El dios de la lluvia llora sobre Méjico (43 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

—¿Mi hijo envía una legación a Don Carlos?

—Envía legaciones a dos emperadores de dos mundos. Aquí, bajo mis ropas, está su carta. Nadie la ha visto todavía, ni aun el buitre ansioso del señor obispo. Nuestra consigna dice así: "En el pleito de ese lejano mundo debe hacer de juez Su Majestad y determinar nuestra suerte."

—¿Hacia dónde vais a ir?

—A Tordesillas.

La vecina se había deslizado fuera de la habitación sin ser notada; ya fuera, secóse una lágrima de su mejilla y seguidamente corrió por las casas vecinas con la gran noticia: el hijo de los Cortés había llegado a ser rey de un lugar lejano, al otro lado del mundo.

Todo el castillo estaba lleno de negros cortinajes. Allí, Doña Juana la Loca vivía en perpetuo luto por su esposo. Por toda España se hablaba con angustia de Tordesillas, y la mole negra y sobria del castillo parecía agobiar con su peso las almas. Hasta muy lejos llegaban las habladurías de la servidumbre, y en las provincias de las que era reina Doña Juana se comentaban con verdadero miedo las visiones de la pobre loca. En el castillo recibió Don Carlos la embajada dé Cortés.

Los regalos al emperador fueron ordenados por la mañana temprano. Ninguna mirada había aún podido recrearse en la contemplación de las mantas preciosamente bordadas ni en la capa de plumas con sus figuras de colores. Sobre un almohadón de terciopelo se había colocado la corona o crestón de plumas de: quetzal que contenía el curso dedos planetas y aquel hermoso sol de oro y la luna de plata. Las piedras preciosas estaban en bandejas, así como las barras de oro macizo; el oro en polvo estaba en saquitos. Los indios estaban presentes. Eran en su mayoría hombres de Cempoal, dos hijos del obeso cacique amigo de los españoles y algunos sirvientes con afición a la aventura. En Andalucía fueron recibidos como si fueran siervos del rey. Caminaban con rostro admirado y un tanto avergonzado e iba empapándose de las cosas sorprendentes y grandes de este mundo nuevo para ellos. Pero cuando llegó el invierno y se continuó el viaje hacia al norte, el clima crudo se les metió en los propios huesos y, si los españoles no les hubieran dado gruesas mantas con que abrigarse, hubieran sucumbido de frío aquí en Tordesillas. Para la ceremonia de hoy se habían pintado el rostro como para una gran fiesta y se pusieron los mejores adornos que tenían. Los hijos del cacique; añadieron a su crestón de plumas el distintivo de oro de los jefes. Esperaron hasta que hubo terminado la primera misa y la gran sala se hubo llenado de gente. El sol lanzaba sus rayos contra las colgaduras negras de la pared. La madre del emperador se había retirado a sus habitaciones, donde se cerraron los postigos cuidadosamente, pues no debía hoy penetrar la luz exterior en la habitación, alumbrada únicamente por las antorchas del túmulo.

