El dios de la lluvia llora sobre Méjico (26 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

Volvió las espaldas al ejército, que se había sonrojado, y se metió en su tienda. Todo el campamento zumbó como un avispero irritado; se desataron las pasiones; los descontentos de ayer se reprochaban los unos a los otros: ninguno quería ser ahora del partido de "los cubanos." "¿Ves tú como con dos doblones vacilas a las puertas del país del oro…? Temes por tu cabeza, como si no hubieses estado nunca debajo de la horca."

La vida normal del campamento se había interrumpido. Todos hablaban a la vez. Ahora cada uno era su propio amo. Cada uno ponía fe en lo maravilloso. "Obedezco sólo a vuestra voluntad, soldados." Se encontraban ahora con un resultado incierto, con algunos pocos doblones en el bolsillo, que podían además ser fácilmente perdidos en el juego de dados. Los jefes partidarios de Cortés atizaban diestramente el fuego. Uno de ellos exclamó: "Vayamos al capitán general… No esperemos a mañana… " Corrió una ola de entusiasmo y los más audaces estuvieron ya en la puerta de la tienda del jefe.

Con la cabeza descubierta parecían mendigar en tono llorón: "¿Vuestra Excelencia nos guarda rencor? ¿Vuestra Excelencia no nos tiene por hombres dignos de conquistar El Dorado? No somos todos así, señor… El oro nos priva de la razón y entonces es posible que tendidos de panza contra el suelo nos dejemos acariciar por el sol… Pero también somos capaces de hacer otra cosa… Vuestra Excelencia no querrá negar que en Tabasco no fuimos avaros de nuestra sangre. Suplicamos a Vuestra Excelencia no nos haga regresar de manera tan vergonzosa para la irrisión de todos." Mientras ellos hablaban, Cortés hojeaba su gran libro de cuentas, como si todo lo demás fuera una charla sin importancia y vacía.

—Ya no es posible, muchachos. Os tira ya vuestro hogar y vuestra tierra. ¿Cómo podría ya ahora penetrar confiadamente por caminos peligrosos y difíciles, sin estar seguro que detrás de mí tengo a todas mis huestes?

—Suplicamos a Vuestra Excelencia nos lleve hacia adelante, a donde quiera…

El patetismo rodeaba todas esas frases. El habla de los soldados se hacía heroica, rica en coloridos,

—¿Y si vosotros sois tan sólo un grupo y la mayoría prefiere retroceder?

—Vuestra Excelencia pudiera ordenar una votación…

Las tropas se agotaban rugiendo. Exceptuando a los centinelas, ninguno estaba en su puesto. Todos comprendían la decisiva importancia del momento. Todos querían estar presentes; los embriagaba el sentimiento tan español, dulce e invencible, del gregarismo d: la emoción decisiva, de la intriga, de la aventura, todo ello tan contagioso. "Por este momento se podría dar la vida", murmuró El Galante. Todos agitaban los sombreros, los yelmos y rugían: " ¡Cortés, Cortés! "

El alto señor los hace esperar. Sigue hojeando su libro; no tiene prisa. Conoce las voces y conoce a su gente… como Julio César, cuyas páginas recorre noche tras noche.

—Conforme a vuestro deseo, celebraré Consejo.

Sobre el campamento se ha extendido de pronto un silencio de tumba. Sus palabras, como si fueran un rayo, hicieron enmudecer a todos. Media hora después gritó el paje que tres soldados, designados por elección, debían pasar a la tienda del jefe.

—Mis jefes me aseguran que todos están unánimemente por la continuación de la campaña. ¿Es cierto, soldados?

—La verdad absoluta, señor.

—Id y preguntad de nuevo a vuestros camaradas si ello es así. Si quieren seguirme a través del fuego y del agua, de la sangre y de las penalidades. Antes de contestar, y por última vez, que lo mediten bien.

