Esa fue la señal de asalto al palacio; parecía que millares de diablos se habían reunido para ello. Los sirvientes de las piezas aplicaron simultáneamente la mecha al oído del cañón y se oyeron en un coro todos los cañones que barrieron filas enteras de asaltantes. Pero ¿qué era eso contra aquella inmensa multitud? Los indios estaban ya en el patio del palacio, cuando se puso en movimiento el mecanismo de la puerta. Los batientes rechinaban y las lanzas saeteaban con furor por las aberturas. Los españoles pusieron en estado de defensa el palacio o castillo; fueron traídos cestones; los indios que habían penetrado en el patio caían muertos a golpes de pica; pero los españoles que quedaron fuera de las puertas eran ya llevados en triunfo al Teocalli; en vano se defendían a golpes, en vano pedían auxilio a sus camaradas; el desenfreno de la multitud los arrollaba. Millares de hombres se empujaban; les parecía que en sus puños amenazadores había ya un corazón palpitante y sangriento.
El primer asalto fue rechazado. El sol se había puesto y pronto oscurecería. Nadie sabía si Moctezuma vivía o había ya muerto. Se había encerrado en su habitación y allí, silencioso, inmóvil, envuelto en el humo de copal de su pebetero, parecía celebrar la ceremonia funeraria de sí mismo.
Estaba en Cempoal y, como un Imperator, distribuía las provincias entre sus jefes: Ordaz debía marchar a Río Panuco; Velázquez, a la costa del mar del sur; Sandoval debía vigilar la región occidental de Vera Cruz. Debían elegir emplazamiento para nuevas ciudades y medir la profundidad de los ríos. Tenían delante de sí planos de las nuevas ciudades y sus dedos se movían, con facilidad sobre aquel absurdo amasijo de líneas y dibujos que eran len mapas indios. Aquí debía ser edificada una ciudad fortificada, en ese paraje donde sopla el viento de Tierra Caliente. Para las ciudades de la montaña era suficiente un fortín de vigilancia. Daba sus órdenes como un emperador. Tenía bajo sus banderas a mil trescientos españoles a más de los cuatrocientos de Méjico. Era un ejército considerable con sus ochenta caballos, casi un regimiento, además los cañones y provisión abundante de pólvora. Lejos, en el camino, se oía un coro lastimero. En el desfiladero, donde se iniciaba la cuesta que subía montaña arriba, velase avanzar a un mensajero con una pluma roja, adorno que significaba desgracia y sangre. Su brazo derecho se extendía hacia adelante, haciendo señales que eran entendidas por todos los indios de las tribus de Anahuac. El cacique se puso serio.
—Malinche, el mensajero trae noticias de desgracia y sangre. Los capitanes se pusieron de pie. Habían aprendido ya a saber que la superstición de los indios no era una sencilla y pura superstición. La gente de aquí comprendía el alma de la selva, entendía la voz de los animales y hablaba con ellos. En los caminos serpenteantes entre praderas y bosques no se hacía jamás de noche para ellos.
Se esperó la llegada del mensajero. Arrojóse a los pies de Cortés y, de entre sus cabellos, sacó la negra y lúgubre carta de Alvarado.
