—¿Sería sangre de la víctima?
—No vi ni una víctima. No mató ningún animal ni ofreció frutos agradables a los dioses. Pregunté a su señor si deseaba esclavos para derramar su sangre en el altar. Cuando acabó de oír lo que yo preguntaba por boca del intérprete, vi que se había encolerizado. Dio como contestación que su Dios blanco sólo tomaba venganza terrible de aquellos hombres que asesinaban a inocentes; asesinar: ésta fue la palabra usada, como si hablara de un crimen.
—¿Sentías miedo mientras hablabas con él?
—Cuando me puse en camino, iba cantando para mí el himno de los destinados a morir. Después probé sus comidas y bebí de sus bebidas. Miré cómo hablaban y cómo trataban de comprender mis palabras a través de lo que repetía la muchacha llamada Malinalli que vino con ellos no sé de dónde. Sin embargo, me pareció que por mi cuerpo soplaba el aliento del demonio mismo cuando sus negros tubos escupieron llamas y sus poderosas bolas de piedra derribaron los árboles.
—¿Están unidos con sus ciervos sin cornamenta de la manera que se les ve en los dibujos?
—Oí el grito de esos seres; un grito como nunca había oído otro semejante; después los vi. Los monstruos están separados de los hombres. Hay machos y hembras. Los unos son blancos, otros rojizos; unos más claros y otros más oscuros. Vi a un macho que se quería abalanzar sobre una hembra. Se levantaba sobre las patas traseras, gritaba, pateaba, como poseído por los espíritus. El hombre llega a él, pasa una correa alrededor de su cuello, mete los talones en los costados y queda sentado de un salto encima del animal. Es en este momento cuando se realiza la misteriosa unión que tú has visto en los dibujos. El animal y el hombre quedan como fundidos; el cuadrúpedo se amansa, se vuelve dócil. Permanece quieto o echa a correr, va al paso, salta, se encabrita, todo conforme a la voluntad del guerrero.
—¿A cuántos se eleva su número?
—Escaso para un ejército; excesivo para una embajada. El número de hombres será tal vez de unas cinco veces ciento; pero todos saben levantar sus armas a un mismo tiempo cuando oyen tocar los cuernos.
—Eres sabio, Teuhtitle. Has visto ya muchos ciclos… Dime, ¿son a tu parecer hombres o hijos de dioses?
—Alto señor…, yo pasé por su campamento. La tienda del jefe era pequeña y no vi por ningún lado un lugar como se encuentra en los lugares de la gente mejor…, tuve que aligerar el cuerpo… y hube de pasar por encima de suciedad e inmundicia. Señor: bien sabes tú que yo no ofendo en vano con estas palabras al Príncipe de la Limpieza, que tal eres tú; pero debo informarte que me dejaron pasar los centinelas, oí sus voces de alerta… Aproximéme a la pendiente de una colina llena de matorrales. Era el crepúsculo. Allí tuve que pararme, pues vi algo… como una mancha blanca que lucía… Era uno de aquellos hombres, que yo veía por primera vez sin sus arreos, sin su capa; estaba destapado… y no estaba solo…, con él estaba una esclava de aquellas que les habían entregado para sus sacrificios en Tabasco… A cada muchacha le pusieron un nombre, le mojaron la cabeza con agua y el jefe anunció a todos que se preparasen…
—¿Te parece apropiado hablarme de esclavos en esta noche?
