Se reunían en cubierta; la disciplina del día se ablandaba; los veteranos contaban sus historias a los grupos de los más jóvenes. Uno rebosaba de recuerdos viejos que le enternecían; otro se perdía en sueños e ilusiones. En un rincón, un soldado pasaba el rosario; otro se deslizaba sin ruido buscando a la muchacha india encargada de hacer el pan. Cortés pasaba por entre los grupos, se inclinaba y miraba todo lo que se cambiaba, pues a esa hora cada uno de esos hombres había recibido a cambio de algunos doblones que había podido reunir, espejos, cuchillitos, etc., que todo buque procedente de la patria cuidaba de traer a las colonias. Así que desde la Costa de Oro hasta las Antillas todos los reyezuelos, jefes y caciques llevaban las mismas cadenas y baratijas españolas. Cortés se inclinaba sobre su gente y tomaba de vez en cuando en su mano algunos de aquellos objetos, alguna figurilla de mosaico de colores chillones, cuchillos de tosco mango de madera sin cepillar apenas, algún cinto con hebilla metálica, sombreros de fieltro de color carmesí…
—Ahí tenéis el bazar indio, señores.
Posiblemente con estas mismas palabras les habían sido ofrecidos aquellos cachivaches a los soldados por los comerciantes del puerto a cambio de algunas monedas de plata que los vendedores se habían metido con satisfacción en el bolsillo, haciéndolas sonar. ¿Cuánto debería él mismo cambiar? ¿Cuánto dinero habría de reunir? Los diez buques se balanceaban cachazudamente; Cortés mirólos con detención uno tras otro y contempló su lenguaje de luces… "Buques piratas", pensó para sí, y al pensarlo le invadió una amargura profunda… ¿Cuánto dinero habría de enviar a España para reconciliarse con el emperador Carlos y poder quedar disculpado ante el Consejo de las Indias? Luchaba con las quimeras de su pecho. Los soldados le veían rígido, mirando el mar como absorto; pensaron que meditaba nuevos planes y se apartaron sin ruido para no interrumpirle.
Alvarado se le aproximó. Cuando el sol de la mañana doraba su cabello rojo cobre, era tan hermoso que hasta los mismos soldados lo comentaban. Don Pedro…, sangre de su sangre, más poderoso aún, más indomable. Jugaba con ellos a los dados, bebía con ellos y sabía repartir algunos buenos puñetazos cuando se trataba de alguna falta cometida. Un capitán no mejor ni peor que los otros que se repantingaba perezosamente sobre la tablazón contemplando el cielo estrellado infinitamente inmenso… Lejos, alguna lucecilla parecía hacer guiños al buque: era la isla Cozumel.
Cortés invitó a los capitanes a cenar con él. Se sentaron alrededor de la mesa. A un lado, Alvarado y Ordaz; al otro Montejo y Puertocarrero; el tercero, a mano derecha, era el plácido y siempre tranquilo Sandoval, y a la izquierda, Avila y Velázquez. El padre Olmedo rezó el
benedicite
… Terminada la comida, Cortés llamó a Ordaz.
