Aquella misma noche los capitanes estaban silenciosos, sentados a la mesa de la escasa cena. Pensaban todos en Olid, el antiguo galeote, con quien habían partido de Cuba en el
anno Domini 1519.
Una noche en que apretaba de nuevo el hambre, a la hora de cenar se llegó a él un cacique joven.
—Ten cuidado.
Aguila-que-se-abate
lleva algo entre manos. Todo las noches habla en voz baja con los dos señores cautivos. Al pasar, dejan señales en los árboles. Los bosques guardan sus palabras. El viento cuida de llevar rápidamente las noticias por Anahuac. Sois pocos. Si el viento arrecia temblarán los bosques, y los árboles caerán sobre vosotros. Los habitantes de las selvas tienen cuchillos y
Aguila-que-se-abate
es el único jefe que dispone de la vida y de la muerte de los hombres de nuestra raza… Ten cuidado, señor, pues aunque tengas el oído más fino que cualquier fiera del bosque, no oirás nada de eso y creerás que es el viento quien mueve y hace susurrar las hojas de los árboles. Cortés meditó y vio que aquel confidente tenía razón. Aquella misma noche celebró consejo con los capitanes. Estuvo presente en el juicio sobre Guatemoc y sus dos prisioneros y dobló la vara de la justicia. Por la noche se dio la sentencia. Aún hoy resonaban en sus oídos las risas de
Aguila-que-se-abate.
El
,
que siempre permanecía callado, alzó entonces su voz que ponía de pie a los espectros y tal vez se oía en todos los lugares donde vivían pieles rojas. No se inclinó bajo el peso de sus pecados, sino que se sujetó la pluma de quetzal en los cabellos, con lo que, según su fe, el emperador se convirtió en juez. Volvióse entonces hacia Cortés, como si el español fuese el acusado, y habló así:
Malinche: Yo hubiera sido un hombre necio si me hubiese fiado de tu promesa; sabia que me arrastrabas a lugares desiertos para librarte de mí sin testigos ni obstáculos…, pero los bosques son enemigos vuestros; las piedras, los hombres y hasta la hierba cuidan de que se extienda la noticia… Los dioses callan…, pero no olvidan.
Toda la noche hubo gran agitación. Los soldados iban y venían; Hasta el joven Díaz se atrevió a arrimarse a Cortés, para decirle:
—Señor: Yo también pido gracia. Guatemoc es un hombre sincero. No nos empujes hacia la perdición. No dejes que sea juzgado con demasiada severidad.
Los indios estaban sentados, quietos, como si guardaran luto; todos: criados, mujeres o caciques. Marina metió la cabeza entre las almohadas y no acudió cuando Cortés la mandó llamar para que se colocara detrás de
Aguila que-se-abate.
Tal vez Guatemoc confesaría aún dónde había escondido sus tesoros…, o quizá querría morir en la fe de Cristo.
Guatemoc no escuchaba a nadie y cantó durante toda la noche. Desde aquel día le pareció a Cortés oír siempre aquel canturreo terrible, incomprensible y monótono con el que el príncipe indio narraba toda su vida, enumeraba su estirpe generación tras generación. Su genealogía empezaba con el dios de la cabeza de ocelote que lloraba con lluvia inagotable. Aquel canto continuó toda la noche, sin parar ni un minuto. Los españoles huían del campamento.
—No se puede resistir eso, señor.
¿Por qué Cortés no se doblegó en aquella ocasión? ¡Cuán a menudo tuvo que responder después de su inflexibilidad! Ante sacerdotes, ante la Ley, ante Don Carlos… y ante sí mismo.
Cuando el verdugo pasó la soga alrededor del cuello de la víctima, seguía todavía el ritmo de aquel terrible canto… Los jefes sentenciados a muerte lo continuaron y sólo cesó aquello cuando el último cacique perdió ya el sentido.