—Señor: yo viviré sólo mientras a ti te plazca, pero espero que tu sabiduría adivinará el sentido de mis palabras… El destino de ese reducido pueblo pálido se entrelaza posiblemente con el nuestro, como las flores se tejen en las guirnaldas de nuestras damas. Los rostros pálidos no conocen los rumores del bosque, pues me pude aproximar a ellos sin ser notado… y todo lo podría dibujar… Bajo los árboles se hallaba un hombre de cabellos dorados y con él una esclava. Sus mejillas estaban juntas. La luna hacía brillar sus cabellos; parecían como oro y plata mezclados. Yo los miraba como si fuera un niño y vi cómo se amaban. De la boca del hombre salían palabras extrañas y desconocidas; no como sucede con nosotros, en que los hombres permanecen mudos cuando abrazan a su mujer, en el lecho… Pensé que tal vez aquel hombre extranjero ofrecía un sacrificio a su dios y que aquello era un rito, un ceremonial; que con el cuchillo de su cinto acabaría por abrir el pecho de la muchacha y arrancarle el corazón… Tal vez sus sacrificios se hacían en secreto… Oí la risa de una hiena y en el mismo momento el hombre tomó a la muchacha… Entorné los párpados para que no delatase mi presencia el brillo de mis pupilas y entonces pude ver muy bien que él la abrazaba y la gozaba como todos los hombres acostumbran a gozar a sus mujeres. La diosa Tosi se cierne por encima de los amantes cuando se abren las fuentes de la vida…, pero es un pecado que ello sea espiado por un hombre mortal. Sin embargo, sabes tú bien, señor, que tal momento era para mí altamente significativo e importante: los dioses no procrean en las entrañas de las mujeres terrenales. Si aquel ser codicia a una hija de nuestro pueblo, no puede ser un dios. Aquel cuerpo blanco y poderoso se sumía en el placer del momento. La muchacha quejóse en queja aguda; tal vez en aquel momento había perdido su doncellez. El, entonces, tapó su boca con la mano y la acarició y le habló. Su boca buscó la de la muchacha como si quisiera chupar su sangre… Entre nosotros, el hombre, llegado tal momento, aparta la mujer lejos de sí; pero aquel hombre quedó a su lado con los ojos cerrados, y la muchacha junto a él.
—La genealogía de Quetzacoatl está separada de la de nuestro pueblo. Nuestros libros nada saben de dioses que conozcan el deseo humano por los cuerpos mortales. Con razón dices tú que no son dioses esos hombres…
—Como nosotros son, pero más perfectos. Nuestras armas apenas les pueden hacer nada, pues van vestidos todos ellos de escudo que les cubre de las flechas. En cambio, no tienen defensa alguna contra los mosquitos; se rascan casi llorando de rabia, se echan al agua y se untan de grasa. Si respiran los aires de los pantanos, tienen después fiebre y, según dicen, no tienen otro medicamento para combatirla más que el oro, la inmundicia del demonio.
—¿Cómo se llama su jefe, que sólo el descendiente de Quetzacoatl puede haber enviado? Dime algo de él.
—Augusto señor. Yo serví en casa de vuestro padre en su palacio. Yo hice la guerra en las costas de los dos mares, regí provincias e impuse contribuciones. Conozco a los hombres. A éstos los tengo por hombres y así los considero. A su jefe le llaman ellos un nombre extraño que parece que rechina. No puede expresarse en nuestra lengua:
Coltez
. Hablé con él más de una vez. No es más alto que los otros, ni más fuerte que sus guerreros. No es viejo, ni tampoco joven. Su cabello no es liso como el nuestro, sino que forma olas como las del mar, pero de oscuro color; diríase que las olas de un mar oscuro se han helado; aquí y allá hay hebras de plata. Le miré a los ojos, pues ante él nadie baja la vista, ni aun los más humildes soldados. Es un hombre, pero el señor que manda desde lejos eligió bien cuando envió a este guerrero. El Terrible Señor se puso en marcha sin decir una palabra. Caminaba con paso rítmico en el que parecían unirse danza y sacrificio de una manera mística. Lentamente marchó hacia la capilla. Tomó en sus manos la estilizada cabeza de ocelote de la moldura. Miró hacia Tenochtitlán. Parecía como si la noche fuese devanada lentamente por una mano lejana y misteriosa. En la inmensa tiniebla sólo se percibía una pincelada violeta. Teuhtitle, de pie junto a su amo, cruzó los brazos y esperó.