Sobre un estrado estaban los dos sillones del trono: uno era para la reina; el otro, para Don Carlos. A los lados estaban las mesas de los notarios y de los asesores. Para el obispo Fonseca se había preparado un grande y bien tallado sillón de madera. Carlos entró acompañado de sus consejeros flamencos. Muy pocas veces usaba el título de Rey Romano, pero sus súbditos le hacían siempre los honores que corresponden al emperador del Sacro Reino. Carlos era un joven delgado, con barba negra y brillantes ojos; a la sazón no había cumplido todavía los veinte años. Su juventud; tan cargada de duras pruebas, se había deslizado a la sombra de la locura de su madre. La palabra "hogar" no tuvo nunca significación para él. No tenía realmente un idioma propio; en un lado u otro de su vasto Imperio, surgía alguna llamarada que había de apagar, y así se interrumpía continuamente su trabajo ordenado. Había nacido envuelto ya en la púrpura imperial. En las primeras letras que aprendió, pudo ya leer cuestiones de Estado y de Derecho, una mezcolanza de ordenanzas eclesiásticas y mundanas; interminable serie de preceptos de etiqueta con toda la severidad de las aulas pontificias y del protocolo español. Mientras los jóvenes de su misma edad, después de los besos heroicos de las novelas caballerescas, languidecían por los verdaderos besos, Carlos estaba haciendo mil esfuerzos para ir dominando las distintas lenguas habladas en su Imperio, y aun en plena primavera, cuando las mañanas son tan luminosas, él, como siempre, debía recitar ante sus preceptores párrafos y más párrafos del Derecho de Justiniano. Vestido de negro, apareció en la sala tapizada de negro y sin adorno alguno, excepto un gran crucifijo de metal. Carlos dirigió una mirada vaga a su alrededor, hasta que la fijó en la larga mesa sobre la que se habían extendidos los objetos y joyas de precioso metal y pedrería traídos del Nuevo Mundo. Miró después a los indios, que se inclinaron ante él hasta tocar el suelo, de modo que las plumas de su corona o crestón rozaron la alfombra. El emperador levantó su enguantada mano y el maestro de ceremonias dio las órdenes inmediatamente para que los cortesanos que hacían guardia en las puertas dejasen entrar a los embajadores o enviados de Cortés. El heraldo anunció con voz chillona los nombres de don Martín Cortés de Monroy, capitán de la reina Isabel; don Alonso de Puertocarrero, presunto tercer heredero del condado de Medellín, y el noble señor Francisco de Montejo; los dos últimos corregidores de la ciudad de Vera Cruz, fundada conforme a derecho en la provincia de Nueva España, embajadores todos del capitán general de dicha ciudad y provincia, don Hernán Cortés, de cuyas credenciales eran portadores. Todos doblaron la rodilla. Carlos veia la venerable cabeza encanecida, las cicatrices en el rostro del anciano. En el jubón sencillo brillaba como una joya la condecoración de la gran reina, la abuela de Carlos. El emperador contempló al anciano, cansado ya, que había sido arrancado de su tranquilo rincón provinciano para pedir seguramente gracia para su incorregible hijo en las disputas surgidas allá en el Nuevo Mundo. Hizo señas a todos de que se alzasen y mandó ofrecer un asiento al anciano, en atención a sus años. Mientras tanto, Puertocarrero había tomado la conveniente actitud; sacó de su estuche la carta de Cortés, y con hermosa entonación un tanto universitaria, comenzó a leer aquel mensaje que venía del otro lado del mundo:

—"Si quisiera yo referir a Vuestra Majestad, como es merecido, lo que es este maravilloso mundo con sus ciudades, tesoros y pueblos, no podría jamás tener fin este escrito mío. Vuestra Majestad Imperial seguramente habrá de perdonarme que esta carta no esté, ni en mucho, escrita en la forma en que mi deseo y su misión exigieran. Debo confesar que mi soltura en escribir no es ya la que un día tuve. La vida de campaña, los continuos combates, no me dejaron tiempo para ejercitarme según deseara mi corazón en tan hermoso arte que aprendí en Salamanca… " La voz de Puertocarrero era suave y melodiosa como correspondía a un noble caballero. El placer de las vividas aventuras
le
arrebataba y hacía crecer alas a sus frases que gloriosamente parecían volar en la vasta sala. Todos los obstáculos de tiempo y espacio fueron superados; él mismo batióse con los otros en la costa de Tabasco; vio los primeros enviados que presentaron homenaje, doblándose hasta tocar el suelo; vio a Marina cuando era una esclava todavía; vio la ciudad de Vera Cruz; el obeso cacique; habló de los dioses de los indígenas, contempló los horripilantes sacrificios en que eran arrancados vivos corazones humanos, y la torre del templo; oyó los coros monótonos y lúgubres y vio volar infinidad de pájaros exóticos y hermosos, mientras los sacerdotes extendían los brazos como si hubiera un revoloteo de alas divinas… En el reloj de arena seguían cayendo los granitos. Los dignatarios se miraron unos a otros como preguntándose si Su Majestad no estaría ya fatigado. Pasaba el tiempo y aún no se había leído el escrito de acusación que había redactado contra Cortés el mismo obispo de Burgos.

Pero Carlos estaba silencioso. A las primeras frases, su silencio y actitud eran fríos; después, poco a poco, animóse su rostro, y los consejeros, que estaban habituados a leer los rasgos de su fisonomía, le observaban con sorpresa. Los ojos del emperador estaban brillantes y parecían dirigirse hacia la lejanía, hacia un horizonte que llegaba hasta el Nuevo Mundo, hasta el otro hemisferio. Un desconocido hidalgo garrapateaba su escrito allí en una costa remota de un país desconocido, en unas regiones de las que nunca se tuvo noticia y que él llamaba Nueva España. Allí sumergía su pluma en una tinta hecha de zumo de fruta y se atrevía a enviarle directamente sus osadas palabras. Todo lo que contaba había sucedido realmente, estaba testimoniado por notarios reales; de no ser así, hubiera creído Carlos que aquello eran páginas de una novela de aventuras, de las que, desde muchacho, le habían enseñado a huir como del diablo sus directores espirituales y confesores. Carlos callaba. Sin saber por qué, sentía tristeza de su niñez, entre su madre loca y los severos preceptores. Nunca, de niño, le habían contado cuentos. Ahora, a sus veinte años, había ya conquistado en el campo de batalla las espuelas de caballero, pero, en cambio, no había tenido en las manos la historia de Amadís de Gaula; sólo de oídos conocía la corte del rey Arturo, y, en cuanto a novelas, sólo sabia de ellas que diariamente eran echadas algunas de ellas en la hoguera de algún auto de fe. La primera novela que escuchaba había sido escrita para él por un capitán que, al otro lado del mundo, estaba metido hasta las rodillas en un país fabuloso de cuentos, un capitán que vivía entre indios…