Los minutos se deslizaban por los relojes de arena. A la luz insegura y parpadeante de las bujías, veíanse los capitanes alrededor de Cortés. Nadie se atrevía a adelantarse al momento presente. De pronto se oyó una voz fuera que se elevaba como arrebatada por el viento, como una visible noticia que llegara entre la oscuridad y la niebla:

"¡Viva Cortés! "

Se agolparon a la puerta de la tienda, apartaron a empujones a los guardias.

Cortés les dijo:

—Habéis venido a rogarme que os conduzca al mundo maravilloso ante cuya puerta os sentisteis ha poco desfallecer. Tened bien presente que el señor Velázquez solamente nos dio derecho al botín. Debo reconocer la costa, pero no fundar establecimientos. Las leyes españolas me dejan libre, frente a eso, de deponer las armas y convertir en ciudadanos libres los que aquí en esta Nueva España edifiquen la primera ciudad. Tengo resuelto poner mi cargo en manos del magistrado de esta ciudad. En todos los asuntos habrá de decidir según su buen saber.

La noche fue tranquila. Sus sombras caían sobre las hogueras del campamento, alrededor de las cuales los soldados discutían en grupos apelotonados y hacían listas de candidatos. Bajo las capas se oía el tintineo de los maravedises.

Villa Rica de Vera Cruz fue una de las ciudades que nacieron según las fórmulas prescritas. El Libro de Leyes de Castilla estaba abierto sobre la larga mesa que el viento de las dunas sembraba de granitos de arena. Los pergaminos yacían revueltos por encina de las tablas; los caballeros ponían el sello de sus anillos en la cera. El título de Corregidor, Tesorero. Abanderado —dignatarios de las poblaciones españolas— presentaban ahora esplendor a las capas de los soldados rodeadas de aclamaciones. Los dos alcaldes fueron Montejo y Puertocarrero, elegidos por aclamación de la gente. Cuando ocuparon sus puestos de honor, entró Cortés con la cabeza descubierta e hizo una profunda inclinación ante ellos.

—Señores alcaldes: Al entrar vuestras mercedes en funciones, termina mi cometido. Recibí mi empleo del gobernador Velázquez, cuya autoridad sobre estas regiones ahora ha desaparecido. Reconozco por dichas razones que, hasta nuevas decisiones de la Corona, a vuestras mercedes corresponde administrar esta provincia. Se retiró de nuevo a su tienda, de la que mandó arriar la bandera de comandante en jefe. Marina estaba sentada, mirando sin comprender aquella extraña escena que representaban los españoles fuera. Con su dulce voz preguntó a su señor:

—Te han hecho alguna ofensa? ¿Has quedado solo, sin soldados?

Cortés sonrió y la acarició En esos días tan cargados de preocupaciones, su única alegría era buscar la mirada de aquella muchacha y escuchar su voz para olvidar un momento todo lo demás… Era asombroso que a veces no pudiera recordar en modo alguno la fisonomía de su esposa. Debía tratar de recordar sus vestidos, su peinado, para así evocar borrosamente su rostro descolorido. Esta muchacha, en cambio, vivía en él.

En el suave aroma que despedía Marina sentía como el aliento de todo ese mundo de maravilla. Nada tenía esta muchacha de la sencillez, un tanto irracional, de los indígenas de la isla, cuyas mujeres se desperezan como corzas en el brazo amoroso. El era amo de la vida y de la muerte de Marina; así decía la ley que los antepasados romanos habían promulgado hacía muchos cientos de años; pero en espíritu la consideraba libre. ¿Acaso no habíale puesto la mano encima como ordenaban las Instituciones? Siempre la acompañaba, y ella se iba con él cuando marchaba de hoguera en hoguera del campamento. Sentía a veces como un secreto temor de que el bosque se la tragase un día.

