Algunos ayudaron a emplazar los cañones en la altura y otros, entretanto, arrastraban las pesadas balas de piedra. Los jinetes echaron por el camino de la izquierda. Se vio a Diego de Ordaz que alzaba su mano.
Orate
era la orden, sin duda, pues todas las manos se colocaron sobre el pecho; todos elevaron por un momento su pensamiento hacia Dios; pero un segundo después sonaba ya la corneta.
Ordaz calculó la distancia. Las piedras que lanzaban las hondas caían todavía a unos veinticinco pasos delante de ellos y sólo alguna flecha perdida venía a veces a caer contra los escudos. El permanecía al pie de la colina. Su espada trazó una amplia curva en el aire y comenzaron a ladrar los cañones. La masa abigarrada y movediza de los enemigos vaciló. Los lanceros españoles, entonces, se pusieron en movimiento hacia los claros de aquellas formaciones. Sin embargo, la confusión de los indios había durado solamente un segundo y en los lugares de peligro se vieron nuevos grupos de refuerzo. Llevaban plumas de colores, iban pintarrajeados, aullaban como diablos, saltaban de un lado a otro, y sin embargo, obedecían disciplinadamente. Del lado de los españoles se estaba atacando los mosquetes con la baqueta.
Combatían los indios con pesados mandobles de madera, cuyo filo de obsidiana cortaba como una navaja de afeitar; pero que se mellaba al dar contra las espadas de acero. Los españoles avanzaban paso a paso, abriéndose un camino de sangre; pero por su izquierda habían sido desbordados por una multitud innumerable de guerreros armados con arcos y hondas. Arriba trabajaba Mesa activamente. Su rostro ennegrecido por el humo de la pólvora y chamuscado por la mecha asomaba entre una nube de humo. Una llamarada brotaba del cañón y las balas de piedras partían zumbando. Pero aquellas armas de fuego sólo causaban estragos en las filas alejadas y de poco servían para el combate cercano. Los infantes, bajo un calor asfixiante, parecían animales antidiluvianos erizados de púas librando una lucha a muerte. ¿Dónde estaba Cortés? Ordaz miraba intranquilo hacia bajo por donde debía venir. El sol lanzaba ya sus rayos perpendicularmente y la presión enemiga no se había aligerado todavía; nuevas y nuevas masas afluían contra los españoles. Después de cada ataque debían ser transportados algunos heridos al centro del pequeño campamento; de vez en cuando penetraba alguna flecha a través de la pared de escudos. Finalmente de detrás de los campos de maíz, cuyas plantas tenían la altura de un hombre, se oyeron toques de trompeta, anunciando el socorro. Uníase el ruido de los cascos en el suelo y el metálico ruido de las armaduras. Oyóse una voz que gritaba como un trueno: "¡Santiago!", y dieciséis jinetes se precipitaron con sus lanzas bajas, como una tempestad de acero, contra la masa enemiga. Los indios no habían visto nunca caballos. Aquellos monstruos, medio hombres medio animales, los dispersaron o tumbaron sobre el campo. Los caballos pisaban pateando los cuerpos untados de aceite y los jinetes rompieron el círculo enemigo formando alrededor de la infantería que, ensangrentada, comenzaba ya a flaquear. Los caciques y jefes trataron aún de arrastrar a sus hombres hacia delante; pero se había deshecho ya la formación y el orden de aquella masa abigarrada adornada de plumas; ninguno de los indios se atrevía a hacer frente a aquellos monstruos extraños. Los cañones de Mesa redoblaron sus rugidos y la lluvia de piedras barría a los enemigos delante de la infantería; por todas partes se habían formado ya claros; disminuyó la presión y en el pecho de los infantes españoles penetró de nuevo el aire… Un minuto después, de una garganta seca por el calor y el humo salió un grito:
—¡Victoria!
