Orteguilla pasaba el rosario. Dos muchachas, sentadas sobre cojines, cuidaban de cambiar los vendajes y de lavar la frente del herido. Era todo lo que éste permitía que se hiciera. Ambos hombres se contemplaron mutuamente. Moctezuma extendió la mana Cortés comprendió el gesto y tomó aquella mano, como hacen dos camaradas de armas cuando uno de ellos va a morir. Cortés se había despedido ya en igual forma en otras ocasiones, cuando él mismo había cerrado a veces los ojos de algunos de sus soldados, cuando había recogido su última voluntad o cuando sostenía la toalla al tomar el moribundo los Sacramentos. Así, del mismo modo, sostenía entre las suyas aquella mano fría de color oliva. Vio como un resplandor amarillento sobre el rostro del gran señor y conoció que sus horas estaban contadas.
Pensó en su alma, en el alma que iba a desprenderse de su envoltura mortal, y rezó entonces la oración de los agonizantes. Después sacó su puñal del cinco y aproximó a los labios de Moctezuma la empuñadura en forma de cruz:
—Gran señor…, piensa en tu alma. Es tu última ocasión. Te conjuro a que lo hagas, te lo ruego, me arrodillaré a tus pies para pedírtelo si así lo deseas… Soy tu amigo…, besa la cruz y tu alma estará hoy mismo nimbada por la gloria del paraíso. Moctezuma le miró. Dirigió después sus ojos a la ventana como para ver si llegaba ya el nuevo día, si se anunciaba ya por Oriente una pincelada color amarillo de azufre…
—Mis dioses me protegieron siempre mientras viví. No quiero abandonarlos en la hora de mi muerte. Gracias, Malinche, gracias por haber venido, por estar junto a mí en estos momentos. Tú no tienes la culpa de todo eso. Te tenía grande afecto…
—Te pido perdón, si alguna vez hube de causarte aflicción. Nuestro Dios, que es el único y eterno Dios de todos los mundos, lo dispuso así. Fui sólo un instrumento en sus manos que cumplió su voluntad. Sin embargo, perdóname si falté contra ti y dime si puedo hacer algo para aliviar tus sufrimientos del cuerpo o del alma. El intérprete iba traduciendo lentamente. Luego siguió el silencio. Cortés creyó que Moctezuma se había adormecido y se reclinó en su asiento, decidido a quedar velando allí toda la noche; pera de pronto se oyeron las siguientes palabras de despedida:
—Los hijos crecen y luchan. Su mano tiende el arco; vence el más fuerte, pues tal es la ley eterna de la vida. Pero las hijas son débiles y languidecen si no tienen alguien a su lado que las sostenga, si no tienen un techo que las cobije cuando brama la tempestad. Tú lo sabes, Malinche; tres sombras se han deslizado silenciosamente hacia afuera de esta habitación. Las puse en tus manos y no tomé a mal que tu hombre santo, tu sacerdote, fuese inclinando su espíritu día tras día hacia vuestro Dios. Ahora, empero, me voy. Ellas quedan débiles y frágiles porque han sido educadas como hijas del gran señor. Los hijos luchan con arcos y espada, pero ellas, pobrecillas, Dios les dio débiles brazos y no tienen techo que las cobije cuando la gran tormenta se desencadena sobre todo Tenochtitlán.
—Gran señor. Las consideraré como si fueran mis propias hijas y te doy mi palabra de que todo lo que tengo les pertenecerá a ellas. Te doy mi palabra de que las apoyaré ante mi rey, y si mi palabra y mi promesa valen algo para mi rey y señor, él cumplirá mi voto. Tus hijas serán educadas como damas de sangre real y contraerán matrimonio conforme a nuestras leyes castellanas. Eso te lo dice y promete Hernán Cortés… Moctezuma pasó la mano sobre la cabeza de Orteguilla:
—Hijito, eres el único testigo de esta noche. ¿Lo has oído?
—Recordaré toda mi vida lo que he oído, gran señor, y no lo negaré nunca, tan cierto como Dios es nuestro Redentor. Siguió un largo silencio. Cortés estaba sentado sobre un asiento bajo y lleno de almohadones. Allí permaneció hasta que llegó el nuevo día. Cuando empezó a grisear el alba, una respiración acompasada indicaba que el moribundo descansaba, tal vez por última vez en esta vida.
