Dada, pues, la circunstancia de que Inglaterra escondió la derrota sufrida por la más grande armada puesta en aguas desde la Invencible de Felipe II, la escasa documentación, los informes fragmentarios e ignorancia histórica que existen sobre el personaje, me he permitido licencias que enriquecen los episodios y dan explicación a lo que, de otra manera, permanecería en la oscuridad. El mismo tratamiento que doy a la estrategia inicial del ataque contra Cartagena y al cambio de planes –hechos, por lo demás, históricos– constituye una más lógica explicación de un extraño comportamiento que no ha sido explicado por los historiadores que ya se han ocupado, aunque de manera superficial, del tema. De modo parecido, las desavenencias entre el virrey Eslava y Blas de Lezo no tendrían explicación alguna, a menos que se vieran dentro del contexto desarrollado en el libro. Y esto tiene una tremenda importancia, pues a tales discrepancias no se les ha dado el tratamiento merecido, quizás por el afán de presentar la imagen de dos hombres que impidieron, como pudieron, que el Imperio cayera en manos de una potencia enemiga.
He creído firmemente que Blas de Lezo no murió por las leves heridas sufridas en el combate de Cartagena. No parece verosímil que unas astillas clavadas en su humanidad hubiesen podido terminar con la vida de nuestro héroe, si se toma en consideración el largo tiempo transcurrido entre las heridas y el desenlace fatal: del 4 de abril, fecha en que las recibe, al 7 de septiembre, fecha en que muere; es decir, cinco meses. Porque, si las astillas se hubiesen infectado, creemos que la infección se habría desarrollado más velozmente y hubiese dado cuenta del marino con mayor anticipación. Creemos más factible que fue la fiebre tifoidea, desarrollada por las condiciones del propio asedio, lo que terminó con su vida. Es un hecho histórico que la peste cayó sobre los ingleses con una severidad extrema y es sumamente probable que fue la misma enfermedad la que afectó a Lezo. En esto, pues, discrepo de los demás historiadores que dan por sentado lo otro como causa cierta.
Haciendo estas salvedades, el lector podrá confiar en que el relato es perfectamente verídico y ajustado a los hechos históricos. Ha sido, si se quiere, el fruto de armar la trama a partir de situaciones y frases tomadas de los documentos históricos y de recrear un pedazo de la historia de España, de sus hombres y de su Imperio.
Por último, debo dar mis agradecimientos a las personas que colaboraron para que esta obra fuese posible; en primer término, a Cristina, mi esposa, a quien robé interminables horas familiares y que, pese a ello, fue parte en el estímulo recibido a buscar los manuscritos originales de los protagonistas; a Carmelo López-Arias Montenegro, quien mostró su entusiasmo por la idea y hasta se tomó el trabajo de leer el borrador y sugerir oportunos cambios; al padre Ernesto Cardozo, asiduo lector de la historia de América, quien preparó en diapositivas una primera conferencia sobre el tema; al teniente de alcalde de Pasajes, Guipúzcoa, Jesús García Garde, quien nos ayudó a mejor comprender el pueblo de Lezo y sugirió que Cartagena y Pasajes se hermanaran, estrechando aun más el vínculo espiritual que las une.
PABLO VICTORIA
Terminado en Madrid el 29 de junio del 2003, festividad de San Pedro y San Pablo
El amanecer de las velas
—Dadme seis barcos y me tomaré a Portobelo.
—¡Tomad once y someted a Cartagena!
(Diálogo entre el almirante Edward Vernon y el Parlamento inglés)
—Hoy no es día de mojar pólvora.
(Capitán Sánchez Barcáiztegui en la fragata Almansa, 2 de mayo de 1866)
A
manecía en Cartagena. Las nubes dispersas en el horizonte de aquel lunes 13 de marzo de 1741 hacían presagiar otro día caluroso, aunque a esas horas el cielo plomizo, entrelazado con destellos de arreboles, podía indicar la llegada de alguna tormenta tropical. Pero era marzo y la gente miraba las nubes con escepticismo porque el «riguroso de las aguas» iba de mayo a noviembre, ya que de diciembre a marzo los vientos soplan del nordeste y se llevan las nubes amenazantes.
Los lunes en Cartagena de Indias eran días especiales porque existía la superstición de que ese día de la semana sucedían hechos inexplicables; decían que a veces salían ranas y pescados con números dibujados en la piel o en las escamas, y mucha gente se apuntaba a una especie de lotería que se jugaba en la ciudad; los administradores de aquel juego tenían pánico cuando un rumor de éstos corría, porque se comenzaba a apostar a aquellos extraños jeroglíficos con rasgos de dígitos conocidos. Los premios solían coincidir, pero no se sabía si por trampa o casualidad, ni tampoco si las ranas o los pescados habían sido tatuados por humanos o si el tatuaje provenía de alguna predistigitación de orden genético. Ese día mucha gente ganaba y los dueños de la lotería perdían. Las autoridades gastaban ingentes cantidades de tiempo tratando de averiguar si, finalmente, eran los administradores los que «cargaban» los números extraídos, o si era una combinación que los propietarios del juego hacían con los avivatos de la calle en orden a enriquecerse más de lo debido.
