El dios de la lluvia llora sobre Méjico (83 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

—¿Le visteis solamente en esa ocasión?

—Estuvo una semana o más bien diez días entre nosotros. Aquella misma noche se encerraron en una habitación el, el padre Marchena y Juan Pérez. Los tres estaban trabajando en la celda bajo la torre con la ventana que da a la inmensa mar… De allí puede verse a menudo la costa africana. Yo les llevaba la comida y un jarro de vino, en el cual echaba agua porque así lo querían ellos… Perdone, señor; pero yo era un muchacho y por eso tengo el recuerdo de esos detalles pequeños que se quedaron grabados para siempre en mi memoria. La voz del almirante llenaba la celda diciendo cosas maravillosas. El padre Juan Pérez extendió los brazos y dijo con tranquilidad y finura, ya sabéis que le provenía de la corte, le dijo, pues, no tratándole de tú, sino en el lenguaje cortesano: "Vuestra merced es un hombre justo…" Yo estaba presente; escanciaba el vino y permanecía callado. Ellos discutían. Yo no entendía gran cosa de lo que hablaban, pues estaba yo todavía en el
Alpha
de la ciencia que los Franciscanos me enseñaban. Nacido en el interior de la península, pocas cosas conocía referente al mar, pero sí tenía ya rudimentos de latín. De todas formas aquello era una discusión en que se manejaban toda suerte de argumentos. Los tres se levantaron; sus voces eran dulces, pero lo que decían era fuerte… El extranjero entonces se dirigió a la ventana y, como si quisiera bendecir el mar, extendió los brazos
y
exclamó:
Mundi formam omnes f
ere
consetiunt rotundam esse. Y
añadió después que esto mismo lo había escrito el Padre Santo Pío cuando era todavía Eneas Silvio. Me acuerdo de eso y del niño que le acompañaba y que me dieron para que cuidara de él. Lavé a Dieguecito (que así se llamaba), le dí de comer… Pero vuestra merced me preguntó si fue esa la única vez que Colón nos visitó. No puedo recordar exactamente el número de sus visitas; pero si sé que llegó a ser amigo nuestro. Venía a comulgar aquí con todas sus tripulaciones y aquí se sentaba Alonso Pinzón, sí, maese Pinzón, que le había acompañado en su primer viaje. A la segunda noche, le hizo llamar el padre Antonio. Era un marino fuerte y robusto. No andaba sobrado de argumentos. No sabía escribir ni entendía nada de latín. Se limitaba a escuchar y a decir de vez en cuando: "Bien, lo que dice don Cristóbal puede que sea cierto…" Le vi partir. Vuestra merced sabe muy bien que la mayor parte de sus marineros venían directamente de las cárceles de Palos, verdaderos pícaros que así huían del castigo. Fuera de ésos, sólo había allí los marineros de la familia Pinzón que confiaran en él… Hablando en confianza señor, todos nosotros creíamos que la teoría de Colón no era más que eso: una teoría… Primero había la gracia de Dios, después esa familia de los Pinzones, y luego las manos fuertes de la gente que sabía manejar la vela.

Cortes se paseaba por el claustro. Todo estaba lleno de recuerdos. Nombres que le eran familiares, porque don Diego Colón mismo los había dicho en una tarde feliz de La Española en que su dignidad y tiesura de Grande de España se ablandó a fuerza de beber. También se había referido entonces en su conversación a esa primera noche en la Rábida en que él, niño todavía, estaba colgado, ebrio de sueño, del cuello de su padre mientras un joven hermano le servía un poco de leche… Ahora todo se había vuelto tangible; estaba al alcance de su mano. No era ya una leyenda, como tampoco el mismo era ya leyenda, sino el hombre llamado por Dios para destruir el reino del demonio y edificar en su lugar uno mejor y más justo. Esos muros, empero, con sus líneas góticas, obedeciendo a la moda, iban aceptando las columnas románicas a medida que se ensanchaban.