Los jinetes retrocedieron entonces y los caballos descansaron después de aquel loco galopar. Todos estaban allí: Cortés, Alvarado, Sandoval, Avila y Olid. El padre Olmedo se metió por entre las filas de los soldados, llevando en alto la cruz.
—En recuerdo de este día, festividad de la Anunciación, doy a este lugar el nombre de Nuestra Señora de la Victoria. El capitán general pasó revista a las tropas. ¿Quiénes habían caído en la lucha? ¿Quiénes necesitaban ser curados y asistidos? ¿A quién había que llorar? Quedó de pie junto a un árbol, que allí se llama
ciba
, un árbol que se alza solitario como un grito en el desierto. Cortés aproximóse al tronco y con su espada dibujó el signo de la cruz en la corteza blanda y oscura. El caudillo estaba ante su ejército con las espaldas vueltas al mar. Era una escena excelsa, patética; cumplióse la fórmula que estaba establecida como un rito desde los tiempos de Colón.
"Yo, Hernán Cortés, tomo posesión de este país que hemos conquistado para España con la espada y con nuestra sangre, por la gracia de Dios y la voluntad de mi señor Don Carlos. ¿Hay alguien aquí que impugne el derecho de la Corona española? Si lo hay, que se adelante para sostener un duelo conmigo. Que levante su voz todo aquel que opine que el derecho de Castilla a esta provincia es infundado."
Reinó un silencio solemne. Del grupo de capitanes se destacó Puertocarrero.
—Juro por Dios vivo que nadie ha reclamado. Nosotros, los capitanes, afirmamos que esta provincia pertenece de derecho a la Corona española. Estamos dispuestos a combatir por ella.
—Nosotros, soldados, afirmamos que por esta tierra hemos derramado nuestra sangre y que ahora pertenece a los españoles para siempre.
Godoy presentóse con tintero y papel.
"Como mandatario del rey, tomo posesión de este país en nombre de mi magnánimo señor y de ello extiendo acta… Vosotros, soldados, jurad como testigos… "
Seis españoles estaban amortajados, y ante ellos habían innumerables indios muertos. El capitán general paróse ante los prisioneros y dijo por boca de Aguilar:
—Así sucede a todos los que levantan la mano contra mí. Mañana no daré gracia a vuestros familiares. Os domaré por medio de armas terribles. Id a vuestros ancianos y decidles que esta noche pueden todavía venir a rendirme homenaje. Dos de vosotros pueden ir.
Al caer la tarde regresaron los prisioneros.
—Los jefes están sentados y hablan por turno. Discuten acerca de paz o guerra. La balanza se inclina hacia la paz. Hicimos lo que pudimos; no tenemos culpa ninguna. Eres nuestro amo; manda.
—Iros a la casa donde están hablando los jefes. Me traeréis al hombre semejante vuestro que venía con nosotros y se nos escapó. Entre nosotros su nombre era Melchorejo.
Una hora después volvían los enviados. El más viejo se postró ante Cortés, y arrojó flores sobre sus zapatos de hierro.
—Cuando salga el sol y con sus rayos ilumine tu rostro, vendrán nuestros jefes a decirte que tú eres su dueño.
—¿Dónde está Melchorejo?
El indio abrió los brazos y quedó sin decir palabra. Sólo un buen rato después murmuró algo acerca de la paciencia de los dioses… Aguilar conocía ese gesto sobrio y meditabundo. Preguntó:
—¿Le habéis sacrificado?
—Le hemos sacrificado, señor.
—¿Sobre la piedra roja?
—El nos azuzó a la guerra. A quien es mensajero de la desgracia le alcanza la perdición.
Los centinelas eran relevados cada hora, pues de otro modo la gente no hubiera podido soportar el esfuerzo. Cada uno de los soldados era un hombre deshecho por la fatiga, agotado, que no podía soportar ya ni la carga de la lanza sobre el hombro y a quien el peso del casco de hierro hería la carne dolorosamente. Algunos soldados retiraron los muertos y, al llegar el nuevo día, todo había recobrado el esplendor de antes. Los gigantescos cactos se erguían, adornados algunos de ellos con flores rojas y extrañas, como si ellos también mostraran abiertas heridas. Alrededor, veíanse troncos de árboles hendidos por las balas de piedra, estacas de la empalizada medio quemadas, chozas envueltas aún en rescoldos. Las lianas colgaban medio desprendidas sobre los cuerpos muertos. El bosque había comenzado su tarea de destrucción y de nueva vida simultáneamente.
Esperaron los primeros rayos del sol. Llegaron algunos criados con semblantes sumisos, llevando gallinas, tortas de maíz, mantas de lana. En sus rostros leyó Aguilar su condición de esclavos y los rechazó a todos. Un jefe no podía darse por enterado de la llegada de tales gentes. Quienes debían venir eran los señores del país. Se retiraron los criados, y con paso temeroso desaparecieron en la lejanía. A cada ruido se estremecían como si estuviesen bajo el peso de fuerzas extrañas y enemigas. La dirección de la escena estaba en manos de Cortés. Los indios no debían ver a ningún español herido; debían creerlos invulnerables y que si una flecha les acertaba, al día siguiente la herida estaba ya cicatrizada. Hizo ocultar los cañones tras montones de tierra y cubrirlos con follaje. El sol brillaba ya sobre las resplandecientes corazas que habían sido bruñidas durante la noche. Faltaba sin embargo todavía algo para que los indios aprendieran lo que es miedo. Y así Cortés hizo exponer los caballos. Estaban bien cepillados y el sol hacía brillar sus grupas. Hizo atar junto a su tienda una yegua en celo y dio orden de que se hiciera pasar por allí varias veces ante la cortina caída al brioso corcel de Ortiz. El caballo se encabritaba, relinchaba, volvía la cabeza y sus cascos herrados golpeaban la valla. Los españoles disfrutaban en la preparación del espectáculo. Pronto oyóse el bufido de un cuerno; llegaban los invitados. Los jefes de más edad venían sentados en sillas de juncos adornadas con colores vivos y los portadores marchaban encorvados con pasos lentos y rítmicos. Detrás venían algunas muchachas con vestiduras blancas de algodón sin teñir; sobre sus cabezas llevaban jarros y en las manos algunos paquetes. Después marchaban hombres adornados de plumas y hojas de palmera.
Se cambiaron los saludos y reverencias. Salió el cacique de su asiento, tocó el suelo con la mano, elevóla después hacia el cielo, miró a tierra y después al cielo.
Llevaba Cortés coraza de plata, capa de terciopelo y cadena de oro. El sol brillaba sobre la coraza y la imagen de San Jorge que en ella iba repujada se llenaba de resplandores. Aguilar comenzó a ordenar la conversación:
—Venimos con intenciones pacíficas, para recoger agua y alimentos. Queríamos pagar todo esto, como lo pagaron nuestros hermanos que hace un año estuvieron aquí. Nosotros veníamos en son de paz y fuimos recibidos con flechas. La sangre derramada cae sobre vosotros. Las mujeres y los niños lloran hoy más de ochocientos muertos. Fue vuestra voluntad que tal cosa haya sucedido.
—El indigno esclavo que huyó de vosotros nos aseguró que erais débiles; y que queríais destrozar la tierra y consumir el mar. Si no os hubiésemos disparado nuestras flechas, la noticia hubiese volado por todos los puntos de la costa. Hubiéramos sido entonces motejados por mujeres vestidas de guerrero y hubiera sufrido grave insulto nuestra virilidad. Vinisteis y fuisteis fuertes. Ahora venimos a rogaros que de aquí en adelante haya paz entre vosotros y nuestro pueblo.
—Una palabra no puede borrar la sangre y apagar el enojo de los espíritus. Debo consultar a nuestros espíritus coléricos de negra garganta y preguntarles si desean la reconciliación. Brillaron al sol los cañones al ser descubiertos y dispararon; sus balas de piedra derribaron tronantes los árboles del bosque. La detonación fue tan fuerte que hasta los mismos españoles hubieron de estremecerse. La expansión del aire derribó a los indios; al levantarse estaban temblando.
—Por vuestra culpa debo yo aplacar el enojo de nuestros dioses por medio de sacrificios. Pero además están también iracundos esos seres maravillosos que han venido conmigo y a quien nada pudisteis hacer con vuestras armas…
Pasó el corcel de nuevo, encabritóse al notar el olor de la yegua en celo oculta tras la cortina; vibraban sus narices, relinchó fuertemente y de su boca salió blanca espuma.
Los indios retrocedieron asustados. Entonces les aconsejó Aguilar que para intentar aplacar la ira de aquellos seres pusieran sus regalos en el suelo.
Los indios pusieron entonces delante del caballo tortas de maíz, pescados, golosinas… Aguilar hizo a Cortés un signo para que rompiera un trozo de aquella torta y se lo llevara a la boca para indicar así que se dignaba aceptar los regalos. El cacique colocó ante él la jarra, de arcilla pintada de rojo con figuras azules. Se inclinó de nuevo y señaló aquellas pinturas. Representaban la bóveda celeste con los planetas; se veían también figuras de cazadores, del cuerpo de una salían tres flechas y a su cabeza se enroscaba un ave de largo pico, llevaba en su mano un cuerno o trompa en el que había metido un venablo. Las muchachas extendieron las telas de algodón y las mantas. Eran de un tejido ligero, de un tacto casi de seda. En una de ella estaban tejidas figuras de colores y la otra llevaba bordados en los bordes representando pequeños topos negros que se arrastraban; sus uñas eran rojas y se extendían sobre la tela blanca hasta perderse en rayas y dibujos multicolores.
El cacique extendió la mano e hizo un gesto lento como reptilesco. Salió entonces a relucir el contenido de una cesta; eran pieles de ciervo, suaves y blancas como la nieve, dúctiles, bordadas de flores y con incrustaciones de plumas. Después sacó una capa toda de plumas, la extendió hacia Cortés y le dio varias vueltas. El forro o vueltas de la capa era de vivo color y con reflejos de cobre que brillaron al sol; parecía el cuerpo de un ave gigante y fabulosa. El oro que llevaban era poco. Algunas férulas, fíbulas y hebras de oro y redecillas. Cortés pasó la mano sobre los hilos de oro tan finamente hilados y admiró la perfecta línea de aquellas filigranas.
—¿Dónde tenéis el oro?
El cacique meditó, después con su brazo describió un amplio semicírculo en el aire hacia el sur y manifestó que el oro era traído de allí…, del sudoeste.
Las muchachas tomaron entonces su cestas y el cacique les hizo una seña. Aproximáronse entonces con los ojos bajos, mirando la tierra. Llegaron de esta forma ante Cortés y allí doblaron e inclinaron la cabeza hasta tocar la tierra con la frente. El general no comprendió esa ceremonia extraña y respetuosa, y dijo a Aguilar:
—Dime, frater: ¿qué significa el homenaje de esas muchachas?
—Las veinte te son regaladas como esclavas.
Mirólas Cortés casi sin comprender. Según la ley del emperador Carlos, los rebeldes debían ser marcados con un hierro al rojo en el muslo y entonces podían ser objeto de compra y venta, pero según la misma ley los otros indios eran libres en su persona. Veinte muchachas con sus jarras sobre la cabeza, como doncellas de países y mundos ya desaparecidos que se veían en los relieves de los sarcófagos, igual que los había visto en Salamanca… Miró a su alrededor; los ojos de los hombres estaban brillantes de deseo; los había envuelto un vértigo; su sangre hervía; quemaban sus heridas y el arnés se les hacía pesado… Cortés debía ser juicioso.