—Don Diego, cuando llegue el día partiréis con dos buques y cien soldados siguiendo el derrotero que siguió ya un día el almirante. Llegados a la costa, enviaréis exploradores a tierra y procuraréis adquirir informes acerca de los rumores de que en una u otra de esas tribus viven algunos náufragos españoles. Esperad en todo caso que vuelvan los exploradores. Dentro de ocho o diez días, volved para reuniros con nosotros aquí, en la isla de Cozumel. Podéis aprovecharlo para establecer algún comercio con los de la costa; pero habréis de tener cuidado del ganado y de los dioses de aquellas gentes. Ya sabéis cuán rápidamente se extienden las noticias por el litoral y no quisiera desembarcar entre un pueblo que nos recibiera ya como enemigos. Además, he redactado un documento del cual he mandado sacar algunas copias. Mandadlas por medio de los mensajeros por todas aquellas partes en que presumáis puede haber españoles. El escrito dice así:
Querido hermano y señor: Estamos anclados frente a la isla de Cozumel, adonde ha llegado hasta nuestros oídos que algunos caballeros padecen cautividad de los caciques. Os rogamos sigáis a este mensajero para ser conducido a Cozumel. Envío buques y dinero para el rescate; los buques esperarán aquí once días. Conviene sepáis que estoy aquí con quinientos hombres y once carabelas y desde Cozumel seguiré a lo largo de la costa hasta la desembocadura del río que aquí llaman Tabasco…
Los capitanes vieron con envidia partir a Ordaz. Posiblemente ningún español había puesto el pie en esta tierra donde Ordaz iba a desembarcar. Alaminos apareció sobre el puente.
—Id todos a vuestro sitio, señores. Esta noche tendremos tempestad.
El fanal rojo izado en el mastelero oscilaba espectralmente; las luces palidecían o brillaban más fuerte, según era el movimiento de las olas. Los buques eran sacudidos con fuerza. A la mañana siguiente viose que faltaba la carabela de Alvarado. Era ya mediodía cuando la flota arribó a la bahía, que estaba hermosamente orlada de helechos y de áloes. Miles de veces se había imaginado ya Cortés aquella escena del desembarco. Indígenas oscuros agitando pedazos de lienzo desde sus canoas adornadas de flores… Pero no; aquí estaba todo oscuro, abandonado. Veíanse en la costa dos soldados españoles que hacían alegres señales al buque insignia. Eran del señor Alvarado, a quien la tormenta había arrastrado hasta allí…
Mandó arriar un bote y saltó a él. Al llegar a tierra, la primera de que había de tomar posesión en nombre de la Corona, se arrodilló. Sus gentes se dispersaron, llamaron a sus camaradas, y algunos minutos después apareció, resplandeciente, Alvarado. Sus soldados venían arrastrando algunos cerdos de crin negra que habían matado; llevaban otros, jarros y cestas con víveres frescos. Uno iba cargado con un fardo de algodón sobre las espaldas. Alvarado hacía tintinear una cadena de oro.
—Señor, la fuerza de la tempestad me hizo preciso comenzar por este asalto. Comenzamos por visitar los templos y esa cadena me la regaló como recuerdo un ídolo. Los cerdos fueron cazados por mis soldados…
—¿Dónde están los indios?
—Huyeron al ver a los soldados.
—¿Habéis saqueado?
—Estamos en una expedición militar, señor…
—Don Pedro, me proponía que la guerra la hiciera un hombre serio y maduro. Me duele que queráis enajenaros la benevolencia de los habitantes de esa isla de un modo pueril, a cambio de algunas gallinas y cerdos. La noticia se extenderá rápidamente, y para una batalla somos escasos en número. No hubiese creído que fuera preciso explicaros estas cosas…
Dio media vuelta y alejóse. Alvarado llevó la mano a la empuñadura de su arma; después se contuvo y quedó ensimismado, quieto como una estatua.
—Don Hernando, puede que tengáis razón. Como caballero os pido perdón y os suplico me deis ocasión para borrar mi falta. Los caballeros, al oír estas palabras, dieron muestras de aprobación con la cabeza. Frente a los destellos que despedían los ojos de Cortés, de nada servía la altivez, y don Pedro hacía bien en bajar la cabeza.
Cortés, por medio de intérprete, hacía esfuerzos para darse a entender de dos indios.
—No tengáis miedo. Os daremos de comer. Os devolveremos todo lo que os hemos quitado. Somos fuertes, pero buenos. Id a vuestro jefe y rogadle que venga a vernos.