La puerta se abrió, mientras el guardián le invitaba a entrar. Trajeron lámparas, lámparas de aceite modernas que en España eran todavía una novedad. Por las paredes veíanse mapas, instrumentos náuticos y dibujos. Cortes no era hombre de mar, pero debido a sus viajes, conocía las cartas, las indicaciones de la brújula y había oído hablar bastante de las corrientes. Aquí había de todo, como si hubieran traído todos los instrumentos de toda una flota; como si hubiesen traído los dibujos de la escuela del príncipe Enrique de Portugal. En un rincón veíase un objeto grotesco: una masa en forme de huevo alargado encima, los continentes en forma de dragones escupiendo fuego; los imprecisos contornos de Anahuac, como un delfín inclinándose un poco hacia abajo, zambulléndose en las costas inmensas del sur. Cortés pensó para sí que al siguiente día les regalarían a aquella gente algunos mapas aztecas, la maravillosa hoja de
nequem,
sin la que se hubiese extraviado mil veces en su excursión a Honduras; el mapa que le había servido pera orientarse en el valle y que le había regalado el pobre y obeso cacique de Cempoal, el primer mapa que le había ayudado tanto, aquel al cual sus ojos ya se habían acostumbrado, donde ere posible calcular muy bien las distancias y que él había aprendido a medir perfectamente, así como a distinguir las montañas y ríos y e reconocer caminos y senderos… Crónicas… El padre mostró la de Juan de Mandeville… "Sobre esta crónica se inclinó Colón cuando se encerró y solamente podía yo entrar para llevarle comide y aguas.. Aquí está el libro de maese Milione, aquel Marco Polo del año de gracia de 1310…, escrito en lengua toscana y copiado entonces. Esos son los dibujos, el mapa de Colón… Ya veis, señor, todo está reunido aquí… También tenemos un fragmento de sus diarios que puede leer quien lo desee. Están aquí cuidadosamente guardados en este armario, protegidos del polvo. Nuestro orgullo es que vuestra merced, que ha adquirido una categoría igual a la del almirante, venga aquí y se entretenga inspeccionando todos esos papeles."

Cortés buscó entre aquellos
in folio.
Revolvió pergaminos. Era aquélla une habitación conventual, pero al mismo tiempo una especie de archivo donde descansaban en paz los antiguos y dorados documentos. Cortés se aproximó; el padre le hizo une seña. Ambos se inclinaron sobre una hoja grande que desenrollaron y en le que se veían debajo dos sellos reales de Castilla y de Aragón: "

…tú Cristóbal Colón, por nuestra voluntad, con nuestros buques y tripulaciones partirás para el descubrimiento de nuevas islas en el Océano. Es conveniente que recompensemos tus servicios, por lo que ordenamos que tú, Cristóbal Colón, seas almirante y virrey de todas las islas y continentes que ya has descubierto o descubras en lo sucesivo… Por ese motivo deberás llamarte de hoy en adelante, como corresponde, don Cristóbal, y tus dignidades pasarán a tus sucesores. Tienes derecho de proceder en nombre propio, así como también el de nombrar gobernadores que gobiernen en nombre tuyo. Te corresponde a ti la administración de la justicia en los asuntos civiles y criminales, cuya decisión está encomendada a nuestros almirantes y virreyes… Ordenamos que todos los funcionarios que tú instituyas en sus cargos y dignidades, cuiden de tus derechos y prerrogativas; que entreguen en tus manos las contribuciones y gabelas que nosotros te concedemos y que en todas esas cosas nadie debe impedirte tu función ni ponerte obstáculos, pues ésta es nuestra voluntad… Dado el 30 de abril de 1492 en Granada: Yo: el rey. Yo: la reina…"

—Ved también ese escrito; es de fecha más reciente; precisamente un año después de celebrarse el Tedeum en Barcelona. Oíd:

"…siendo así que tú, Cristóbal Colón, con la ayuda de Dios descubriste las islas que se indican en nuestro escrito real, te confirmamos de nuevo en tus dignidades y te reconocemos como almirante del Océano, así como gobernador vitalicio de todas las islas y países que tú has descubierto o descubras en la sucesivo… Queremos que tú, en calidad de almirante del Océano, tengas mando sobre todos nuestros buques que navegan por los mares. Obedecerán a tus órdenes y harán lo que tú juzgues necesario que hagan. Tendrás el derecho de castigar las faltas, para lo que aprobamos por la presente los juicios que pronuncies y los damos por buenos. Deseamos que tus dignidades con todos tus empleos pasen a tus hijos y concedemos a ellos los mismos derechos que corresponden a los almirantes de Castilla y León. Yo: el rey. Yo: la reina."

