El dios de la lluvia llora sobre Méjico (66 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

Nunca había existido tanta compenetración entre él y sus capitanes. El pobre Velázquez…, a menudo le había él llamado, pero su sombra permanecía muda. Alvarado seguía tan indómito como el día que había partido de Trinidad. Sandoval era su hijo predilecto; Olid seguía siempre tan apartado y extraño; él le dejaba tranquilo como a un perro de caza que levantaba las alas de las negras leyendas: tantos hombres…, tantas mujeres…, tantos hijos… En los ojos de Ordaz se despertaba poco a poco la vida, del mismo modo que en el valle surgen las carnosas y olorosas violetas. Al subir entre bosques de coníferas, arbustos, musgo de la nieve, debían encontrar una gran peña y desde allí había de descubrirse ya la maravillosa Anahuac con sus innumerables templos levantándose y hundiéndose en el
Fata Morgana,
como si fuera el latido de un mundo extraño. A veces cabalgaba delante de Ordaz, con las riendas flojas en la mano; sólo sus ojos vivían y su mirada era ansiosa y escrutadora, como la de Godofredo ante Jerusalén. A primeras horas de la mañana llegaron a Tezcuco. No se veían mujeres ni niños por ninguna parte. Lo primero fue subir a la plataforma del Teocalli, desde donde se podía contemplar el lago. Era aquello como un mundo de agua, una Venecia cien veces repetida, con sus chalupas, canoas, remolques, piraguas que parecían perseguirse unas a otras en el verde azulado del lago. Sobre la ancha calle empedrada resonaban los cascos de ochenta caballos. Los habitantes de la ciudad que se habían alineado en el borde de la calle, se postraban y extendían los brazos y así permanecían hasta que había pasado aquella comitiva fantasmal. Sobre su silla se erguía rígido Flor Negra. Su rostro llevaba las pinturas de los emperadores y guerreros y de su cabeza pendían las imperiales plumas verdes del quetzal. Así llegaron a Tezcuco las tropas auxiliares indias. A su frente estaba ya Flor Negra, el poseso que había preferido tomar en sus manos la ciudad sagrada de sus mayores, del Señor del Ayuno, su padre. Todo estaba vacío de hombres. En vez de comitiva de bienvenida, le recibían solamente algunos rebeldes con cara hosca, casas deshabitadas, rodeadas de vagabundos mendigos. Cuando subió a la terraza del templo pudo ver brillando al sol algunos pellejos de caballos y algunos cráneos de españoles, blanqueados por el sol, secos, tristes…

Despidió de Sandoval, que durante la noche debía recorrer todavía el camino de Tezcuco a Vera Cruz. Mañana mismo cien soldados debían talar, con sus hachas de carpintero, árboles jóvenes y frescos, y sus troncos, untados de aceite, debían ser colocados en los caminos. Sandoval había dado palabra de transportar las trece embarcaciones, ya terminadas, a las orillas del lago de Tezcuco. Era una campaña sin guerra ni batallas. Marchaban delante los veteranos, los jinetes, los cañones. Sandoval iba y venía varias veces todos los días de un extremo a otro, vigilando cómo se untaban de aceite los grandes patines, cómo las ruedas de madera giraban, cómo los carros transportaban las anclas y las cadenas. Estaba solo cuando por la noche, junto al fuego del campamento, un mensajero llegado de Vera Cruz se le presentó. Había recorrido las guardias para comprobar que todo estuviera bien y que entre el boscaje no se escondiera alguna banda enemiga. Cuando regresó le esperaba una carta. Había llegado de España el primer buque real, escribía el comandante de Vera Cruz. A bordo iban los comisionados por la Corte para tratar con Hernán Cortés. El buque de su excelencia el señor Alderete había llegado pacíficamente al puerto. El ilustre señor se había retirado a descansar con el propósito de partir al amanecer. Esperaba del señor capitán Hernán Cortés que cuidara del alojamiento.

Sandoval estaba solo. No tenía tiempo de pedir instrucciones a Tezcuco, pues era ya más de medianoche. Debía tomar por sí solo una decisión. Se trataba de recibir al primer comisionado real de Nueva España, primera contestación que llegaba a la misión encomendada a Puertocarrero en España. Al romper el día regresó a Tlascala y tomó consigo a los oficiales más decididos, también a los hijos de los jefes, con sus vestiduras de ceremonia y los puso al frente de tropas escogidas indias. Una nube de polvo en los aledaños de una aldea demostró que estaba a punto de verificarse el primer emocionante encuentro.

