El dios de la lluvia llora sobre Méjico (33 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

—Diego…, mi amigo Diego…

El hombre se inclinó con respeto y entregó la vasija con el raro mineral. Era su única prueba. Después dijo:

—Estuve arriba.

Mase Escasi se inclinó hacia Marina. Y la muchacha repitió:

—Estuvo arriba, sobre la cumbre, y ha traído consigo bebida de los dioses.

Mase Escasi sacudió la cabeza. Sí, ciertamente. Esos hombres… eran dioses., Quien se atrevía a resistirlos, quien reñía con ellos, quien luchaba o quien podía atisbar un poco en sus secretos, debía confesar que eran dioses.

Entretanto Ordaz hablaba de aquella cosa milagrosa que no había visto todavía, excepto él, ningún hombre, ningún blanco. Hablaba de países y de ciudades bañadas de sol y de brillantes colores… Todo era verde. Las calles y los canales dibujaban sus líneas. Un pueblo lindaba con otro…, y las torres… parecían hechas por un niño con arcilla de colores.

—Señor, os suplico. Concededme otro día para poder curar mis miembros y bizmar mis heridas… Y después no esperes ni un minuto, pues lo que yo he visto es la primera puerta del Paraíso. Allí empiezan los milagros: están extendidos por todo el país. Es todo un milagro: Ciudades y templos, hombres y mundos… No te quedes aquí, señor. No tenemos demasiada fuerza y yo no quiero morir sin haber visto de cerca aquel milagro; no puedo soportar quedarme aquí antes de que haya podido ver el milagro de cerca, señor… La voz de Ordaz penetraba en las almas como si fuera un grito imperativo. Ayer mismo aún, todo su sueño era Cuba; anhelaba volver a navegar por aquel su mar amigo, con su saquito de oro en su bolsillo y en su boca un resabio de la cena de su casa. Y así, casi en rebeldía, izaba por encima de sí un nuevo anhelo, que diríase una negra bandera pirata: Cholula… Esa era la primera palabra, el nombre de la primera ciudad que los esperaba, un pedazo del mañana.

—Dices, ¿no es cierto?, que allí todo es de oro. Sólo es preciso descender por los pasos entre dos cordilleras. Dices que al mismo pie de aquellos montes coronados de nieve está Cholula, donde todo es oro. Pero también es oro eso que trajo Ordaz de allá arriba, eso que sacó de la entraña de la montaña. La voz se corre, se mete por los corredores… Cuando se habla de oro hasta tú, pobre y piojoso soldado, abres los ojos… Ves tú: don Diego ha ido allí solo… Cuando va al lago de oro, no necesita soldados… Se dice que las esmeraldas las cogía con sólo agacharse y las metía en un nudo de su vestido; pero todo eso no te lo dicen a ti, camarada… Abre, pues, los ojos y grita tú también para que te oiga don Hernando: "Cholula, Cholula…" Y una vez que hayas estado en Cholula, entonces tú mismo debes abrir la mano, pues, deja que te lo diga, de ti nada sale…

Mesa se llegó hasta donde estaba Cortés.

—Señor. He estudiado ya la materia que Ordaz trajo de allá arriba. No es plata ni oro. Sí yo tuviera mi taller y pudiera descomponer la cosa con las fórmulas que tengo en casa, podría decir exactamente qué cantidad de mercurio y de azufre contiene ese mineral, pues la mayor parte es azufre, señor.

—¿Piensas en la pólvora?