—Toma un capazo. Baja conmigo a la cámara de los tesoros. Los hombres pálidos están enfermos y sólo con oro se pueden curar. Les voy a enviar para que se emborrachen con él, como si fueran ancianos ebrios de pulque.
—Dices, señor, que están enfermos y que sólo con oro pueden curar. ¿Deseas, pues, que se vuelvan todavía más fuertes de lo que son y que luego ya nada pueda detenerlos en su camino? Augusto señor, añades tú que su señor es descendiente de Quetzacoatl. Pero ellos no hablan de tal cosa; nada saben ellos del Maravilloso Cazador que en los tiempos remotísimos ya, se embarcó en su bote hacia el oriente. Ellos llaman a su señor:
Carlos
. Ninguna deidad nuestra se llama así y ellos nunca dijeron que su señor fuese un dios… Te pido, señor, que seas cauto y precavido con tus tesoros…
—Eres solamente un vasallo y tu razón no puede adivinar muchas cosas. Yo creo en su dios, pues así me lo hicieron saber sus signos.
—¿Los dejarías llegar hasta ti, si quisieran aproximarse?
—A ti te incumbe la responsabilidad de mis guerreros. Si yo quiero, su número puede aplastar a los rostros pálidos, pero nada he decidido de ello todavía. Tal vez…, tal vez sería lo más acertado atraerlos hasta aquí para luego abrirles las venas. Sería maravilloso si su savia roja salpicara sus cuerpos blancos y dorados. Podríamos ofrecerlos en sacrificio a nuestros dioses. Así sucedería si ellos fueran solamente lo que tú crees que son: hombres corrientes pero con piel decolorada. Pero ¿quién podría decidir todo eso ahora, en un momento?
—Augusto señor: O les envías oro, esclavos y comida, junto con tu amistad e invitación, o llamas a tus guerreros de Cholula, y entonces éstos, en siete días, en la primera semana de la tercera mazorca, amontonarían tantos cuerpos blancos alrededor del trono de Huitzlipochtli como nunca ha podido ver Anahuac. Ofrecerás así el mayor sacrificio que se haya podido leer jamás en nuestros libros.
—Pero los signos se contradicen, sin embargo… También nuestras almas están llenas de contradicciones. Es como si se entablase un furioso duelo entre Quetzacoatl y Huitzlipochtli. Cuando los dioses se abalanzan los unos contra los otros, los hombres son entonces tan pequeños e impotentes, Teuhtitle, como lo fueran ante una lucha contra la Luna y el Sol… Espero ver más claro; así que antes esperaré. Les envío la inmundicia del demonio y al mismo tiempo reuniré a mis guerreros en Cholula. Vigila los pasos de los extranjeros. Si parten con sus casas flotantes y abandonan nuestras costas, que lo puedan hacer con paz y tranquilidad. No dejaré que se aproximen más a mí, y si lo tratan de hacer por medio de la violencia, son entonces enviados desobedientes, y su señor, que habita en la remota lejanía, no habrá de protegerlos entonces.
—Son guerreros, señor, que no criados. No se dejarán sujetar fácilmente. Por mucho que odien al cuchillo del sacerdote que saca el corazón de las entrañas de las víctimas, son ellos mismos cien veces más sanguinarios, si su jefe les ordena combatir. Cuentan con prisioneros de Tabasco, que en sus cuerpos albergan alma de chacal y que no conocen lo que es gracia o perdón… No son dioses, augusto señor, sino guerreros. Te ruego, señor, que dejes disponer los tambores de señales y que sus golpes lleguen a los guerreros de Cholula. Estáte prevenido y en guardia ante esos rostros pálidos, señor, pues no son, en verdad, hijos de dioses.
