—Podéis ver, señores, la destreza de estos paganos. Lo copian todo y envían el dibujo a su señor, que se hace cargo de todo y puede decidir así lo que hay que hacer. Convendría a nuestros planes que hicieran una representación nuestra que diera espanto; por eso vamos a simular una batalla con falconetes y caballería…, esos pintores lo copiarán.
Marina entró y anunció que el jefe quería entregar sus regalos; así que se procedió al interminable cambio de presentes. Parecía la representación de una pantomima: los esclavos se movían de un lado para otro silenciosos extendiendo las telas de algodón que mostraban sus dibujos y bordados de modelo nunca visto antes. Trajeron después jarros, decorados con dibujos de colores brillantes; ora representaban un ave con las alas extendidas, ora algún monstruo parecido al jaguar. Finalmente pusieron a los pies de Cortés una gran vasija de arcilla cocida cuya tapadera fue alzada. Los esclavos cuidadosamente fueron resbuscando entre los pliegues de un tejido y colocaron sobre el blanco paño trocitos resplandecientes: era el oro, que aparecía por primera vez. Cortés no podía por menos de asombrarse, pues ahora le tocaba proceder conforme a las costumbres de las relaciones entre ambos mundos. Teuhtitle blandió una pequeña hacha y después presentó una cadena o collar de vidrio. Ambos pajes trajeron la silla gótica donde estaban tallados las orgullosas armas castellanas. Cortés mostró cómo los señores sentados en esta silla recibían el homenaje de sus súbditos. Como último regalo entregó un gorro de terciopelo carmesí, cuya hebilla estaba adornada con la figura de San Jorge repujada en la plata.
—Hemos recibido a cambio de nuestras chucherías más de treinta mil pesos de oro –mur-muró el contador Lares al oído del notario real.
En este momento Cortés dio una orden al heraldo, dejó a sus pajes al cuidado de sus huéspedes y montó en su caballo para dirigir personalmente el simulacro de batalla. Los huéspedes se acomodaron para contemplar la escena. El bosque se llenó entonces de truenos y, al toque de sus cuernos, dos grupos de infantería marcharon uno hacia el otro. Se aproximaban con las lanzas bajas al paso de marcha romano y cuando estaban ya a pocos pasos unos de otros, las trompetas tocaron la voz de alto. Por un flanco retumbó entonces el galopar de caballos: a la cabeza de sus dieciséis jinetes apareció Cortés y comenzó a dar vueltas con los suyos alrededor de las cohortes. Se mezclaba el ruido de los cascabeles de los collerones de los caballos con los choques metálicos de los arneses. Era una escena raramente inverosímil aquella batalla junto a la costa del océano azul, a la sombra de las palmas, y bajo una nube de aves que volaban asustadas.
Entonces comenzó el número, por decirlo así, de los cañones. Mesa comenzó a hacer fuego desde la cumbre del otero hacia el verde boscaje. Las balas de piedra segaban con estrépito terrible los esbeltos arbolillos e hicieron agrupar temerosos a los enviados indios. Solamente el rostro de Teuhtitle permaneció impasible y hermético. Llamó a los dos dibujantes y éstos presentaron las miniaturas que acababan de pintar. Cortés inclinóse sobre las hojas de agave. Primeramente se reconoció a sí mismo en la tienda, con su sombrero de plumas, haciendo una reverencia ante su Estado Mayor. El dibujo siguiente le mostraba ya con yelmo, pero a pie… Seguidamente se le veía ya montado en su enorme caballo, con el pie en el estribo; luego estaba ya con su lanza y después con el sable desnudo galopando a lo largo de sus filas. Los primeros dibujos eran todavía estilizados, inseguros, pero después los trazos se habían ablandado y llenado de realismo; podíase reconocer a los capitanes, si bien los caballos estaban menos logrados, pareciendo más bien ciervos sin cornamenta en posición de descanso. Luego, sin embargo, al tratar de representarlos en movimiento, se había logrado un ritmo magnífico y la carga de la caballería tenía movimiento y realidad.