—Sí; poca tenemos y ya necesitamos reemplazarla. El salitre lo encontramos en abundancia aquí y allí por el camino; pero hasta ahora no habíamos encontrado azufre. Quiero hacer una mezcla, y si de ello logro componer pólvora, la excursión del señor Ordaz nos habrá producido, ¡por San Jorge!, más utilidad que si hubiese encontrado oro. Mis corderitos podrán quedar saciados todos los días…

Había llegado la última noche antes de la partida. La luz de la vela de sebo brillaba amarillenta, y Xaramillo, inclinado sobre una hoja de papel, seguía las impacientes y lentas palabras de su señor…

"…Los enviados de Moctezuma permanecieron en mi campamento, vieron la batalla que nosotros libramos con los de Tlascala y no se les ocultó lo que nosotros los españoles valemos como guerreros. Pero también estaban presentes cuando hicimos las paces y amistad con los príncipes del país y cuando éstos prestaron obediencia y voto de fidelidad a Vuestra Majestad Imperial. Eso no les gustó ciertamente y no dejaron de intentar sembrar la discordia entre nosotros y nuestros nuevos aliados. Dijeron que los señores de aquí no hablaban conforme a lo que dictaba el corazón y que por eso su amistad no tenía la menor consistencia y que no debía en manera alguna tener confianza en ellos. Los de Tlascala, por el contrario, me recomendaron no me fiase del señor de Moctezuma. Siempre habían comprobado su traición y su astucia. Moctezuma había logrado formar su reino solamente apelando a la astucia y a la mentira. Como verdaderos amigos de los españoles me pusieron en guardia contra Moctezuma, a quien ellos conocían desde hacía muchísimo tiempo…

"Entre ambos pueblos domina el desacuerdo y no es poca la fuerza que eso me proporciona a mí, pues comprendí en seguida que ello era beneficioso para mis planes, pues me permitía tener superioridad sobre cada uno de ellos, según el antiguo proverbio: «Cuando dos se pegan, bien puede reírse el tercero.» Otro proverbio también antiguo me vino igualmente a la memoria:
«Omne regnum in se divisum desobilatur. »
Por eso mi atención se dirigió intermitentemente, ya a uno, ya a otro. Les daba las gracias a cada uno de los dos por su afecto y sus buenos consejos y simulaba que mi camino recto me conducía precisamente por la senda que ellos me indicaban…

"Veinte días pasé en la ciudad de Tlascala. Los enviados de Moctezuma, que seguían en mi campamento, me habían hablado para convencerme de que debía seguir mi avance hacia Cholula, que está a unas veinte millas de distancia hacia el sur y cuyos habitantes son fieles súbditos de su señor.

"Allí pudiera estar más cercano de su señor y enterarme con más facilidad de cuál fuera su voluntad.

"Contestéles que ya tenía decidida de antemano la continuación de mi viaje. Los de Tlascala, al enterarse de mi decisión, comenzaron a gemir y a suplicar que no partiese hacia Cholula, pues allí se habían hecho ya muchos preparativos para provocar mi perdición y la de los míos. Moctezuma había concentrado en la comarca de Cholula no menos de cincuenta mil guerreros. Uno de los caminos que conducen a la ciudad estaba cortado…; el otro, destrozado y lleno de pozos de lobo. Sobre los terrados de las casas se habían amontonado gran cantidad de piedras… "

Siguió una pausa. Se oyó el grito de alerta de los centinelas. Y de nuevo reinó el silencio. "Bastante por hoy…" El paje ordenó y guardó los informes. Al día siguiente era la partida.

9

Los jinetes habían llegado ante la puerta de la ciudad y esperaban la llegada de los infantes. Los moradores de la ciudad se agolpaban a millares en sus parapetos. Todas las casas y todas las ventanas estaban adornadas con flores. Aquel amanecer, los jardines de Cholula habían sido saqueados. Las coronas de plumas de los enviados se agitaban como banderas; ahora, por fin, estaban en su casa y los de Tlascala eran huéspedes no deseados. Seis mil eran en número. Habían quedado fuera de las murallas de la ciudad, pues el ejército entero de Tlascala había acompañado a los españoles.

Los ancianos presentaron sus homenajes a Cortés. Los sacerdotes llegaron envueltos en una especie de toga. Los caciques sacaron sus literas de las grandes ceremonias. De los pebeteros e incensarios subían nubes de humo. Todo era aquí agradable, sonriente, encantador. Era la ciudad como un nido de gente refinada y muelle. Por ninguna parte se veían hombres armados; no se oían cuernos guerreros. Ni sombra siquiera de aquella excitación que había envuelto a la viril ciudad de Tlascala cuando, después de la guerra y de la paz, se entregaron voluntariamente a la amistad.

