"Después, todos los cuerpos fueron enterrados, y terminada la ceremonia celebróse el festín funerario. El rey de más categoría era el Señor del Ayuno; pero el más triste era Molch, señor de Tenochtitlán, que había tenido que presenciar la vergüenza de su propia hija.
"Cuando hubo regresado a su ciudad, ordenó que fuera llevada a palacio la estatua de oro de su hija, que ésta había hecho modelar para mejor engaño de su esposo. A su alrededor hizo colocar cuatro cabezas de ocelote que vigilaban la llama de la venganza que debía arder siempre a su lado. Esta tarde vagábamos por el palacio y, la hija del jardinero nos condujo hasta donde estaba la estatua de Muñeca de Esmeralda, a la que le ponían todos los días jarrones con frescas flores; ella es quien lavaba las cabezas de los ocelotes para que el rostro de la venganza no se cubriera nunca por el polvo del olvido.
Cortés estaba junto a la puerta. Sus ojos angustiados se dirigían a la silueta, borrosa ya por falta de luz, de aquella estatua.
—Mañana haré venir albañiles y tapiaremos la entrada. Lo que has contado es un cuento de mujeres y de viejos; pero lo que yo he visto es una prueba para el hombre más esforzado. Ordeno que nadie vuelva a mirar jamás esa estatua, que es ciertamente una jugarreta del Maligno que sólo a la perdición puede conducir.
Medio vestido, con las armas al alcance de su mano, arrojóse sobre su lecho. Hoy no sentía deseos de Marina, ni de ninguna otra mujer. En sueños, la figura de Muñeca de Esmeralda le sonreía misteriosamente con sus párpados entornados.
Xaramillo acompañó a Marina con su antorcha a la habitación que estaba junto a la de Cortés. Le dio ella las gracias por su servicio y, al mirarle, observó en los ojos del muchacho un brillo extraño, un fuego que parecía encenderse en ellos cuando la miraba; sus labios estaban febriles y prominentes…
—Muñeca de Esmeralda te ha hechizado ya a ti. Los albañiles que enviará el gran señor llegan ya demasiado tarde…
Sonrió Marina al decir estas palabras y pasó la mano sobre los cabellos del muchacho. Y al hacerlo, había en ella un poco de madre, un poco de amante y un poco de Muñeca de Esmeralda, todo a la vez.
El servicio en el campamento se cumplía con todo rigor; nadie podía salir del recinto. Los soldados abrían trincheras, reforzaban las puertas, apuntalaban y empalizaban los muros, construían nidos para los cañones y morteros. Arriba, en la cima de la torre, cada hora un tambor daba el toque de hora y se redoble era llevado por el viento por todo el valle de Méjico. Moctezuma había enviado una embajada anunciando que quería acompañar personalmente a sus huéspedes en un paseo por la ciudad. El séquito mejicano esperaba a la puerta. Teuhtitle, antiguo conocido ya, junto con algunos nobles, era responsable de la seguridad de los huéspedes iban con capas ricamente adornadas, sandalias y sin armas. A la cabeza iban Marina, Aguilar, Orteguilla, los tres como intérpretes, y Cortés con el guía mejicano. Detrás venían los capitanes y al final, para recreo de curiosos, los doscientos lanceros, todos con armadura.
Llegaron a la enorme plaza. En realidad se trataba de una serie de plazas en las que pululaban millares de personas, en medio de una confusión de canales y pasos. Las canoas pasaban cargadas y rápidas. Allí hicieron alto los españoles para contemplar una vez más aquel panorama inolvidable.
—Es el doble de grande que la mayor plaza de Salamanca…
—En Sevilla, bajo la Giralda, no hay ninguna que…
—Contaba mi padre que una vez, estando en Constantinopla, donde vivió cuando había allí todavía emperadores cristianos…; allí la muchedumbre…, sí, el gentío sería como aquí quizá…
No existían las tiendas; era cosa desconocida allí. Toda clase de artículos, víveres, tejidos, adornos, vestidos, se vendían y compraban en los mercados. Eran unas calles anchas y regulares que formaban los mismos puestos. No existía el dinero, esa medida del valor de las cosas. Todo se hacía por cambio o trueque y el precio se refería a balas de algodón; para precios pequeños se hacía uso de almendras de cacao, que se llevaban en saquitos de a mil, y eso era, como quien dice, la unidad monetaria. Para valores elevados, usábanse las pepitas de oro, que se llevaban en cajitas de hueso de ganso. Para ver su contenido se ponían a contraluz y a través del tenue hueso veíanse las amarillas pepitas. Noche y día se cargaban y descargaban las mercancías que, en su mayor parte, eran conducidas por los canales. Grandes almadías cubiertas de follaje transportaban constantemente excrementos humanos que se utilizaban para curtidos de pieles, y a los españoles llamóles la atención que hubiera tantos retretes en cobertizos cercanos. En un rincón estaba el mercado de oro y plata y, al ver aquello, brillaron codiciosos los ojos de los españoles. Cortés tuvo que vigilar que ninguna garra se abatiera sobre las mesillas donde estaban los meta les preciosos que atraían a sus hombres como a las urracas. Al llegar a la calle que