El dios de la lluvia llora sobre Méjico (17 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

—¿Para qué necesitamos a las muchachas, Aguilar? Los soldados pelearán por ellas y tendremos más bocas que alimentar… ¿Para qué necesitamos las muchachas?

—Señor, si las rehusarais, sería una mortal ofensa; parecería que no habían logrado escogerlas a vuestro gusto… y mañana por la mañana morirían todas…

—¿Por qué habrían de morir?

—Las destinarían al altar de los dioses para cuando llegue la fiesta. Serán sacrificadas, señor. Si vuestra merced las rechaza, ya no vivirán mañana.

Hizo llamar al padre Olmedo. ¿Cuál era su consejo en el asunto de las muchachas?

—Podéis ganar veinte almas para nuestra fe. Las bautizaremos y nos pertenecerán. Pero ¿y sí perdemos nuestra propia alma por ellas? ¿Queréis vos dar el buen ejemplo para poder así reprimir los insanos deseos de los otros?

Las muchachas seguían inmóviles, postradas en el suelo. Aguilar tocó la mano de Cortés.

—Esperan la vida o la muerte, señor. Si las hacéis levantar, entonces ya saben que se han salvado del sacrificio en el altar, pero si tocáis su corazón con la lanza, entonces dirán cantando que mañana, al romper el día, deben estar más hermosas que nunca para poderse unir dignamente con los dioses.

Cortés las fue levantando una a una. El padre les iba haciendo la señal de la cruz sobre la frente. Cortés pasaba su mano por encima de la cabeza de cada una de las muchachas.

Luego volvióse a sus dos pajes, Xaramillo y Orteguilla, que estaban detrás de él.

—Esta noche guardaréis a esas muchachas. Pasarán la noche en vuestra tienda. Ninguna podrá salir para nada de la tienda y vosotros no dejaréis tampoco que nadie entre. Estaréis de centinela en la puerta. Responderéis de ellas.

Los muchachos se pusieron al frente del grupo de muchachas; con sus puñales desnudos les mostraron el camino y las muchachas los siguieron con su paso extraño y elástico de gacela, como fantasmas blancos.

Cortés se envolvió en su manta y se echó a dormir sobre un saco de algodón junto al fuego. Al cabo de un rato, se despertó, cosa que era habitual en él. Miró los puestos de vigilancia, dio una vuelta al campamento y después se aproximó a la tienda del comandante que esta noche albergaba a las muchachas. El paje entonces de guardia era un muchacho de unos catorce años, el pequeño Juan de Xaramillo, cuyo padre le había confiado en Cuba al general Cortés.

—¿Nada nuevo, Juan?

—Ahora descansa Orteguilla. Las muchachas estuvieron largo tiempo despiertas, pero ahora duermen ya. Una de ellas pretendió salir. Le permití que se sentara sobre aquel tronco, y comenzó a canturrear una canción. Era tan melancólica que parecía ser una canción fúnebre. Cuando me vio con el acero en la mano, contemplóme sonriendo.

—¿Era hermosa?

—Ya sé que a mi edad no es decoroso el pensar en mujeres. No obstante, perdonadme si os digo que era maravillosamente hermosa. Cuando me miraba sonriente a la luz de las antorchas…, pero, ¡oíd, señor! Ahora vuelve a comenzar su canto en el interior de la tienda.

En efecto, en la tienda oyóse una melodía extraña y dolorosa. Sonaba al principio como palabras incomprensibles y confusas convertidas por el poder de la noche en un canto. Pronto fue tomando precisión y ritmos desconocidos se entrelazaron. La voz llena y hermosa se vio pronto acompañada de todo un coro. ¿Era una canción o eran simplemente tonos y melodías sin sentido como el canto de los pájaros del bosque?

