La voz de doña Juana sonó como una campanilla de plata:
—¿Sólo habéis traído hombres de aquellas tierras? ¿Por qué no habéis traído algunas doncellas para poderlas tener como esclavas en nuestra Corte?
—Doña Juana, los que vienen conmigo son señores indios que en nobleza y rango son superiores a algunos de nuestros príncipes. Sus hijas viven rodeadas de deslumbrante lujo, y cuando el agua del bautismo ha humedecido su frente, son legítimos vasallos de la Corona de Castilla. No hay allí esclavos, sino hombres de otra raza que tal vez saben entender mejor que el lenguaje humano el lenguaje de los árboles y de las selvas. ¿Me honraríais permitiéndome que, de una vez, os explicara todo eso a vos y a vuestras amigas?
—Sería un honor demasiado grande para mi sobrina, don Hernando.
—Temo, señor duque, que no me sepa yo servir diestramente del lenguaje empleado por esos señores de aquí. Doña Juana podría familiarizarme con lo que en Castilla es elegante y usado.
Cortés hizo una seña al joven don Diego de Maxixka para que se aproximara. Este joven príncipe de Tlascala se había educado en el colegio mejicano
y
hablaba correctamente
y
con distinción el idioma de Castilla. Las muchachas le rodearon, extendieron su mano para tocar las maravillosas plumas de quetzal y pidieron una como recuerdo. Cortés las miró. Se sentía feliz en aquel momento.. Buscaba a alguien que le comprendiera. Su mirada se fijó en Díaz.
—Bernal, así se mezclan ahora Anahuac y Castilla. Ambos reinos serán uno solo y juntos se fecundarán mutuamente. La paz de Cristo reinará sobre ambos pueblos y quedarán unidos. Ese joven elegirá una esposa en nuestra corte. Y vos…
—Vuestra merced sabe que yo ya tengo tres hijos de piel oscura y cabellos ralos allá, en Cojohuacán. Yo no haré a su madre la ofensa de abandonarla…
Una extraña sonrisa se dibujó en los labios de Cortés; con ello se le marcó más la cicatriz de su rostro, señalándosele una línea roja y tortuosa.
Oyó la voz de doña Juana:
Los herejes os han causado muchas heridas, según parece.
—Las heridas cicatrizan con el tiempo y no dejan escozor. Es de hombres el recibirlas.
—¿Quedaréis ahora en España, don Hernando?
—No, doña Juana; sólo el pensarlo me resulta horrible… Tengo allí tierras y también almas, muchos millones de almas que son buenas e indóciles al mismo tiempo… La tierra es tan grande como España, mayor aún, llena de ciudades y castillos… En lo que antes era tierra de paganos se elevan ahora iglesias dedicadas a la Virgen… No me podría ya separar de todo eso.
—Al ver y oír a vuestra merced, al escuchar lo que dicen los señores de vuestro séquito, al meditar vuestras palabras, me siento invadida también yo por el anhelo… ¡Qué maravilloso sería visitar Nueva España!
—En obsequio a vos suplicaré hoy a su imperial majestad trasla
dar su residencia a Tenochtitlán en el período más hermoso del año, cuando aquí tenemos niebla y escarcha. Allí entonces brilla el sol y florecen los agaves…
—¿Creéis que a mí me importa mucho la Corte? ¿Creéis que no iría también sin la Corte…, sola?
Cortés calló. Siguieron cabalgando uno junto al otro. El iba meditando en silencio. Debía de tener la muchacha unos dieciocho años. Era la primera dama española que el destino había puesto ante sus ojos. Miró su mano izquierda, donde faltaba la primera falange del dedo medio; en lo que le quedaba de dedo brillaba la magnífica esmeralda tallada en rosa.
