Buscó entre sus piedras preciosas y eligió un colgante de turquesas para el joven hidalgo.
Después se adelantó Sandoval, joven tímido, con su eterna risa de muchacho bueno. Moctezuma respondió a su sonrisa con otra.
—Un verdadero rey —susurró Velázquez al oído del padre Olmedo—. Eso se parece a la corte de Valladolid, aquellas audiencias con el rey… Nada hay en él de esos indios rígidos a fuerza de adornos, nada de esos caciques chupadores de sangre y tremolantes de grasa… Ese es un verdadero rey.
El padre Olmedo se inclinó sobre la mano de Moctezuma. Era el sacerdote, cuya llegada habían anunciado los dibujos; un santo, cuya única arma en las batallas era la cruz y cuyo uniforme un sencillo
y
sobrio hábito. A veces poníase una vestidura blanca
y
ofrecía un sacrificio; levantaba entonces una copa que, inexplicablemente y de modo incompresible para todo ser humano, contenía la sangre de Dios; entonces todos caían de rodillas. Moctezuma sonreía. Estaban ambos sentados en una especie de estrado; en el escalón estaban sentados dos pajes. El padre Olmedo miraba a los dos príncipes lleno de admiración y meditabundo. Moctezuma le miraba fijamente; después se quitó de su vestido el precioso broche que representaba dos dragones cruzados que se mordían mutuamente, y con gesto sencillo, de gran señor, lo clavó en el sencillo hábito del fraile:
—Toma; es tu propio signo.
Era por la tarde. Los soldados, tendidos sobre sus colchonetas, arreglaban sus pequeños tesoros. Cortés se dirigió a su habitación. Una pequeña puerta se habría al jardín. Como siempre hizo, su ronda y pasó por aquellas veredas que parecían de encantamiento, entre frondosidades de ensueño y cascadas deliciosas. Los troncos de poderosos ceibas parecían centinelas que guardaban la avenida central. Detrás se veía la fosforescencia de troncos caídos, llenos ya de moho, insectos y plantas parásitas, entre ellas esa especie exótica que es carnívora. Caían alrededor enredaderas, formando tallos, curiosos como cuellos estirados, las amarillas orquídeas. Entre aquella media luz, las sombras formaban una extraña fantasmagoría. Las brillantes mariposas nocturnas abandonaban su escondite a esa hora en que lo envolvía todo una niebla azulada…, aun eso era para ellas luz deslumbradora y veíase cómo tropezaban contra los troncos, ebrias de claridad. Arrastrábanse escarabajos venenosos, cuyos cuerpos oscuros se agazapaban asustados cuando percibían el aleteo de algún cercano pájaro. Animales de presa, con su cuello alargado, se arrastraban sigilosamente, y otros distintos animales de terrenos pantanosos se sumergían en el agua llenándola de círculos y nadando entre las rosas de agua, inauditamente inmensas, pues tenían el tamaño de una rueda de molino. El jardín estaba más alto que la ciudad, por alzarse sobre una colina. Desde él, podían contemplarse las siluetas de las altas torres, envueltas en el velo azulado del atardecer. Cortés no había visto nunca Venecia, ni Roma, ni París. Había visto Toledo; pero cuando era muy niño todavía. Conocía bien Salamanca; había pasado por Sevilla y por Palos. Muchos de sus soldados habían estado en las columnas de Hércules, otros en Egipto; no pocos habían pisado la tierra del Peloponeso; algunos habían llegado hasta Viena y recorrido el curso inferior del Danubio, por cuenta del rey de Hungría, y habían podido contemplar la corte de aquel gran rey que lleva un cuervo en sus armas. Murmuraban frases deshilvanadas. ¿Cómo debía explicar todo eso a Don Carlos? ¿Cómo debía renovar en sí la fuerza de las palabras para que lo entendiera su Imperial Majestad? Le envió su homenaje y acatamiento desde un mundo de milagro, en forma de oro, perlas y joyas para su corona… Era el presente del capitán al emperador desde ese mundo de cuento.