Sentóse Cortés sobre el mismo tronco del árbol que antes sirviera de asiento a la esclava desconocida. Desde tal lugar podía ver todo el campamento. La noche era negra y silenciosa. Todos dormían y soñaban. Aquí y allí oíase alguno que dormido y todo se quejaba de sus heridas. El magnífico perro alano de Cortés, tan temido por todos, levantó la cabeza y aulló. Cortés apoyó su cuerpo en el robusto tronco; todo estaba como borroso por la niebla, que se extendía como un velo tenue. Entonces preguntó con voz suave y riendo al mismo tiempo:

—¿También me vigilas a mí, pequeño?

En el interior de la tienda el coro fue apagándose y se desvaneció totalmente aquella melodía.

6

En lo que fue campo de batalla y que ahora el padre había bendecido, se alzaba el altar de Nuestra Señora. Estaba adornado con fresco ramaje y hermosamente cubierto; por todas partes se habían puesto flores. Ante él debía celebrarse el primer bautizo en masa. Durante los días de su retiro en la tienda, las esclavas aprendieron la nueva fe. La infinita paciencia del padre Olmedo parecía que había de naufragar al encontrarse en las aguas negras de la incomprensión. Cuando Cortés, en ocasiones, se aproximaba, tomaba la palabra por sí mismo con excitación. En tales ocasiones, el padre movía la cabeza y decía:

—Señor, dejadnos a nosotros el cuidado de las ovejitas, como os dejamos a vos el cuidado de instruir a los mosqueteros… El general paseó su mirada sobre las muchachas. Algunas le miraron con ojos de animalito muerto; otras, más animosas y alegres, mecánicamente, sin entenderlas, repetían las palabras que oían a Aguilar. Una de ellas respondió con su mirada a la de Cortés. Era posiblemente la que había cantado en la tienda, pues su voz se oía ahora melodiosa como si hablase un idioma distinto del de las otras. Esperó a que el padre hubiese traducido la sencilla frase del catecismo. Después preguntó:

—¿Por qué vuestro Señor nos dejó vivir tanto tiempo aquí sin mostrársenos?

Poco a poco el padre Olmedo y el clérigo que habían salvado dialogaban con la muchacha como en una controversia formal. Al entrar nuevamente Cortés, fue recibido por un grupo acalorado por la discusión, que hablaba de la divinidad de Cristo y de la Redención.

—Creedme, señor; una ovejita tan indomable es todavía más grata que las otras, si la llevamos al redil de Dios.

Se levantaron. El Padre rezó el Padrenuestro, Aguilar lo decía lentamente en el idioma indio, frase a frase. Las muchachas repetían la oración a coro. Fue éste el primer Padrenuestro que se pronunció en lengua maya. Cuando hubo terminado, se dispusieron todos para la gran ceremonia, en la que el agua de la vida debía humedecer la frente de las muchachas. Se buscaron nombres para darles. Aguilar les preguntó por turno su nombre en su idioma, mientras otro hojeaba el calendario, procurando encontrar en el martirologio un nombre cristiano semejante en sonido. Cuando le tocó el turno a la espléndida y esbelta muchacha que entre ellos era llamada, medio en serio medio en broma, la señora de las esclavas, pudieron oír Olmedo y Aguilar que en el lenguaje de los suyos se llamaba Malinalli. Al oírlo Aguilar se inclinó ante Cortés:

—Quisiera proponeros para la muchacha el nombre de Marina.

—Sea según tu deseo, fray Aguilar. En el mar estamos, que se llame, pues, Marina.

Las muchachas adivinaban que se les preparaba una fiesta, una gran fiesta; tenían confianza en el amable y suave padre y confiaban en que no se verían arrastradas a la piedra sangrienta de los sacrificios. Lavaron sus túnicas, adornaron sus cabellos con flores y se pintaron la cara con coloretes vivos. No se las pudo disuadir de eso; según sus ritos era irreverente el presentarse con el rostro sin pintar ante los dioses. Olmedo sonrió: —No las contrariemos por eso; aceptemos su buena voluntad. Cuando las muchachas hubieron terminado su acicalamiento, observó Olmedo una magnífica esmeralda que lucía Marina sobre su blanco vestido y que parecía una hoja verde de cristalina luz.