Los indios se postraron ante él y miraron y tocaron sus regalos: un cascabel, una camisa y algunas cuentas de vidrio verde. Alejáronse encorvados y desaparecieron por uno de los senderos. Cortés estuvo vigilando toda la noche. Sus veteranos cambiaban miradas cuando le veían pasar envuelto en oscura capa. Por la mañana llegaron los mensajeros del cacique. Traían gallinas, maíz en pequeños saquitos, almendras de cacao, mantas de lana, una caja hermosamente decorada con un fleco de oro que tintineaba al moverle. Cortés tomó los regalos en la mano y los miró con atención. No tenía paciencia de esperar que el intérprete hubiera terminado la traducción de una frase, y preguntó por señas de dónde provenía aquel oro.
Al principio los mensajeros se miraron perplejos uno a otro; después pensaron unos momentos. Uno de ellos dijo: "Cholula… Cholula." El otro añadió presuroso: " ¡Méjico! " No quisieron desembarcar en tanto no se aseguraban de cuáles eran las intenciones de los indígenas con respecto a ellos. Sólo Cortés y algunos soldados armados hicieron una exploración. Los campos estaban todavía húmedos de la última lluvia y la vegetación era exuberante y fresca. El camino se extendía entre florestas y palmeras y los campos estaban cruzados por canales que conducían el agua sobrante. Conocían ya de Cuba los españoles las gigantescas plantas del maíz que se venían a tierra si no tenían la ayuda de la solícita mano del hombre. Cortés tomó una de aquellas mazorcas apenas dorada todavía y le quitó la envoltura.
—Ved, padre: ése es el pan del Nuevo Mundo. El nuestro es más fuerte y sólido. De una sola simiente crece el trigo por sí mismo desde los tiempos de Noé. En cambio, ¿habéis visto nada más desvalido y débil que estos gruesos tallos? Se les debe escardar, sostener con la tierra y tomar continuos cuidados. Si se le deja solo, el maíz se pudre y la planta se doblega como un niño de pecho a quien su madre se lo quitara de la boca.
–Y nosotros tildamos de salvajes a esas gentes. Y, sin embargo, ellos fueron los que acertaron a saber cultivar esa planta, saben lo que han de hacer para que llegue a una sana madurez… ¿Cómo pueden ser salvajes esos hombres? Las chozas de los caciques estaban diseminadas en un bosquecillo de palmas. La casa de verano estaba formada por una fuerte y ancha empalizada. Eran las paredes de corteza de árbol y la luz quedaba filtrada hasta que al llegar a su interior era una agradable semioscuridad.
Cortés fue recibido por los jefes, vestidos con una especie de camisas blancas y cortas. Llevaban la cabeza afeitada o rasurada hasta la mitad y por la parte de detrás el pelo les caía anudado. Sobre las mejillas y el dorso de las manos llevaban trazos de pintura de vivos colores. Al entrar, aquella semioscuridad no le dejaba apenas distinguir lo que allí había, Sólo al cabo de un rato, pudo ver con cierta precisión la figura, y fue entonces cuando el cacique hizo, ante ellos, una profunda reverencia. Estaba tendido en un lecho que hacía las veces de trono, cubierto tan sólo por una ligera manta de algodón y con las plantas de los pies vueltas hacia arriba. Su cabeza se apoyaba en un pequeño escabel ornado de perlas. Los jefes o cabecillas estaban sentados a su alrededor sobre unos asientos formados por pequeños sacos rellenos. Tenía cada uno de ellos ante sí una mesita baja con grandes vasos de madera encima y unos jarros de arcilla vidriada llenos de cerveza de palma.