Dos trompetas estaban a la puerta de la tienda y en voz alta anunciaron:

—Don Hernán Cortés: los magistrados de la ciudad de Villa Rica de Vera Cruz le invitan a la sesión. Sin armas, el sombrero en la mano, con paso lento se dirigió al banco de arena.

La gente se había colocado en semicírculo: jefes, tripulaciones, soldados, todos mezclados sin disciplina militar alguna. Ahora eran todos libres, ciudadanos iguales ante la ley, vecinos de Vera Cruz. Al llegar Cortés saludaron todos al general en jefe de ayer con una simple inclinación de cabeza, en vez de una profunda reverencia. Alzóse el magistrado. Puertocarrero se puso el sombrero. Montejo siguió su ejemplo. Sobre las piedras habían colocado una tabla con un crucifijo y un hacha de lictor. El notario real leyó el texto:

—"Nosotros, Magistrados de la ciudad de Vera Cruz, por la Gracia de Dios y en nombre de Su Majestad Católica el rey de Castilla, y de Aragón, Don Carlos de Austria, hacemos saber que, con el voto de todos, nombramos y elegimos al ciudadano Hernán Cortés para el cargo de capitán general. En virtud de esto, te preguntamos, Hernán Cortés, si aceptas la elección de tus conciudadanos y, en consecuencia, declares tu aceptación al cargo para que en este caso hagas el juramento mandado."

Cortés se adelantó. Se arrodilló ante la mesa de modo que con su mano derecha pudiera alcanzar el crucifijo. Todos se movieron acometidos por la emoción. A los soldados se les saltaron las lágrimas. El padre Olmedo levantó la mano y los bendijo a todos.

3

El primer jinete había alcanzado la cumbre de la colina arenosa y extendió el brazo como arrobado. Al otro lado de la cadena de colinas peladas, allí donde el horizonte se extiende en línea curva, se veía una línea de verdor de vegetación tropical. Una larga hilera de palmeras sobresalían en el boscaje. Grandes bananos mostraban sus racimos de frutos; helechos, altos como un hombre, se inclinaban con el viento como un saludo. Los hombres y los caballos marchaban silenciosos sobre el terciopelo de la suave hierba. Pasaron por pueblos y caseríos. Por ninguna parte descubrían un ser humano. El ganado, cerdos, perros cebados y aves de corral, debía de haber sido escondido en alguna parte. Todo su botín fue algún jabato perdido.

A medida que fueron penetrando en poblaciones de más importancia, tanto más se poblaba, sin embargo, la región. De detrás de las chozas salían aquí y allá algunas viejas que les ofrecían ramilletes de flores. Detrás de ellas venían también algunos niños, con los ojos brillantes de curiosidad y gritando algo a los que llegaban, algo que en su idioma quería decir
¡paz!
Era un mundo nuevo y virginal ese camino que conducía a la ciudad de Cempoal, que nunca había sido aún visitada por hombre creyente en Cristo. Al mediodía paráronse para descansar. Cortés mandó en descubierta a los jinetes; debían alcanzar las fronteras de la ciudad y anunciar por medio de señas a todos los que encontraran que al día siguiente llegarían los españoles.

Habían transcurrido varias horas cuando regresaron. En la boca del jinete más joven había una sonrisa helada. Parecía no ver, no oír nada; solamente insistía en decir siempre lo mismo: "Allí, señor, las casas son de plata; todas las calles de plata… Lo he visto yo mismo: es la ciudad de plata… " La noticia dio nuevos ánimos a la gente. Ninguno quería ahora descansar más tiempo; todos anhelaban poder ver la ciudad de plata antes de la puesta del sol. Se pusieron en movimiento. Una serie de aldeas y caseríos indicó la proximidad de la ciudad; veíanse canales que formaban cruces; las calles estaban bien cuidadas; la gente llevaba túnicas de colores vivos; las muchachas arrrojaban flores a los soldados y reían cuando llegaba hasta sus oídos una galantería de alguno de ellos.

Cortés picó su caballo. "Tal vez… ", eso fue su último pensamiento; después dio una sonora carcajada. Sus jefes le habían dado alcance. Los soldados vieron como su general reía, y sus risas fueron contagiosas. Todos rodearon a aquel crédulo muchacho, que obstinadamente repetía aún lo mismo. "Muéstranos, muéstranos —le decían— la ciudad de plata." Los rayos del sol poniente hicieron brillar los muros encalados, blancos como la nieve, y en verdad que en aquel momento tenía la ciudad todo el aspecto de una ciudad de resplandeciente plata.

Era la primera ciudad en que habían entrado. ¿Una ciudad? Las calles eran rectas y anchas, tiradas a cordel, bordeadas por los jardines en forma de galería de las casas, cubiertas de palmas. Estas calles conducían a la plaza donde se levantaba el templo, que era un fuerte y alto edificio. También los muros que rodeaban el templo estaban cubiertos de cal, tan resplandecientemente blanca que parecía también de plata. Desde aquí, una escalera de empinados peldaños conducía hasta una plataforma superior. Los ojos estaban admirados de ese nuevo espectáculo y aquella blancura los deslumbraba, así que apenas observaron que del palacio que estaba enfrente se había puesto en movimiento una comitiva ricamente ataviada y adornada de flores. El cacique era llevado por diez esclavos que se doblegaban bajo el peso de una gran silla portátil, adornada con un delicado tejido de plumas. Aquel cacique, gordo, monstruoso casi, era una extraña aparición entre aquellos hombres flacos y secos. Ha tiempo acaso fue un hombre fuerte; ahora, sin embargo, no era más que un montón de carne jadeante y gelatinosa. Bajó de su silla y trató de inclinarse ante Cortés. Su mirada era ardiente y varonil. El capitán general se adelantó hacia él y le abrazó. Se sentaron a la mesa. Era la primera comida india que ofrecía el jefe de una verdadera ciudad. Se sirvió espumoso cacao, así como bananas. Después sirvieron unos pequeños perros cebados, asados con mucha grasa. Cortés estaba sentado al lado del cacique, y Marina entre los dos hombres; así podían charlar continua y lentamente. En esto, se notó cierta alteración o barullo en la mesa; desde la plaza venía el alboroto. Los españoles tomaron las armas y se pusieron de pie para enterarse del origen de aquella repentina excitación.

Llegaron cinco sillas de mano, verdaderas casas de tejido de palma, dentro de las cuales iban sentadas cinco personalidades herméticas, tiesas y horriblemente pintadas. Bajaron de sus sillas ante el cacique, quien se adelantó pesada y servilmente hacia ellos. Aguilar y Marina dieron la explicación. Cortés vio solamente cómo el más elevado de aquellos personajes hablaba con el cacique y cómo a éste le temblaban todos los miembros del cuerpo. Abrió los brazos cual si llamara como un testigo a un dios. Según iba diciendo Marina, se trataba de los recaudadores del Terrible Señor, los cuales preguntaban al cacique por qué motivo se había atrevido a recibir a los españoles. Castigaban a la ciudad con una multa, además del tributo que correspondía; debían entregar veinticinco muchachas y el mismo número de muchachos para el sacrificio. Cortés llamó a un lado a los horrorizados jefes de Cempoal.

—¿Soportáis como coyotes que os trate así? Se arrojan sobre vosotros cual jaguares para beber la sangre de vuestra ciudad. Los jefes movían la cabeza asustados.

—¿Qué podemos hacer, señor? Lo manda el Terrible Señor y contra él nadie puede levantar un arma.

—¿Cuántos hombres armados tenéis?

—Veinte o treinta veces ciento.

—Nosotros somos cinco veces cien hombres fuertes. Todos reirían a lo largo de la costa si nos doblegásemos ante algunos perros que ladran. ¿No se burlarán de vosotros en Anahuac si yo me encargo de vuestra suerte?

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