El dios de la lluvia llora sobre Méjico (41 page)

Read El dios de la lluvia llora sobre Méjico Online

Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

—Vuestra Majestad es más poderoso y más grande de lo que yo creía, y deseo que ese poder y esa grandeza se acrecienten de día en día. Hemos admirado vuestras ciudades y ahora nos sentiríamos felices de poder contemplar las imágenes de los dioses que vosotros adoráis.

Moctezuma dejó que Marina hablase, movió la cabeza y retiróse a un rincón a deliberar con sus sacerdotes.

—Los dioses son poderosos y vengativos. Miran el corazón y conocen los sentimiento de los hombres. Así que, si venís sin falsía y no os proponéis ofenderlos, podéis entrar. Entre mil símbolos amenazadores, se pusieron en camino del templo principal donde se hallaba la imagen del dios de la guerra Huitzilipochtli. El dios estaba sentado en un trono sobre un gran altar y desaparecía realmente bajo un montón de emblemas de, oro y plata con los que le habían adornado los suyos, y que mostraban la figura de la serpiente que rodeaba sus pies. En la mano derecha tenía un arco, y en la izquierda un haz de flechas. Sus pies descansaban sobre un ave de abigarrado plumaje y pico de oro. Llevaba colgada del cuello una pesada cadena de oro, cuyos eslabones eran centenares de corazones de oro y de plata, como símbolo de las vidas de tantas muchachas y jóvenes que le habían sido sacrificadas. Todo estaba sucio de sangre. El olor era asfixiante en aquella habitación sin ventanas que se alumbraba solamente por medio de antorchas y lámparas; el pecho de los visitantes parecía hacerse pesado por aquel olor repugnante a sangre que formaba como un aliento sofocante y denso. Los españoles se santiguaron ante aquella satánica imagen, y aquellos soldados,, curtidos
y
endurecidos por la guerra y las fatigas, salieron precipitadamente a la antesala.

—Esto es peor que un matadero de nuestro país.

El Galante metió la mano en el agua de lluvia que se había depositado en una oquedad y con ella se humedeció la frente. Otros hicieron lo mismo; sentían náuseas y procuraban olvidar el olor horrible, pesado, asfixiante de la sangre seca. Sólo Cortés seguía erguido en la capilla. Contando los corazones que parecían asarse en el fuego de las lámparas como si fueran todavía vivientes corazones humanos llenos de palpitación. Hacía una hora que habían palpitado todavía quizás en el pecho de un hombre, habían pertenecido a alguien cuyo cadáver estaba ya despedazado por los sacerdotes de Satán y sus esbirros. Cortés no pudo contenerse más y por boca de Marina dijo:

—Mi corazón no alcanza a comprender cómo un monarca, tan grande y poderoso como eres tú, puede vagar entre los abismos de la demoníaca idolatría. Tú debieras saber y comprender que todo eso no son más que ídolos, representaciones del demonio. Permíteme, señor, que yo coloque aquí la cruz de nuestra verdadera fe para que tus sacerdotes puedan ver, entonces, qué horror se apoderará de tus dioses.

Moctezuma se irguió. Con su corona en forma de tiara, era más alto que el general español. Se veía la sangre que se agolpaba en su rostro, sus ojos brillaban, y casi no podía dominar su cólera al oír las palabras que Marina iba repitiendo lentamente. Malinche. Te pedí y me prometiste que no ofenderías a nuestros dioses, esos dioses que nos han ayudado en tantas victorias, que nos dan nuestro cotidiano alimento y que cuando morimos conducen nuestras almas a regiones de paz. Eres mi huésped y estás protegido por nuestras costumbres de hospitalidad; pero no puedo consentir que hables así en la proximidad de mis dioses.

—Augusto señor. Perdóname. No quise ofender a tu persona ni a las estatuas que tú llamas dioses. De todo eso volveremos a hablar en ocasión adecuada. Ahora permíteme que me retire.

