Pasaron meses antes de que pudiera tenerlo todo en orden, todo lo que él mismo había destruido y aniquilado en dos años. El poder de la Corona española llegaba ya hasta Honduras. Sabía Cortés que, al llegar la época de las lluvias, cuando comenzaran a soplar los vientos favorables, partiría hacia España. Tenía todavía algunos meses para sí. Febrilmente, con mano codiciosa, reunía oro y piedras preciosas sin descontar en muchos casos el quinto que correspondía a la Corona; pero reunía todo eso para poderlo entregar como cosa suya a la misma Corona. En los talleres los orfebres indios manufacturaban trabajos de filigrana, se tejían mantas hermosísimas, capas de plumas como llamaradas, se construían asientos y muebles de fibra. De vez en cuando dejaba caer alguna palabra ante sus enemigos: "En otoño, si Dios lo permite, cumpliré mis votos ante la Santa Virgen de Guadalupe." Hizo decir a los oficiales y capitanes que debían disponerse si querían visitar la patria en su compañía. Fue al colegio donde los padres enseñaban latín a los hijos de los indios nobles y de los caciques. Contempló a aquellos muchachos bien formados, esbeltos y de color de cobre, puso la mano sobre el hombro de alguno de ellos y dijo: "Habla con tu padre para ver si quiere dejarte venir conmigo para conocer al emperador."
La noticia corrió como el viento. Las leyendas que parecían arder entre cenizas se reavivaron hasta despedir llamas. La leyenda de Quetzacoatl revivió; se decía que la Serpiente Alada había enviado a Malinche un mensaje de que quería conocer a sus hermanos de estas tierras… Corrió la noticia desde Cempoal hasta el río Panuco, siguió por el país de los mayas y vinieron jóvenes nobles, se inclinaron ante Cortés, diciendo: "Llévame a mí también contigo, augusto señor."
Cortés se preparó, purificó su corazón y su alma; se sintió lleno de bondad; se apartó de las mujeres, observó los ayunos y se esforzaba en permanecer silencioso cuando la cólera le dominaba.
Llegó un buque a Vera Cruz. En la carta que había dictado allá, en Medellín, doña Catalina Pizarro de Cortés, se leía la triste noticia de que el viejo capitán don Martín Cortés se había dormido en el Señor. Cortés, con los ojos llorosos, evocó la figura de su padre, hidalgo de aldea, que no había sido mejor ni peor que innumerables otros hidalgos de Isabel… Con dolor, contempló el arnés de plata, el puñal con empuñadura de rubíes y otros regalos que tenía ya preparados para su padre, y llamando al capellán, ordenóle se celebrara un
Requiem
por el difunto.
La caravana de los portadores se puso lentamente en movimiento hacia Vera Cruz. Unos días después llegó un cañón muy grande, envuelto en telas. Cuando Cortés lo hizo descubrir, los rayos del sol llenaron de luces blancas la plata de que estaba fundido. La etiqueta mandaba que aquel cañón fabuloso que Cortés ofrecía como regalo a Don Carlos llevara una inscripción adecuada. Durante la noche buceó en sus recuerdos y encontró un antiguo epigrama que había leído hacía mucho, mucho tiempo, allá por Salamanca, en un sarcófago. ¿Quién podría recordar todavía aquellas palabras textuales? Al amanecer, Cortés había logrado ya reconstruir más o menos aquel recuerdo y, algunos días después, los orfebres lo grabaron en el cañón: "Esta ave nació sin par, — yo en serviros, sin segundo, — vos, sin igual en el mundo." Cuando llegaron al puerto, hizo cargar el cañón con poca pólvora y él mismo aplicó la mecha. Cuando el trueno resonó, dijo sencillamente uno de los caciques: "Quetzacoatl." La leyenda de la Serpiente Alada le acompañaba cuando saltó al
bote que debía llevarle a la carabela. En sus rasgos se veían las huellas de su última y dura aventura en Honduras; iba vestido de negro de pies a cabeza. Subió por la escala de cuerda al tiempo que era izada la bandera de terciopelo negro bordada en oro, la misma que había ondeado un día en el mástil de la capitana a su llegada, la misma que había sido izada en el lago de Tezcuco y que siempre le había acompañado como símbolo de victoria. Apenas había pisado la cubierta, sonaron las trompetas; Ortiz dirigía la música. Los bufones, enanos, etc., pululaban por el alcázar; parecía aquello una corte real. Junto a Cortés, se pusieron los oficiales y capitanes mezclados con los caciques adictos, con sus vestiduras aztecas, zapotecas, tlascaltecas o mayas.