seguía, se les ofreció una visión triste: el mercado de hombres. Allí veíase regatear el precio de un niño que sobraba a sus padres o del que, simplemente, querían deshacerse; allí eran vendidos los niños huérfanos, los hijos de padres codiciosos o muy pobres; se los vendía para esclavos… o para víctimas de sacrificio. Los padres de algún niño gravemente enfermo compraban aquí un niño de pecho para ofrecerlo en sacrificio y salvar así al hijo propio. Lo llevaban al templo, donde los sacerdotes procedían al sangriento sacrificio. Los adultos estaban aparte, pintados de colorines, indiferentes, fatalistas. Las muchachas estaban en semicírculo y cantaban canciones melancólicas. Nadie las molestaba; no se veía ningún látigo; no se sabía ciertamente a qué hora se unirían a su dios y les sería arrancado el corazón sangriento y palpitante. Al pasar ante ellas, Marina se tapó los ojos con la mano e involuntariamente se llevó una mano al cuello para asegurarse de que en él seguía el signo de su padre: la esmeralda que llevaba colgada. Como cristiana que era ahora, compadecía la suerte de aquellas muchachas y gustosa las hubiera libertado. Cortés le dirigió una mirada en el momento en que Marina se secaba una lágrima que le caía. Cortés buscó en su bolsillo y, sacando un puñado de pepitas de oro, las puso en la mano de Marina al tiempo que le decía:
—Toma; para que con esto puedas comprar…
Marina aproximóse a las muchachas. El nombre de Malinche corría por todas las bocas y por eso fue recibida con las cabezas inclinadas, en señal de devoción, igual que se hace con las princesas. Cambió algunas palabras con el tratante. Regatearon. Marina era tan hermosa, que atraía todas las miradas. Cuando en su excitación llevó la mano al puñal de su cinto, todos los ojos se fijaron en aquella mano que había empuñado aquel cuchillo de material desconocido. Con este cuchillo iba cortando las ligaduras de las esclavas que compraba. Ordenóles que tomasen su fardo de enseres propios y se colocaran detrás de ella. Malinalli tenía ahora diez esclavas. Ella, que, en realidad, no era más que una esclava del hombre blanco.
Cortés, en tanto, estaba contemplando a los barberos que curaban heridas y hacían sangrías. Con sus tijeras de piedra, cortaban los cabellos conforme al uso de cada tribu o de cada región; en muchos casos no perdonaban nada y dejaban tan sólo como una coleta detrás que caía en trenza sobre la espalda.
Una serie de tiendas cubiertas pertenecían a los pasteleros y reposteros. Había allí tortas de maíz, tortas dulces, pasteles diversos y todo eso iba desapareciendo en los estómagos de los campesinos. En grandes vasijas, guardaban cerveza fermentada, bebidas endulzadas con miel, pulque y vino de fruta; pródigamente eran escanciadas estas bebidas a los consumidores. Más adelante, veíanse los puestos de pieles curtidas con magníficas pieles de chacal, de ocelote, de jaguar y de puma, como las que usaban los guerreros. Seguía luego toda una calle de puestos de armas, con montones de flechas y arcos, junto con mazas guarnecidas de oro, espadas y cuchillos de obsidiana, tambores de piel de serpiente y trompetas de arcilla.
Alrededor de una tienda estaban sentados algunos fumadores, a los que se les entregaba largos tubos que se llenaban a medias de tabaco. Este tabaco estaba aromatizado con áloe, mirra y alguna otra especie narcótica. En medio de una nube de humo, la cabeza del parroquiano descansaba sobre un cojín y se sumía en el profundo sueño que había comprado con sus almendras de cacao. Los vendedores de objetos de cobre y de estaño golpeaban sus artículos unos contra los otros de vez en cuando para llamar la atención y aquel ruido metálico se oía desde muy lejos. La mayoría de los visitantes del mercado parábanse ante los puestos de vasijas de barro y de loza vidriada. Allí estaban largo tiempo parados, tomaban un jarro en la mano, observaban mil veces su dibujo y los signos que allí se habían trazado, tratando de descifrarlos.
Entre las cosas notables, veíase en las tiendas de los comestibles una sustancia oscura y prensada que olía a queso. El hambre, que, como plaga, azotaba de vez en cuando al país, había enseñado a los antepasados a preparar y prensar las algas que el mar arrojaba. Los pescadores las recogían y limpiaban, las prensaban luego en debida forma y las presentaban en el comercio con el nombre de excrementos de las piedras.
Junto a estos puestos estaban los de los memorialistas y dibujantes. En pequeños recipientes de tierra, tenían sus tintes y colores y, con largos pinceles de pluma, dibujaban ágilmente sobre hojas preparadas para ello. Algunos sólo dibujaban. Las madres hacían pintar el retrato de su hijo; otros había que querían enviar noticias a sus padres que vivían lejos y para ello servían los jeroglíficos. Otros dictaban largas cartas, llenas de noticias buenas o malas, de encargos que habían de ser ejecutados, indicando también a veces el número de víctimas que correspondía ofrecer a los dioses.