Carlos miró fijamente a los dos indios, los hijos del cacique, que, inmóviles e imperturbables, sostuvieron la mirada. Contempló sus rostros, que parecían de bronce forjado y le recordaban las estatuas romanas de su galería. Evidentemente, en aquella habitación debía de hacer frío, porque los dos indios se estremecían de vez en cuando. Luego los ojos del emperador se fijaron en las mantas bellamente bordadas sobre las que se desparramaba el oro del Nuevo Mundo. Los pajes le fueron acercando aquellas obras de arte de la orfebrería india; aquellas preciosidades de oro y de plumas, aquellas magistrales representaciones de animales, las imágenes de los ídolos que mostraban sus ojos de esmeralda brillantes y crueles. Palpó una de las telas; era suave como la seda de China… Tomó en sus manos un hacha; era un arma de obsidiana con mango de madera; después su vista resbaló hacia aquella jaula de mimbre donde chillaba una inquieta ave del paraíso brillante de colores.

—…Traté con mis escasos medios de escribir la verdad y resumir con humildad todo lo que hemos hecho para que Vuestra Majestad pueda sopesar con benevolencia tales acciones. Solamente suplico de Vuestra Majestad Imperial que se digne enviar aquí algunos consejeros idóneos para que hagan sus investigaciones y comprueben mi informe o, en su caso, puedan desmentirlo. Para terminar, deseo que el Omnipotente conserve largos años la vida de Vuestra Majestad y que aumenten y prosperen igualmente todos los países que en Vuestra Majestad ven a su señor. De Vuestra Majestad siervo devoto y fiel, Ferdinandus Cortesius. Dado en…" La última palabra sonó ya en el silencio de la sala. Todos callaban y esperaban con tensión si el emperador diría algo. Si callaba y movía su diestra enmarcada en finos encajes, entonces significaba que el obispo de Burgos podía tomar la palabra y, con un pergamino en sus temblorosas manos, leería su acusación, con cuyos argumentos había de hacer que se revolcara en el polvo el Indisciplinado e indomable aventurero del Nuevo Mundo. Don Carlos seguía inmóvil. Sus párpados estaban medio cerrados, como si se encontrara en los umbrales del mundo de los sueños. Luego se dilataron sus pupilas ante el encanto de aquel hermoso cuento; el milagro le arrebataba. Mientras fluían las palabras y aquellas letras formaban en el cerebro de Carlos imágenes turbadoras, parecíale verse a sí mismo luchando al lado de Cortés, junto a un río desconocido, de cuyas aguas los indígenas sacaban polvo de oro con cucharas. Veía a aquellos indios cobrizos que se arrodillaban ante un altar nuevo, el primer altar del Nuevo Mundo. Piadosamente, hincaban sus rodilla aquellos hombres oscuros. El padre Olmedo extendía su mano… Luego, a un tiro de mosquete, una nueva ciudad conquistada; las jaulas de las víctimas, cebadas y dispuestas para el sacrificio. Carlos imaginábase libertando personalmente a la primera víctima y poniéndose después a la cabeza de aquellos caballeros del Espíritu Santo… El emperador se levantó de su asiento. El secretario que cuidaba de vestir en debida forma al defectuoso castellano del monarca español, inclinóse respetuosamente ante Su Majestad…, pero Carlos hizo una seña para que se apartara. Su mirada era firme cuando miró a Fonseca, y los cortesanos, pendientes siempre de los labios del monarca, le oyeron que inesperadamente decía en castellano:

—Han terminado las audiencias. Damos las gracias a nuestro súbdito que ha levantado el ánimo de Nuestra Persona, tan pocas veces bendecida por la alegría, y no solamente con sus presentes, sino mucho más todavía por su escrito. Por eso te rogamos, honorable señor Martín Cortés de Monroy, hagas llegar a tu hijo nuestra real benevolencia, como haremos igualmente por medio de nuestra cancillería. Nuestro tiempo está limitado y nuestro espíritu no puede por sí solo penetrar en tan complicadas cuestiones. Por eso encomendamos a nuestro Real Consejo que compare los informes del Consejo de Indias con el informe de don Hernán Cortés, y si ello parece necesario, se envíe a un representante de la Corona para que nos informe de todo lo que ha sucedido hasta ahora y de lo que pudiera suceder de aquí en adelante. Desde ahora, puede don Hernán Cortés, así como el magistrado de Nueva España, gozar de todos los honores que se merecen por sus servicios y que les corresponden.