Toda Nueva España se apretujaba ante el puerto. Se levaron las anclas lentamente, se largaron las velas y la costa se fue alejando a los ojos de Cortés. El viaje fue feliz. Trepaban los marineros a los mástiles, tratando de descubrir islas en el océano; los indios estaban silenciosos, paseando por la cubierta y miraban largamente el inmenso mar cuyas fronteras no había alcanzado ningún hombre de su raza. Pasaron cincuenta días antes de llegar a las islas Canarias. Desde allí siguieron navegando con cautela, sin hacer ninguna escala, para evitar que alguna flotilla de piratas los atacara y les sucediera lo mismo que hubo de suceder años antes a Ordaz, que fue sorprendido por el jefe de los filibusteros de Su Católica Majestad de Francia y le fueron arrebatadas mil riquezas, entre ellas la segunda carta que Cortés había escrito a Don Carlos. Ahora navegaban con precauciones. No deseaba Cortés tener que combatir, si bien no lo temía. Mesa iba a bordo y los sirvientes estaban junto a cada uno de los cuarenta cañones; además, a bordo llevaba los más aguerridos veteranos. Le tentaba el peligro, es cierto; una última aventura gigantesca antes de llegar a la costa española… Los buques que pasaron navegando a gran distancia, así como los barcos de los pescadores, miraron con admiración aquel estandarte negro y desconocido.
Dejó atrás las aguas portuguesas. Aquí había un peligro tal vez, porque nadie podía saber cómo estaban entonces las relaciones entre Toledo y Lisboa, que variaban mucho de un día a otro. El mar estaba tranquilo; soplaba un constante viento del sur; todo el viaje había sido como de cuento, de aventura. Así se deslizaron cómodamente en la bahía de Cádiz y el serviola dio el grito de que divisaba ya la costa española. Por la noche, arrojaron el ancla frente al faro de Tavira. Al día siguiente continuaron el viaje para llegar por la noche al puerto de Palos. Viajaban relativamente cerca del continente; la gente de a bordo distinguía con sus agudos ojos cada media milla las atalayas de Carlos, que protegían día y noche la costa de las incursiones de los piratas berberiscos. Era un hermoso otoño aquél. Las grandes flotas habían partido ya hacía un mes y en la costa de Andalucía no se esperaba ya ningún buque del Nuevo Mundo. Palos se había dispuesto ya a ser durante el invierno un solitario puerto de una pobre ciudad de pescadores, como lo fuera antes, cuando Colón embarcó en sus carabelas sus tripulaciones reclutadas entre aquella pobre chusma. Cuando el piloto había conducido la galera a la bahía, la noche había ya llegado; las puertas estaban cerradas, poco a poco se apagaron las pocas luces que en la ciudad brillaban aún y el puerto y la población parecieron envolverse en una capa negra de oscuridad para pasar la noche.
Cortés pasó esta noche en cubierta. López, el carpintero, se había escabullido ya y Cortés quedó solo en la cámara de derrota, tras las abiertas ventanas, frente al viento de la noche que le traía el olor de la tierra, el olor de la campiña española, sobria, con sus largas hileras de álamos, sus oliveras, las higueras, las vides… No había aquí helechos gigantescos, ni bosques de cactos, ni grupos de áloes. En la tierra que ofrecía ya su pendiente hacia el mar había blancos carneros, bueyes, interminables rebaños de cabras y de ovejas, que animaban la campiña, rompiendo la monotonía del paisaje, poniendo movimiento y tono en la escena y cerrando así el paso a aquel silencio profundo que pesaba sobre la costa de Anahuac, donde salvo los perros mudos y algunos pavos no se veía animal alguno.
