Se celebró un
Requiem.
Una misa de difuntos para los que todavía vivían. El altar estaba adornado de negro. El cuerpo reseco de Olmedo, comido por la fiebre, titiritaba mientras cantaba el
Miserere.
Alrededor estaban los españoles cubiertos de vendas ensangrentadas y sucias; detrás, los jinetes, y más allá, el oleaje de plumas de los mejicanos victoriosos. El
Requiem
era para la aventura trágica de ayer. Asalto a la ciudad, habían dicho los más audaces. Alderete había tocado la mano de Cortés:
—Señor: como caballero tomo y acepto los mayores peligros para mí; quiero ser el primero en llegar a la plaza del mercado… Me lanzo al asalto con mis jinetes, y cuando yo llegue allí, pueden las columnas atacar desde los tres lados…
Sandoval sacudió la cabeza, y hasta Alvarado, siempre sediento de aventuras, calló en esta ocasión.
Por la noche se reunieron en consejo. Ya habían pasado catorce días desde que, como pájaros cansados, arribaron para tropezar con las murallas de la ciudad. Ahora cada pulgada de terreno debía ser comprada con sangre y a golpes de hachas. En vez de espadas y mosquetes, había que manejar ahora palas y azadas que desollaban las manos a la gente. Apenas se veían guerreros aztecas; la lucha era ahora contra esclusas, canales y corrientes. Fueron derribadas casas; las palancas de hierro derruían los débiles muros de ladrillos de los palacios. Centenares de manos derribaban los templos y arrasaban el suelo. Las piedras, ladrillos y morteros caían con estrépito en los canales. Por la noche se colocaban centinelas en los puestos; el ejército se retiraba entonces por la carretera ancha y lisa que no se veía ya interrumpida por canales. Y así avanzaban día por día, paso a paso. Desde tres costados iban rompiendo, destruyendo, derribando la imperial ciudad de Méjico. Si un día habían abierto una brecha en un lugar, al siguiente se precipitaban contra otro punto, contra un palacio o un templo, sobre cuyo techado los albañiles tlascaltecas trabajaban y señalaban los lugares donde debían golpear las piquetas de los españoles. Brechas de derribo. Los hidalgos juraban. Eso no era trabajo para caballeros; pero nada podían decir, pues Cortés en persona manejaba la piqueta y el zapapico a lo largo de los canales sucios y malolientes llenos de agua turbia y de carroñas. Al trabajar debían tener siempre en cuenta de qué lado llegaban las flechas. Los jóvenes, los recién llegados, maldecían junto al fuego a Cortés; languidecían en aquellos largos días, sin botín, sin mujeres, pasados entre el cieno. El ruido apagaba el sonar de los tambores; aquel continuo estrépito de las paredes al derrumbarse taladraba ya el cerebro y parecía encontrar un eco en los alaridos de furia de los indios. Todos esperaban con los nervios en tensión, a punto de romperse, cuánto tiempo duraría eso; cuándo terminaría ese asedio plebeyo y terrible; cuándo tendría fin esa destrucción, ese arrasamiento.
En el Consejo de la noche, el capitán general, cansado, dijo sobriamente: "Mañana", y entonces los capitanes saborearon vino fresco que ha poco recibieran de las islas. Como chispas ardientes, brotaban las palabras. Junto a las hogueras del campamento se oían sabrosos soliloquios. Con el júbilo del momento, cada capitán se había convertido en el innato orador que con sus frases luminosas y elevadas entonaba la heroica canción española en el asalto ordenado para el siguiente día.