¿Pensaría acaso Cortés en Tecuichpo…, como se susurraba? ¿No le miraba Marina con cara hosca, como se mira a un asesino? ¿No había gente que pensaba que había mandado a la muerte a Guatemoc a causa de Tecuichpo? Mil veces trató de hacer examen de conciencia. “Señor: Estoy tranquilo. Yo no tuve esa intención asesina, como la que se atribuye al rey David. Señor: Tú sabes cuán indefensos y abandonados nos encontrábamos en el bosque; un soplo nos hubiera derribado. No hubiéramos podido resistir ni un solo asalto de los indios. Si algo malo nos hubiese sucedido allí la noticia hubiera corrido por toda la costa; a los pocos días se hubiera sabido en Méjico; hubiera corrido por los bosques y hubiera sido llevada por los arroyos… Y en menos de una semana, la corona de Don Carlos en este nuevo mundo se hubiera hundido en sangre; ni uno solo de los españoles hubiera quedado con vida." Pero ¡cómo quedó inerte, pendiendo de aquel árbol, con su pluma de quetzal en la cabeza! ¡Cómo resonó el último grito con que invocó a su dios Tlaloc y que hizo retroceder asustado al padre que le mostraba un crucifijo!
Tal vez sobre su conciencia podían pesar muchos miles de vidas humanas y, sin embargo, todos los ojos, al mirarle, parecían decirle: "¿Por qué mataste a Guatemoc? ¿Por qué mataste al legítimo monarca de Nueva España?" A bordo, cuando viajaba por el océano, leía Cortés un librito traducido de la lengua toscana al castellano; eran las meditaciones del notario florentino Maese Niccolo Machiavello. Este libro era leído entonces en todas las naciones por los grandes hombres, se decía, y el de Cortés era un regalo que habían traído de España. ¿Por qué había ahora de recordar sus páginas cada vez que le atenazaba el recuerdo de Guatemoc colgado de un árbol, con los estremecimientos y los estertores de la agonía?
Llegaban malas noticias. Toda suerte de malas noticias le llegaban mientras estuvo en Honduras. Además, la fiebre le acometió tan fuertemente que hizo llamar al
pater y
le pidió los últimos Sacramentos. A veces, perdía el sentido y gritaba, según se decía, cosas incoherentes. Seguían llegando malas nuevas. Después de casi dos años, le llegaban noticias de Méjico: discordias, luchas de partido, persecuciones de indios, días negros de la dominación española:
homo homini
lupus.
Con su hambriento y diezmado ejército, echó un poco a la ventura hacia la costa, y allí un buque que pasaba los sacó de Honduras. Todo le era adverso: tormentas, temporales; parecía que los elementos se habían aliado contra él. Cortés se reconcentró y rezó mucho… Con sesenta hombres escasos volvió a Nueva España, a Vera Cruz. Como espectros, desembarcaron al amanecer para ir al templo a rezar un
Te Deum.
Aún hoy recordaba el semblante del sacristán, que, asustado, dio un paso atrás al verlos. "¿Venís del más allá? ¿Quiénes sois?"
Enteróse aquí de que en Méjico creíanle muerto y se habían celebrado por él unos muy solemnes funerales…, que ya se habían echado suerte de sus propiedades y hasta sus amigos se apresuraban a llevarse algo de lo que fuera fortuna personal de Cortés.
Se repuso. En Vera Cruz curó de la fiebre. El cirujano sangróle y le cortó las barbas; pudo ponerse un traje nuevo para recibir el homenaje de los habitantes de la ciudad, esa ciudad cuya primera piedra pusiera él un día con sus propias manos. Los tambores resonaron en los bosques y mensajeros misteriosos corrieron de tribu en tribu. Al día siguiente, llegaron junto a Cortés los dos hijos del obeso cacique de Cempoal, los jefes de Tlascala, los jueces de Cholula… A su alrededor volvieron a aparecer los veteranos, muchos de ellos con su esposa e hijos… Se puso en camino. A cada paso veía un rostro conocido, a un cacique aliado de aquellos que le habían prestado sumisión los primeros. Y le decían: "Señor: Hicieron de las suyas en tu nombre y se les oía decir: Ese perro de
Cortés ya está podrido. "Nosotros sabíamos que volverías y harías justicia. Mientras estuviste fuera nos robaron nuestro oro y nos arrancaron los hijos. Nuestro nuevo dios es mucho más terrible que el antiguo. Fuerzan a nuestros jóvenes a que trabajen bajo tierra, donde, en la oscuridad, deben cavar para encontrar los tesoros que el suelo encierra. Y trabajan allí hasta que sucumben… El nuevo dios es más cruel que el antiguo; sólo tu fe, Malinche, fue siempre caritativa… "
Cuando llegó al valle pasó por pueblos y aldeas como un rey recién coronado y victorioso. Los magistrados le salían a recibir y le besaban la mano. Los monjes le saludaban con
hosannas
y los jefes de tribu le echaban voluntariamente pedazos de oro a los pies…
Quedó junto a la orilla del lago, donde había un recuerdo en cada piedra, y desde aquí mandó decir a la despótica Audiencia de la capital que el capitán general del reino había llegado y esperaba que vinieran a prestarle acatamiento y homenaje. Sentía por ellos asco, como si fueran sapos: leguleyos, oficinistas, intrigantes que corrían como ratas por debajo de las arcadas del palacio del gobernador, cuando llegó la noticia de que las selvas de Honduras no se habían tragado para siempre a Hernán Cortés. Cuando se aproximaban los comisarios mostraban ya de lejos les pergaminos que traían de Sevilla; cada uno de ellos trataba de justificarse. Cortés sentía cómo le miraban con el rabillo del ojo, y así también los miraba él.