Se fueron encendiendo las luces. Encima de la cama de cada soldado había lamparillas llenas de aceite, que no eran más que unas escudillas en las que iba sumergida una mecha. Representaban cabezas de coyote, jaguares agazapados, espeluznantes luchas entre un dios y una serpiente, monstruos alados, cráneos, etc. Sobre las brasas esperaban innumerables marmitas de arcilla pintada. Algunas brillaban ya en las manos de los soldados. Era la primera cena en Méjico.
Detrás de la cabeza de ocelote de las columnas de pórfido, se filtraba la luz: Una luz tremolante de antorcha buscaba al caminante en la oscuridad. Sus pajes habían ido con él por las serpenteantes veredas del jardín, llevando en la mano una vela de sebo. Se habían extraviado en la oscuridad, porque aquello era un laberinto de salas, corredores y rincones, y la antorcha arrojaba un tenue destello de luz en la negra noche tropical. Caminaban por aquellas grandes
y
destartaladas habitaciones… haciendo la semioscuridad
y
las sombras palpitar fuertemente los corazones de los pajes, que en cada rincón creían ver fantasmas. Cortés iba sin armas. Estaba disgustado, aunque desligado del peligro del encanto que le rodeaba. Por todas partes se veían figuras de animales al acecho, máscaras de dioses, bajorrelieves misteriosos a lo largo de las paredes, llenos de ramificaciones y pinturas que a la luz de la antorcha eran sólo un amasijo de manchas de color. El pasillo formaba una curva y al final se encontraron con que no podían seguir adelante, pues no había salida; era de fondo de saco. Así que hubieron de dar media vuelta para emprender el regreso. Para salir de su extravío tendrían que llamar la guardia o hacer señas de luz por la ventana. Y así estaban cuando Orteguilla corrió hacia su señor diciéndole asustado:
—¿Ve vuestra merced? Allí… hay luz en aquella habitación. Cortés asió su daga, magnífica arma de tres filos capaz de perforar corazas; hizo una seña al muchacho para que amortiguara el resplandor de la antorcha poniendo delante su gorra, y caminó con paso cauteloso en dirección a la luz. Apartó la recia cortina que con sus pliegues cerraba la entrada como si fuera una pared y que sólo dejaba pasar un poco de luz por pequeñas aberturas. Hasta Cortés llegaron suaves cantos de mujeres; era como un recitado; alguien decía los versos y contestaban las otras con las antistrofas.
En un semicírculo de esterillas y cojines, veíase, medio acostadas, algunas muchachas con vestidos bordados. Percibió el excitante y exótico aroma de la resina de copal. De momento sólo vio pequeñas llamas que despedían ligero resplandor desde un brasero; pero una mano arrojó sobre el rescoldo un puñado de polvos que crepitaron y ardieron con gran llamarada, llenándolo todo de una luz dorada. Reconoció en primer lugar la cabecita vivaracha de doña Luisa, con su cabello adornado de flores; después distinguió a Marina, que levantándose caminó hacia él con los brazos extendidos. La llama, como una serpiente de fuego, culebreaba a derecha e izquierda y, a su fantástica luz, vio el nicho que había en el muro de la estancia y en el cual estaba el hechizo, el encantamiento.
Era una estatua; no estaba hecha de pórfido ni de lava cristalizada, sino que toda la morbidez de la carne femenina, tibia y morena, se había modelado en oro puro. Era una estatua tan turbadora y al mismo tiempo tan pasmosa que no había otra que la igualara en el Nuevo Mundo. Hasta entonces, todas las estatuas que había visto eran amenazadoras, terribles, desazonadoras, y en la madera o piedra en que fueron talladas, veíanse las carnes destrozadas en el horror de corazones arrancados en vida; eran como un amasijo de locura… Nunca había visto Cortés una sola figura que, ni remotamente, tuviera un soplo de realidad humana. Por eso no olvidaría nunca esa estatua que ahora contemplaba a la luz rojiza de la serpenteante llama. Representaba a una muchacha desnuda, tan real, con tal emoción de vida y feminidad, que cortaba el resuello. Cortés arrancó la antorcha de la mano del paje, y pasando entre las asustadas mujeres, llegó hasta el pedestal de la estatua. La miró profundamente, como si sus ojos bebieran aquella maravillosa y preciosa desnudez. La luz caía sobre los hombros de la figura, sobre los que veíase una orquídea de piedra. Dos trenzas descansaban sobre su pecho y parecía como si por el suave movimiento de la respiración, aquella carne de oro subiera y bajara. En la suave curva del vientre lucía una esmeralda en el ombligo. Sus caderas de curvatura virginal, en armonía deliciosa, conducían a la delicada y llena línea de los muslos. Los tobillos estaban arrebujados en una bordada tela que cubría el pedestal de aquella estatua: Cortés se aproximó a Marina y a
Miel-de-Flor-de-Tilo,
es decir, a Luisa.