Leyó y dobló el pergamino. ¡Qué magníficos e interesantes documentos eran ésos! ¡Cómo brillarían los ojos del gran genovés cuando los leyó y cómo se acordaría de ellos cuando, en le lejana isla de Haití, desdoblaría la sencilla hoja que decía sencillamente:
"Don Cristóbal Colón, almirante del Océano. Hemos encargado a nuestro plenipotenciario, don Francisco Bobadilla, poner en tu conocimiento determinadas cosas. Te ordenamos que cumplas todo obedientemente, lo que en nuestro nombre te ordene… Dado en Madrid. — 26 de mayo de 1499…"

Se estremeció. En La Española estaba todavía en el recuerdo de todos, y los viejos habían podido verlo con sus propios ojos, cómo el almirante había sido llevado a bordo con sus dos menos atadas, en compañía de sus dos hermanos; cómo la plebe reía, gritaba y le insultaba cuando él, con grillos, sin armas, pasaba hacia el buque, con el rosario entre sus manos…

¿Pagarían siempre así los monarcas los tesoros que sus fieles súbditos les ponían a los pies? ¿No querrían jamás las testas coronadas inclinarse ante los mundos que se les regalaban? Estuvo durante un espacio de tiempo lleno de confusión. Estaba ante esa podredumbre que nunca se podría. Esa extraña Abracadabra había atraído un día a todos los sabios y cabalistas como suprema ciencia. Hoy…, hoy se sabía ya cuántas millas marinas había entre el Viejo Mundo y el nuevo continente; qué corrientes conducían allí. ¿A quién se le ocurría buscar ya Cathay o las islas de Zipango en las huellas de maese Milione? Había Cuba y Méjico y el istmo de Darién, desde donde se podía ver el mar del sur y más allá de este mar todavía interminables tierras.

—Cada día trae algo nuevo —dijo el prior, como en disculpa—. Cada día llegan buques; alguien viene a este edificio consagrado a Dios y siempre tienen algo que contar. Así, en nuestras celdas, vemos cómo se va extendiendo, cómo va creciendo el mundo conocido; dibujamos las nuevas provincias que se descubren y anotamos si allí se predica ya nuestro evangelio a mayor gloria de Cristo. Llegan los navegantes y, antes de partir de nuevo, se hacen bendecir por nosotros, y otros, al volver, dan las gracias por la ayuda a la Estrella del Mar y nos cuentan todo lo que les fue dado vivir y experimentar. Así vivimos nosotros, humildes siervos de san Francisco, en nuestro estrecho mundo, incansablemente en la fe de que todo sucede a mayor gloria del Señor. Pasaron días. El penitente había dejado crecer su barba; dormía sobre tablas, llevaba el duro y tosco sayal del hábito franciscano; se alimentaba de pan y platos de vigilia. Por la mañana oía las exhortaciones de un severo padre, leía las homilías y meditaba sobre los temas que cada día eran señalados. Poco a poco comenzó a saltársele la corteza; parecía que cada día, cada hora, algo se desprendiera de él. Ahora después de tanta agitación, movimiento, horror y sangre, le rodeaba la tranquilidad, la paz, como un maravilloso baño, y en este silencio se sentía sanar de cuerpo y de alma. En Palos se reunían los curiosos; todos los días les asaltaban nuevos admiradores; la noticia de grandes acontecimientos se extendía. Desde los tiempos de Colón jamás tantos ojos contemplaron con admiración el pequeño puerto de Palos. Los mensajeros que habían partido para Toledo llevando cartas de don Hernando iban anunciando por el camino: "Ha llegado el victorioso capitán general de Nueva España…, nuestro excelso señor, en cuyas manos no se acaba nunca el oro… "