Levantóse el monarca de la isla del asiento en que estaba echado, y poniéndose en cuclillas dobló luego la cabeza hasta tocar el suelo. Poco a poco se iba acostumbrando Cortés a aquella suave oscuridad. Con gesto decidido fue hasta el cacique y extendió hacia él un brazo como si quisiera abrazarle. Los ojos de los indios estaban fijos contemplando con asombro aquel ser maravilloso. Aquellos ojos negros miraban primero con fijeza su sombrero de plumas, resbalaban después hasta su coraza de plata, recorrían el sable y la daga. Sus labios, sin embargo, estaban inmóviles. Pero cuando Cortés se quitó sus guantes de manopla y quedó al descubierto su mano blanca y cuidada, de aquellas bocas se escapó involuntariamente una apagada exclamación de asombro. " ¡Oh! " Levantó el cacique su bastón de mando. Entraron unas muchachas con la vista baja llevando amplias bandejas de madera con copas llenas de refrescante coco, vino hecho de tomate fermentado y algunas pastas.
Cortés partió con sus manos una torta de miel y seguidamente se levantó para ofrecer regalos.
Llevaba empaquetado para este fin un pequeño cargamento: un barquillo de incrustaciones, una mesa, baratijas de diferentes clases, y para las muchachas que servían, un espejito ligero con armazón metálico.
El cacique fue tomando cada uno de aquellos objetos y los admiró y alabó convenientemente. Entonces correspondió a tales regalos: entregó hermosas mantas de colores; piedras finas, montadas en oro; algunos ejemplares de magníficas y extrañas flores y deliciosos frutos en una vasija de barro. En tanto, el cacique hablaba. Después calló y en la cabaña siguió un silencio prolongado, anunciador de que el intérprete iba a repetir las extrañas palabras de su señor.
Era un diálogo difícil. Melchorejo, que apenas llevaba dos años iniciado en los secretos de la lengua española, era un indígena que solamente en un estado de nebulosa llegaba a entrever los conceptos europeos que las palabras castellanas encerraban. Ahora la conversación había llegado a un punto concreto. Pudo enterarse entonces el cacique que aquellas caras pálidas no se proponían estar mucho tiempo en la isla, sino que su estancia allí era una escala, un punto de descanso. Tan pronto como recibieran provisiones, marcharían con sus casas flotantes hacia otras costas en compañía de otras diez casas mayores igualmente flotantes que no estaban lejos. El cacique sonrió y preguntó en qué podía serles útil.
—Dame cerdos, pavos y gallinas; ayuda a pescar a mis soldados. Haz moler maíz para que las mujeres hagan tortas. A cambio de ello te daré yo espejos, cuchillos, cascabeles, bebida de fuego que sabe mejor que el pulque. Y además te prometo el favor de mi excelso Señor, que vive lejos, muy lejos. Entonces tomó la palabra el padre Olmedo. Trató de explicarles los fundamentos de la verdadera fe. El indio bautizado en las islas tenía una idea tan sólo de algunas formalidades, como el ponerse de rodillas, el sonar de la campanilla; pero de lo que significaba la comunión, de eso sólo tenía una idea vaga de sangre y de pan. Sin embargo, le dejaron que explicara a su modo al cacique algo de su nueva religión… Cuando hubo terminado, Cortés se quitó del cuello la cadena de oro de la que pendía una medalla con la imagen de la Virgen y el Niño. Tomóla el cacique en las manos, admiróla durante un buen espacio de tiempo, asintió con la cabeza y se sumió después en un silencio expectante. Cortés no cejó. Lentamente, sílaba a sílaba, ponía sus palabras en boca del intérprete:
—Escucha. No puede haber a un tiempo varios dioses. O el nuestro es el verdadero, o, por el contrario, vuestros dioses lo son. Os propongo una prueba. Si nosotros rompemos a golpes las imágenes de vuestros ídolos y los sustituimos por la imagen de la Madre de Dios, que no es un ídolo porque está sentada en el trono allá arriba, en el Cielo…, entonces podréis creer que vuestros dioses son falsos y que nuestro Dios puede también protegeros a vosotros… El cacique desentrañaba poco a poco el sentido de tales palabras. El, hasta entonces tan respetuoso y afecto, se levantó de un salto. Sus ojos echaban lumbre y en su rostro se marcaban rasgos duros de fuerte pasión.