El dios de la lluvia llora sobre Méjico (11 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

—El Excelso Señor no desea dar oído a vuestras palabras. Así, pues, si no entregáis las víctimas que os corresponde entregar antes de la noche, nos retiraremos de aquí y en el término de tres días vuestra ciudad quedará reducida a un montón de cenizas; seréis entregados a las fieras del bosque y nos llevaremos a vuestros hijos para esclavos del Terrible Señor. El número de víctimas que exigimos es un número sagrado. Ha sido calculado por nuestros sacerdotes de manera sabia según el orden en que giran los brillantes astros alrededor de la luna. En vuestro país reinó la sombra hasta hace poco tiempo, por eso el número fijado para vosotros es reducido: veinticuatro veces veinticuatro es el número. Estad orgullosos y alegres de que tal número de frutos de vuestros regazos puedan unirse al esplendor del dios de la guerra. Cuando el cuerpo de un hombre libre se estremece sobre la piedra del sacrificio y vibra su corazón sangriento en las manos del alto sacerdote, se ha cumplido su glorioso destino en la victoria y en la gloria. Es desde aquel momento una parte de la divinidad y su espíritu se dirige a morar entre los felices habitantes de los divinos riachuelos. El Excelso Señor exige que la mitad de las víctimas sean muchachos que sepan ya tender el arco, y la otra mitad muchachas en las que haya florecido ya la roja rosa de la vida, pero que conserven todavía su virginidad. Elegid con cuidado para que la belleza de vuestros hijos y de vuestras hijas haga sonreír complacido a Huitzlipochtli…

—¿Cuándo, cuándo… los queréis?

—Conducidnos ahora a vuestro lugar de consejos y cuidad allí de nuestros cansados y necesitados cuerpos. Mandadnos comida y bebida y también muchachas que nos alegren con sus cánticos. Vosotros iros a vuestras casas y reunid y escoged a los que mañana al romper el día deberán partir con nosotros. Decidles que se alegren de ser elegidos de Huitzlipochtli. Ponedles ricas y limpias vestiduras, ungidles los cabellos con aromáticos aceites y adornadles los vestidos con flores. Y al clarear el día traedlos a nosotros para que nosotros los contemos y guardemos hasta que llegue el momento en que se unan con la divinidad.

Los abanicos comenzaron a agitarse de nuevo. Los dos magnates cerraron los ojos y se repantigaron en sus literas, rígidos como dos ídolos sobrehumanos y poderosos a quien no alcanzara ninguna razón humana.

Todo el ruido de la fiesta se debilitó en la noche hasta ser ya sólo un zumbido. La multitud quedóse silenciosa y anonadada ante el templo de la diosa. El horror había paralizado las lenguas y los viejos levantaban las manos al cielo y sus piernas temblaban de miedo. Muchos ojos se dirigían a la figura pétrea de la diosa que podía salvar a la ciudad en el día de su fiesta anual. Esos dioses eran suaves y bondadosos en comparación de aquellos que exigían veinticuatro veces veinticuatro, pues tal era el número que se había leído en los misteriosos caminos de la luna, que ahora se escondía ya en las sombras. Cada uno pensaba en sus hijos, y los más viejos en sus nietecitos. Aquellos que no tenían descendencia sentían angustia por todos los demás. Imaginaban los padres a sus hijos arrastrados hacia la piedra del altar de los sacrificios; el alto sacerdote blandía su cuchillo y la savia roja de la vida saltaba tibia y palpitante. Cada uno pensaba en su propio hijo, pues Painala era una pequeña ciudad en la que no había gran número de jóvenes…

¿Quién debería elegirlos? ¿Quién cuidaría de reunirlos?