—¿Quién es esa figura de mujer?
—Fue Muñeca de Esmeralda.
—¿Y quién fue Muñeca de Esmeralda?
—La princesa supo la historia de labios de su madre. A causa de esa mujer, quedaron rotos los puentes entre Tezcuco y Tenochtitlán.
La noche era caliente y pesada, como si todos los cuerpos estuvieran febriles de amor carnal. Miró a Marina…, pero las últimas palabras le hicieron estremecer de repente: entre las dos dinastías de Méjico no había ningún puente.
—La princesa pudiera repetir su historia y tú repetirme lo que dicen sus palabras.
—Muñeca de Esmeralda fue la señora de Tezcuco, una reina, como diríais vosotros. El gran señor no había nacido todavía, cuando el padre de la muchacha la envió al palacio del Instaurador del Ayuno, pues su cuerpo estaba destinado a unir de nuevo a las dos casas reales de ambas orillas del gran lago. Habitaba el más hermoso palacio de la orilla oriental y el Señor del Ayuno abandonó y olvidó por causa de ella a sus doscientas concubinas. Pensaba siempre en Muñeca de Esmeralda, que entonces tenía sólo dieciséis lluvias, pero a quien el abrazo del hombre la había habituado tanto al amor que su lecho no podía quedar vacío ni una sola noche. Sus cortesanos tenían que buscarle muchachos, jóvenes guerreros, a los que entregaba su cuerpo y los arrastraba enamorados por la senda de la muerte. Así sucedía todas las noches hasta el amanecer en que el amante de una noche quedaba dormido.
"Entonces entraba en la habitación un mayordomo, caminando de puntillas, y amarraba bien al joven con un cordel adornado de flores; conducía seguidamente a un patio donde, con el mismo cordel, le estrangulaba. Los jóvenes más hermosos de Tezcuco iban desapareciendo misteriosamente y nadie sabía que sus cuerpos morían a la grisácea luz del alba, junto a la orilla del lago. Sucedía eso todas las veces que el Instaurador del Ayuno debía marchar a celebrar Consejo o emprendía una campaña para que no faltaran corazones palpitantes y sangrientos a los dioses de su tribu. El número de los jóvenes héroes disminuía y no sabía nadie el motivo, salvo el verdugo y un escultor que modelaba una estatua del joven asesinado y colocaba la reproducción de su cuerpo en una sala secreta, donde día tras día acrecentábase el número de estatuas de amantes muertos. A veces abríanse las cerradas puertas de esa cámara y sigilosamente entraba Muñeca de Esmeralda para recrearse en el recuerdo de los placeres lujuriosos que aquellos cuerpos le proporcinaran.
"Solamente respetó la vida a tres de sus amantes, a tres criados del Señor del Ayuno:
Pluma-de-Colibrí, Sieteserpientes
y
Hoja-cubierta-de-Rocío.
A los tres, repetidamente, daba pruebas de su amor.