Desde el sur, Cortés mandaba las tropas que marchaban contra el dique. En los otros lados llevaban el mando Alvarado y Sandoval. Las hachas habían enmudecido y los veteranos olfateaban de nuevo el olor de sangre de los días victoriosos. Alderete, como delegado real, reclamó el derecho de iniciar el asalto de Méjico. Montó en su caballo bien cuidado, se puso al frente de su escolta y avanzó hacia el dique; detrás de él iban las tropas auxiliares indias. Hizo señas a los guías de que se apartaran, los cuales se acurrucaron en el borde del dique mirando si había cepos de lobo o cortes del canal disimulados y preparados para tragarse a los armados jinetes. Alderete se lanzó hacia delante; algunas flechas rebotaron sobre su armadura y varias piedras acertaron inofensivas en plena rodela. Como en los torneos medievales, aquí también se luchaba con la lanza tendida y a cubierto con el arnés. Se marchaba así contra los indios, que no conocían las armas de fuego. En línea recta, sin pararse ni un segundo, pasaron los jinetes por entre las filas de casas hasta llegar a la plaza del mercado, ante la cual estaba la torre de la ciudad de los templos como un aviso de los dioses. Hizo señas a los cornetas para que tocaran dando la señal a las tropas de los flancos de que Tenochtitlán había caído. Mas, de pronto, resonó el grito de alarma de los tlascaltecas. Alguien gritó que los diques habían sido rotos y que detrás de ellos abrían sus fauces innumerables trampas y cepos de lobo. En un santiamén se poblaron las desiertas calles; por los tejados, detrás de setos, surgieron interminables filas de hombres armados. Cada sector de la calle se convirtió en una fortaleza; parecía que la granizada de piedras quisiera aplastarlo y destruirlo todo; y el escaso fuego de la mosquetería no encontraba apenas protección en los cruces de las calles.
El muro que formaban los españoles se deshizo; el terror rompió la formación. Los que retrocedían empujaban hacia el dique a los que allí esperaban. La noche triste amenazaba con repetirse, y así hubiera sucedido de no encontrarse Cortés al otro lado de la cortadura del canal. Con sus gritos logró detener a los que huían. La rotura no era ancha y los veteranos arrojaron ramas, troncos de árbol, escombros; colocaron lanzas sobre la cortadura y arrojaron cadáveres al agua… Cortés trató de pasar el primero. El caballo pateó y tropezó en los escombros, relinchó; las espuelas se le hundieron en los flancos y saltó. Cortés estaba ya entre sus tropas en peligro. Los otros le siguieron con mejor o peor suerte. Los rodeaban los penachos de plumas que se agitaban; el aire se oscureció a fuerza de flechas. Los venablos, arrojados desde poca distancia, atravesaban los petos de algodón. Los soldados vacilaron, pero después se fueron ordenando. Detrás de los mosqueteros estaban los soldados con las baquetas. A cada descarga se marcaba una brecha entre los enemigos. Ahora se podían ya levantar y limpiarse la sangre del rostro. ¡Adelante hacia aquella curvatura! De nuevo Cortés fue a la cabeza, pero los cascos del caballo se hundía en la tierra arenosa; se arrodilló la montura con una flecha clavada en un muslo y arrojó al suelo al jinete. Cortés pudo con dificultad sacar un pie del estribo. En aquel mismo momento, tres guerreros indios se arrojaron sobre él; le sujetaron los brazos; la espada le cayó de las manos; su única arma era el guantelete, con el cual golpeó la cara aceitosa de un indio; rompióle un hueso con el golpe y el indio se tambaleó. Cortés aprovechó este segundo para echar mano a su cinto y tomar el puñal que allí llevaba. Como en un sueño gritó: "María y San Jorge, apiadaos de mí." Brilló el puñal, describió un veloz círculo y entabló una rápida lucha con los salvajes que le habían atacado.