Carlos había ya dejado el luto que llevara por su cuñado, el rey Luis de Hungría, muerto en Mohacs. La corte volvía a estar alegre; se hacían preparativos; en el campo se levantaban las tiendas. Una campaña era muy agradable en mayo; pasarían unas semanas en Toledo; después partiría hacia la costa, para emprender allí una expedición contra los berberiscos en tanto no llegara una noticia de que en Lombardía no iban las cosas tan pacíficamente como había prometido Francisco al firmar la paz. La Corte estaba alegre. Don Carlos tenía entonces veintiocho años. Esperaba a Cortés desde hacía algunos días. Cuando llegó el primer mensajero, tenía ante sí actas extendidas en cuyos márgenes se veían anotaciones del obispo de Burgos, unos rasgos que parecían ser el dibujo de una quimera sobre las agujas de la catedral de Milán. Allí estaba el peligro: en esas negras anotaciones que hablaban de abuso de poder, asesinatos, distracción del quinto de la Corona, la perdición estaba agazapada en esos protocolos que habían proporcionado amigos traidores y contables aduladores. En España el papel lo aguantaba todo y esas serpientes no podían enmascarar la veracidad de este Hércules. La verdad brillaba siempre en las cartas y referencias que llegaban al emperador. La había adivinado ya en las palabras de los primeros que de él le hablaron; había coloreado las mejillas de Montijo, cuando en Tordesillas; por primera vez, leyó al emperador una carta de aquel aventurero… Desde entonces, Don Carlos creía en Cortés. Aquello que parecía una leyenda y que Carlos apenas pudo comprender por la dificultad que aún tenía de seguir con facilidad el español, se volvía ahora algo vivo, tan vivo que iba a llegar junto a su mismo trono. Hernán Cortés debía llegar a Toledo para rendir cuentas y para pedir… La mano del obispo de Burgos jugaba dibujando y escribiendo juicios y sentencias. Aquel día Don Carlos encontró ante sí unos escritos extendidos. Era un nuevo protocolo de los procuradores del Nuevo Mundo
"Sacratissima Caesarea Maestas…
El llamado Hernán Cortés vuelve a aspirar a la corona de Nueva España. El anticristo extiende ya su mano hacia ella…" Y fue en este momento en que un mensajero, cubierto de polvo, llegado de la Rábida, anunció que el devoto servidor, el fiel soldado de su majestad, el capitán general de Nueva España, pedía humildemente audiencia.
Carlos conocía su gente. A los letrados, que sacaban sus documentos de estuches de piel; a los hambrientos y sedientos, poseídos de la codicia del oro, de sangre y de poder. ¿Iban a ser mejores ésos que ese hombre de Medellín, que no había perpetrado más crimen que poner a sus pies todo un reino? No pudo Carlos dar a conocer su deseo de abreviar el piadoso retiro del capitán general en el convento de la Rábida. Recibía continuamente noticias de cada paso que daba Cortés. Extraño: el hombre no se apresuraba demasiado por llegar a Toledo. Hizo un viaje a Medellín para visitar a su anciana madre… ¿Era esto un pecado? ¿Era igualmente pecado que se parase en Guadalupe para doblar sus rodillas ante la imagen de la Virgen? ¿Estaba mal que hubiese hecho amistad con el gran maestre de la Orden de León, que hubiese entregado turquesas a los niños, que llevara una escolta de cincuenta hombres y viajara como un príncipe del imperio? Todos los días Carlos tenía sus noticias y sabía hasta dónde había llegado en su viaje. Sonrió cuando el conde de Olivares pidió gracia para su amigo de la niñez y despidió bondadosamente al duque de Béjar cuando éste le suplicó no tener en cuenta las faltas que hubiera podido cometer Cortés, pues era hombre sencillo, solamente ducho en el arte de la guerra y en todo lo referente a los indios, pero poco versado en el hablar cortesano… Por la noche, a la luz de una vela, Carlos abrió el segundo informe, en que Cortés le daba cuenta, con su extraña letra y su tinta violeta, del fabuloso encuentro con el emperador indio: “Vino hacia mí el maravilloso monarca de todas estas tierras, Moctezuma… Yo le salí al encuentro…"