"Una vez, la muchacha puso un broche en el vestido de
Sieteserpientes,
broche que había recibido, hacía poco, de su esposo. Al siguiente día, el Señor del Ayuno vio tal adorno en la túnica de su criado. La confianza del príncipe en su mujer se tambaleó. Fingió que partía para la guerra; pero por la noche, cuando las sombras cubrían todavía los caminos, se encaminó al palacio de su esposa, como acostumbraba hacer en los días tranquilos. Las doncellas de la esposa abrieron los brazos ante él y dijéronle que su señora estaba fatigada, que se había retirado temprano a descansar y que la flor roja de la vida había abierto sus pétalos. Los guerreros amordazaron a las doncellas y el príncipe entró sigilosamente en el dormitorio de su esposa. A la escasa luz, vio sobre el lecho una figura, tapada apenas, exponiendo así a su vista su maravillosa belleza. Avergonzado el príncipe de su desconfianza, comenzó a maldecir de sus celos, pero asombróle la absoluta inmovilidad de aquel cuerpo. Echó un puñado de polvos en un pebetero y surgió una llamarada llenando de luces y reflejos aquella figura de oro. El príncipe alargó la mano y tocó la frialdad del metal; su parecido era tan asombroso que sólo faltaba que el escultor le hubiera logrado dar respiración para que fuera real.
"En el fondo de la habitación estaba la esterilla donde habían descansado suavemente los amantes. Cuando entró el Señor del Ayuno, encontró escondidos en un rincón a sus tres servidores, que, por turno, trataban de apagar el fuego de amor de su señora, a quien, por lo demás, nunca podían contentar.
"Los hizo atar. Fueron aherrojados también todos los cortesanos de Muñeca Esmeralda, su verdugo y los sirvientes que le buscaban amante. El Señor del Ayuno hizo cargar en una litera la estatua de oro y conducirla, con honores reales y el séquito que le correspondía, al palacio de Tenochtitlán. Así devolvió al rey Molch su hija, precisamente la hija que había encontrado en el lecho matrimonial. Mientras el cortejo marchaba a lo largo de la orilla del lago, rápidos heraldos recorrían Anahuac en todas direcciones e invitaban a los grandes jefes y capitanes de todas las provincias para la fiesta de la diosa Toci.
"Los mensajeros corrían a lo largo de las dos orillas del lago y, después de varios años que eso no había sucedido, entraron por las puertas de Tlascala. Por todas partes el mensaje era idéntico: "El señor de Tezcuco te ruega, oh príncipe, que te encuentres personalmente en el día de la Fiesta de la diosa Toci en su ciudad y que lleves contigo tu primera esposa así como tus hijas ya crecidas."
—Por eso fue mi padre —interrumpió la esposa de Alvarado en un español vacilante.
—Los príncipes de Tlascala fueron por primera vez, con sus mujeres, a la ciudad de Tezcuco.
Cortés se apoyaba en la pared, escuchando atentamente. Su mirada se fijaba obstinadamente en la estatua, que a la luz tibia y roja le parecía todavía más tentadora en su belleza.
—Habla, habla…
—El día que se celebró el juicio, todos estaban allí. Todos juntos: reyes y príncipes, sentados en sus sitiales por el orden que marcaba el ritual. El Señor del Ayuno no juzgó a su esposa. Informó solamente acerca de la vergüenza y la afrenta que le había causado Muñeca de Esmeralda. Fuera, junto a la orilla umbrosa, fue excavada una gran fosa que debía servir de sepultura a los condenados. Muñeca de Esmeralda sonreía. Veía a su padre entre los jueces; era joven, y no creía que a ella, la reina, pudiera jamás sucederle nada. Habló el rey de Tlacopan, descendiente de los riñones de la Serpiente de Obsidiana y que era el más viejo de los príncipes. Vinieron los esbirros del Señor del Ayuno y quitaron las vestiduras a Muñeca de Esmeralda; sólo le dejaron un blanco taparrabo sobre el cuerpo. La condujeron al hemiciclo donde comparecían en juicio las mujeres de sangre real; cuando estuvo allí, el sacerdote de la Serpiente Alada arrancóle la única tela que quedaba en su desnudez, y así su cuerpo, absolutamente desnudo ya, apareció ante los jueces, señores e invitados al juicio. Le pusieron una capa por la cabeza y al quitársela de nuevo viose que una cinta de seda rodeaba el cuello de la muchacha, y cumplióse la sentencia a que había sido condenada: a seguir la misma suerte que corrieron sus amantes. Estaban sus cadáveres al borde de la hoguera, a punto de ser echados al fuego que debía purificar sus cuerpos.