Se acercaban los jueces que debían entender y fallar en las disputas y diferencias que continuamente surgían en el mercado. Iban precedidos de criados, llevando los simbólicos abanicos. Algunas personas se apretujaban a su alrededor. Cuando el número era considerable, los curiales organizaban un tren o ristra y todos se dirigían a una casita de piedra blanca que era la Casa de Justicia.
Cortés estaba admirado. Todo aquello era palpable realidad; era como la circulación de la sangre en un organismo organizado perfectamente; era el pulso que denotaba la fuerza vital. Estaba admirado y le decía a Alvarado que Su Majestad Don Carlos pudiera considerarse feliz de poder tener en España algo que se le pareciera… Aquel cuadro maravilloso le embelesaba; no podía apartar su mirada de aquello. Hubiera querido poder estar allí horas enteras, contemplando cómo los pescadores llegaban con su pesca fresca recien hecha; cómo manos de mujer tomaban aquellos pescados, los echaban en cubas, los pesaban. Con cuchillos de obsidiana, los limpiaban cuidadosamente y, ensartándolos después en carillas, los asaban sobre fuego de leña. Crepitaban y llenaban de apetitoso olor el aire y acudían en tropel a su olor los hambrientos, los jornaleros, los que buscaban trabajo, los ganapanes y todos cuantos querían tomar su bocado después del trabajo.
La comitiva de españoles llegó a una ciudad de templos. La mirada podía elevarse hasta lo alto de aquellos muros de ocho pies. Las torres se alzaban en forma de pirámides, interrumpiendo con terrazas la regularidad geométrica de sus líneas, formando como peldaños gigantescos. Esas cuatro grandes terrazas eran solamente lugares de descanso en la ascensión de las interminables escaleras. En la superior, sin embargo, estaban los dioses. La escalera era estrecha y empinada, construida de piedra y apropiada a los pies de los indios, ágiles como gacelas. Los españoles, por el contrario, subían con gran dificultad, debido a sus pesados y férreos calzados.
Todo, hasta la primera plataforma, estaba cubierto de blanco y limpio estuco. La baranda de la escalera estaba adornada con esculturas y relieves, formando una continuidad de serpientes estilizadas, de fabulosos monstruos alados, de dragones y jaguares. Terminaba la escalera, y para trepar hasta la construcción superior, ya menos maciza y extensa, había que subir por el otro lado. Cada plataforma simbolizaba uno de los puntos de orientación, así, que, para llegar a la plataforma superior, el visitante tenía que ir subiendo por escaleras en forma u orientación helicoidal. Ya en la primera plataforma, embestía al visitante un bloque de roca cristalina, sobre la cual una concavidad indicaba el lugar donde era colocado el cuerpo de la víctima; era una de las piedras de sacrificio y su aspecto era más terrible todavía, porque en ella se habían secado; formando capas, restos de la sangre de sacrificios de los años anteriores. Cortés desvió la vista de aquellos dioses representados en forma de dragón con las fauces abiertas, que eran los demonios menores del calendario sagrado. Siguió subiendo, precedido por los sacerdotes. Cuando llegó al piso superior, sonaron las trompetas de arcilla y apareció Moctezuma acompañado de sus sacerdotes.
—¿Estás cansado, Malinche? —fue su primera pregunta.
—Los españoles nunca están cansados, señor —fue la rápida contestación.
Moctezuma dirigió una mirada a aquellos hombres que chorreaban sudor y se encorvaban; miró cómo se secaban la frente
y
el rostro. Y sonrió:
—Ya veo —dijo solamente.
Colocóse a la cabeza de la comitiva y ésta, como una serpiente humana, continuó su ascensión hasta que llegaron a la estructura de la cima, sobre lo que se elevaba la capilla. —Mira a tu alrededor, Malinche.
Dieron la vuelta a la plataforma. Como si fuera un plano dibujado avista de pájaro, veíanse las dos ciudades reales, Tenochtitlán y Tezcuco, sobre las aguas de aquel inmenso lago. Los diques parecían desde arriba tenues como hilos que cruzaran canales. Las canoas y al días formaban como un bosque, no lejos de la gran mancha de la plaza del mercado. La comitiva siguió su camino. Desde la altura del templo, podía comprobarse la construcción simétrica de la ciudad, las plazas, situadas en los puntos de cruce, y las anchas calles que, como radios, iban a reunirse todas en el punto central donde se alzaba el templo.
—Padre, tal vez fuese ahora el momento de pedir al rey que cediera este lugar para edificar una iglesia de Cristo.
—Lo que vuestra merced quiere es loable, pero estimo que la petición sería ahora prematura.
Moctezuma los siguió conduciendo. El panorama se extendía transparente y límpido. El dedo del augusto señor, señalando lugares y ciudades, indicaba dónde se encontraban sus castillos, sus parques, sus palacios. Mostraba dónde estaban las fronteras de Tezcuco y dónde se alzaba el Monte de la Mujer Blanca, con su blanca cota, así como la Montaña Humeante, con sus anillos de humo encima.