—Yo me quedo. Es preciso que logre la reconciliación con el dios de la guerra y de la victoria, a fin de que no se vuelva colérico hacia nosotros si ha escuchado tus palabras… La multitud agolpada al pie del templo contemplaba con sus mil curiosas cabezas aquella representación nunca vista. En la cima de la torre se destacaban las figuras de los extranjeros con sus extraños trajes de colores, sus pantalones sorprendentes y sus arneses metálicos, mientras en la terraza superior del santuario, los sacerdotes, con sus túnicas negras, arrastraban hacia el sacrificio algunas víctimas que, en sus jaulas, habían sido cebadas previamente.

14

La primera carta fatídica vino de Vera Cruz. Informaba de la muerte de Escalante, comandante de la ciudad, y de quince blancos más. Habían salido a castigar a un cacique rebelde en la Tierra Caliente. Cayó en una celada y, después de una batalla que se prolongó todo un día, fue traído a la ciudad, moribundo, en brazos de los soldados supervivientes.

La segunda noticia era un comunicado del jefe del cuartel general. Las raciones para las tropas del campamento disminuían de día en día.

López, el carpintero, fue por toda la ciudad. “Con romper los puentes de madera, señor, nuestro ejército quedará como un pájaro encerrado en la jaula para que muera de hambre.”

Cortés inspeccionó todo el cuartel y campamento. En un grupo, veíanse mujeres españolas que habían venido con él desde Cuba; eran cantineras, esposas o amantes de los soldados. Beatriz de Palacio mostró a Cortés un pedazo de pan de maíz. Beatriz Bermúdez, la prostituta, con su labia característica, le arrancó a la otra la torta de las manos y la llevó ante las propias narices de Cortés, diciendo:

—Vea vuestra merced; está llena de gusanos.

Sin decir palabra, Cortés hizo la ronda por todas las fortificaciones. Era aquello un mundo extraño, lleno de extrañas figuras de piedra, con sus Serpientes Aladas, crueles y desagradables, en los inhospitalarios muros… ¿Sería aquello un palacio encantado, destinado a su perdición?

¡Tortas agusanadas! Y Marina con un hijo en el vientre, bajo su corazón. En Castilla, a las mujeres encintas se les daba mucha leche de cabra. Aquí no había cabras, ni leche, ni carne de animales para comer. Sólo maíz, tortas de maíz… y agusanadas. Mandó reunir a los capitanes y tuvieron un Consejo de Guerra. Sacó de su jubón la carta fatídica con el sello de cera negra en señal de luto. El palacio era una prisión, insostenible, tan pronto como los aztecas destruyeran los puentes que se tendían sobre los canales. Parte de los reunidos expresó su opinión a favor de una retirada honrosa:

—Señor: habéis cumplido vuestra misión. Habéis hablado a la conciencia de los paganos. Habéis enviado y recogido oro y tal vez podríais aún lograr más. Ahora tenemos aún suficiente fuerza para regresar a Tlascala y, en caso preciso, llegar hasta Vera Cruz y desde allí pedir auxilio a Cuba.

Cortés callaba. Los debates duraron horas y más horas. Los hombres se contagiaban unos a otros los sentimientos; disputaban. Los más audaces no veían peligro. Moctezuma había prestado acatamiento, y los españoles, si llegaba el caso, eran más fuertes que todos. Su retirada debía terminar en catástrofe. El enemigo estaba enfrente, detrás y a los lados.

—Señores: yo he tomado ya mi decisión. Mañana todos los hombres deben estar dispuestos. La mitad de los cañones, preparados. El bagaje, listo. La otra mitad, con equipo completo, debe encaminarse al palacio de Moctezuma, en pequeños grupos y sosegadamente. Mañana voy a audiencia en compañía de los capitanes. Si la cosa se logra sin violencia, le llevaré conmigo al campamento. Si no…, entonces todo se reduce a eso: él o nosotros.