Los lunes, la gente notable y adinerada aprovechaba para dormir un par de horas más que de costumbre, pues trataba de reponer la «levantada» o la «trasnochada» de la Misa de las tres de la mañana del domingo —a la que se iba para escapar del calor aumentado por las aglomeraciones—; la pereza de los lunes se hizo proverbial y no había quien, de alguna distinción, no la exhibiera para ser asimismo reconocido.
Este trópico producía tales cosas extrañas. Y ese domingo no había sido una excepción en aquella catedral que tenía ya más de siglo y medio de haber sido construida; la ceremonia había sido particularmente larga porque se conmemoraba, con un día de anticipación, el primer aniversario de la incursión que el almirante Vernon había hecho a la Ciudad Heroica y se temía que, aparte de la segunda efectuada el 3 de mayo del año anterior, hubiese una tercera.
De allí que aquella Misa tuviese tanta significación en la mente de los cartageneros; es más, en todas las iglesias de la ciudad se estaban celebrando rogativas para que se librara a aquel puerto de tan terrible flagelo, pues era cosa sabida que ya España estaba en guerra con Inglaterra.
Los cartageneros recordaban que el ataque de Pointis a la ciudad se había efectuado un día 13 de abril; 13 también había sido el día del primer asalto de Vernon cuarenta y tres años después; ¡y este domingo de rogativas en la Catedral era vísperas de otro fatídico lunes 13! Para colmo de males, la ciudad había sido fundada por un «pleitista», Don Pedro de Heredia, quien en lance a espada con seis adversarios, había quedado mutilado de su nariz; o por lo menos le quedó tan maltrecha, que fue menester su reconstrucción por parte de un famoso médico que ensayó hacerle injertos de su antebrazo:
Hablándole, miraba la juntura,
y al fin me parecían contrahechas
según manifestaba su hechura
por ser amoratadas y mal hechas.
Tal era la coplilla que desde 1536 se cantaba del fundador. Por eso alguien también había espetado en la Catedral a algún vecino y próximo de banca: —¡Vivir en esta ciudad es una locura!
—¡Cómo no —le contestó el vecino—, si el «mocho» la fundó por las capitulaciones de Doña Juana la Loca! ¡Qué locura! ¡Qué riesgo! —dijo sacudiendo la mano como subrayando el acontecimiento.
Y entre aquellos dos anónimos personajes, en medio de la solemnidad del ritual tridentino, se fue desarrollando una conversación a manera de sordo susurro: —¡Qué salación, sí señor! Pero yo he tomado precauciones y he despachado lo poco que tengo a Mompox; mi padre lo hizo a lomo de recua cuando lo de Pointis y logró salvar buena parte de lo suyo. Hay mucha gente que ya lo ha hecho como aquella vez…
—Bueno sí, pero al jesuita Genelli le sacaron veinte mil coronas de oro, Pointis se alzó con nueve millones y los piratas sacaron millón y medio más; así que no todos fueron precavidos. Yo también he hecho lo propio, por si acaso… Las monjas han organizado varias caravanas hacia Mompox con los caudales de la ciudad… En la ciudad, pues, se respiraba ese aire de intranquilidad que llegaba hasta las puertas de la Iglesia. La catedral de Cartagena había sufrido grandes daños porque, en uno de los tantos asaltos, el pirata Drake destruyó tres de sus arcos para conminar el pago de rescate de la ciudad y sólo en 1612 concluyeron las obras de restauración que fueron iniciadas merced a una limosna de dos mil ducados del propio rey, Don Felipe III. Pero aquella Misa había sido particularmente larga, tras la homilía y procesión solemne del Obispo, Don Diego Martínez Garrido, por también estarse celebrando aquel día la fiesta de San Gregorio Magno, a quien Inglaterra, ahora en guerra con España, debía su conversión.
El obispo Martínez se había detenido extensamente en los detalles de la conversión de tan impía nación y se dolía de que su obra se hubiese perdido «por la lujuria de Enrique VIII, que el Diablo tenga en su cueva»; ahora, decía, la amenaza sobre este importante puerto de los dominios españoles en ultramar debía convocar a sus gentes a no bajar la guardia y a rogar a San Gregorio, Papa —por cuya intercesión se esperaba escapar a la amenaza—, a derramar sus bendiciones y protección sobre la ciudad.
En el sermón, el Obispo fue prolífico en mencionar los más abultados pecados de los cartageneros, por los cuales podrían ser castigados; mencionó, de paso, los incidentes acaecidos a finales del siglo anterior por la desunión del pueblo en torno a la figura de su Obispo, Don Miguel Benavides y Piédrola, y cómo la ciudad había sido castigada con el saqueo a que fue sometida por el marqués de Pointis.