Fijó la audiencia para el mediodía, que era la hora destinada solamente a los grandes personajes, embajadores y altos dignatarios. Mandó buscar al jefe de su Cancillería, al Consejo de Nobleza, y con ellos se sumió en el estudio de los pergaminos. Los que llegaron fueron conducidos al salón. En las puertas, hombres armados con coraza mostraban las insignias imperiales; los cortesanos se reunieron con sus trajes de suave terciopelo, con alzacuellos de encajes de Brabante y envueltos en pieles. El severo gusto gótico del tiempo de Isabel se había suavizado en los años que llevaba en el trono el emperador. Sólo Hernán Cortés seguía rígido y pálido, envuelto en su traje severo y negro, que no mostraba en esta ocasión el adorno de ninguna joya. Detrás de él iban sus jefes militares, su capellán y su mayordomo, que, con gestos discretos, indicaban el camino que debían seguir los caciques. Ente el brillo de la seda y terciopelo negro, en medio de ese sobrio lujo español, brillaban extrañamente las plumas de quetzal, "las sandalias bordadas de oro, los arneses de oro, las varas de oro del general, las puntas de oro de los venablos, que eran símbolo de autoridad sobre Tezcuco a Tlascala. De esa guisa entraron el sobrino de Flor Negra, el cacique más joven de Tezcuco, el hijo más joven engendrado por Moctezuma; Diego de Mixixka, el hijo del obeso cacique de Cempoal el hijo de Kanek, rey de Itza; el sobrino de la señora de Tula… Los que un día combatieron furiosamente, estaban ahora aquí reunidos como huéspedes de ese hombre albo como la espuma, dueño del mundo de los blancos. Miraban con admiración, envueltos sus cuerpos rojizos en sus lujosas vestiduras. Dos caballeros extendieron la mano hacia Cortés: era el uno Montejo, que defendía sus intereses ante el tribunal, y Puertocarrero, con su cabeza calva y fina de magnate… Ambos sonreían; ninguno de los dos había cambiado gran cosa. "Nos damos cuenta de la importancia de este momento, señor." Carlos entró en la sala. Era un hombre alto, esbelto y robusto, con barba negra y miembros finos y proporcionados; sus ojos eran oscuros curas y brillantes. También él iba vestido de negro, como la mayoría de sus Grandes. Era árbitro de la moda; el puente entre Toledo y Brujas. Llegó con paso ligero y elástico, con ese paso acompasado del jinete, entre estruendo de trompetas. Delante iban mayordomos con largas varas de ceremonia, heraldos y portadores del cetro, secretarios, toda la rica herencia de sus ascendientes de Borgoña cuyo símbolo de oro afiligranado ostentaba en su pecho.
Hernán Cortés se adelantó y se arrodilló ante el trono de Don Carlos. Hacía dos días que se estaba ejercitando en ello, con el fin de que, en el momento preciso, no le fallase su pierna herida y poco flexible y pudiese arrodillarse de modo conveniente y sin tenerse que avergonzar. Quedó arrodillado; unos momentos, aguantando vivo dolor. El emperador sonrió; después entornó un poco los ojos, como si mirase a la lejanía. Ante él, el mundo se esfumó, se hizo borroso; pero cerca de él veía claramente, como si fuera un cuadro, aquel hombre con barba española que enmarcaba un rostro pálido y extraño, tostado por el sol y, sin embargo, ascético, jamás emblandecido y afofado por el aire de los salones de la corte. En sus rasgos se veían los años de Tenochtitlán. Los ojos del emperador se fijaron en la mano mutilada, en la dificultad de doblegarse, en el hombro rígido; después buscó los ojos de Cortés, cuya mirada siguió firme. Los caciques miraban todo esto rígidos e inmóviles; se admiraban de que Malinche se atreviera a mirar rectamente al rostro del rey y señor de todos los mundos… Ambos se contemplaron y ambos a la vez sonrieron; aquellos dos hombres, sobrios, con su rostro castellano que salía de entre el cáliz negro de su vestidura, sonrieron a la vez como obedeciendo a un signo mágico. Carlos se inclinó hacia Cortés y extendió los brazos para ayudarle a levantarse.
—Don Hernán Cortés, vuestro rey os saluda con afecto a vuestra vuelta a la Corte, después de tan largo y peligroso viaje. Sea nuestra primera palabra la de bienvenida. Os recibimos como a un querido amigo que vuelve por fin. Que se dé al viajero un asiento cómodo.