Todos contemplaban respetuosamente aquellos dibujos realizados en pocos segundos. Teuhtitle no lograba comprender por qué aquello despertaba la atención en tan alto grado en aquellos hombres blancos. Marina entonces indicó, en sus funciones de intérprete, que los indios tenían intenciones de retirarse, peto que, como despedida, deseaban dirigir algunas palabras al caudillo de los rostros pálidos.
—Muchas cosas he leído en nuestros libros sagrados. Ya no soy joven; a mí se me revela también el sentido oculto de los dibujos. Una imagen, sin embargo, siempre me ha dejado perplejo y confuso. Representa la serpiente con alas; sobre la cabeza de Quetzacoatl hay un extraño adorno, cuya forma no ha sido vista nunca entre nosotros. Al entrar en tu tienda vi a uno de tus soldados. Llevaba sobre la cabeza la misma cosa extraña que no está hecha de plata ni de plumas y cuyo origen nadie ha podido adivinar. Quisiera ver eso más de cerca.
Llamóse a un alabardero y Cortés le pidió el yelmo. Era un trabajo de forja francesa y recordaba por su forma al gorro frigio. El hombre lo llevaba desde los tiempos de las campañas de Italia, en donde lo recogió como botín. Teuhtitle golpeó con los nudillos aquel metal desconocido; luego hizo lo mismo con su cuchillo de obsidiana y escuchó el ruido metálico que producía el fino acero al ser golpeado. Con una franqueza pocas veces vista en los indios, preguntó si no se le podría prestar durante algunos días el yelmo para que pudiera mostrarlo a su señor como justificación y crédito de sus noticias.
Cortés hizo una seña al soldado de que le permitiera vender el yelmo. Y entonces volvióse sonriendo al indio y le dijo:
—Sabes que aquí soplan vientos malsanos; que durante el día hace gran calor mientras que por las noches se siente frío. Muchos de mis hombres han enfermado, tienen fiebre y se consumen. Por las noches me despiertan sus lamentos. Debieran ser curados. Nosotros los españoles empleamos medicamentos y medicinas muy caras y preciosas. El único medicamento para estas fiebres es el oro. Ruégale a tu señor que tome este yelmo en sus manos y que como prueba de su amistad lo haga llenar de oro y nos lo mande para que podamos curar a nuestros enfermos. ¿Me comprendes? Teuhtitle dijo admirado que entre ellos el oro servía solamente de adorno y para hacer joyas. Que no disponían de mucho, sino del que podían extraer cavando en la tierra. Nadie, sin embargo, había oído decir nunca que curaba la fiebre ni que pudiera ser usado como bálsamo; pero que, sin embargo, en lo que de sus servicios dependía, haría llegar a su señor tales deseos y que éste posiblemente se sentiría feliz de poderlos complacer. Cortés le acompañó con sus capitanes. Los esclavos desplegaron sus tapices; agitáronse de nuevo los plumajes de las andas movidas por el viento norte. Cortés abrazó al jefe indio, como era costumbre entre los caballeros con mando al despedirse. La guardia hizo honores con las alabardas y el huésped pudo ver, al alejarse, las enguantadas manos de los capitanes largo tiempo levantadas en saludo, mientras las esclavas con la vista baja arrollaban los tapices.
Nadie tuvo ganas de cenar, pues estaban tan excitados y querían mirar de nuevo el oro. Cortés se paseaba tranquilamente. Hizo llamar a Aguilar.
—Por dos veces repitió el nombre de su monarca que reina en todas estas tierras. No he podido entenderlo bien… ¿Cómo ha dicho?
—Dijo algo parecido a Monteuhuzuma… Yo para abreviar le llamé Moctezuma, que así suena más fácil a nuestros oídos.
—Durante tu cautiverio, ¿oíste alguna vez ese nombre?