Sandoval y Alderete bajaron al mismo tiempo de sus sillas. El más viejo de los dos españoles extendió sus brazos y abrazó al más joven. Sandoval se sonrió; los caciques se inclinaron, los sirvientes balancearon los incensarios y el momento del encuentro se vio orlado de humo de copal, toques de corneta y cantos indígenas. El plenipotenciario real, con su traje madrileño de ceremonia, lleno de encajes, inclinóse ante Sandoval. Contempló después al joven guerrero de ojos azules y hermosos labios prominentes como de liebre; pero que llevaba un jubón gastado y manchado de sangre, lleno de zurcidos; una coraza de cuero engrasada, un yelmo remendado con ataduras y un sable de soldado. A primera vista hubiese podido tomársele por un bandolero; sin embargo, sobre su pecho colgaba una ancha y pesada cadena de oro de la que pendía una medalla de la Virgen, orlada de piedras preciosas. Su cinto estaba también incrustado en turquesas
y
esmeraldas y el arnés de su caballo era de plata pura. Sus oficiales llevaban también vestidos gastados, pero bordados ricamente de oro; sus mejillas, surcadas por cicatrices; pero el broche de rubíes en el yelmo o la cadena de oro de su cuello valía tanto como una pequeña finca rústica en España. Por cierto que de su bordado jubón salía su desnudo y negro cuello, sin camisa ni gola.

El pequeño grupo de jinetes llegó pronto al campamento. Los regimientos de indios chichimecas marchaban al son de bandas españolas con sus largas lanzas tendidas. Los soldados se quitaban los almetes de la cabeza y los agitaban conforme al uso de los soldados. El señor Sandoval observaba a su huésped. Era un caballero pálido, rubio, con rasgos fisonómicos de los Habsburgos. Un aristócrata del Norte que el favor de la corona había destinado a marchar a Nueva España para darle así ocasión de poner algún orden en sus finanzas ruinosas junto a la fuente del río de oro. Frisaba en los cuarenta; era una magnate casado y apático, que, aburrido, se acordaba de la fastuosidad cortesana y al que el aire salinero del mar, respirado durante tres meses continuados, había barrido de su cabeza las preocupaciones que antes la llenaran. Aquel largo paseo a caballo al aire libre le rejuvenecía; satisfecho, llevaba agarrada la espada que su padre había blandido en la Isabela. Pasaban entre malezas, y a él se le despertaba como un agradable sabor de las cosas. El mes de enero, lluvioso y maduro, desplegaba mil colores maravillosos; las lianas se enroscaban graciosamente a los majestuosos árboles; los papagayos, armando gran clamor, seguían a los jinetes. Vio al guía indio que ponía el oído en el suelo y escuchaba como con temor los rumores del bosque. A los mocasines de los indios seguían los zapatos con tacón de los soldados. Trescientos españoles y muchos miles de indios.

Medianoche. Se oyó un disparo de mosquete. El canto de un búho rompió el silencio; la señal fue contestada. Se oyó una trompeta en la noche. Alarma. Alderete tomó las armas; pero Sandoval le tranquilizó. Es cosa que sucedía a menudo. El rostro de Sandoval era de nuevo duro y negro; recibía las declaraciones de los informadores, disponía las tropas. El cortesano le observaba. Ese individuo de piel tostada, tartamudo, ese extremeño a quien el ni le hubiera confiado ni dos soldados de infantería, se había convertido de pronto en un verdadero general. Miraba los mapas, espoleaba su montura y le gritaba al huésped: "¿Queréis ser vos también de la partida?" Alderete se arremangó los encajes de sus puños, apretó la empuñadura de su espada y pensó que no la había blandido desde hacía quince años; la última vez fue en Spoleto… La noche era oscura y pesada. Los indios se orientaban bien en ella, porque para ellos todo tenía nombre, gusto y color. Brilló una antorcha. El señor Alderete se vio entre veinte veteranos marchando hacia una meta desconocida. El aire se hacía denso como si la respiración se viese impedida por la sangre y el lodo. Una granizada de piedras y flechas caía sobre el escudo. El caballo se lanzó con ojos de miedo hacia aquel terror; la lanza se tendió; hasta ella parecía poder ver; sólo el hombre era ciego. De pronto hubo un choque blando y tibio; alguien se quejaba; una flecha se le había hundido por la articulación del codo; una humedad tibia y pegajosa corrió por el brazo del madrileño; su caballo seguía corriendo junto a los demás. Finalmente se vio una choza presa del fuego; las llamas subían rápidamente… y a su alrededor se vieron crestones de plumas de aquellos diablos medio desnudos que disparaban sus flechas. Un caballo cayó de rodillas y volvió a levantarse. Sandoval se sacudía el polvo y se limpiaba la sangre; se recogieron los cadáveres y el oro que llevaban encima; todas las plumas se echaron dentro de una cesta… Alderete se agachó; todo le hacía estremecer… y, sin embargo, era inconmensurablemente hermosa esa vida sobre el filo de la espada, según la vieja manera de las aventuras de caballería. No había golpe que se perdiera; pero eso no era un juego ni un torneo, pues a cada golpe caía un enemigo. Dos jinetes cayeron con la cabeza ensangrentada y a un soldado de infantería le llegaron los últimos sacramentos cuando ya era demasiado tarde.

—¿Fue eso una gran batalla, señor Sandoval?

—Para vuestra merced eso es nuevo…, pero para nosotros es nuestro pan de cada día. Damos gracias al Todopoderoso cuando podemos agarrar por la garganta al agresor nocturno. Pasamos ahora por los parajes más difíciles.

Al siguiente día, Alderete, acompañado de su séquito y escolta, partió para llegar aún de día a la ciudad de Hernán Cortés.