En cada buque llegaba gente nueva. Comisionados unos, pretendientes otros al título de virrey; desde Santo Domingo llegaron los padres para actuar como jueces; desde Madrid, la corte enviaba un sinnúmero de comisionados, cuyas jurisdicciones se entremezclaban y confundían; desde Sevilla mandaba el Consejo de Indias no menor número de gente. Entonces Cortés hacía cada vez una excursión a Chapultepec, a los jardines donde se criaba su hijo Martín y donde cada vez mejor, sabía ya descifrar lo que Cortés le escribía sobre la arena. En pocas semanas debía disponerlo todo, porque ya entonces se afirmaba en él la decisión de poner fin a aquel estado de inseguridad y de acudir a los altos jueces y poner en manos de Don Carlos el proceso de Nueva España, que llevaba ya en curso más de diez años.
El único amigo que llegó desde España con un cargo burocrático fue el enfermizo y amable Ponce de León. Era un hombre lacónico, uno de los pocos a quien el profesor Lebrija, en Salamanca, había señalado como humanista. La primera noche, después de la cena, dijo al levantar la copa: “De todos nosotros, vos sois, don, Hernando, el único hombre grande…, los demás no somos más que imitadores decadentes. La Historia os hará justicia de señalar lo que os deben vuestros contemporáneos… Conozco vuestra
Anabas.”
Lentamente sacó el volumen encuadernado en pergamino, que había sido impreso en Sevilla el año anterior. Su mano temblaba cuando empezó a hojear y a leer: "Cartas de don Hernán Cortés a su imperial majestad. "
Cortés se quedó sin saber qué decir; los comensales quedaron mudos cuando vieron que comenzaba a hojear el libro. ¿Quién hubiera podido decir que su
Cesarea
majestad destinara a tan alta distinción los renglones de aquellas humildes cartas? ¿Era posible que el rey hubiera entregado a sus impresores aquellas cartas escritas sobre hojas de agave con zumo de bayas? ¿Que las hubiera enviado a su imprenta real, donde, con tipos de madera, se hacían centenares de ejemplares de los libros? ¿Que los hubiera hecho publicar para que los conociera todo el mundo y viera cómo algunos centenares de españoles luchaban en un lugar incierto de una alejada y desconocida costa del océano…? No podía trinchar el pavo, leyó hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. Se sumió en la lectura. Los comensales se fueron marchando poco a poco. ¿Había, en realidad, ejecutado algo tan grande para que el emperador entregara a la Historia sus pobres renglones, como mil quinientos años antes había sucedido con los
Comentarios de César?
César era el hombre más grande de los tiempos pasados, casi un emperador…, mientras que él sólo luchaba, combatía y derramaba su sangre en defensa de su derecho y como un jurista escribía sus informes a Don Carlos… Hojeó el libro. Como si lo saboreara, leyó y releyó cada uno de los párrafos. Recordaba cada renglón, cada cosa que allí estaba escrita. Volvió algunas páginas:
Segura de Frontera, 30 de octubre de 1520…
¿Eran estas letras impresas verdaderamente una alegría? ¿Eran, en realidad, algo más que el último informe que él había escondido en el tahalí para llevárselo a España?
