El dios de la lluvia llora sobre Méjico (60 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

—¡Qué hermoso es todo eso que me cuentas, señora y madre!

—Tú eres la primera esposa de Guatemoc e hija del gran señor. ¿Por qué me llamas tú señora, Tecuichpo?

—Así te llamó también Papan, una vez que vinimos a tu casa durante la noche. Ella también te llamaba la señora de Tula. Papan estaba sentada envuelta en sus mantas junto al fuego. Cuando los demás se asfixiaban por el bochorno, ella sentía todavía la humedad de la tumba y temblaba de frío. Estaba silenciosa y avara de palabras; se limitó a alzar la vista.

—Entre nosotras las mujeres, tú eres el único hombre. Debes hablar con Tecuichpo, para que ella vea lo que los dioses se proponen.

—Señora. ¿No quieres contar lo que pintó sobre la blanca piel aquel a quien tú llamas "el que no puede ser nombrado"?

—Yo conocía bien los signos y sabía cuán maravillosos cuentos se leían en ellos. Cuando los leía, las palabras salían como la música de las flautas en la danza de Areyo.

—¿Amaste con tu cuerpo al hijo del Señor del Ayuno?

—Eso es curioso. El tiempo ha cerrado en mí las puertas del amor y el deseo carnal es para mí ya sólo un recuerdo muy lejano. Te podría decir que ello fue un cuento que el viento extendió por Anahuac. Yo era la esposa de su padre y jamás tuve hijos de él. No sólo le entregaba mi cuerpo, sino que con él partía mis tesoros y mis guerreros. Cuando se aproximaba a mi colchoneta, bajaba los ojos; y después de haberme amado no me apartaba como a las demás mujeres, sino que me abrazaba. Entonces hablaba conmigo y encendía en mí el entusiasmo por Tezcuco. Veía ciudades desconocidas, reinos. Veía el orden creado por su inteligencia y su fuerza. Su hijo era de otra manera: le gustaba ante todo mi corte; gozaba del cuerpo de una de mis esclavas. Entonces habían transcurrido dieciséis primaveras de su vida. Venía antes de ponerse el sol y traía sus dibujos que yo descifraba. Después yo me enjugaba las lágrimas, pues no quería que mis criadas me vieran llorar. Una vez le abracé y le permití que durmiera conmigo. Su edad no llegaba aún a la mitad de la mía. Hubiese podido ser mi hijo y yo no le podía mostrar de otra manera mi inclinación hacia él que llevándolo a mi lecho y enseñándole que el verdadero hombre ha de saber vencer las pasiones innobles, así como también el odio que en momentos de saciedad surge del fondo del cuerpo. Le enseñaba a ser como su padre, el verdadero y grande rey de Tezcuco, a tomar en su mano los abanicos símbolo de autoridad.

—La sangre corrió…

—Sí, la sangre corrió. Un criado vino con las blancas pieles que los curtidores de Tezcuco habían ablandado con excrementos de paloma. El criado cometió una traición. Quería a una mujer del palacio y mostró a su señor todos aquellos libros. El Señor del Ayuno conocía los signos. Conocía todos los signos, pues juntos habíamos leído los grandes libros y era yo misma quien había ideado signos especiales para indicar "nostalgia" o "el hombre ama a la mujer". Esos signos no eran conocidos,. por tanto, de los sacerdotes, sino solamente de nosotros tres, pues también los conocía aquel que no puedo nombrar. También a los sacerdotes se les cortaba el resuello cuando leían lo escrito en aquellas pieles. "Entonces el Señor del Ayuno sintió sospechas. Durante siete días y siete noches estuvo sentado en su palacio, sin moverse, sin tomar nada más que un puñado de cebada y un sorbo de agua. Conforme al uso de sus antepasados, hablaba con los dioses y ayunaba. A los siete días llamó a los jueces. Y les dijo: "¡Juzgad!"

—¿Pediste gracia?