—Era yo un simple esclavo y no llegaba hasta mí la fama de los grandes señores. Lo que pude saber es que tan grande soberano vivía por el sur o por el oeste. No supe, empero, su nombre.
—¿Crees, sin embargo, que se trata del mismo monarca? ¿No podrían ser varios soberanos y cada uno de ellos se creyera el más poderoso?
—Pudiera darse aquí esta circunstancia, como se da en España. Hay allí nobles y caballeros; a mayor altura están los condes y los duques, pero la Majestad está por encima de todos.
—Llama a Marina.
Cortés estaba entonces sobre un altozano y miraba el campamento que se encontraba abajo. La hilera de hogueras resultaba hermosa y simpática; habían encendido hoy muchas a causa de los insectos. Aquí y allí se veía la figura de un centinela envuelto en sus armas y con el mosquete al hombro.
—Marina; ¿habías tú oído hablar de ese soberano Moctezuma que ese indio ha citado hoy varias veces?
—Es el amo de la tierra y del mar y de todas las provincias. Ese excelso señor de que vos a menudo habláis, que vive al otro lado del mar, en las tierras lejanas por donde sale el sol, será difícilmente tan poderoso como este terrible soberano.
—¿Ha sido visto alguna vez?
—Muchos fueron allí, pero no volvieron nunca. Lo han visto todos aquellos que se unieron al dios Huitzlipochtl o a Quetzacoatl, cuando brotó la primera gota de sangre. En la tierra donde vivía mi padre, no se le había rendido homenaje nunca.
—¿Se le había acatado como soberano?
—Algo oí de eso cuando era niña; pero ahora ya no recuerdo bien. Nos había hecho preguntar si queríamos la paz o la guerra. Nosotros éramos amantes de la paz y el Consejo de los padres o jefes de familia decidió que era preciso obsequiar a sus emisarios; por eso no nos invadió con sus ejércitos y solamente nos exigió contribuciones. A veces durante mucho tiempo nadie venía en su nombre, pasaron muchas lunas sin que nada supiéramos de él y hasta llegamos a creer que el Terrible Señor se había olvidado de nosotros. Pero un día llegaron…, el día de aquella terrible fiesta, llegaron con sus largos abanicos, de donde sale tanto mal. Fue durante esta noche cuando yo fui conducida a Xicalange y entregada a los mercaderes.
—Sea como sea, en este Nuevo Mundo hay que tratar con emperadores y reyes; comerciar o luchar con ellos… ¡Maravilloso! Igual que las cruzadas de nuestros abuelos a Tierra Santa, a través del reino de Saladino, o la cruzada de los diez mil aragoneses a Bizancio y a las Termópilas. Si Colón hubiese llegado hasta aquí, en vez de arribar a la costa de Yucatán en dirección sur, se hubiese arrojado a los pies de ese enigmático soberano, exclamando: "¡El Gran Kan, el Gran Kan; es él, el que yo buscaba…! " El le buscaba y nosotros le hemos encontrado. Alabado sea el nombre de Dios que nos reservaba el éxito. Aquella noche pasaba por encima de aquellos hombres una ola de felicidad. Los subalternos se mezclaban con los capitanes para mejor indagar; y los soldados acosaban a sus superiores pidiéndoles noticias. Una palabra cualquiera echada al viento daba nacimiento a un centenar de comentarios y en la movediza luz de las hogueras del campamento flotaban ciudades, tesoros, príncipes; como seres fantásticos de cuento que llegasen a la vida real. Cortés entró en su tienda, echó a un lado su sombrero de plumas, quitóse la capa y el arnés. Era una noche calurosa de bochorno. Arrodillóse sobre el reclinatorio y quedó inmóvil algunos minutos. Después, sentóse a su mesa, vistiendo sólo una ligera almilla. Abrió uno de los cajones y sacó un pliego de papel; probó la pluma, que estaba junto al tintero, y por fin mojó en la tinta hecha de jugo de semillas. Antes garrapateó unas letras en un pedacito de papel. Hacía tiempo que no había tomado una pluma ni se había dedicado a escribir. Venían ahora a su recuerdo las noches de Medellín, aquellas noches calurosas y turbadoras en que él pensaba en cuerpos de mujeres. Resonábanle interiormente rimas, y en el pecho parecían aglomerarse madrigales. Alegres duendecillos parecían danzar entre las líneas… Un poeta… ¡Basta…! Y en el blanco papel escribió el encabezamiento: "Sacratísima Majestad."