Cortés fue a su tienda, para leerla él solo. Descifró la misiva:
"Los indios atacaron. Ha corrido la sangre. Nos refugiamos en el palacio. Aún nos sostenemos. Envía pronto auxilio. Ignoro cuánto tiempo podremos aún defendernos. Provisiones para tres días, que bastarán tal vez para cinco. Encontré agua en el jardín del palacio. Moctezuma es ajeno a esos sucesos. Trató de apaciguar a los indios, pero no fue escuchado. Tenemos pólvora, pero no para mucho tiempo… Venid… "
Cortés tuvo la sensación de que era un grano de polvo en las manos de Dios. Hubiese querido rasgarse las vestiduras y maldecir el haberse entregado a sueños ambiciosos. Ahora todo se le disolvía en la mano; se había terminado el encanto. Los mejicanos se levantaban. Pensó en los tesoros de que era guardador Alvarado y en el mayor de esos tesoros: Moctezuma. Tenebrosamente, se agitó en su cerebro el pensamiento criminal de abandonar a su suerte a los españoles de Méjico. Vera Cruz estaba cerca y era una ciudad segura y fortificada, que podía defenderse con los hombres y los cañones de que él disponía. Allí podía esperar hasta que llegaran refuerzos de Cuba. Y luego podía marchar contra Méjico. Pero ¿y Alvarado? Hizo tocar alarma. Sus palabras fueron rasposas y secas: —Soldados: un guerrero tiene que estar siempre dispuesto igualmente a la paz que a la guerra. Los mejicanos se han sublevado. Alvarado está sitiado. Debemos castigarlos. Los sublevados no pueden esperar gracia de Su Majestad. Partimos dentro de una hora. La gente de Narváez se asustó. Por lo visto, era eso aquel paseo que se les había prometido agradable, entre muchachas mejicanas, que regalaban flores y hasta sus cuerpos a los soldados; aquellos caciques pacíficos que hacían llover oro, aquellas ciudades de ensueño. Los más viejos apretaron sus cintos. Al buen tiempo, seguía la tormenta. Así era la vida del soldado. Además, todo su oro estaba allí en Méjico.
El camino pasaba por Tlascala; allí los esperaba la amistad, tropas auxiliares. Se veían ya por el camino muchachos, niños de color claro, cuyos padres los estrechaban contra sus mejillas barbudas y marcadas de cicatrices. Allí se les ofrecieron provisiones. En Tlascala se concedió un día de descanso. Pero ya se había adivinado que en Tenochtitlán había sucedido algo espantoso. Las noticias se filtraban por todas partes. Al amanecer, Cortés, cargado de precauciones, mandó tocar diana. En Cholula comenzaron a notar las huellas del tiempo transcurrido. Las casas mostraban aún huellas de sangre. Se veían las manchas negras que en las paredes habían dejado las antorchas incendiarias de los españoles y empalizadas destrozadas marcaban lo que fue vestíbulo o patio del templo.
Salió a recibirlos un cacique, se disculpó, quejándose de la mala cosecha, de los tiempos difíciles, de que el pueblo era pobre, de que el maíz estaba carcomido, de que los animales domésticos habían comido hongos venenosos, y los había diezmado, además, una epidemia. Parecía un hombre nuevo, cuando abriendo los brazos exclamó:
—Nada tenemos, señor… ; mira a tu alrededor; el pueblo está pobre y hambriento. Desde que vosotros no permitís los sacrificios, ya no vienen peregrinos a Cholula, cuyos habitantes vivían en su mayoría de esos forasteros; de no ser por ellos, no hubiéramos podido construir las casas ni alimentar a nuestros hijos. Se necesitaban los grandes sacrificios para presenciar los cuales se vaciaban todas las tribus de las montañas y del valle. Mas, ahora, ¿quién osa viajar? Toda la comarca es insegura; los tlascaltecas merodean y roban, pues a ellos se les permite todo desde que tú los proteges, señor. Tus lanzas, señor, interceptan los caminos, y tus soldados, con sus hachas, han roto las jaulas en las que antaño se guardaban las víctimas cebadas… ¿Quién querría ahora cebar a sus prisioneros? Los tiempos son difíciles, no podemos ocultar esa verdad, señor…
Lo que sucedió después fue desastroso para ese país alegre y soleado. Los veteranos troceaban sus tortas de maíz y con ellas hacían unas miserables sopas. Los habitantes de los pueblos de los alrededores habían desaparecido y todo el valle quedó como deshabitado, privado de toda vida.