—¿De dónde sacaste esa joya, hija?

—La llevaba oculta en mis vestidos. Pertenecía a mi padre y ya perteneció también al padre de mi padre. Me la he puesto ahora para presentarme ante la dulce Madre de Dios. Los capitanes cambiaron miradas. Una gema como ésa valía en España tanto como una aldea. Todos quisieron admirar tan hermoso adorno.

—Con esa piedra, se la podría rescatar…

El docto Godoy mezclóse seguidamente en la conversación.

—Nuestra reina Isabel ordenó que no podía ser sujeta a esclavitud ninguna persona si no hacía resistencia a nuestras armas,
ergo
esa muchacha es libre en su persona. Esas jóvenes están todavía alucinadas por su falsa fe pagana, pero en modo alguno pueden ser consideradas como personas enemigas. Por mediación del bautismo quedarán sujetas a la ley de nuestras hermanas, si bien su situación será la de sencillas sirvientas.

Como no se dispusiera de campanas, los soldados golpearon con la espada contra sus escudos, indicando así el principio de la sagrada ceremonia. Aguilar condujo a las muchachas, que se habían cubierto la cabeza. Al pasar ante el que fue su amo, el cacique que asistía como invitado, hicieron una profunda reverencia de respeto. El coro de hombres comenzó un canto litúrgico. Los músicos acompañaron el suave canto gregoriano. Algunos soldados se secaban las lágrimas que habían subido a sus ojos. Conmovidos por los sones de la sagrada música, se sentían bondadosos, caritativos y cristianos…

Olmedo llegó ante el altar y preguntó a las muchachas si desafiaban al Demonio y a sus seducciones. Contestó. Cortés por ellas con su voz llena y sonora. Las muchachas se fueron aproximando. La primera fue la que en este momento había de recibir el nombre de Marina. Inclinó la cabeza hacia un lado y sus cabellos perfumados cayeron sobre su oreja. Se le dio una antorcha encendida para que la sostuviese en su mano, como símbolo de la luz de Cristo…; después dobló la rodilla, tocó la tierra y en tal momento el chorro de agua corrió por su cabeza. Al arrodillarse notó el tacto extraño y fuerte de la desnuda mano del general. Casi no se atrevió a mirarle, tan maravilloso le parecía con su cadena de oro, su coraza de plata y su hermoso traje negro. Su figura se destacaba entre los alabarderos; su mirada era seria y conmovida. Cuando hubo terminado le ceremonia, hizo Cortés la señal de la cruz sobre la frente de Marina.

Todas las demás muchachas fueron también bautizadas y ahora eran ya todas cristianas. Terminó la misa; aquel estado de ánimo, de recogimiento y devoción fuese disipando. Los rostros se volvieron de nuevo hoscos y secos; brillaron de modo extraño los ojos. En los ángulos de la boca se marcaba un extraño pliegue cuando los soldados miraban a las muchachas; había como un ansia de botín, una codicia en la expresión de su rostro. Olmedo dijo algo al oído del capitán general. Cortés se adelantó hasta ponerse delante de las muchachas.

—Las muchachas tienen hoy su día de fiesta —dijo—. Que dediquen el día al recogimiento. Sin mi permiso nadie puede dirigirse a ellas ni importunarlas.

Comprendieron las muchachas que era su fiesta. Era maravilloso que recibieran ya algo de su nueva fe, algo que les pertenecía exclusivamente a ellas. Su mente, extraviada por tantas impresiones distintas y continuadas, se refugió ahora en la idea de su fiesta, de su nueva fe. Cogieron flores que ataron a largas cintas blancas y entonces con movimiento de serpiente comenzaron el ritmo ondulante de la danza ritual.