Los capitanes cambiaron miradas. Sandoval sacó una cruz. La fortuna acechaba tras las palabras del general, y ¿quién se atrevía a impugnar que su plan no fuera el mejor? Se hizo un silencio de muerte. Los criados trajeron la comida y se volvieron a llevar llenas las fuentes de los manjares. El padre Olmedo se retiró a la salita lateral que había sido habilitada para capilla y durante toda la noche, estuvo oyendo confesiones.

Cortés se paseaba solo por los caminillos del jardín, preparándose para la muerte. En su espíritu, trataba de buscar los hilos que en sus manos se anudaban y cuyo ovillo se enredaba más que todos aquellos que, un día habían logrado desenredar los héroes de Plutarco. La fiebre ardía nuevamente en sus venas y le corrían escalofríos por la espalda. Su frente estaba perlada de sudor frío. Su barba negra contrastaba con sus mejillas intensamente pálidas. Por la mañana pasó revista y volvió a exponer su plan. Los soldados debían marchar en pequeños grupos al palacio real, como quien está de asueto. Debían cantar, reír y regatear con los mercaderes, fingiendo una vida de campamento despreocupada y alegre; Pero los mosqueteros debían estar atentos a la señal y los soldados de pie llevar el escudo sobre las espaldas. El mismo se puso en camino de palacio con cinco capitanes, Marina y Aguilar. Le había precedido una embajada, como otras veces, indicando que agradecería el Terrible Señor si quisiera esperarle.

La audiencia no se distinguía exteriormente en nada de las anteriores. Los capitanes estaban en semicírculo, Moctezuma sentado sobre un sillón renacimiento. Para Cortés habían puesto un asiento bajo y ancho que alcanzaba la altura de los demás a fuerza de almohadones. Los dos intérpretes estaban sobre escabeles delante de los personajes. Moctezuma empezó la conversación. Los españoles debían referir los acontecimientos del día anterior, informar acerca de lo sucedido y expresar sus deseos. Sobre una mesita veíanse algunas joyas y algunas piedras preciosas sin montura. Dio a Cortés un resplandeciente rubí y, según su costumbre, colmó también de regalos a los dos intérpretes. Sentía el deseo —dijo— de estrechar todavía más la alianza de la sangre entre los capitanes y las hijas de su casa. A Malinche le ofrecía un fruto de su carne y los capitanes podían elegir entre las damas de la corte.

—Augusto señor: tus mercedes nos cubren; pero has de saber que, según nuestras leyes, un hombre sólo puede tener una esposa legítima. Sin embargo, te ruego nos des tu hija para que nosotros la eduquemos en nuestra fe y después rogar a nuestro señor Don Carlos que elija para ella el príncipe que deba tener el honor de poseer su mano.

La conversación seguía ligera y amena. Moctezuma estaba de buen talante y satisfecho. Cortés luchaba con su propio designio. Le hubiera gustado más el decir: "Hasta mañana, caballeros." Su mirada se fijó en Olid, que asía fuertemente el puño de su espada. Todos habían callado. Cortés desdobló el pliego que había recibido de Vera Cruz. Moctezuma conocía ya aquellos signos alineados en papel blanco que hacían soltar la lengua a los que comprendían su sentido. El capitán general comenzó a leer con voz profunda y solemne. Detrás de aquellos renglones parecía que le miraba Escalante, mortalmente pálido y con el cuerpo acuchillado, y veía también un montón de cadáveres decapitados frente al altar de los sangrientos dioses. Decía la carta: "Los prisioneros indicaban que la orden de atacar había sido dada al cacique de la costa por el Terrible Señor."

Moctezuma movió la cabeza. Sus informadores le habían enviado ya antes la hoja que anunciaba el luto y la sangre. ¿Qué exigía por ello ahora Malinche?

—Que se invite al culpable jefe a presentarse ante ti y que por sentencia de tus jueces se nos entreguen los culpables.

Moctezuma desprendió de su muñeca un signo o sello real grabado en un jaspe; con su propia mano tomó uno de los abanicos guarnecidos de oro, símbolo de su autoridad y con los que se citaba a los culpables a comparecer ante la justicia.

Cortés comenzó una larga y diplomática peroración que Marina iba traduciendo con esfuerzo y difícilmente… Estaban uno de otro a una braza de distancia, a sus pies la intérprete, y frente a ellos los capitanes, a un lado, como para protegerse del sol.

—Tu proceder, augusto señor, es una nueva muestra de que eres un monarca sabio y justo y que mienten las noticias que te atribuyen el conocimiento previo de la criminal sorpresa de que han sido víctimas mis hermanos. No dudo que tu gente aprehenderá y traerá aquí a los culpables; pero ¿será ello posible antes de que el sol salga y se ponga diez veces consecutivas? Y eso es un tiempo largo, muy largo… Y entretanto puede ser que los principales de tu país no conozcan la verdad acerca de tus verdaderas intenciones. Tal vez no sepan hacia dónde tu voluntad quiere que dirijan sus pasos. Debes saber que los sacerdotes nos tienen enemiga. Surgen hechiceros por todo el país que van diciendo que nosotros somos escasos en número y que los dioses tienen sed. Yo sigo firmemente en mi opinión de que Vuestra Majestad es absolutamente fiel a mi emperador. Pero los signos son dudosos. Aquí somos pocos hombres, y si algo nos sucede el castigo de mi poderoso señor sería terrible. Nuestra situación (no me lo oculto a mí mismo ni a mis hombres) es terriblemente seria. Y para mejorarla no veo más que un camino: Suplico a Vuestra Majestad que, en tanto no sea castigado el cacique culpable y su sangre anuncie a todos que nadie puede levantar la mano impunemente contra nosotros, Vuestra Majestad me dé una prueba de su benevolencia y favor residiendo en el palacio donde actualmente se encuentra nuestro cuartel.

Moctezuma había estado escuchando las palabras de su huésped y comprendía bien su intención. Pero las últimas frases le cogieron desprevenido y le horrorizaron. Se levantó; su rostro estaba pálido y su voz tenía un timbre extraño.

—¿Se ha oído contar alguna vez que un príncipe como yo abandone su palacio y se entregue él mismo prisionero a extranjeros?

—Augusto señor: has entendido mal mis palabras. Sólo se trata de que tú con tu séquito, tus cortesanos, tu servidumbre y tus mujeres cambies de residencia.

—Si yo soportara esa humillación, mi pueblo no lo soportaría y me exterminaría a mí y a todos vosotros.

Cortés comenzó a suplicarle. Le explicó los deseos de servirle que tenían los españoles; le habló de la sonrisa bondadosa de su señor Don Carlos. Le describió la bendición que significaba la nueva vida de amistad entre ambos pueblos y que estaba llena de felicidades. Le prometió instruirle en el arte de la guerra de los españoles; asistiría a sus ejercicios y maniobras; aprendería el manejo de los cañones y se sentaría sobre esos monstruos que se llaman caballos; sabría todo cuanto sabe un caballero español y, cuando le pluguiera, podría navegar sobre las aguas e igualarse así a todos los demás reyes que tenían a Don Carlos por emperador.

El diálogo difícil y torturante duró casi dos horas. Los españoles que de pie estaban presentes en la escena jugueteaban ya con impaciencia con los puños de sus espadas. El sol de mediodía brillaba sobre los petos metálicos. El calor era insoportable y los españoles habían cerrado cuidadosamente la puerta, de modo que no penetrara en la estancia el menor soplo de aire fresco. Velázquez de León no pudo contenerse más. Con la cara púrpura y los rasgos desfigurados por la cólera, se volvió a Cortés y le gritó:

Other books

Blaze by Nina Levine
The Giants and the Joneses by Julia Donaldson
The Architect by Keith Ablow
Star Mage (Book 5) by John Forrester
"All You Zombies-" by Robert A. Heinlein