplo, casi no se encuen­tra ni un solo esclavo… Mira, te pongo un ejemplo: el rey de España ha concedido a toda una familia de color todos los privilegios de los blancos, incluyendo el de arrodillarse sobre alfombras en la iglesia… ¿Qué te parece? ¡Eso es escandaloso!

—Bueno, debo conceder que eso es intolerable… Que los negros se arro­dillen junto con los blancos en sus iglesias…, pues, le viene bien a esos católicos y que coman de su propio cocinado… Estamos viviendo tiempos terribles, Lawrence. Bueno…, pero esto no será tan grave si nuestros escla­vos no se enteran de lo que sucede en la América española…

—Eso es, efectivamente, intolerable —interrumpió la conversación otro de los invitados, mientras las damas guardaban un respetuoso silencio en la mesa. Por lo general, estas cosas políticas no eran de su incumbencia. —Yo creo que hace bien Inglaterra en arreglar esos asuntos en las colonias espa­ñolas —aclaró.

—Creo que bromeas, padre… —dijo Lawrence Washington mirando al viejo Augustine—. ¿Sabías que esos españoles enseñan su catecismo a los indios en las misiones? ¿Y para qué se los enseñan? Nuestros teólogos ya han considerado la inexistencia del alma de esas gentes… Eso es sabido, padre. Y, claro, como suponen que tienen alma, los tratan de manera dis­tinta, cuando nosotros sabemos que hay que tratarlos fuerte, a látigo mu­chas veces, para que entiendan quiénes son sus amos y cómo comportar­se… Es posible que desconozcas que los españoles no se rigen por el Code Noir y que sus leyes, al contrario, favorecen la manumisión… —El esclavo negro que oía esta conversación permanecía anclado al piso, sin inmutarse, perfectamente inexpresivo, como si nada de esto le importase.

—¿Qué dices, Lawrence? —preguntó Augustine, incrédulo.

—Pues, lo que oyes. Escucha: la legislación española le da derechos al es­clavo, por ejemplo, de buscarse un amo mejor; el de casarse como se le antoja y con quien se le antoje; el de rescatar su libertad al precio mínimo del merca­do; el de ganársela por sus servicios; el de ser propietario y el de comprar la libertad de su mujer e hijos… ¿Quieres que te siga enumerando las diferencias?

—Veo que te has enterado muy bien de los enemigos a quienes quieres combatir —agregó Augustine. Hubo algunas risillas disimuladas en la mesa.

—Así es. Y te pongo otro ejemplo para que compares: las leyes que Inglaterra dictó en Barbados en 1688 y las más recientes, las de las Bermudas, de 1730, permiten que no se persiga al amo que mate a su esclavo al casti­garlo… Esto sería inadmisible en el sistema español. ¿Qué se creen esos tipos? Además, tarde que temprano, todo el mundo sabrá que hasta los indios han alcanzado un nivel de vida en muchos casos comparable al de los blancos. Mira: son tales las riquezas que esos españoles han acumulado, que en Méjico hay que trabajar menos para comprar carne que en París o Londres… En Caracas se come siete veces más carne por habitante que en París —concluyó meneando la cabeza con asombro.

—¿No será que vas tras esas riquezas, hijo, y no tras otra cosa? —pre­guntó Augustine maliciosamente. Todos rieron y asintieron con la cabeza.

—Ja, Ja… No caería mal traerlas a Virginia… —anotó otro de los co­mensales, mientras apuraba un buen sorbo de vino.

—Bueno…, por ambas cosas. Por las riquezas y restablecer el orden. Así que lo mejor que puedes hacer es desearme suerte, porque he decidido ir en esa expedición bajo el mando del almirante Vernon. Y que nos terminen castigando, es un decir; Vernon es uno de los más brillantes militares de Inglaterra; todos sabemos de su valor y osadía. Este será un comandante que hará arrodillar al Imperio Español en América.

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