Entretanto Cortés hizo llamar de nuevo a los jefes indios y habló con ellos de mercancías y del comercio de trueque. Así podían entenderse rápida y fácilmente. Los caciques ofrecían mantas de algodón y cacao en vez del deseado oro. Los españoles, a cambio, ofrecían cascabeles, cuchillos, espejos, pero no mencionaban sus codiciadas y maravillosas espadas. Cortés pronunció la palabra
dinero
. Entonces Aguilar movió la cabeza:

—Eso no se lo puedo decir; no me comprenderían. Sacó entonces un
castellano
de plata de su bolsa. Los caciques trataron de rayar la moneda con la uña; después la golpearon. Finalmente se inclinaron respetuosos ante ella: en el anverso se veía el perfil varonil de Fernando; en el otro, la imagen de la Virgen.

—¿Cómo se cuelga? —preguntaron entonces y buscaron la anilla. Mientras los capitanes regateaban, los tabascanos trajeron a los españoles sus modestos regalos. Algunos pequeños objetos de oro, piedras finas, pero no preciosas; algunas pequeñas y oscuras perlas; plumas, tela de colores chillones. Muy satisfechos se colgaron sus cadenas de coral alrededor del cuello. Era ya por la tarde; debía ser la última noche que pasaban en Tabasco. Se izaron los faroles y comenzaron sus guiños las luces de señales. Y al comenzar el rápido crepúsculo, las chalupas llevaron la gente a bordo. Al amanecer salieron a la mar. Como despedida, retumbaron de nuevo los cañones, cargados ahora solamente con pólvora. La Virgen, desde tierra, parecía decirles adiós. En la mano de Alaminos la rueda del timón comenzó su danza. De nuevo lo envolvió todo la melancólica nube de los recuerdos. Los hombres que habían estado ya aquí con Grijalva, extendieron los brazos, señalando hacia los lugares que conocían; hicieron cábalas acerca de cuándo alcanzarían el río Alvarado —como le había bautizado don Pedro—. Tal vez mañana al mediodía, cuando apareciera la silueta de la islita donde por primera vez habían visto los sangrientos despojos humanos. Todas las frases comenzaban:

—¿Os acordáis todavía, caballeros…?

Navegaban a lo largo de la costa y próximos a ella para que la noticia de su llegada pudiera extenderse por todas partes. Buena parte de los capitanes habían estado ya aquí anteriormente, hacía años, y ahora señalaban esas tierras al capitán general con el orgullo del descubridor; esas tierras que él veía por primera vez y que estaban llenas de anécdotas. Junto a él estaba Alvarado. También miraba la lejanía. De pronto preguntó:

—¿Ha trazado vuestra merced ya todos los planes, don Hernando?

—Cada minuto podría variarlos. Ahora mismo, al contemplar esas regiones, los acabo de cambiar. Veo algo que los demás caballeros tal vez no han observado: barrunto por todos lados un poder lejano e inaudito. Todos los jefes, todos los caciques, en sus zalemas se vuelven siempre hacia el sudoeste y entonces se encorvan hasta el suelo. Hemos oído nombres que antes no habíamos oído nunca y que ignoramos si designan reyes, dioses o provincias; todo ello reunido me habla de algo, de algo que hasta en las historias y cuentos de los marineros parece adivinarse.

—Un poder así desharía de un soplo un pequeño grupo como el nuestro. En tanto naveguemos a lo largo de la costa, cambiando espejitos y haciendo otros trueques, todo va bien; pero ¿qué haríamos con nuestros pocos centenares de hombres instruidos en el arte guerrero si nos enzarzáramos en una gran batalla…? ¿En una batalla que fuera más pesada y más dura que todas las que hasta aquí hemos librado? —añadió luego.

—Vuestra merced ha preguntado mis planes; no puedo tratar de ponerlos en ejecución todavía. Tal vez dentro de pocos días sepamos todo lo que hasta ahora son sólo presunciones. Hemos llegado a un mundo, don Pedro, que sólo por el almirante pudo ser soñado.

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