El borde del dique estaba solamente a algunos pasos de distancia. El que por él se precipitara estaba perdido, pues un enjambre de canoas esperaban las víctimas, y sus tripulantes alzaban sus oscuros brazos amenazadores… No había salvación… Pero alguien vio lo que sucedía. Olea, muchacho fuerte de brazo robusto, corrió a todo correr blandiendo el sable. Su brazo se abatió y quedaron entonces ya sólo dos enemigos; la lucha seguía a un pelo del borde del dique. Alguien gritó que Cortés estaba en peligro. El capitán de su escolta corrió con algunos soldados; con ellos iba Xaramillo y Guzmán. Pero también surgió, blandiendo su espada española, Flor Negra. Cortés y Olea vacilaban bajo el peso de los cuerpos muertos; habían perdido el equilibrio y pareció por un momento que iban a caer por el borde del dique. Xaramillo recibió un flechazo en el cuello y bañado en sangre cayó del caballo. Guzmán le tomó la brida. Pero alrededor de las piernas de Cortés se enredaban ya algunos lazos. Un solo tirón y caería sobre los botes; una docena de brazos le esperaban ya; pero Cortés, tomando la montura que Guzmán le ofrecía, montó en la silla y se abalanzó hacia el borde del dique, quiso saltar… Un momento de titubeo; pero ya un soldado gritaba: “ ¡Atrás, señor, se os necesita en otra parte! "
Cortés tenía clavada en la pierna la astilla de una flecha. Una maza le había acertado sobre el hombro; bajo su yelmo goteaba la sangre. El hombre no era más que un cuerpo jadeante, agotado, con un alma sacudida en su interior. Llevaba asido el puñal; pero sentía ya el soplo del desvanecimiento. Luchó con los de su escolta; quería lanzarse a la lucha; pero los suyos tiraban de él, le arrastraban hacia un lugar menos peligroso, donde era más fácil el paso del dique. Cadáveres, troncos de árbol, cuerpos de animales, un cañón, fardos, arena; tuvieron que pasar con dificultad sobre todas esas cosas, que obstruían la brecha. Uniéronse por fin a Alderete, mientras Tapia trataba de llegar a la plaza del mercado marchando por una calle paralela…
De pronto, un estrépito llegó por los aires, sobrecogiendo a todos y sacudiendo los huesos y el tuétano. Sobre el Teocalli sonaban las trompetas de Huitzlipochtli. El sonido corría por el valle y, según decía la leyenda, era oído en ambas costas del país, en ambos océanos. Era la trompeta de los dioses, que sólo los sacerdotes podían tocar solamente en caso de que Tenochtitlán estuviese en sumo peligro. Los caballeros se agruparon, formando la retaguardia. Los caballos estaban aún en buenas condiciones. Querían ya lanzarse de nuevo al ataque cuando llegó el horrísono tocar de aquella trompeta. Parecía que el infierno se hubiera abierto. Muchos miles de hombres, decididos a morir, avanzaban gritando en una mescolanza de colorines de plumas, cuerpos y sangre. Iban encendidos por el fanatismo, corriendo sin vacilar contra aquellas armas, aquellas corazas y aquel fuego de mosquete. Así se precipitaron contra los españoles. Algunas cabezas rodaron a los mismos pies de Cortés. "¡Tonatiuh!", aullaron al arrojar la primera… " ¡Sandoval! ", gritaron al arrojar la segunda. Eran cabezas de españoles con el sangriento muñón del cuello, los ojos color de plomo en los que había quedado grabado el terror del último momento. Cortés se inclinó sobre la silla; en su mano brilló de nuevo el acero de su espada y con trazo seguro la blandió en el aire. De nuevo estaba lleno del más alto espíritu; era otra vez un caballero del Espíritu Santo, con su arnés, su espada en la mano, luchando contra cien mil herejes. Fue un momento magnífico cuando se reunió con la retaguardia de Alderete. Los hombres estaban ya bañados por el frío sudor de la muerte. Las tropas de Tapia también se le unieron; de un modo o de otro habían logrado estar reunidos de nuevo. Los cañones retumbaron otra vez; ahora el núcleo fuerte estaba en la retaguardia, pues en ella estaban todos los caballeros y con ellos Cortés. Fueron cediendo el terreno pulgada a pulgada. Una descarga, un nuevo asalto… y, paso a paso, se retiraban hacia el dique.
¿Qué había sido de Sandoval y Alvarado? Se eligieron dos jinetes para los dos caballos que habían quedado ilesos. "Haced la ronda por la orilla del lago, pasad de nuevo el dique y averiguad lo que ha sido de mis capitanes."
Una hora después apareció la figura de un jinete, pálido y ensangrentado; caía la lluvia. Los soldados le miraron con atención; uno de ellos salió a su encuentro y gritó al acercársele: “ Sandoval viene… ¡Sandoval! " Ambos se abrazaron. Cortés cojeaba; un brazo y una pierna le habían sido vendados y alrededor de la cabeza llevaba otro vendaje. Su coraza estaba reventada y rota; estaba pálido. Nunca nadie le había visto tan maltrecho; parecía envejecido y encogido. Y casi perdió el equilibrio cuando Sandoval le estrechó entre sus brazos. Los dos caballeros lloraban; los soldados lloraban al ver la escena, y así sucedió que todos los que alrededor estaban lloraron también.