El color violeta de su capa hizo resaltar todavía más la palidez mate del rostro del obispo. Extendió los brazos como para protestar…, pero la voz de Carlos dejó carrada en seco su palabra:

—La audiencia ha terminado. Los caballeros venidos del Nuevo Mundo quedarán aquí con Nosotros para continuar su narración. Esos indios, cuya cabeza fue humedecida ya por las aguas del bautismo, son nuestros hermanos en Cristo. Llevadlos a una región más cálida, donde no se hayan de estremecer de frío y donde los rayos del sol tengan más fuerza que el que tienen aquí en Tordesillas, entrado ya el otoño…

16

El Terrible Señor jugaba al ajedrez. Sentado sobre un bajo asiento de plumas trenzadas, se inclinaba sobre el tablero y miraba dónde colocaba las piezas su paje Orteguilla. Por todas partes se metían los más jóvenes jefes de la guardia. El diablo del juego inflamaba sus ojos, se oía el ruido de los dados. Espiaban el rostro del rey y su sonrisa cuando echaba mano a su bolsillo, sacaba la joya o el objeto y se lo entregaba como pérdida en el juego. Eran unos días extraños en que pronto anochecía. Al principio parecía que el prisionero moriría de pena; luego, de día en día, estuvo más animado. Esperaba los informes matinales de Cortés y de su suerte, y aun de sus familias. Inclinábase por encima de los hombros de los amanuenses cuando éstos trasladaban al papel las órdenes de Cortés y admiraba aquellos rasgos que representaban la palabra. Una mañana bajó hasta el patio, que a aquella hora parecía un campo de ejercicios más bien que una residencia real. Observó los movimientos de las formaciones. Había aprendido ya a conocer los toques de corneta y movía satisfecho la cabeza cuando un ejercicio o movimiento resultaba de impecable ejecución. Contemplaba admirado los ejercicios en que los soldados, con lanzas sin punta y sables sin filo, simulaban combates. En tales ocasiones, ofrecía premios, y personalmente entregaba alguna figurita de oro a aquel a quien el juez declaraba vencedor. Después, sus servidores le acompañaron de nuevo a su mamara, donde le esperaba ya el desayuno. El monarca prefería la vajilla de arcilla cristalizada a la de oro y plata, y así, la vajilla de Cholula, con sus dibujos extraños, adornaba siempre su mesa. Los Grandes del reino le servían simbólicamente la mesa; en realidad, los jóvenes indígenas ponían las tortas de maíz, la sopa cargada de especias, la liebre asada o las gallinas y platos dulces. Cuando se sentaba, se montaba un gran biombo o mampara para que nadie viera cómo Moctezuma aplacaba su apetito. Después del desayuno, se dirigía al salón del trono y allí, durante horas, se ocupaba en los asuntos de Estado, como si no hubieran llegado nunca españoles y él siguiera siendo el omnipotente señor de aquellas tierras. Venían caciques de todas partes del reino. Llegaban descalzos con la cabeza cubierta por una tela al modo de les campesinos. Debían repetir hasta tres veces: "Augusto señor, poderoso príncipe…" Ante la puerta, oíanse los zapatos claveteados de los españoles que golpeaban el pavimento y palabras extranjeras llegaban hasta aquella cámara. Moctezuma inclinábase sobre las hojas vegetales en las que se habían dibujado o escrito sentencias. A su derecha y a su izquierda, estaban sentados dos jueces y un jurista del reino. Con los ojos bajos, cada uno de ellos decía en voz baja su opinión acerca del caso, y el rey entonces daba su sentencia fundadamente. Eran sus horas tranquilas y pacíficas durante las cuales los españoles no le molestaban. Cuando había terminado, si estaba de buen humor, invitaba a los jefes jóvenes al célebre juego de pelota mejicano. Hacía que se pusieran los pesados delantales de piel; de otra manera pudieran lastimarse con aquellas yolas de oro y de plata que representaban los planetas. Los españoles eran torpes y pesados en este juego. Moctezuma les había enseñado con sus cortesanos todas las reglas y trucos del mismo. Pero sólo los indios, increíblemente ágiles, podían lograr la maestría.

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