Aquí en un banco de arena, en ese mundo sin limites todavía, en un país del que no se había oído todavía hablar en la vieja patria, en la tienda del general, escribía un hombre que posiblemente era contado ya entre los muertos y cuyo nombre había sido borrado de la lista de los fieles. Escribía con su propia mano una carta a aquel a quien sólo podían escribir el Papa y los reyes consagrados; escribía al que reinaba en España, Flandes, Nápoles, las dos Sicilias y otras provincias italianas, posiblemente también ya en las llanuras del Po; a aquel cuyo poder se extendía hasta los límites del Imperio turco y era también emperador de todos los príncipes y reyes alemanes. El hidalgo de Extremadura, Hernán Cortés, escribía a su señor un mensaje que debía sonar como un desesperado
Confiteor
. Cohibíale la forma, y en el peso de las letras escritas sentía él su propia debilidad. Si le hubiera sido dado hacerlo, hubiera redactado un escrito de acusación en que toda la culpa pesase sobre Velázquez. Toda su miseria venía de haber tenido que partir de Cuba a medio aprovisionar, sin reservas de hombres y de encontrarse ahora como exilados en un mundo extraño sin poder contar con ninguna ayuda de las islas.
Escribía en la costa de un país inhospitalario, bajo el látigo de las plagas de Egipto. Mientras corría la pluma sentía el estremecimiento de su fiebre intermitente; alrededor de la llama de sus bujías zumbaban los mosquitos… La noche debía de estar ya muy avanzada; el campamento entero dormía con respiración tranquila… La pluma se quedaba parada en sus manos agarrotadas; escuchó… ¿Respiraba el campamento…? Algo le sobresaltó de pronto; era como un ligero temor; sus sentidos le jugaban una mala partida tal vez; sentía la turbadora sensación de que no estaba solo en su tienda. ¿Era imaginación tan sólo u oía respirar realmente a alguien? Sí; oía respirar aun cuando él retuviera su propio aliento. Despertósele claramente la conciencia de que en su tienda había otra persona. Sentía una opresión como si aquello fuera todo de plomo. Algo inexplicable le sujetaba, sin embargo, al pliego de papel; retiró la mano que ya se extendía para tomar la espada de tres filos que estaba sobre la mesa.
Logró desasirse de aquella pesadilla. Tomó la bujía y la levantó en alto y su luz iluminó el rincón donde estaba Marina, encogida sobre la alfombra; la llama de la bujía parecía rebotar en aquellos ojos inmóviles y como hechizados. Cortés sintió como si le quitasen un peso de encima y casi rompió a reír. Hizo señal a la muchacha de que se levantara y se aproximara; su vestidura blanca se destacaba en la oscuridad. Su capa adornada de plumas parecía tuviera pinceladas de fuego; entre sus cabellos, su rostro era como una flor tibia y delicada; sobre su pecho, la esmeralda despedía luces misteriosas cuando se agitaba por la respiración. Inclinóse Cortés; su rostro no era el de una esclava. Se encontraron sus miradas en el misterioso fuego de sus sexos. Las cejas de la muchacha se arquearon pareciendo dos débiles pinceladas; pero sus ojos estaban más hermosos que nunca; eran como dos luces en aquella semioscuridad, dos luces que encendidas en súbito espanto iluminaban un ancho círculo a su alrededor.