Estaban ya dentro de las murallas. Solamente Ordaz sabía, por llevarlo en lo más hondo de sus recuerdos, cuán milagroso era lo que encerraba la ciudad de Anahuac. Sonaban palabras de bienvenida; de las largas trompetas de arcilla salían notas de paz y buena acogida. Todas las miradas se dirigían a la gran torre de la ciudad, que a los españoles se les aparecía como la edificación más monumental del mundo entero. Si hubieran tenido ocasión de ver en su vida las pirámides de Egipto, seguro que ahora, al señalar con el dedo esa alta torre, les hubiera subido a los labios el nombre de Cheops. Solamente habían visto, sin embargo, las maravillosas y ligeras construcciones de Granada, los palacios de Venecia, algunos monumentos; y palacios de París y Nápoles… Por eso se quedaron pasmados ante las dimensiones colosales de esa construcción. Ningún guerrero que no hubiera estado tan curtido como ellos, hubiera podido dejar de sentir un sentimiento de temor a la vista de esa masa monstruosa de piedra y mortero. La torre de la ciudad era posiblemente tres veces más grande que la pirámide de Cheops. Su gran masa se iba aguzando por escalones. Su base equivalía a toda una ciudad, encerrando una verdadera red de patios y corredores, claustros y grupos de columnatas en forma de cariátides. Formaban innumerables salas grandes o pequeñas que se comunicaban por infinidad de pasos y puertas, entre sí y con el exterior. El muro inferior era liso, sin adorno alguno, formado por grandes piedras cuadradas y mortero. Sus junturas eran tan perfectas que ni aun la hoja del más fino cuchillo hubiese podido meterse por ellas. Por encima de las puertas se extendía un friso con adornos; después seguían representaciones de dioses en centenares de formas, si bien era siempre la misma divinidad, con plumas de buitre y cola de serpiente. Llevaba un cuchillo de obsidiana en la mano y sobre sus rodillas un cráneo humano. Más abajo estaba lleno de figuras llevando calaveras…, ello como con un agitado movimiento de intranquilidad, sin descanso… Las figuras de los dioses estaban llenas de la tensión de la muerte… Todo fuerte, vigoroso, sin un descanso suave en toda aquella plasticidad. Todo hablaba de sangre, crueldad y muerte. La gran plataforma formaba como una explanada o patio sobre el que a su vez se levantaba un nuevo templo. Veíase en él la figura reptante de una tortuga, representando a otra divinidad, y nuevas y nuevas figuras. La torre del Teocalli se iba adelgazando en cuatro grandes escalones. En la plataforma superior, ya en la cumbre de la torre, se elevaba un templo rodeado todo él por una serpiente con alas cuyo cuerpo medía más de den pies de longitud. En medio, se veían largos relieves formando extraños meandros que desde lejos semejaban escrituras arábigas que rodearan aquel altar negro y sangriento. El último de los tejados estaba sostenido por pilastras talladas. Se subía a cada uno de esos pisos o escalones por medio de escaleras exteriores. Sus barandas de piedra representaban cabezas de dragón y cuerpos de serpientes. El primero de los templos estaba orientado hacia el norte; el segundo hacia el oeste; el tercero hacia el este, y el último, que era el más sagrado, miraba al sur. En la parte interna había también bajorrelieves: figuras de hombres y de dioses con coronas de plumas, con aros en la nariz y en las orejas y grandes escudos de gala en las manos. Las puertas se abrían a galerías, desde las que una escalera conducía a una sala interior oscura, sin ventanas ni aberturas, señalada con el signo rojo del caracol. Esa gran construcción de ciento setenta pies de altura estaba coronada por el templo del legendario rey de la ciudad: Quetzacoatl. La historia de esa gran pirámide de Cholula se perdía en lo más antiguo y oscuro de los tiempos. Estaba rodeada de leyendas. Había servido ya a varias clases de cultos de distintas generaciones y pueblos. Esa torre había podido ver aún la figura carnal y viviente de Quetzacoatl, que era el Buda de aquel país; medio humano, medio divino. Entonces iba coronado de flores, su rostro era dulce y en la mano llevaba una verde rama cargada de frutos aromáticos del otoño. No había idea entonces de los sacrificios cruentos. Era el príncipe heroico de los pacíficos toltecas…