—Eso raya en el milagro —murmuraron los Grandes, mientras Don Carlos, con sus propias imperiales manos, ayudaba a sentarse a Cortés. Era eso un honor que la etiqueta borgoñona sólo permitía en rarísimos casos para grandes vasallos.
—Don Hernando, nos complacería que por nuestra palabras os sintierais dispensado del protocolario deber del silencio y os sirvierais describir los sentimientos que ahora os embargan, cuando, después de tantos años de gloria, os veis ante Nos.
—Majestad, si yo no hubiera sido educado en la creencia de que las lágrimas son indignas de un hombre, de seguro que ahora expresaría con llanto mi agradecimiento a vuestra imperial majestad. Vuestra benevolencia me hace esperar la indulgencia. Vuestra majestad me autoriza para que hable libremente y yo, antes, he de pedir perdón para este tosco soldado que ha pasado casi veinte años entre el ruido de las armas y rodeado de sus tropas. Lleva este soldado en su cuerpo huellas de cien batallas y se encuentra ahora deslumbrado por el resplandor que le rodea. Humildemente suplico a vuestra majestad perdón por mis escasos conocimientos de las costumbres cortesanas. La gracia de vuestra majestad me colocó en un lugar demasiado elevado y estoy acostumbrado a obrar y mandar en nombre de vuestra majestad. La benevolencia de vuestra majestad es infinita; pero yo sé que nadie, excepto Dios, puede disculpar mis debilidades de hombre. Solamente vuestra majestad puede prestarles indulgencia, pues todo lo que hice lo hice por la victoria de nuestra fe y para mayor grandeza de vuestra majestad; por eso me atrevo a presentarme aquí sin vestir el burdo hábito de los penitentes, que vestí en el convento de los padres franciscanos. Allí hice penitencia por mis debilidades; pero ahora estoy ante vuestra majestad para expiar las culpas y faltas de las que se me acuse antes de…
—¿Antes de poner un reino a los pies de tu rey?
—Majestad, confieso que durante mi vida he leído a menudo los
Comentarios de julio César.
En ellos encontré buen consejo en noches de vela, cuando mi pobre y limitado juicio no era suficiente. ¿Un emperador que ha conducido ejércitos poderosos y que tiene siempre a su servicio centenares de miles de soldados, puede objetar a su criado y servidor que con algunos centenares de soldados hambrientos y heridos, al otro lado del mundo, se enfrente con ejércitos de centenares de miles de indios?
—Don Hernando, no dudamos de todo lo que nos habéis descrito ni de lo que ahora contáis. Pero nos imaginamos aquellos pueblos de allí como hordas ignorantes y bárbaras cuyo valor, a pesar de su gran número, no debiera exagerar un general.
—Perdone vuestra majestad la contradicción. Yo no exageré la grandeza del reino de Tenochtitlán, ni menos la cultura de sus habitantes, ni la incomparable riqueza de sus fuentes, ni la sabiduría de sus instituciones, pues yo estaba lejos de quererme ensalzar con eso y querer hacer resaltar más las virtudes militares que nos condujeron a la victoria. Mucho debe de haber oído hablar vuestra majestad del pueblo de las Islas, que se encuentra hoy en el mismo estado de como lo descubrió el almirante en su primer viaje. Los habitantes del continente vivían, empero, en el seno de una gran monarquía; sus nobles eran más orgullosos que todos los vasallos de nuestro mundo. Si yo pienso en los señores aquellos que alcanzaron tal mal fin y que yo no quiero llamar emperadores por respeto a vuestra majestad, aunque muy altos estaban por encima de príncipes y de reyes como lo puede estar vuestra majestad en el mundo de los hombres blancos; si pienso en ellos, repito, he de confesar que Moctezuma fue un gran rey y que, no obstante, prestó su acatamiento y fidelidad a vuestra majestad. La Providencia no le permitió rendir personalmente homenaje a vuestra majestad, como ambos habíamos acordado en nuestros planes.