Como embajador del rey fue saludado al llegar a Tezcuco con veinticuatro cañonazos. A las puertas de la ciudad veíanse heraldos y detrás de ellos una fila interminable de guerreros indios. La ciudad despedía destellos a los rayos del sol. Aquellas paredes encaladas, aquellas calles anchas y alegres recordaron a Alderete la ciudad de Granada, el barrio del Albaicín, donde la carretera tuerce hacia la Alhambra… El madrileño marchaba en su caballo con curiosidad y una sonrisita cínica en los labios. Le esperaban Pedro de Alvarado y el padre Olmedo frente al magnífico palacio del Señor del Ayuno. Le hicieron subir por las amplias y altas escaleras, hechas para piernas ágiles de indios. Al pasar, los soldados bajaban la alabarda. ¿Se trataba de un aventurero rebelde que habría que sujetar con las órdenes del rey, o era todo eso simplemente una comedia, de esas que en las plazas del mercado hacen los charlatanes con monigotes de madera?

Cortés recibió al enviado de Don Carlos en la sala de los señores de Tezcuco. Sobre su vestido sencillo y sobrio llevaba una cadena; pero los caballeros de su séquito resplandecían a fuerza de joyas. Su rostro parecía como un astro blanco que surgiera entre los otros. Salió al encuentro de Alderete, tomó sus dos manos y luego le abrazó. Se miraron. Cortés era el más bajo de ambos; pero el esplendor que le rodeaba le era propio y daba fuerza a su mirada. Debía decidirse dentro de un momento si el que había llegado era un acusador o un amigo. Le tomó de la mano y le condujo al asiento adornado de oro que habían preparado para los dos. Más alto, estaba el trono del príncipe de Tezcuco, adornado de plumas y de una redecilla de oro. Los caciques tocaron el suelo con las manos, que llevaron luego a la frente. Alderete no había visto nunca hasta entonces tantas piedras preciosas juntas ni tanto oro reunido. En el esplendor de los vestidos de ceremonial brillaban los colores de las plumas, puños de las lanzas, empuñaduras de obsidiana de las espadas y pendientes de las orejas. Todo brillaba. Y en medio de tanto esplendor se veía a los capitanes españoles con sus pesadas cadenas de oro, sus broches en el gorro, las hebillas de oro de sus cintos… ¿Dónde estaba, pues, aquello de la Noche Triste? ¿La horrible noche de la cual se hablaba todavía tanto en Vera Cruz y que se había tragado el quinto correspondiente a la corona así como toda la gloria y triunfos de Hernán Cortés? Este estaba ahora aquí, sin embargo, en su palacio real, señor de señores, con un verdadero nuevo mundo en sus manos. Ambos séquitos se inclinaron profundamente. Los caballeros que acompañaban a Aldarete miraban de hito en hito a Cortés y a sus capitanes con sus trajes raídos pero cubiertos de oro; contemplaban sus rostros de veteranos señalados por las cicatrices. Por la parte de afuera sonaban los cuernos; era Flor Negra que hacía su entrada principesca. Al entrar, los grandes de Tezcuco se inclinaron hasta tocar la tierra; y esos mismos hombres eran los que habían prestado acatamiento y homenaje a los españoles. Alderete vio ante sí a un hombre alto con su gran diadema de plumas. El indio le miraba y en un mal castellano, pero perfectamente inteligible, le daba la bienvenida. El cortesano tenía sus ligeras dudas, ¡si pasaba ya los límites de lo serio el tener que inclinar su cabeza ante ese salvaje!, pero como si estuviera ante un príncipe español dobló la rodilla, se quitó el sombrero, barriendo el suelo con sus plumas, y así quedó hasta que el príncipe, instalado ya en su trono, hizo seña de que le permitía levantarse.

Pasaron a una sala convertida en pequeña capilla donde se decía la misa para los oficiales y algunos jefes indios que habían recibido el bautismo. Después del
ite missa est
,
los asistentes a la misa formaron grupitos que hablaban en voz baja y fue cosa natural que Cortés condujera a su huésped a la salita lateral donde había instalado su despacho. De su rostro había desaparecido aquella expresión de
imperator.
Hizo pasar delante a su huésped y le invitó a que se sentara a su lado en el amplio asiento de cuero, ofreciéndole al mismo tiempo una copa de cacao frío como el hielo. Ambos hombres se observaban; las palabras de protocolo quedaban ya atrás. Cortés sentóse y apoyó su mano en la de Alderete.

—Considero a vuestra merced como a un amigo.

—Dios ve mi intención, don Hernando.

—Vuestra merced viene de la pacífica y hermosa Toledo, donde colocaron mi cabeza en vuestra mano. Se decía allí seguramente que yo era un rebelde, un insurrecto, un hombre indigno que no merecía la gracia de nuestro señor Don Carlos… Así se hablaba de mi, señor, no se hablaba de otro modo.

—Su majestad recibió a vuestros enviados. Vuestra merced envió, además, un escrito y yo traigo ahora la contestación de Don Carlos.

—¿Podríais, pues, comunicarme vuestro encargo?

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