El camino hacia Tezcuco conducía a lo largo del lago. Aquí descansaron. El jefe de la ciudad trajo el signo de paz; fueron extendidos los tapices y se trajeron provisiones. Pero tan pronto como se reanudó la marcha, reinó de nuevo aquel mortal silencio de desierto; el mercado estaba vacío; sobre las aguas del lago no se veía una piragua, aquellas piraguas que antes pululaban y llenaban las aguas de vida. Sobre las azoteas veíanse secas plantas, y las flores y sus cálices quemados caían a la calle, sin que nadie los apartara. Las calles no estaban regadas como antes, y, sobre el Teocalli gigantesco, no se veían sacerdotes. Las mujeres, por la noche, molían maíz averiado.
El lago parecía oscuro y tenebroso. Los diques estaban estropeados; las calles desiertas; no se encontraba resistencia. Faltaba el pulso de la vida; solamente de vez en cuando velase algún bote rápido, que, como asustado, iba de una orilla a otra, corría a lo largo de un dique o desaparecía en una ensenada. Los soldados veteranos cambiaban miradas: “Te acuerdas cuán diferente era todo
eso en aquel día de noviembre? " La noticia macabra era ya conocida, se sabía ya todo lo referente a la fiesta de las mazorcas, de aquella danza de la muerte, de aquellos españoles que para vergüenza de Anahuac habían sido sacrificados ante la imagen del ídolo de las cosechas… Se contaba una y otra vez de manera desfigurada la escena de la matanza… Los lobos de Méjico aullaban, mataban. Algunos tlascaltecas se deslizaron inadvertidamente dentro de la ciudad y, al regresar, dijeron que aún quedaban españoles con vida detrás de los muros del palacio. Los que estaban fuera del palacio, al estallar la sublevación, descansaban ya sobre la trágica losa sangrienta. Todos los días se hacía un nuevo sacrificio en la cima del Teocalli. El rostro de Huiztlipochtli resplandecía de nuevo y su cuerpo estaba brillante por la enorme cantidad de sangre de los españoles desangrados sobre la losa. Por la mañana marcharon por uno de los diques. Un soldado de la vanguardia disparó su mosquete. Y a los pocos minutos se oyó ya un disparo como contestación. El ejército sintió como si se llenara de una nueva vida. En los veteranos se inflamó el recuerdo. De nuevo iban a recorrer aquel esplendor maravilloso de la ciudad, con sus jardines, calles y templos; después contemplarían la torre gigantesca donde estaban tocando ininterrumpidamente los tambores de asalto. La serpiente de hierro, que así parecía aquel grupo de jinetes y cañones, llegó ante el Teocalli. Entonces, algo cayó allí, a sus mismos pies: era una cabeza de hombre blanco, con su barba negra y con las órbitas profundas, vacías. Las puertas se abrieron para que penetraran las tropas. Los soldados de Alvarado, rendidos de cansancio y de no dormir, buscaron a sus camaradas con los cuales compartían el pan de esa maravillosa aventura. Miraron a los nuevos soldados, con sus armas bruñidas, con sus uniformes nuevos y sus cotas. Los cañones rodaban; detrás venían los carros de bagaje tirados por indios y, como retaguardia, los ochenta jinetes con equipo completo. Cortés hizo su entrada como un verdadero general por la gracia de Dios, y le besaron al bajar de la silla. Venía también con ellos Velázquez. Era una magnífica mañana. Ante el palacio reinaba un profundo silencio; no se veía ni un alma. La guardia podía dejar caer las mechas encendidas. Los ojos de Cortés buscaron lo primero la mirada de Alvarado. Ambos se dieron la mano. Todas las miradas se dirigían a ambos hombres. ¿Se abrazarían? ¿Qué haría don Pedro al verse frente a su general? ¿Cuál sería la primera palabra que pronunciaría Cortés ¿Sería un reproche o una censura? Ambos hombres se miraron. Cortés se quitó el sombrero, después fue dando la mano a los capitanes, saludó a los soldados con un gesto de cabeza y pasó ante las filas. Sin una sonrisa, seco, pasó erguido. Después se metió por la puerta y salió. Solamente habló cuando hubo quedado solo con Alvarado:
—Don Pedro: Habéis echado a perder mis planes por vuestra acción insensata e infantil. No es ahora, sin embargo, el momento de pedir cuentas. Estamos rodeados y cercados. Me he metido en una ratonera. Sé que hubiese sido más prudente emprender la retirada hacia Vera Cruz; pero vine a recogeros. Vuestra merced podrá ahora ya comprender que fue una ocurrencia mal pensada el acuchillar a aquellos jóvenes inocentes, abriendo con ello las esclusas del odio.
—Se preparaban para su diabólica fiesta. Se me anunció por varios conductos que preparaban el sacrificio de las espigas y que, en realidad, los españoles habíamos de ser las víctimas. A mi parecer, mi deber de soldado era salir al paso de la astucia y atacar al zorro en su misma madriguera.
—Todos los años ofrecen el sacrificio de las mazorcas. ¿Fue Flor Negra el delator?
—Los signos eran evidentes; aun sin las habladurías de la gente. Dicho con franqueza: creo que no había ya medio de impedir el levantamiento de los indios. Hubiese estallado de todos modos.
—Me arrepiento de no haberme llevado conmigo a vuestra merced. No sé ahora a quién hubiera dejado aquí, en la ciudad, en lugar de vuestra merced. Es designio divino el que comprendamos nuestras faltas y debilidades cuando ya es demasiado tarde. Después de tales palabras dio la vuelta para marcharse. Frente a la puerta, la gente estaba en una apasionada discusión; contaban que habría discordia en el campamento. Alrededor del fuego, alguien cuidaba de atizar la pasión. La gente de Velázquez, los antiguos partidarios de Cortés, la camarilla de Narváez y los soldados de Alvarado se agitaban todos como un hormiguero en revolución y disputaban. Cortés y Alvarado salieron uno junto al otro con expresión triste y seria. Don Pedro llevaba baja la cabeza. Ambos caballeros desaparecieron por el pasillo. Solamente pudo verse que Cortés apoyó su mano en el hombro de su capitán. Al mediodía comieron todos y la comida fue un poco más abundante que de ordinario, pues los recién llegados habían traído con ellos provisiones. Cortés recorrió los sótanos que servían de almacenes y en los que, todavía ayer, los soldados recogían con las manos los granos de cebada polvorientos y agusanados. Pasó luego a ver la fuente recién descubierta, junto a la que había una guardia permanentemente. Metió en el agua un vasito de hoja de lata y bebió un sorbo. El agua amarga del lago debía filtrarse por las capas inferiores del terreno; pero, al fin, era agua dulce y potable. Moctezuma hizo rogar a Malinche que le visitara. Cortés entró con cara seria. Moctezuma le rogó le refiriera cuanto había sucedido.
—Hoy, al entrar en Tenochtitlán, han echado bajo las patas de mi caballo la cabeza de uno de mis camaradas. En las jaulas están cebando a españoles con miel. ¿Cómo puede llamarse rey al Terrible Señor si no puede mandar en su mismo pueblo? ¿Qué merece el monarca de un pueblo que en el espacio de una fase lunar olvida ya su solemne juramento? ¿En el trono del gran señor está sentado por ventura un muñeco, o se ha metido en su cuerpo el alma de una mujer?
Como general, recorrió los puestos de peligro e hizo emplazar, bajo la lluvia que caía, los cañones en los bastiones avanzados para defender las trincheras que se habían abierto. Después subió a la parte más alta del palacio, donde se elevaba una pequeña edificación sobre el mismo terrado.
Desde allí contempló la ciudad de Méjico dispuesta enteramente para la guerra. Parecía envuelta en una atmósfera de lucha, como si la mano del vengador Huitzlipochtli se hubiese extendido sobre ella. Cada azotea era una fortificación. En la plaza del mercado se veía un mar de diademas de plumas. Reinaba un silencio absoluto. Entre los españoles no se había visto nunca un silencio semejante, terrible, que rompía los nervios. Parecía como si el aire estuviera paralizado y la vida se hubiera refugiado en los corazones que palpitaban, esperando lo que había de llegar.