El pueblo de las altiplanicies mejicanas acudía en peregrinación a ese gran templo. Celebraba ayunos y venía a ofrecer las víctimas para sus sacrificios: tiltecas, otomis, totonecas, aztecas, tezcucanos… Gentes del lejano Cempoal, esclavos encorvados de un sinnúmero de cultos contradictorios. Todos, todos, volvían sus ojos hacia ese templo y buscaban en los corazones sangrientos el más profundo y fraternal ser. No lejos del templo se alzaba una modesta pirámide de reducidas dimensiones, formada por los cráneos blanqueados de las víctimas. Mientras el paso de los españoles sobre la piedra dura y lisa resonaba fuertemente, el joven Díaz saltó de su fila, abrió los brazos y exclamó: " ¡Mirad, españoles, mirad! "

Todos volvieron sus ojos en la dirección indicada. Aquel montón de cráneos calcinados despertaba el horror en los pechos. Olmedo entonó un
Miserere.
Todos se santiguaron
y
apretaron más su lanza. Y muchos que habían ido a esa aventura mejicana llevados por el azar, viejos soldados marcados de cicatrices, se dijeron unos a otros al oído: "Hay que volver a Cuba, camarada." Díaz saltaba y miraba todo, ansioso de ver milagros y maravillas. Todos los días trasladaba al papel sus impresiones y allí inmortalizaba aquellas maravillas.

Contaron los templos. Cortés anotó hasta cuarenta. Era una de las mayores ciudades del Nuevo Mundo. Las calles eran largas y estaban bien empedradas, no viéndose nunca basuras ni suciedad en ellas. Se regaba el suelo y luego se barría cuidadosamente. Miles de casas se alineaban, formando barrios o distritos. Los terrados estaban construidos en forma de jardines. Allí la gente se asomaba al paso de los españoles y arrojaba flores: rosas o flores blancas, cuyo aroma era agradabilísimo. Las habitaciones de las casas eran preciosas, adornadas con bordados y piedras finas. No se veían por ninguna parte hombres armados. La ciudad parecía habitada solamente por burgueses mimados y comodones y nadie parecía darse cuenta del número enorme de mendigos que pululaban por las calles y escaleras de los templos, presentando sus manos para que se les diese alguna limosna.

Los soldados, que habían soñado en saqueo y botín, entraron formados en estrechas filas en una de las salas del templo. Emplazaron ante la puerta los cañones y se establecieron las guardias. Cada soldado colocó su petate junto a la esterilla que había de servirle de lecho. Los capitanes se alojaron en habitaciones menores. Así se estableció el Cuartel de Cholula.

El incensario de los consejeros se balanceó ante Marina y la envolvió en un humo agradable al olfato. Cuando se hubo disipado ese velo de aromática y tibia niebla, Marina se vio frente a un par de ojos negros que materialmente la abrasaban: era un joven jefe que la miraba profundamente. Un sentimiento agradable y extraño conmovió a la muchacha. En medio de sus actuales señores hacía tiempo que no se daba ya cuenta de su propia juventud. Cuando los días eran de tormento y peligros se sentía envejecer, y ¿cómo podía tan siquiera pensar en sensualidades, cuando la muerte la acechaba lo mismo que a su amo en todas las esquinas? El joven cacique trabó conversación con Marina. Alabó el fino y bien elegido ritmo de su habla y el modo con que tejía las frases como si fueran hermosas guirnaldas. Duró eso pocos segundos, pues la comitiva se puso en movimiento; esa comitiva debía mostrar la ciudad de Cholula al gran jefe de las caras pálidas.

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