Fueron las hetairas quienes primero recobraron la calma; ellas fueron también las que en la confusión de la desgracia dirigieron sus pasos hacia la diosa. Con semblante abnegado limpiaron los pebeteros de sus cenizas, echaron copal en la cazoleta y se arrojaron al suelo, ante la imagen de la diosa; una comenzó a susurrar una oración y en un momento entonaron aquellas mujeres un himno para ellas ya lejano, el que un día cantaron cuando eran todavía muchachas puras y limpias; canto lúgubre que habían entonado junto al féretro de su madre. Cantaban las cortesanas, esas mujeres cuyo regazo jamás dio fruto alguno y cuyos senos nunca produjeron leche… Lloraban ahora por las madres y por los padres que mañana quedarían sin hijos. El humo de los pebeteros formaba como un velo de gasa azulada. El suave viento de la noche agitaba ligeramente sus vestiduras. Los fuegos de los sahumerios parecían ardientes ojos. A su alrededor danzaban las hetairas, las mujeres impuras, las proscritas; el ritmo de su danza era de luto y de dolor. Consejeros, caciques, jefes y ancianos, encorvados por el dolor, se pusieron en camino para el cruel trabajo. Puerta Florida iba al lado del cortejo y buscaba en vano en la oscuridad a Malinalli, que, evidentemente, se había escondido o se había dirigido a su casa cuando se retiraron los forasteros. Durante un minuto titubeó. Era un hombre devoto que con su pausado hablar y vacilante mano estaba en un estado intermedio de sueño y de vigilia. Dejó que pasaran cabizbajos los ancianos; la oscuridad ocultaba su persona. En la confusión, nadie notó que allí faltaba uno de los padres. Cada uno de sus nervios se le rebelaba contra aquel cruel pensamiento. Su hija, Malinalli, cuyo nombre significaba "Guirnalda de Flores entrelazadas", sería arrastrada hacia el sacrificio, su casa incendiada, sus esclavos cazados… Después se representaba en la mente su virginal hija, adornada, ebria de bebidas fuertes, con la cabeza cubierta de flores, oscilante…, y en la mano del sacerdote veía brillar el cuchillo de lava cristalizada…

Se deslizó hacia su casa y entró furtivamente por la parte del jardín. A lo largo del camino vio a algunos de sus vecinos arrebatados y en éxtasis gracias a aquellos hongos cocidos en miel. Miró con cautela alrededor. Nadie le había observado; su cuerpo desnudo —pues se había quitado los vestidos para correr mejor— se difuminaba en la oscuridad. Todos aquellos hombres ebrios se sentían felices y conversaban con los espíritus en el vestíbulo de la Muerte. El uno creía ser jaguar, el otro imaginaba ser serpiente o gigante; estaban tendidos miserablemente, gimiendo e hipando sobre la hierba. Dio la vuelta al portal del jardín y dirigióse en línea recta hacia las chozas de los criados, construcciones de arcilla que debían ser reconstruidas después de la época de las lluvias. Aquí vivían sus esclavos, cuyos padres habían servido a los suyos y sus abuelos a sus antepasados. Estaba todo vacío y silencioso, pues también ellos habían tomado parte en la fiesta. También ellos zambullían su cuerpo en el riachuelo con la alegría de la purificación, bebían en sus copas de madera y en calabazas vaciadas y comían hasta saciarse. Pudo, por tanto, seguir tranquilamente su camino; nadie había de reconocerle; ninguno había de despertarse al paso del amo, que era señor de su vida y de su muerte. Así llegó silenciosamente hasta la última de las chozas por cuya ventana se veía el rojizo brillo de una lámpara funeraria; se echó encima el vestido que sujetó con la otra mano. Con paso quedo entró en la pequeña vivienda, y los que allí estaban, silenciosos llorando su luto, al verle se echaron al suelo. El entonces, de un soplo, apagó la triste lámpara. La luna daba escasa luz y apenas iluminaba aquella habitación; pero los habitantes de los bosques ven también en la oscuridad. El padre y la madre estaban en cuclillas junto a la esterilla donde yacía muerta la doncella. Puerta Florida acercóse a ellos, tocó el suelo con la frente y con ello rindió el máximo honor a la pequeña esclavita muerta. Los padres de la muerta mirábanle con mudo asombro. Se preguntaban si la fiesta tal vez había privado de la razón a su bondadoso amo y por tal motivo mostraba su dolor y su luto ante la muchacha como si fuera su propia hija. Nadie hablaba. Puerta Florida arrodillóse sobre la esterilla; durante unos minutos permaneció con la cara escondida entre sus manos; después habló lentamente, en voz baja, casi en un susurro:

—Lloráis a vuestra hija y yo tomo parte en vuestro dolor, pues la vi crecer, en mi casa. Era deliciosamente encantadora como los rosicleres del alba, y Malinalli, vuestra joven ama, la amaba también. Vi cómo decaían sus fuerzas y se apagaba su vida, como se apaga la luna cuando llega su cambio. Vi cómo la diosa de la Muerte le tomaba cariño como se lo habíamos tomado nosotros. Murió el día de la fiesta de la diosa y ahora su espíritu está ya más allá de la tumba. Yo lloro a vuestra muerta como si fuera mi propia hija, pero ese honor que yo le hago debéis vosotros agradecerlo y merecerlo. Y os pregunto yo ahora: ¿Fui un amo bondadoso con vosotros?

—Mi padre me dejó cuando yo era niño, y desde entonces tú fuiste mi padre, señor.

—Oíd. El Excelso Señor de allá lejos envió a sus recaudadores de contribuciones. Ahora exige muchachas y muchachos. Las losas sangrientas están secas. Quiere muchachas que hayan visto ya florecer la roja flor de su vida. También a Malinalli se la llevarán para ofrecerla en sacrificio a los dioses de Tenochtitlán.

La madre comprendió plenamente aquel dolor y comenzó a sollozar armónicamente, como en un canto casi.

—Oídme. Fui vuestro amo bondadoso y estáis a mi servicio. Tomaré el cuerpo de tu hija y lo llevaré a mi casa. La vestiré con las ropas de Malinalli. Le pondré la piedra de calkíulli sobre los labios y en el dedo la sortija con la turquesa. Mientras sobre nosotros se desencadene y persista la tormenta, lloraré a vuestra hija y llevaré luto por ella como si fuera la mía y diré que una culebra venenosa la picó cuando volvía a su casa y que ahora está allá entre los dioses. Cuando este triste huracán haya pasado, le daré sepultura como si se tratara de mi hija y os legaré a vosotros todo lo que hubiera correspondido a ella.

—Pero ¿qué será de Malinalli, señor? Si los sacerdotes fueran ciegos y no oyeran nada, no repararían en Malinalli… Pero si vienen para recoger la contribución de los dioses extranjeros…, ¿no la verán entonces?

—Te digo que Malinalli ha muerto esta noche. Así se debe decir por todas partes. Pasarán muchas lunas, muchas, y nadie verá ni reconocerá a Malinalli. Pero su vida será salvada. Mi hija no se desangrará sobre la piedra del sacrificio; hoy precisamente celebró su primera fiesta. Aún tengo algo que deciros, mas ahora cubrid la muerta con paños y llevadla a mi casa. Ni aun los espíritus que están presentes en todas partes os deben ver. La mujer sollozó cuando alzó la manta de algodón que cubría piadosamente la cabeza sin vida de la muchacha. En los trópicos la muerte destruye velozmente, y el rostro de la muerta estaba ya tumefacto; en pocas horas quedaría completamente devorado. Puerta Florida iba delante. Por los caminos del gran jardín no había alma viviente. Pasaron por el patio. Malinalli los oyó venir. Su instinto de vida le había ordenado buscar refugio y huir ante aquel impreciso peligro y se había escondido en la casa paternal. El trago de pulque había vencido a su cuerpecito apenas desarrollado todavía y debilitado últimamente por el ayuno. El aire estaba por lo demás cargado, y la muchacha cayó en una somnolencia en la cual parecía vivir de nuevo el tumulto de la danza. Así la encontró su padre cuando entró a preparar la mesa para depositar la muerta. Hizo una seña a los esclavos, que llevaban envuelta en una tela su triste carga. Destaparon el cadáver, lo cubrieron de flores con todas las flores que pudieron encontrar. Puerta Florida encendió cuatro antorchas funerarias, puso encima un precioso tapiz y cubrió de joyas el cadáver.

—He puesto a tu hija las ropas de Malinalli y la he adornado con sus joyas. Ahora toma a Malinalli en tus brazos antes de que se despierte completamente, la llevas por el jardín, la colocas en el suelo y le dices que todo lo que haces y lo que sucede es por mandato mío… Te llevas su capa, que te doy… Espera un momento… Esto lo regalo a mi hija, es la mayor piedra verde, la mejor esmeralda de Painala: la regalo a Malinalli. La llevas por el sendero que conduce a Tabasco… En las primeras vueltas del camino encontrarás mercaderes…

—¿Me envías a ellos, señor?

—Malinalli sabe callar. Los comerciantes y traficantes a menudo recogen rumores y noticias… Ten cuidado con ellos. Mañana parten al amanecer y Malinalli irá con ellos. Les pedirás por la muchacha una piedra de calkiulli y les dirás que dentro de un año se presentará el padre para rescatarla, reembolsando su precio con generosidad. El trato vale para un año… Así debes decírselo.

—¿Te fías de ellos, señor?

—Son mercaderes y guerreros, ora oído, ora ojo del Terrible Señor; pero han pasado tantas primaveras desde que los conozco… Por eso te envío a ellos. No son esas gentes personas que vienen al mundo para morir. Ellos reúnen los frutos de la tierra, cambian piedras olorosas por pieles de animales y cuchillos de obsidiana por mantas de algodón. Cada uno atiende a sus mercancías, y si los dioses me dejan vivir todavía un año, seguro estoy de rescatarla a su tiempo. Y entonces diré que he buscado una nueva esclava que se pareciera a mi hija, a mi hija muerta que se llama Malinalli.

Ató en uno de los ángulos de un pañuelo algunas pepitas de oro; en otro puso la preciosa esmeralda dentro de un nudo, después envolvió el pañuelo en su cinto de cuero. Abrazó tiernamente a la muchacha, que seguía dormida; sonrió seguidamente, como si le hubiesen quitado un peso del corazón, y entró en la casa, que ahora estaba vacía. Paróse frente a la imagen de la diosa, hizo ante ella una marcada reverencia y encendió copal en el pebetero. Luego extendió un velo finísimo sobre el ya desfigurado rostro de la muchacha muerta. Envió después a la mujer al jardín a traer más flores. Trajo la esclava dalias rojas como sangre, rosadelfas y lirios olorosos. La mujer, con los ojos bajos, sin atreverse a mirar al amo, comenzó a arreglar las flores alrededor de la muerta. Entonces, Puerta Florida tomó entre las suyas la mano curtida y deformada por el trabajo de la pobre esclava. De su boca comenzaron a salir lentamente las palabras lúgubres de las preguntas a los muertos cuando se despiden de los vivos para su gran viaje; y salieron sus palabras con un ritmo atormentado. La mujer unió su voz para entonar la antífona; parecía que la muerta rodeada de lirios en su lecho mortuorio fuera hija de ambos. Por las mejillas del viejo amo corrían las lágrimas; pensaba en Malinalli, a quien había vendido por una piedra de calkiulli, para salvarla así de los crueles dioses extranjeros.

La fiesta había enmudecido. Aquí y allí yacía aún algún borracho en el polvo del camino. En la lejanía se oían los lamentos, y las voces de los que de casa en casa iban a recoger y reunir las víctimas para el sacrificio. El viejo amo se sentó. Sus oídos aguzados percibían todos los rumores y ruidos; oía cuando habían alcanzado la quinta calle, después de la cuarta; se aproximaban. No tardaron los hombres armados en llegar a su puerta, y uno de ellos dijo:

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