—¿Cambia de dirección el viento porque extiendas los brazos? ¿Eres capaz de ordenar al Invierno que no transcurra? Los jueces lloraron y juzgaron. Eran viejos y sus miradas estaban dirigidas a las antiguas costumbres y no veían que aquí se habían levantado, voces maravillosas y la vida se había transformado. Habíamos visto a nuestros antepasados, salvajes y despiadados, que iban vestidos de hojas vegetales y venían corriendo desnudos por las montañas. Nosotros ya vivíamos en palacios y sabíamos representar el pensamiento fugaz por medio de signos perdurables. Los jueces eran viejos y la compasión se había apagado en ellos. Dijeron que debía morir porque había ejecutado actos en contra de su padre al escribir sus cartas y que había apetecido a la esposa de su padre.

—¿Qué hizo él?

—Fue adornado de flores y rodeado de incienso como uno que va a unirse a la divinidad. Eligió a Tlaloc, origen de nuestra estirpe, el que tiene cabeza de ocelote
y
no el de cabeza de tortuga y que conoce la compasión. A ese dios fue sacrificado y el Señor del Ayuno lo contempló. En su corazón no había misericordia.

—¿Te envió un mensaje?

La señora de Tula se levantó de su escabel adornado de oro.

—Sí, me envió un mensaje. Una criada me lo trajo, la misma, por cierto, que aquella misma mañana le había llevado mis flores. La estatua que estaba metida en la pared se abrió. La señora de Tula sacó de su interior un rollo de piel blanca atado con un cordón de oro. Lo desenrolló. Aproximó sus viejos ojos a las figuras y comenzó a descifrarlas. Las dos mujeres la observaban inmóviles y esperaban las palabras de la señora de Anahuac.

—Escuchad —dijo, y su voz tenía un timbre extraño. Parecía rejuvenecida. Aquella mujer de cerca de setenta años se había convertido ahora en una amante bella y apasionada. Ante sus ojos se cernía un mundo de maravillas. Y decían sus versos:

"Ese es mi canto. Soy jefe absoluto

pues ordeno en el tiempo y en el espacio…

Los tres nos esforzamos a porfía

para que mi canción acojas con ternura.

Todo mi ser rebosa la nostalgia.

No ha mucho aún que mis palabras eran

canción alegre. Hoy sólo son sollozos.

Mis pobres flores, bondadosa, acepta

y en su cáliz aspira su enervante aroma

¡ay! ya sin mí…

Quisiera a veces desechar temores

y aplastar, valeroso, todo miedo.

Y sonreírme cuando, atormentado,

el pensamiento triste de la muerte

mi alma ensombrece, cual fatal aviso

de que es caduco nuestro actual deleite.

Mis dedos pulsan las sonoras cuerdas

que a mis canciones melodías prestan.

Y mis acentos llegan desde lejos.

Escucha el canto y en su ritmo envuelta

danza ligera envuelva mis flores

con la alegría de la vida llena.

Nada te importe, si cual flor marchita

mi vida el viento, cargado de nieve,

lejos arrastre y el recuerdo borre

como el de aquellos que hoy son de la muerte…"

La habitación estaba llena de aromático humo y envolvía a la mujer como un velo azulado. Sus brazos se agitaban como si entre aquella niebla siguiera el ritmo de una danza triste. La figura del dios misterioso iba borrándose en la penumbra del crepúsculo. Las dos mujeres estaban acurrucadas sobre el escabel, contemplando a la anciana señora de Tula, que parecía, con sus movimientos rítmicos, danzar sobre el estrecho paso que conduce desde los hombres a los dioses.

En el braserillo, el fuego parecía un ojo de luz. El humo fue posándose lentamente y la música de la canción acabó. La anciana encendió la luz. Papan rompió el silencio:

—Yo estaba en Iztapalapán, en casa de mi señor, cuando supe que el Señor del Ayuno había castigado cruelmente a su propio hijo porque éste había deseado a la señora de Tula. Estaba en Iztapalapán cuando llegó la noticia de que la señora de Tula se había encerrado en su palacio y ya no recibía a su señor, ni deseaba el trato de los hombres. Tampoco podía soportar la mirada baja de sus propias siervas. Se inclinaba sobre las hojas de agave y allí dibujaba los signos que el recuerdo le dictaba. Yo quedé en Iztapalapán cuando el sangriento y palpitante corazón del joven príncipe fue mostrado al dios de cabeza de ocelote. Mis sueños no permitían su representación en dibujos, cuando pasé por el reino de los muertos. Creía yo que el tiempo se había detenido y nada podía, por tanto, suceder. Fue entonces cuando recibí un mensaje, tu mensaje, señora, que para mí significaba más que una orden. Ambas estábamos en el camino que va desde los hombres hasta los dioses… Pero ¿por qué llamaste a Tecuichpo? Mi vida ha visto el doble de inviernos que la de ella y la tuya más del triple. Para Tecuichpo la vida es todavía placer y en su cuerpo florece cada luna la flor roja. ¿Por qué has hecho venir a la muchacha?

—Los signos son más claros cuando se los hila en la soledad, como quien hila una hebra de oro que brilla a los rayos del sol. Tú vistes los signos en el reino de la Muerte. Ya sé cuáles fueron tus profecías. Yo también vi signos en mis veladas de soledad cuando evocaba a los muertos en mis canciones y hojeaba los libros cuyo sentido es más complicado de lo que logran leer en ellos nuestros sacerdotes en sus lecturas diarias.

—Hemos arrojado a Malinche. Ciento cincuenta rostros pálidos son cebados en las jaulas. Si vas a Tenochtitlán, podrás oír todas las noches bajo las murallas sus lamentaciones.

—Tú eres una niña y no sabes conocer aún esa mescolanza de luces y sombras del destino sucediéndose como la noche al día.

—¿Qué deseas de mí, señora y madre?

—¿Has visto a Malinche?

—Sí; retuve su mano entre las mías. La llevaba revestida de cuero; luego la desnudó; era blanca y surcada por venas azules. Sentí un estremecimiento cuando, según costumbre, tomó mi mano y la llevó a sus labios. En el palacio de Axayacatl se celebró un baile. Nosotros ejecutamos nuestras danzas y ellos las suyas. Ellos cuidaron que sus muchachos nos enseñaran sus bailes, pues no dejaron entrar en la sala a las mujeres blancas que iban con ellos y que aman a los guerreros por turno. Malinche hizo preguntarme por boca de Marina si yo quería bailar con él.
Aguila-que-se-abate
miraba desde lejos; no podía vengar la ofensa, pues comprendió que Malinche quería honrarme. Fui con él, me tomó por el talle y percibí el olor de su cuerpo. Parecía el aroma de las flores cuando se abren por la noche; no parecía al olor de ningún otro cuerpo. Notaba cómo sus dedos se apretaban en mi talle. Yo no pude bajar los ojos como lo pedía mi decoro; me miró y un maravilloso fuego ardió en mí misma. "Malinche es un dios."

—Papan los vio cuando estuvo en el más allá.

—¿Qué dice la señora de Tula?

—No los vi, pues desde hace veinte otoños nada vi que estuviera más allá de los muros de este palacio. Contemplé los signos y los reuní, como se reúnen las pepitas de oro para ponerlas en los canutos de hueso. Malinche es la mayor y más cruel desgracia que jamás se haya abatido sobre Anahuac. ¿Son hombres o son dioses? La muchacha a quien llamáis Malinalli llevó en el seno el fruto de su amor con Malinche. Nació la criatura y la madre le dio el pecho. Las mejillas y los ojos del niño son más claros; pero apenas se distingue de nuestras criaturas. Los sacerdotes dicen que la esmeralda roja palpita en el pecho de los hombres blancos de igual manera que lo hace en el pecho de un esclavo de Tlascala. Sin embargo, los signos son más confusos ahora que nunca. Todo aparece misterioso. Los dibujan en un solo color, con la punta de una pluma de ave que mojan en un líquido negro; parecen como los rasgos que haría una mosca con sus patas sobre una hoja de agave. Pero ellos los descifran con rapidez y los dicen en voz alta; pero ninguno de nosotros los sabría leer.

—Marina lo intentó y dijo que no era difícil. Dijo que cada sonido de la garganta está representado por un signo que se une con los otros y así forman su escrito, como con ladrillos sueltos puede formarse todo un templo.

—Sólo un dios se atrevería a querer conquistar el mundo con cuatrocientos hombres.

—Un viento misterioso y lejano les dio fuerzas de gigante. Tienen mucha sed de sangre, de esa sangre que, sin embargo, no beben ni en nada aprecian.

—Al principio creí que eran los elegidos de una estirpe lejana; que su rostro había sido empalidecido por el tiempo y unos dioses desconocidos los habían enviado contra nosotros. Después comprendí; son sencillamente hombres, que saben guardar el trueno en unos tubos, que se sientan sobre ciervos sin cuernos y que llevan además atados unos perros que destrozan y matan con sus dientes.

—Señora: me hiciste llamar para preguntarme algo…

—Quería saber si tu señor
Aguila-que-se-abate
ha visto algún signo que muestre con certeza que la esmeralda roja de los blancos deba ser sacrificada sobre la piedra de los dioses. Tú callas y Papan lo vio así; aquellos a quienes ella llama
teules
van por camino derecho. Su Dios dulce, que pende de una cruz de madera, con su cuerpo lleno de abiertas llagas, y su diosa dulce, y sonriente, coral un niño en brazos…, son más fuertes que los dioses que nosotros adoramos en Anahuac. Siento el temor de hablarte así, Tecuichpo.. Ruego
a Aguila-que-se-abate
que estudie mejor los signos, antes de partir a la campaña para arrancar los corazones palpitantes a los hombres blancos. Decidle que veinticinco primaveras no alcanzan a descubrir todos los secretos. Los padres comprenden a menudo signos que están ocultos para los hijos. Sobre los palacios reales de Tenochtitlán y Tezcuco se proyecta la sombra de una mano extranjera. ¿Quieres tú también enviar un mensaje, Papan, de lo que has visto en le valle de los bienaventurados?

—El gran señor tocó mi frente cuando regresé. Desde entonces no me ha querido volver a ver. Corre el rumor, Tecuichpo, de que a tu padre le golpeó una piedra que sólo pudo ser arrojada por la mano de un guerrero de sangre real. ¿Debo enviar un mensaje a, quien mató a mi hermano?

—¿Quieres, pues, decir que mi señor fue quien arrojó la piedra contra mi padre?

—Así se dice en todo el limite del gran lago; pero la piedra no tiene boca y no puede por tanto hablar. Los músculos de
Aguila-que-se-abate
son más fuertes que ese metal negro usado por los rostros pálidos.

—Nadie sabe eso de cierto, y tú tampoco, y sin embargo, ¿estás llena de odio hacia Guatemoc?

—A nadie odio; pero estuve en el más allá. Vi a aquellos que pasaban el arroyo y hablaban a los de la otra orilla; y les decían que el dios de esos extranjeros es el verdadero dios. Los dioses no. deseaban la sangre que gotea de los corazones arrancados… Desde entonces estoy sentada en mi casa temblando de frío. Bebo pulque y me envuelvo en mantas calientes. ¿Qué otra cosa te puedo decir, Tecuichpo?

—Tía Papan y señora de Tula: me habéis llamado y yo inclino mi cabeza ante vosotras, señoras y madres. Sé que queréis el bien y que leéis en el libro del tiempo mejor que nuestros sacerdotes, porque conocéis los signos ocultos a nuestros ojos y que sólo pueden ser comprendidos por quienes pertenecen a la estirpe de Tlaloc. Todo eso lo sabíais vosotras mejor que yo. Soy una pobre mujer débil, impotente, que tiembla sola en la colchoneta de su señor, mientras él cuida de sus guerreros. En mis venas se agita caliente mi sangre cuando cierro los ojos y me imagino sentir de nuevo el contacto de aquella mano de Malinche. Es como si tuviera fiebre; entonces sueño que en Anahuac se celebra una fiesta, durante la cual Malinche es arrastrado hasta la piedra de los dioses y su corazón arrancado rueda a los pies de Huitzlipochtli, adornado de oro y flores… Pero yo soy solamente una de aquellas que tiene sed de paz. Estoy sola… y la senda que conduce hacia Tezcuco está también cortada…

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