—Sandoval, hijo mío…; todo esto sucedió a causa de mis pecados. Mis pecados han sido castigados por Dios. Estoy demasiado débil y acabado. Te entrego el mando de mi ejército para el día de hoy. Ten cuidado de buscar a Alvarado…
Sandoval contestó en frases cortas y troceadas:
—Avanzamos fieles a las órdenes recibidas. Oímos disparar a los mosqueteros de Alderete. Mis soldados ya conocían el camino desde el año pasado. Cuando oí que Alderete había llegado a la plaza del mercado, me lancé con toda mi fuerza
y
velocidad
y
ordené no preocuparse de las trampas ni cepos. Así me lo había ordenado a mí Alvarado. Cuando llegamos… éramos ya pocos, y de pronto se oyó aquella música infernal. Parecía como si todos los canales se hubiesen abierto… Cada azotea era ahora una fortaleza, llovían las piedras; a mí, uno de los proyectiles me partió el labio, porque no había cuidado de llevar baja la visera… Alvarado se unió a nosotros; también había quedado cercado…; pero fuimos cautos y prudentes y retrocedimos lentamente. Los veteranos no lo hicieron mal, a costa de algunas heridas más. Vuestra merced puede ver; también yo estoy aquí con cuatro heridas…, pero los dominaremos… Pero entonces los indios nos mostraron sus lanzas con cabezas en las puntas y nos gritaban " ¡Malinche… ! ¡Malinche… ! " Dios parecía que nos había dejado de la mano. ¿Quién podía saber lo sucedido? Emprendí la retirada. Entregué el mando a Alvarado. Me abrí paso a través de todos los obstáculos. No podía soportar estar más allí y me abrí paso entre empalizadas y hombres, y me salió bien, pues ahora estoy aquí. Gracias al Omnipotente, encuentro con vida a vuestra merced.
Todo eso había sucedido la víspera. Al romper el día, el ejército entero se arrodilló y comenzó el
Requiem.
A algunos tiros de mosquete se alzaba, inaccesible y amenazadora, la gran torre del templo. Al principio se veían tan sólo manchas parduscas, pequeños fragmentos de aquella multitud de mil cabezas que pululaban alrededor y sobre el templo; luego la masa se extendió, formando largas columnas. La serpiente humana extendió su cabeza, se volvió y comenzó a trepar por las escaleras del templo. Olmedo se arrodilló en el reclinatorio. Todos sabían cuál era el motivo de aquella fatídica procesión matutina de los indios. Tan cercanos estaban, que la vista, pasando por encima de los diques, muros, empalizadas y tejados, alcanzaba fácilmente a distinguir los complicados dibujos de los muros del templo. Impotentes, miraban hacia la altura, hacia la plataforma adonde había llegado ya la gran serpiente humana. Los soldados extendían la mano y señalando decían los nombres: «Mira, mira…, allí llevan a Guzmán…" Iban los prisioneros unidos unos a otros por medio de guirnaldas de flores. Llevaban también guirnaldas de flores en la cabeza y telas de colores chillones los cubrían. Detrás de ellos tocaban las diabólicas trompetas. Los sacerdotes los golpeaban con látigos y bastones, obligándolos a seguir en aquella corriente humana. Se tambaleaban; pero sus voces no alcanzaban a oírse donde estaban los españoles. Sólo se percibía el doblar de los tambores y un ruido rítmico impenetrable e incomprensible. Se los obligaba a bailar, unos minutos tan sólo, pero que parecían eternamente largos; se veían sus cuerpos, como de macho cabrío, que temblaban. La procesión seguía subiendo. Durante un minuto desaparecían en la revuelta de la escalera; parecía que la torre había quedado vacía; pero pronto aparecían por el lado opuesto; siempre como una serpiente pardoverdosa. Llegó ésta luego a la segunda plataforma. Se podía seguir cada uno de sus movimientos cada vez más claramente al ir elevándose. El vocerío, por el contrario, parecía más lejano. Se los hacía bailar de nuevo, forzados por los golpes de bastón y de cuchillo; tal vez era un sacudimiento nervioso; sin embargo, sus semblantes parecían alegres y risueños. Se les había hecho beber hongos cocidos en miel o pulque, y así aquellos cristianos, en aquella hora suprema, habían olvidado el Padrenuestro.