Por la noche, durante la cena, cuando se hubo ya vaciado el último jarro de vino y de pulque en los vasos de los soldados, Cortés dio sus órdenes: Las galeras debían abandonar Palos a la mañana siguiente para fondear un poco más arriba, en la lengua de tierra en cuyo punto más alto se elevaba el convento de la Rábida. Aquellos que quisieran acompañarle en su retiro de ocho días, capitanes, oficiales, indios conversos, desembarcarían con él. Los restantes seguirían teniendo su cuartel a bordo y cada día podrían desembarcar para visitar Palos una tercera parte de la tripulación y dar gracias a la Virgen, que, con su infinita bondad, les había permitido llegar a la costa felizmente.
Por la mañana temprano, antes del alba casi, fue arriado el bote. Envió Cortés a su capellán y al capitán Tapia a los padres para suplicar asilo durante ocho días para Cortés y sus acompañantes. Regresaron una hora después. El viento traía desde Palos los sonidos de las campanas. El prior enviaba su bendición a todos los tripulantes del buque, san distinción de categoría, y accedía a la piadosa petición del capitán general. El convento no era grande; tenía cabida tan sólo para diez monjes; pero aún quedaba sitio para cualquier alma pecadora que buscara la paz en aquel retiro. Cortés se sintió aligerado. Todo parecía sencillo. El padre que venía a recibirle abrió sus brazos, lo estrechó contra su pecho y le echó sobre los hombros el hábito de san Francisco. No preguntó nada; no inquirió si llegaba allí como favorito del emperador o como rebelde; solamente dijo que todos los que llegaban al convento eran recibidos y acogidos en nombre de Dios. Desde la ciudad llegaba el ruido de disparos de morteretes. La gente de Palos se había enterado de quién era el huésped que había arribado en aquel buque que ostentaba el pendón de almirante y se balanceaba ahora frente a la desembocadura del río Tinto. Las barcas rodeaban ya a la galera, los saludos debían ser contestados y debían izarse las empavesadas. Por orden de Cortés, subió al mástil el maestro gaviero y, con la bocina en la boca, avisó a los tripulantes de las barcas: "Vecinos de Palos, don Hernán Cortés, capitán general de Nueva España por la Gracia de Dios y la voluntad de nuestro emperador Don Carlos, os envía su saludo. Os da gracias por vuestra acogida y él mismo quisiera corresponder a ella; pero ahora está sujeto por un voto, cual es el de dar antes gracias a Dios y por eso sus primeros pasos han sido para encaminarse al convento de los Padres Franciscanos. Os suplica un Padrenuestro, un Avemaría por las almas de los compañeros caídos. Eso manda anunciaros nuestro general. Alabado sea el nombre de Nuestro Señor Jesucristo."