Con sus blancas vestiduras funerarias que volaban con el viento, los portadores del féretro salieron del palacio, cono sombras. El viento jugaba con sus mantos y los hacía aletear y levantaba después la mortaja que cubría la tranquila faz del muerto. Nadie había en la plaza del Teocalli; sólo en el mercado se paseaban los soldados de Guatemoc con sus pinturas de guerra en el rostro. La envoltura mortal del gran señor era un símbolo del pasado. Apenas una docena de parientes iban en el cortejo fúnebre; los reyes aliados, los príncipes y los caciques se habían retirado, pues leyeron en el rostro del que un día fue su monarca la advertencia de los dioses coléricos.
El padre Olmedo, desde la puerta, murmuró una oración. Sus hermosas palabras no habían logrado atraer a aquel hombre terco; sus oídos habían permanecido cerrados y se había marchado de este mundo suavemente, tranquilamente, en forma que pudieran envidiar los que emprenden el gran viaje. En el cuartel español se redactó un corto protocolo, cuyos firmantes certificaron bajo palabra de honor que el gran señor había sucumbido por las heridas recibidas de sus mismos súbditos y que la sangre no podía caer sobre Castilla, sino única y exclusivamente sobre los habitantes de Tenochtitlán. No había tiempo de hacer más. Mientras el gran señor estuvo en su lecho de muerte, no se había desencadenado ningún nuevo ataque. Los mensajeros iban y venían libremente. Todos esperaban el milagro de que Moctezuma se incorporara en su lecho, hiciera huir a aquellos demonios blancos y volviera a ser el augusto señor de otros tiempos, sediento de sangre, que ordenaba arrojar centenares de corazones en la bandeja de oro de los ídolos de la guerra y de la venganza.
Los soldados españoles vigilaban desde la muralla. Los carpinteros construían un gran puente portátil; se preparaban los bagajes. El botín había sido embalado en grandes fardos. Olmedo salió de la cámara mortuoria; los soldados tocaban el toque de difuntos con las campanas que habían traído de los barcos. Pocos ojos quedaron sin humedecer por las lágrimas. Se hacían comentarios acerca del gran señor y más de un puño cerrado se alzó en señal de desconsuelo: “Era ni bienhechor", dijo un soldado que en una ocasión, estando de guardia, le había contado que tenía cuatro hijos en Cuba. Otro jugaba con su cadena que le había regalado el gran rey. Se murmuraba y juraba: ¿Quién hubiera querido hacerle daño? ¿Quién podía tenerle ojeriza?" Corrían rumores, se decía que alguien había visto al general que llevaba un veneno; que Ordaz había pasado con un cordel en la mano y que el puñal de Alvarado estaba manchado de sangre… “Se ha asesinado a nuestro bienhechor", aventuraba algún soldado. Y así se murmuraba cuando alguien gritó que se preparaba un nuevo ataque; y la noticia ahogó aquella sublevación que amenazaba. Se emprendió una salida; se abrieron canino; pero viéronse obligados a replegarse. En la dirección de Taclopan el gran dique estaba aún expedito; solamente se habían cortado los puentes. De nuevo los españoles veían disminuido su número en algunos soldados; la ración fue reducida a la mitad y el agua de la fuente escaseaba de nodo amenazador. Por la tarde emprendieron los indios la retirada. Recogieron sus muertos, sacaron la lengua e hicieron rechinar los dientes diciendo: "Iréis a parar a la piedra de los sacrificios." Así llegó la noche. Cortés habló lentamente, cono cansado:
—He establecido mis planes sobre la base de la falta de luna esta noche. Es el tiempo más indicado. Tenemos seis horas para prepararnos. El enemigo nada sospecha. Que la guardia vigile bien en sus puestos. Ni una sola alma debe abandonar el palacio desde este momento. A la cabeza irán los jinetes, los bagajes en el centro, junto con las mujeres y los aliados. En la retaguardia marcharán ciento cincuenta veteranos. Cuarenta hombres llevarán el puente portátil y cuando el ejército haya pasado sobre un canal, cuidarán de llevarlo al próximo.
—¿Y si nos atacan?