En Palos se reunieron curiosos, gentes de placer, mujeres ansiosas de botín, cortesanas que pululaban entonces en la península, llegaron aventureros, artistas, caballeros de industria, alquimistas que habían hallado la piedra filosofal. La ciudad estaba atestada. La noticia corría de boca en boca, subía desde el sur hasta Sevilla. El Consejo de Indias celebró largas sesiones extraordinarias y se dirigieron a Don Carlos apremiantes escritos. Don Carlos residía entonces en Toledo. El obispo de Burgos, Fonseca, mojaba su pluma en veneno y decía a sus íntimos que ahora era llegado el tiempo de hacer bajar la cabeza al capitán general. En su castillo, el duque de Medina Sidonia escuchaba. Había envejecido junto con el almirante. El duque movía la cabeza y decía: “Ese Cortés debe ser todo un hombre…" Otros grandes magnates admiraban también la aventura mejicana. Cuatrocientos, contra diez millones; eso era para ellos el balance y lo contaban con los dedos… Ese Cortés era alguien aunque su familia pudiera ser sencilla y su nombre no perteneciera a los grandes linajes de Castilla. Todos hablaban de él, mientras él, envuelto en el hábito tosco de los franciscanos, leía las confesiones de san Agustín, forzando su cabeza a desentrañar de nuevo el ya olvidado latín y pedía al joven fray ayuda para descifrar el viejo códice. Cortés se sentaba a escuchar las exhortaciones del padre que, con su agudeza, le explicaba la naturaleza de la gracia y le analizaba la disputa que desde hacía siglos seguía entre dominicos y franciscanos. Cortés estaba sentado con su larga y descuidada barba, apoyándose sobre los codos… "Este es el cáliz que Dios me ha destinado." Un día llegó el prior a él y le dijo confuso que un noble caballero, acabado de llegar del Nuevo Mundo, quería hablar con él sin dilación. No prestó la menor atención a las palabras del prior, el cual le dijo que el penitente debía permanecer durante varios días alejado de todas las cosas de este mundo. "Es inflexible y duro como el hierro. Decida vuestra merced si he de tratar de disuadirle o le he de arrojar de aquí. Se llama Francisco Pizarro y dice ser pariente de vuestra merced por línea materna…" En los recuerdos de Cortés había una figura seca, huesuda, vestida de negro. Se trataba de un primo de segundo o tercer grado, un hijo bastardo del coronel de Trujillo. ¡Francisco! Pronto el corazón se le animó. Hacía largos años se habían encontrado ya. Debía de haber sido allá por el año 1510 en Santo Domingo; había hablado con él en el cuartel de Ojeda acerca de un establecimiento en el continente. Después de eso desapareció y Ojeda con él. Entonces fue cuando Cortés marchó a Cuba y ya nunca había oído hablar de su primo. Francisco Pizarro… Meditó. Su primo tenía unos cinco o seis años más que él. Cuando le encontró por primera vez, no era ya ningún muchacho, sino un hombre fuerte, callado, un verdadero guerrero de ojos brillantes. Había sorprendido a Cortés cuando comenzó a hablar. Su voz de barítono llenaba la estancia. Al recordarlo, Cortés sentía como un pesar… Hubiera podido muy bien llevarse a Méjico a ese Pizarro. Como capitán hubiera podido muy bien figurar entre sus hombres… Pero ¿qué buscaba aquí? ¿Qué hacía en Palos y por qué quería hablarle?… El gran
in folio
con las Confesiones resbaló de las manos de Cortés; de nuevo su fantasía se poblaba de imágenes, de expediciones, de soldados, de buques; un torbellino turbador le rodeaba; hubiera querido arrojar a un lado de un puntapié el asiento donde se sentaba; su sangre hervía. ¿Qué quería ese Pizarro? El hombre entró. Pronunció un saludo con el respeto debido a legítimo pariente que ha alcanzado gran categoría e inclinó su cabeza con respeto, pero sin servilismo. No le dio título ninguno. No dijo
excelencia,
a pesar de que tal era el tratamiento debido al gobernador. Dijo, sencillamente, don Hernando. Eso era tal vez un poco más de lo que le correspondía en derecho como pariente, pero también mucho menos de lo que correspondía a un soldado o a un oficial al dirigirse al gobernador de Nueva España. Cortés dio un paso hacia él, le miró unos instantes y después le abrazó:

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