También mencionó la inmodestia de sus mujeres, cuyos livianos ropajes causaban escándalo. Tronó el prelado contra la «pollera» que llevaban las españolas, una especie de falda que pendía de la cintura hecha de tafetán y sin forro, que en los días luminosos dejaba transparentar las formas femeninas. ¡Y no se diga cuando algún aguacero las cogía en la calle! Entonces, sí que la pollera se pegaba al cuerpo y producía más escándalo, porque hasta la ropa interior se transparentaba. Reconoció, sin embargo, que el calor que se sentía compelía a usar aquellas faldas sin forro ni fondo, pero que no era excusa válida para que las mujeres anduvieran semidesnudas por las calles. Recomendó el prelado usar sobre la pollera —si era que se quería prescindir del forro o no usar el fondo— la basquiña de distinto color que, como una especie de malla, mejor encubría las transparencias sin sofocar a las damas. Don Diego recabó también en los zapatos y recomendó que para ir a la Misa no se hiciera en chinelas con el pie desnudo, así se llevara tacón, sino que se usara el zapato cerrado como en Europa. Para eso la Misa se decía a las tres de la mañana, hora en que la brisa soplaba más fresca.
Una encopetada dama que estaba allí presente, volteándose a su marido, le dijo en voz baja, mientras se abanicaba: —En la Epístola se ha dicho: «No hagáis pesada vuestra autoridad sobre los que os han cabido en suerte», y este cura no parece reparar en que las chinelas son más cómodas y que todo el mundo las usa.
Además, en la Catedral la brisa no sopla.
—Sí —contestó el marido—, pero en el Evangelio de hoy también se ha dicho: «todo cuanto ates en la tierra, será atado en los cielos», así que no cuestiones al Obispo, que no es cualquier cura; ven a Misa con zapatos y ya está. Y en cuanto a la brisa, ventílate con el abanico.
Luego, el Obispo la arremetió contra la promiscuidad de los varones que no perdonaban doncella e irrespetaban sus hogares teniendo queridas en los arrabales y concubinas en los despoblados y villorrios de la zona. Finalmente espetó: —¡Cartagena será castigada —dijo— si no enmendáis vuestras licenciosas costumbres! ¡Ampárenos aquel santo Papa de tales infortunios! Y concluyó: —Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida —respondió el pueblo, a lo cual siguió el Credo que, cantado en el idioma universal del catolicismo, resonó en aquellas paredes de gruesa mampostería como el himno de la cristiandad contra los infieles.
—Eso de sacar los caudales está bien, pero la plata hay que custodiarla con tropas que se necesitan para la defensa —continuó uno de los interlocutores.
—¡Ajá, y qué le vamos a hacer! —respondió el contertulio—. ¡No me dirás que vamos a quedarnos aquí como maricas esperando a que los ingleses nos jodan! —¡Shhh… que viene la elevación! —dijo mientras sonaba la habitual campanilla.
La gente tomó la comunión de rodillas y en la lengua, como correspondía a aquellos tiempos menos profanos, aunque el ánimo espontáneo y desprevenido de estas gentes caribeñas se hacía notar en el desenfadado lenguaje empleado aun en las más solemnes ocasiones; en efecto, los cartageneros, como buenos hijos de las más cálidas tierras del norte de la que es hoy Colombia, hacen toldo aparte de los más solemnes y circunspectos habitantes del interior del país; en ese interior donde los Andes forman sabanas y mesetas de alturas insospechadas para los europeos, quienes todavía se quedan admirados que en semejantes fríos y remotos parajes pueda existir la vida humana. Tal era la ambición que por aquel entonces tenía el nuevo virrey, Don Sebastián de Eslava, quien pretendía estar al frente de una administración más sosegada que, sin duda, estaba en aquellos páramos donde se asentaba la muy noble Santa Fe de Bogotá, tan distante en tiempo de Cartagena de Indias como ésta lo estaba de España.
Deseaba estar allí porque le habían dicho que el clima era más favorable y benigno, aunque habían omitido contarle las noches gélidas sabaneras y las heladas de enero bajo los cielos despejados del altiplano.
—¡Ah…, quien pudiera largarse de este calor y humedad infernales que todo lo maltrata! Hasta la carne se daña, ¡joder!, no importa cuanta sal se le eche… ¡La única que dura es la que viene en salmuera de España, pero con esta guerra de mierda, ni eso llega! —había dicho una y otra vez el Virrey.
Así, la primera autoridad del Virreinato, constantemente se quejaba de todo, desde la escasez de carne hasta la escasez de siembras y esterilidad de la tierra. «Aquí no hay pastos», decía, «ni siquiera para mantener cuarenta reses. El maíz, que es el alimento común, no abunda porque estas gentes no siembran ni hacen más cosecha que la que necesitan sus esclavos y familias.
Además, la venida de la escuadra de Torres nos ha puesto en la mayor estrechez y miseria, porque ha sido menester proveerla de todo lo que había aquí para abastecerla de tres meses…».