Cuando hubo regresado de Honduras el Nuevo Mundo parecía haber muerto. Buscó a Olmedo y encontró su tumba. Otros muchos de sus veteranos habían también cerrado los ojos para siempre; los otros estaban avejentados; sólo los enemigos se habían vuelto más atrevidos. Buscó a Tecuichpo para inclinarse ante ella y decirle que
Aguila-que-se-abate
no era inocente y que él no había sido su verdugo, sino su juez, que, conforme a la ley, tuvo que dar sentencia de muerte. En Cojohuacan, ella salió a recibirle; iba envuelta en negros velos y le miró con ojos hoscos. Dos monjas la acompañaban; ahora se llamaba doña Isabel; así la llamaban las monjas, compadecidas de su viudez. Se acercó a él con aquel su paso rítmico que Cortés no había podido olvidar nunca. Iba desprovista de joyas y dorados; vivía de la caridad del convento, en orgullosa pobreza. Sus magníficas manos de color de espuma sostenían un rosario. Las monjas salieron de la habitación y los dos quedaron solos. Ella comenzó hablando del hombre que se interponía entre los dos, de aquella sombra más acusadora que todas les demás; la sombra que acusaba, pues no necesitaba defenderse
Aguila-que-se-abate.
Se miraron. Los dos sabían que no se podían acostar en el mismo lecho con una sombra en medio de los dos. Unos días después fue personalmente a la cancillería. Hizo que le leyeran las leyes de Don Carlos: los párrafos de la Recompilación de las Indias, que dejaban bien sentados los derechos a la conquista y a la validez de las pretensiones imperiales sostenidas por medio de bulas pontificias. Los letrados, llevaban con acierto sus argumentos y acabaron por declarar que: "Vuestra— merced es el representante de la Corona. Lo que habéis confiscado en nombre de la Corona, estáis obligado a justificarlo y a entregarlo, en tanto la Corona no disponga lo contrario…"
Entonces ya sabía que regresaría a España. Tenía que dar cuenta clara de todo. Todo de una vez. Aquella misma noche comenzó a dictar: "…Este escrito vale como privilegio de doña Isabel de Moctezuma, que es la hija del gran Moctezuma, único emperador legítimo de la ciudad y reino de Méjico, y que después de la debida preparación e instrucción fue admitida en nuestra única y verdadera Iglesia por medio del bautismo… Por voluntad de don Hernán Cortés, gobernador de Nueva España y conquistador de todos esos países en nombre de su majestad…" Dictaba. Su voz sonaba suave al narrar en frases largas y entrelazadas cómo el Terrible Señor se había puesto bajo la protección de Don Carlos con fidelidad de súbdito, cómo habían transcurrido las últimas horas de aquella vida en las que se inclinaba ya, hacia las enseñanzas de la verdadera fe, si bien no llegó a recibir las aguas del bautismo. Cómo voluntariamente había confiado su hija a Su Cesárea Majestad y cómo Hernán Cortés, en nombre de la Corona, había aceptado la honrosa tutela.. De cómo Moctezuma, velados ya sus ojos por la proximidad de la muerte, le había dicho: "Cuida de mis hijas, pues los hijos pueden tender la cuerda del arco; pero las muchachas son débiles y frágiles…" Pero ahora su imperial majestad decidió que todos los pueblos, ciudades y jardines que se enumeraban debían pertenecer a Tecuichpo. Le legaba la antigua provincia de Tlaeopán. El mismo le llevó la noticia al frente de una comisión, inclinóse ante ella y le dio el título de Princesa
,
que llevaba incluido el rango de las hijas de Tlascala y Tezcuco, a las cuales correspondía el título de Duquesa. Tecuichpo… Mientras el oleaje mecía la carabela anclada ya, no podía librarse del recuerdo de ella. Cuanto más lejos estaba, cuanto más fuera de su alcance, tanto más firmemente la sentía adherida a la medula de sus huesos. ¿Qué significaba el haberla salvado de la estrechez del claustro, haber puesto fin a su destino triste y oscuro, haberle asegurado el título de los Grandes de España, y haberle regalado toda una provincia en nombre de Don Carlos, una provincia cuyos cuarenta mil habitantes la honrarían como a una diosa? ¿Cuál de sus compañeros de armas había observado que él, Hernán Cortés, se esforzaba en ayudar a los indios? Hacía venir de España Cartas de Nobleza a grandes fajos. Intercedía para que dejasen a la señora de Tula su ciudad y a los tlascaltecas la exención de impuestos de que gozaban desde tiempos remotos. Solicitaba que no se les descontara el quinto de la Corona de sus posesiones e ingresos y que las residencias de los principales jefes que voluntariamente habían prestado acatamiento fueran consideradas como
salvaguardia.
Lograba que Don Carlos enviase presentes a Flor Negra con la dedicatoria: "A mi fiel vasallo… ". Pero tal vez todo eso lo hacía sólo por Tecuichpo, cuyo nuevo nombre de Isabel le desagradaba y sonaba a extraño.