Las barcas fueron arriadas; en ellas se puso todo el oro y tesoros que llevaba y sobre su negra vestidura se echó una capa de burdo paño. Cuando descubrió la cabeza, los capitanes siguieron su ejemplo. Cuando los botes tocaron la arena de la playa, los remeros saltaron y arrastraron los botes hasta dejarles en seco. Cortés fue el primero que saltó a tierra. No había nadie en aquella playa; solamente una muchachita de unos seis años que miraba con ojos curiosos…
Después de veintiún años, otra vez en España… Cortés se arrodilló y besó el suelo. Los otros, marineros, oficiales y soldados, hicieron lo mismo. La muchachita miró a aquellas figuras extrañas, pálidas, que parecían venir del otro mundo. Cortés distinguió a la niña y la llamó a grandes voces. Al aproximarse, abrazóla. Tenía los ojos hermosos y azules, el cabello rubio; a causa del calor iba cubierta tan sólo por una camisita. Cortés abrió la bolsa y un trocito de oro brilló en la manita de la niña. "Ve a tu casa y di que yo te lo he regalado con eso tu padre puede comprar una casita… " Los dos se miraron sonriendo. Todo era nuevo y viejo; los árboles, las cepas, los pinos cuyas copas vibraban con el viento, las extrañas figuras de los olivos, las higueras y los pequeños matorrales… Todos se sentían en casa después de aquel largo viaje; los marineros no juraron ni se injuriaron durante algunas horas, ni tampoco acudieron presurosos al barrio del puerto…
Algunos nunca habían estado en España, pues nacieron en Cuba o en Santo Domingo; otros habían dejado la patria siendo sólo muchachos, huyendo quizá de la justicia o señalados por el hierro. Los conquistadores caminaron al mismo paso que los indios… Alguien entonó una canción; era Ortiz, que no había olvidado su buena costumbre; entonaba ahora un cántico penitencial. Todos cantaban; los sonidos de aquellas gargantas roncas por el aire salino del mar, bajos los unos, barítonos les otros, entonaban un coro en su camino hacia el convento. Oyeron los monjes aquel canto y abrieron las puertas a los que llegaban. Los rayos del sol alargaban las sombras cuando los padres, presididos por un sacerdote alto y vestido de negro, salieron a recibir a los penitentes y los dos grupos quedaron mezclados. Capitán, marinero, soldado… El prior abrazó a Cortés: "Hermano mío", le llamó. El capitán general dobló la rodilla, besó al sacerdote el borde del hábito, después la mano. Los caciques y príncipes contemplaban desde cubierta aquel recibimiento y miraban admirados cómo una vez más Malinche se humillaba ante los hombres pobres y descalzos.
En el claustro, bajo las arcadas góticas, se disolvió el cortejo. El prior condujo a Cortés por unas escaleras. Por el camino no podía nadie decir ni una sola palabra. Algo inesperado, maravilloso, había en esos minutos, como si se hubieran unido un sueño y una realidad de modo mágico. El padre condujo a Cortés a su celda; era ésta como todas las celdas de los franciscanos: pequeña, con una ventanuca que miraba al mar; un crucifijo y unas tablas… y unas flores bajo el Cristo.
—Don Hernando, hermano mío. Sed bien venido. La casa es modesta; pero no hubierais venido aquí si en ella buscarais la gloria, la fama, el esplendor de las cosas del mundo. Hacéis algo muy meritorio a los ojos de Dios, tratando de purificar vuestra alma a vuestra llegada; igual que en
anno Domini 1493…
—Padre. Veo que habláis de él…, del almirante… ¿Le habéis conocido acaso?
—Era yo entonces novicio; dieciséis años o cosa así. Dormía yo, entonces en un cuartito junto a la portería. El hermano portero era ya viejo y andaba con dificultad; por eso me habían puesto a mí para que le ayudara. Dios me perdone si lo digo con vanidad…, pero fui yo quien aquella noche, en que ladraban los perros, fui yo, repito, quien le abrió la puerta. Era alto, seco, de aspecto noble, pero hambriento y cansado iba después de la larga caminata… Y su hijito, de cinco años apenas, iba sobre su hombro… Golpeó a la puerta grande. Me despertó el ruido. El hermano, que se llamaba Cipriano, me dijo: "Abre la puerta." Abrí antes el ventanillo y vi a aquel hombre que esperaba fuera. Vi sus ojos; pero eran unos ojos que no se olvidan nunca… Abrí; entretanto, el hermano Cipriano había llegado hasta donde estábamos. Preguntó al viajero cómo se llamaba. Hablaba con extraña voz y su castellano sonaba de modo muy distinto del que aquí hablamos; marcaba las sílabas como si leyera las palabras. Y dijo: "Me llamo Cristóbal Colón. Llego de un largo viaje y quisiera hablar con el padre Antonio de Marchena, a quien quiero pedir, en nombre de Cristo, hospitalidad por esta noche."