—Estamos en manos de Dios. Nos defenderemos. Y mientras vivamos, podemos esperar que Dios no nos retire su ayuda, señores caballeros… He hecho abrir la puerta de la cámara del tesoro. Llevaremos un caballo cargado con todo lo que pueda llevar. El quinto perteneciente a la corona, lo llevarán los tlascaltecas. En cuanto a lo que queda, anunciad a la tropa que cada uno puede tomar lo que quiera; pero que se guarden bien de tomar demasiado oro, pues posiblemente tendremos que pasar vados e incluso nadar y entonces un exceso de carga significaría perder la vida. El que va más ligero y es más ágil puede huir más fácilmente.
—¿Y vuestra parte?
—Me llevo la cadena que llevo colgada y su colgante. He mandado alguna pequeña cantidad a Vera Cruz. ¿El resto? Que lo tomen los soldados y, una vez que hayamos pasado, ya arreglaremos cuentas. Cada uno puede retener para sí un tercio…, si alguna vez llegamos a donde debemos llegar.
Marina y el niño… La leche de la madre se había agotado. La criatura, hambrienta, pataleaba, extendía sus dos manitas hacia la tupida y negra barba del padre, tiraba de ella, reía de tal manera que hasta los hombres al verle reían también; muchos pensaban en sus propios hijos. Marina tomó a su niño; aquella noche debía ser la partida; aquella noche se debía pasar por encima del dique de la muerte.
—¿Y con nosotras, que?
—Tú y doña Luisa vendréis con nosotros; inmediatamente detrás de la vanguardia. Xaramillo queda con vosotras. Responde con su propia vida. Yo iré delante.
Durante unos segundos estuvo en el patio, a la entrada del jardín. Todos se habían marchado, incluso el ama con el niño. Marina y Cortés se miraron; pero ninguno de los dos habló. Marina sacó su puñal y trazó el signo de la cruz en la corteza del gran áloe.
—¿Tienes miedo?
—Pienso en el niño y en vosotros. Si yo muero, señor, nunca más tendrás quien te sirva con la fidelidad que yo lo hago.
—Si tú mueres, Marina, no necesitaré ya quien me sirva, pues yo moriré también.
Tal vez sería mejor que yo muriera. La mujer blanca espera a su esposo que es padre de su hijo. Mi niño tiene un hermano allá lejos, al otro lado del mar, ¿Para qué vive Marina? Dios nos proteja. Contigo hemos venido y contigo partiremos. Fueron sacados los prisioneros; las luces de las antorchas los cegaban. Mazorca Triste estaba erguido y altivo cuando le quitaron los grillos. Iba medio vestido con una tela desgarrada; su piel estaba de color verdoso, ajada, herida y con sarna. Los soldados levantaron sus sables.
—Señor, acabemos de una vez. No tenemos tiempo, ¿para qué tantas complicaciones?
Cortés hizo traer a los príncipes nuevos vestidos y después los maniataron más ligeramente con cordeles.
—Tú vienes con nosotros. Cuando lleguemos al camino libre y descansemos, comparecerás ante tus jueces que juzgarán tus acciones, y si te declaran inocente te devolveré la libertad y tus dominios.
—¿Cuando puede decir la hormiga a la peña: “Te voy a derribar”? Me inclino tres veces delante de
Aguila-que-se-abate.
Voló hacia la altura a donde tus flechas no llegan; se precipitará contra tí con sus garras. Nada vale la vida… Todos daréis con vuestros cuerpos en la piedra de los sacrificios.
—¿No quieres vivir?
Nos rodeaba la noche; en ella nos guiábamos sólo por el canto de los pájaros que llegaba hasta nosotros, para conocer si estábamos en primavera o en otoño. A veces entraba por la ventana alguna hoja de árbol. Nosotros la tomábamos entonces y la tocábamos para ver si estaba fresca o seca. ¿Qué mas nos puede suceder ya? Soy el monarca de Tezcuco. Tú, Malinche, me has atraído a una trampa preparada por mí por el Terrible Señor. Ahora te toca a tí, Malinche. Tú no saldrás tan bien librado. Yo contemplaré cuando caigas a los pies de nuestro dios poderoso y tu corazón palpite y se estremezca.
Lloviznaba. En el cielo desapareció la luna. Las puertas traseras fueron abiertas de par en par. Los centinelas dieron su consigna, como siempre, con voz monótona. En las ventanas brillaban las luces. La campana de señales tocó como cada noche. Envueltos en la oscuridad y en el silencio salieron cautelosamente. Los cascos de los caballos iban envueltos en telas, los cañones iban tapados con mantas de lana. La vanguardia marchaba silenciosamente; detrás el grueso del ejército con el puente portátil. Todos iban de puntillas; no se oía el menor ruido. En la orilla del lago, abandonada y llena de restos de incendio, no se veía una sola alma. Era un cuadro de guerra congelado, vacío; un recuerdo sangriento. Los jinetes pasaron el primer canal; protegían a los pontoneros que tendían el puente sobre la brecha del dique. Todo el ejército pasó por encima. La vanguardia llevaba ya buen trecho de ventaja. Los jinetes pasaron nadando o vadeando y llegaron pronto a tierra firme. Pero entonces los embistió un ruido siniestro; pareció que de pronto se abría el infierno. La oscuridad se llenó de antorchas que volaban y así se iluminó la tragedia. El puente, bajo el peso de los cañones y hombres, quedó como una cuña entre el dique y la orilla. En aquella oscuridad no se podía siquiera ver lo que sucedía. Sonaron los cuernos. La torre del Teocalli dio la señal de alarma; el lago se llenó de gritos y de canoas que corrían llenas de guerreros; una lluvia de flechas cayó sobre los españoles. El estrecho camino de piedra era el único refugio; pero por ambos lados eran atacados. En las charcas que les llegaban hasta el cuello empezó una lucha a muerte; los que caían, se ahogaban o en pocos minutos quedaban con los brazos atados detrás y en el fondo de un bote indio. Nada podían hacer los españoles. Sus espadas golpeaban al azar en la oscuridad. Los indios eran precavidos; las aguas parecían haberse aliado con ellos; cuando arreciaba el peligro, bogaban alejándose en sus piraguas para atacar de nuevo cuando llegaba el momento propicio. Los cadáveres y ovillos formados por los hombres llenaban la cortadura del dique; y el pánico, por encima de todo: Los caballos, heridos y alocados, coceaban aquella masa de carne humana, pisoteaban los cuerpos color aceitunado de los tlascaltecas y se precipitaban después en las aguas con un relincho de dolor, arrastrando a los hombres, los cañones y los bagajes. La retaguardia se defendía. Los veteranos habían estrechado la formación y, con sus lanzas tendidas, formaban como una muralla cerrando el paso. Pero eso era sólo una gota en aquella riada de perdición. Se oía alguna voz que gritaba en la noche. Brillaban las antorchas; luego veíase un relámpago y todo rodeado del aullido ininterrumpido de los indios, gritando todos siempre lo mismo: "Perros…, perros…, todos iréis a la piedra de los sacrificios… " No había escapatoria a esa algarabía; se metía debajo de la piel y mordía en los huesos. Los veteranos se arrojaban, con el cuerpo destrozado, hacia delante, pisando a las mujeres y a los indios. El que resbalaba hacia el lado del dique estaba perdido; pero nadie se preocupaba de los otros; cada uno nadaba o vadeaba entre fango y sangre, tropezaba, volvía a levantarse, lleno de sangre y de heridas. En la noche negra se oía el grito de ¡Santiago! ", como único signo de que vivían los españoles. Alvarado había quedado con el grueso del ejército. Velázquez conducía la retaguardia. A ambos los había arrastrado el pánico general. Alvarado estaba herido; una piedra disparada con honda le había acertado en la pierna; no sabía si había causado rotura o sólo contusión. Iba y venía apoyado en su lanza a modo de muleta y con la espada en la mano derecha avanzando siempre, abriéndose paso a golpes en la dirección en que se oía aquel grito continuado de Cortés… Cortés…" El ruido de los cascos de los caballos retumbaba; pero en medio había el corte del canal, como unas fauces insondables, y alrededor una multitud de indios que gritaban. Pedro de Alvarado tuvo que ceder al borde del puente roto. El capitán estaba ensangrentado, roto, deshecho; esta vez estaba como una pieza de caza acosada hasta la muerte. Aullando se precipitan los indios contra los españoles que se encuentran impotentes en la orilla opuesta. Alvarado da una carrera desesperada. Su pierna herida se dobla, la punta de la lanza se hinca en el suelo; el cuerpo se arranca de allí como en un tirón, traza una curva en el aire, y el magnífico saltarín, con su garrocha improvisada, llega a la otra orilla como volando, aturdido, y allí cae.