Llegó una larga fila de esclavos con la vista baja. Iban cargados con fardos de telas, cestas, alfombras. Cuando llegaron ante Cortés, Teuhtitle alzó la mano y se inclinó mientras hacía entrega del precioso regalo, el más precioso que nunca su amo hiciera a hombre alguno: era una corona de plumas, tan alta como la mitad de la estatura de un hombre; era una reproducción exacta de la corona que el gran señor llevaba en las batallas. Estaba compuesta de brillantes plumas de alas de quetzal, de color verde-dorado. Quien se la ponía, quedaba muy superior a los demás mortales. Esta era la corona que Moctezuma enviaba al excelso señor de allende las aguas, pues sólo para tal cabeza estaba destinada: para una testa que dominaba mundos enteros. La corona estaba dividida en sectores dorados y representaba su diadema la bóveda celeste en el día y en la noche. En la parte baja lucían los soles de oro puro, bordados entre las plumas; en la parte central, brillaban por todas partes pequeñas turquesas y esmeraldas. La parte que representaba la noche estaba sembrada de lunas de plata. Al mismo tiempo que corona era una representación de la bóveda celeste, como aclaró Teuhtitle, y en esa diadema real podían estudiarse y seguirse los misteriosos cursos de los planetas. Un esclavo desenrolló las ligeras mantas y las extendió sobre el suelo, de forma que se desarrolló ante los ojos atónitos de todos un disco o plato de oro del tamaño de una rueda de molino. En su centro veíase una figura de dios con terribles emblemas, apoyado en una flecha. En forma de radios, veíanse dibujos de animales y de plantas, y con tales símbolos, se mezclaban piedras preciosas, oro y tablas de cálculos, junto con alegorías religiosas. Una segunda rueda de plata, de igual tamaño representaba las pálidas figuras de la Luna. Un esclavo entregó a Cortés el yelmo francés que les había sido prestado hacía algún tiempo; lo devolvían rebosante de fino polvo de oro tamizado. En una especie de bandeja había granos de oro de forma parecida a las lágrimas, de la misma manera que había quedado el fundido metal al ser arrojado en agua fría. Sandoval no pudo reprimir un grito, como si fuera un niño: en la blancura de la cubierta veíanse veinte patos de oro volando en forma de cuña… Los otros admiraban los dorados jaguares, monos y topos. Con prodigalidad había allí toda suerte de figuras de animales, cincelados con gran maestría. También había una cadena para el cuello, adornada de cien piedras preciosas; pendientes de maravillosas perlas, un arco con asidero de oro y flechas con punta del mismo metal; varas largas con contera de oro, que eran levantadas por los jueces en el momento de pronunciar la sentencia. De las cestas sacaron, además, escudos o rodelas, mantenidas tersas por medio de varillas de plata; los bordes aparecían adornados de plumas finas y en su superficie brillaban aplicaciones de oro y plata. Y cada vez más plumas, siempre nuevas y hermosas con una mágica profusión de brillos y coloridos, en formas diversas como alas de mariposas, de mil matices diversos; capas de plumas finas como las pieles más delicadas. Sacaron luego pieles magníficamente curtidas en parte verdes y en parte blancas como la espuma. De entre las esterillas o colchonetas, fueron sacadas sandalias orladas de oro con broches del mismo precioso metal; los tacones estaban cuajados de piedras preciosas azules. Sacaron luego un espejo redondo de marcasita, como el que empleaban los príncipes y los caciques después del baño matinal. Luego oro, más oro, como si fuera un torrente que lamiera los pies, corriera por encima de las mantas y pasara por delante de aquellos hidalgos flacos, hambrientos y pobres. Todos miraban a Cortés, para ver si sus facciones se iluminaban de alegría y si se bajaba a palpar aquellos tesoros. Cortés levantó la corona de plumas y la admiró largamente; no hizo caso del oro. Estaba pendiente de la palabra que pesaba mil veces más y que era mil veces más preciosa que todos los maravillosos adornos y joyas. Su mirada se fijó en los labios de Marina: