Se prepararon para luchar a vida o muerte. Otra vez se reunieron al pie de la colina donde el padre Olmedo daba la absolución. Durante toda la noche estuvo confesando; apenas podía ya tenerse en pie y hubo de humedecerse el rostro con agua mientras repetía las fórmulas de ritual. Ya había llegado el nuevo día, cuando se levantó y dijo una misa, alzó el cáliz y, ante el altar, se arrodillaron os aquellos que estaban ahora al borde de la muerte. Cortés decidió no esperar el asalto de las masas. Era más viril abalanzarse contra el enemigo. Conducía el camino a través de magníficas plantaciones situadas en una meseta de suave pendiente. Pensó en Andalucía, en aquellos panoramas de la montaña. Se ajustaron las capas, pues aquí no había que temer el calor. Marcharon en silencio durante varías horas, protegidos por algunas avanzadillas que, al cabo de cierto tiempo, anunciaron la proximidad del enemigo.
Entonces avanzó el notario con dos heraldos, como prescribían las fórmulas. En el pergamino que llevaba desdoblado en las manos se requería, en latín, el dominio de la paz española, del orden y de la disciplina sobre sus desatadas pasiones. Hasta sus pies llegaron algunas flechas casi sin impulso ya. Entonces aquella pared humana pareció irse aproximando; descendía como un mar por la pendiente. La pálida luz del sol se veía oscurecida por miles de flechas, piedras y venablos, mientras los españoles silenciosamente formaban el cuadro. Sólo se oían los toques de cuerno. Veían que se les echaba encima una inmensa multitud. Los indios formaron en columnas cada una de las cuales seguía a un guión. Sobresalía un joven jefe que llevaba como adorno una magnífica pluma de cormorán y que parecía mandar el conjunto de columnas.
"Confiteor Deo omnipotenti… "
, así dicen las voces de los destinados a morir. Resuena el guantelete de Cortés al golpear su coraza del pecho; después levanta la espada y da la orden. La masa de indios que desciende por la estrecha cañada no tiene lugar suficiente para desplegarse y hacer eficiente así toda su superioridad numérica. En cambio, su masa compacta constituye un blanco favorable para la artillería. Una única salva es decisiva en este caso. Si no hace por lo menos flaquear a aquellas hordas irresistibles que descienden como las aguas de un río, los españoles serán barridos. El cuadro espera el choque con las lanzas alzadas; desde las alas se hace fuego de mosquete; se oye el silbar de las ballestas. Detrás, en segunda fila, están los soldados que cargan las armas; están sudorosos, tiznados, deshechos casi por los rayos del sol que caen perpendicularmente. El cuadro se extiende o se encoge según van ordenando los toques de trompeta. Aquí y allí cae un español bañado en sangre; se le lleva enseguida al centro del cuadro donde algunas mujeres de las que van con los soldados le vendan presto y bien sus heridas. Los infantes se dejan llevar por el instinto que les indica lo mejor que pueden hacer. Cortés ha partido con sus jinetes y, con su táctica ya experimentada, da un rodeo para tratar de caer por la retaguardia enemiga con el estruendo de trompetas y choques de armas.
El ánimo de los españoles no decae; milagrosamente se sostiene. Y en algunos pequeños momentos de descanso aparecen las cantimploras; se bebe un trago, se come un puñado de frutas: bananas o higos. Las manos pasan rápidamente por la frente para limpiarse el sudor, o la sangre. Marina ofrece solícitamente hilas… Y el baile comienza de nuevo. Los diablos aquellos rodean a los españoles; los cañonazos incansablemente truenan desde la colina y crepitan los mosquetes. Cortés, una y otra vez, intenta lo imposible: que trece jinetes hagan saltar aquel anillo que ahoga, Ante los españoles se va levantando poco a poco una muralla de cadáveres. En el centro del pequeño campamento se ha encendido una hoguera: se arrastran hacia ella algunos cadáveres y se les echa sobre el fuego que crepita. Se recoge la grasa fundida, se mojan en ella algunas estopas y se aplican sobre el brazo o la pierna donde mana la sangre de una herida.
En el ardor de la lucha, llega el momento inadvertido en que se alcanza el punto culminante, el grado máximo de tensión. Después, la fuerza del furor va disminuyendo. Los huecos de las filas enemigas no se llenan de nuevo con la rapidez de antes y, en algunos lugares, se observa claramente la falta de hombres. Grandes masas de indios se desplazan lateralmente en movimiento incomprensible. La tarde cae y aparecen ya las primeras sombras. El ruido se va amortiguando. Los tímpanos, desgarrados por el ruido de las flechas, trompetas, cuernos, cañonazos y disparos de mosquetes, vuelven poco a poco a aquietarse y a descansar.
Los soldados españoles se tambalean de cansancio. Los caballos estaban temblorosos y relinchaban atormentados por el hambre y por la sed. Los cañones disparan aún de vez en cuando hacia los indios que se retiran, y por último acaban por enmudecer. No se persigue al enemigo. Hoy sólo han defendido su puesto y han sostenido todas sus posiciones. Los españoles se quitan los cascos de hierro y sacan de sus guanteletes las manos entumecidas por el constante apretar el arma. Extienden los brazos y respiran hondo para llevar aire fresco a los pulmones. Cortés nota que todo se va cubriendo como de una angustiosa niebla; está atormentado por su fiebre y al atardecer ésta le domina. Siente que dos brazos le sujetan y que unas manos cuidadosas le quitan la espinillera, para descubrir la herida que ha recibida por entre la articulación metálica. A punto está de caer sin sentido en los brazos de Marina; pero reconcentrando sus últimas fuerzas logra sostenerse en la silla. Desmonta y entonces el cirujano le reconoce la herida; un flechazo no muy hondo. Durante algunos minutos se encuentra más en desmayo mortal que en vida. Quizá todo esto sea un sueño en el que se suceden imágenes interminables y continuadas. Eso puede que dure un tiempo infinito; quizá sea un sueño que dure años. De pronto hace un esfuerzo y sacude de sí esas garras como de adormecimiento. El cuadro sigue formado, con las armas bajas, por si se presentara un nuevo ataque.
Grisea la mañana. Cada soldado se ha dormido en el mismo sitio que ocupaba, hasta que uno u otro se ven sacudidos y despertados: "Camarada, hay que relevar la guardia." Entonces el hombre acude vacilante y se queda espiando en la noche para ver si hay sombras que se muevan. Los que han quedado en el círculo siguen durmiendo como cadáveres, sin comida ni bebida, sin fuego, sin vida casi. Por la mañana llegan algunos indios; unos cincuenta. Vienen sin armas para tratar la paz. Los de Tlascala husmean por todos lados, tocan las armas, se deslizan donde están los caballos, miran los pucheros…
Cortés los juzga, dejándose guiar por el instinto. Los emisarios de paz eran en realidad espías. Llevaban como misión investigar las causas de por qué los blancos no habían sido vencidos. Contaron los hombres, las armas y los caballos, mientras sus sacerdotes regateaban con los dioses. Según la costumbre de Anahuac, con la puesta del sol se interrumpía la lucha. La capa negra de la noche se extendía sobre muertos y vivos. Pero sus sacerdotes habían dado el siguiente consejo, inspirados por sus dioses: Los blancos eran fuertes solamente mientras el sol, su dios, los iluminase; pero tan pronto como escondía su cabeza, se volvían cobardes y débiles. Por eso debían ser atacados y arrollados durante la noche. Las sombras se disiparon. Pronto en la estacada estuvieron amarrados los indios; cincuenta figuras encorvadas y oscuras. Los soldados comieron como de ordinario; pusieron después sus armas en orden y esperaron. Y así llegó la medianoche. Del valle llegaba un rumor. Avanzaba una serpiente de hombres, oscura, desnuda, silenciosa, reptando hacia el campamento. Que se aproximen. Ahora va a comenzar el ataque nocturno. Un mosquete es disparado como señal y los cañones y morteros comienzan a disparar fuego y balas.
En la oscuridad, negra como la pez, se ven las rojas llamaradas de los cañones; todos los ruidos están cargados como de superstición y angustiosa expresión. "Soldados, soldados", dice la voz de Cortés. Pronto arden cuatrocientas antorchas con su luz rojiza iluminando el campamento con claridad de día. Silban balas y flechas, zumban las cuerdas de las ballestas. El combate nocturno fue corto y sangriento. Tomaron parte en él tropas indias escogidas, pero en menor número que en la batalla anterior. Toda su táctica era sorprender a los españoles y arrollarlos; pero éstos estaban vigilando y escupieron fuego, y las balas sembraron la muerte en todas partes.
El día los sorprendió con armas y armaduras. Algunos guerreros indios se arrastraban y colocaban a sus muertos y heridos graves sobre parihuelas. Algunos de ellos habían quedado prisioneros de los españoles. Estaban amarrados y quietos esperando su destino imperturbablemente. Cortés les dirigió la palabra.
—Ahora veréis cómo yo, que soy un guerrero honorable, trato a los que se aproximan disfrazados de amigos para preparar nuestra perdición.
Los soldados esperaron formados. Su sangre se agitaba emocionada como si les fuera dado asistir a un juicio solemne en la plaza del suplicio de Zaragoza. Reunióse el Consejo de Guerra. Los caballeros ejercían unos de defensores y otros de acusadores. Sandoval pidió que se tuviera en cuenta la sencillez de su defendido. Si los señores jueces lo envían a la hoguera, se destruye entonces toda esperanza de perfeccionamiento y purificación, pero si el castigo no fuera de tanta gravedad, podría entonces instruírsele y hacerle digno.
Los jueces se miraron mutuamente. ¡Qué bien hablaba Gonzalo! Fue traído un tronco de árbol y el verdugo del ejército cortó de un golpe la mano derecha a dieciséis espías, uno después de otro. Saciado de ver sangre, Cortés concedió gracia a los restantes. Los indios, atados a los postes, miraban el tormento de sus camaradas sin pestañear. Esperaban su destino fatal que podía ser todavía peor. Nunca habían visto la pena de mutilación, que entre ellos era desconocida. Cortés les hizo desatar.
—Ahora podéis ir a donde os plazca. Volved a vuestros amos y referidles que nosotros no somos dioses, Nosotros no comemos carne humana ni bebemos sangre, porque el hacer tal cosa es pecado horrible. Pero podemos, leer vuestros pensamientos, porque Dios nos puso la razón en el interior del cráneo y nuestro pensamiento es lo más fuerte que existe. No os hemos dado a conocer todavía cómo es nuestra cólera, porque no os odiamos, pero ¡ay de vosotros si no acatáis nuestro poder y no nos rendís homenaje! No quedaría piedra sobre piedra ni salvaría la vida ninguno de vuestros hijos, ni aun aquellos que están todavía en el seno materno, si osaseis oponernos resistencia. Ahora podéis iros.
Cortés se volvió a su tienda. El cirujano le ordenó tomase una fuerte poción de manzanilla. Esperaba Cortés entonces poder pasar unas horas de tranquilidad, quitarse el arnés y poder gemir como un mortal cualquiera que sufre y beberse el negro té de los trópicos con los rasgos de su rostro sin fingir, con expresión doliente y cansada. Sólo Orteguilla quedó autorizado para quedar a su lado. Y precisamente en aquel momento se le anunció que los embajadores de Tlascala habían llegado y deseaban ser recibidos por el gran jefe. ¿Podría hacerlo Cortés? ¿Estaría en condiciones? Volvió a ponerse el peto de cuero, colocóse el sombrero sobre la cabeza. Hubiera querido ponerse afeites como hacen las mujeres para así poder disimular la mortal palidez de su rostro. Paróse frente a la puerta de la tienda. Los alabarderos le rindieron honores. Los capitanes acompañaron a los cuatro enviados, portadores de una misión de parte de los cuatro señores de Tlascala. Iban haciendo oscilar en su mano una verde rama, símbolo de paz. Hicieron seguidamente un largo discurso y afirmaron con gran ceremonial místico que al siguiente día el joven Xicotencatl vendría personalmente.
En el campamento descansaban todos. Los soldados cuidaban sus heridas y se las untaban con bálsamos. Todo el campamento estaba como adormecido y sólo la llamada de los centinelas con su alerta mostraba que dentro de aquellas tiendas había hombres vivos y no cadáveres.
Cortés estaba echado en su cama; permanecía con los ojos abiertos; estaba atormentado por el cólico. Hasta él llegó de pronto un confuso rumor, como el que produce el viento al arrastrar un puñado de hojas secas… Otra vez embajadores… Su espíritu, que estaba como perdido en sueños, volvió rápidamente a la realidad. "De Moctezuma viene una embajada", dijo el plantón que estaba ante su puerta. Pronto oyó la proximidad de los enviados; escuchó el ruido que hacían aquellos extraños abanicos, que parecían carracas y que hacían sagrados e invulnerables a los embajadores.
La gente de Tlascala y Cempoal miraba aquello con curiosidad, y veía con envidia aquellos esclavos cargados de fardos con regalos; muchas mantas y capas de plumas, cintos de cuero, bordados; pero casi nada de oro.
Los enviados de Méjico extendieron sus brazos y manifestaron que al Terrible Señor le producía inmenso pesar que hubiera derramado sangre ante las murallas de Tlascala.
—El Terrible Señor conoce cada uno de vuestros pasos y sabe que estáis habituados a combatir como el Sol contra las estrellas, o las palmas de áloe contra los tallos de hierba. Le admira que vuestro antepasado, el dios, no os aconseje mejor. Hoy debéis inclinaros ante la sabiduría del colérico señor. Os advirtió a tiempo cuán cruento era el camino que conduce a Tenochtitlán. Quería impediros que avanzaseis, porque es vuestro amigo, y rogó a los dioses que no fuera tocado ni un solo cabello de vuestras cabezas. Así lo rogó a Tlaloc, dios de su misma estirpe, al maravilloso señor de la lluvia y de las tormentas. El Terrible Señor os suplica de nuevo que retrocedáis antes de que sea demasiado tarde. Si lo deseáis, os prestará muchos miles de hombres para que os ayuden a construir nuevas y mayores casas flotantes. Os enviará igualmente tantos alimentos como queráis; tantos, que la piel de vuestros flacos soldados se pondrá tersa y brillante de gorda. Os ayudará a llegar hasta la costa y os cargará de inmundicia de los dioses para que partáis felices y en paz hacia vuestro señor, a quien ofrece su saludo fraternal.
Cortés sonreía. Dentro de dos días haría saber su decisión.
Con terca obstinación escuchaba el informe que ahora le daba el enviado de los de Tlascala. Desde la mañana tomaba sólo cacao caliente, que era la medicina que Marina le había recomendado. Cuando oyó las cornetas que anunciaban a los heraldos, aguardó a su adversario. Se había vestido de negro y colocado su coraza.
El enviado de Tlascala era hombre nervudo y de elevada estatura; debía de tener poco más de treinta años. Sus ojos eran hermosos y la belleza de su rostro sólo se veía amenguada por los surcos de las cicatrices. Sin pestañear, el indio miró a los hombres, a los caballos, los arneses y quedó después silencioso por unos momentos al descubrir a los enviados de Méjico que allí estaban apartados. Con paso ligero y rítmico se aproximó a Cortés; era inolvidable su marcha elástica, de pantera, como de danza. Los soldados admiraron aquella figura esbelta y agradable. Fue probablemente el primer guerrero indio que no suscitó sonrisas y burlas entre la soldadesca. El indio volvióse a Marina y le dirigió las siguientes palabras para que fueran repetidas a Cortés: