—¿Qué vas a hacer, Malinalli, cuando llegue en una casa de agua la mujer blanca y entonces tu amo no te conozca mas y te regale a uno de sus guerreros?
—Esclavo es aquel cuyo cuerpo lleva la marca del hierro candente. El señor puede regalar a una esclava que fue infiel o no cumplía sus deberes. Pero Malinalli no es ninguna esclava y antes moriría que reconocer a otro hombre como amo y señor.
—¿Te prometió alguna vez llevarte a su casa, donde vive todavía su padre y de donde un día salió la Serpiente Alada? ¿Te prometió mostrarte aquellas tierras de allende el mar donde nacieron los rostros pálidos?
—Me citaba en una carta a su excelso monarca, a quien él habla cuando moja la pluma en jugo negro y con ella traza un complicado caminito sobre las blancas hojas. Una vez me dijo: "Mira aquí"; aprendí a hacerlo. Mira: empieza así, como con un monte con dos cúspides y una hondonada en medio… Pero eso no es un dibujo, sino un trazo, de forma parecida a los que adornan el templo del Jaguar en Chi-chen-Itza… Aquella misma noche me prometió que me señalaría un dibujo representativo de mi nombre. Esa clase de dibujos los tienen solamente contados personajes. Los que tienen uno de esos dibujos propios lo llevan grabado en un anillo y lo aprietan a veces sobre cera o resina junto con su nombre escrito.. , Son imágenes de animales extraños que nosotros no hemos visto nunca; animales con cuernos y alas a un tiempo que llevan una espada en las garras. Me contó mi señor que pasan de los padres a los hijos y que los pintan sobre sus escudos cuando van a la guerra. Pero solamente su señor puede conceder tales dibujos. Hasta ahora, mi nombre sólo puede ser representado por esas líneas complicadas que dicen: Marina. La noche en que él me explicó todo eso era tan hermosa; los dos, él y yo, estábamos solos. Era el día, que transcurría la tercera luna de la vida de mi hijo.
—Oye. ¿También se aproxima él a la mujer poniendo su boca con la de ella…, de esa manera que nosotros nunca habíamos visto en Anahuac?
—Señora y madre…, yo apago la luz siempre. Sólo veo sus ojos, que tienen reflejos azules como el mar a lo largo de cuyas costas se me llevó un día. Cuando abre sus vestidos, su cuerpo parece brillar en la oscuridad; y cuando nos abrazamos… es como si la piedra inerte se llenase de vida, se despertase. Eso es lo que debe de sentir el bloque de piedra cuando el picapedrero la trabaja para convertirla en una figura de dios, llena de vida…
En el patio oyóse el toque que indicaba la hora de cenar. El velo de humo sobre el braserillo se llenó de reflejos. Marina tomó el capazo de cuero que servía de cuna.
La princesa seguía inmóvil y completamente sola; los reflejos del fuego de copal eran la única luz. Estaba con la dorada diadema sobre la cabeza, con su túnica bordada, sentada en un ancho y sólido sillón hecho por los ebanistas tlascaltecas, de una sola pieza de madera pesada como si fuera hierro y oro. Entonces no se había despertado todavía el odio en Tlascala y Méjico; entonces los rostros pálidos no habían quemado aún reyes, ni reducido palacios a cenizas, ni habían puesto alrededor de las muñecas del gran señor aquellas ligaduras de metal negro y desconocido en aquellas tierras. Entonces, cuando este sillón fue construido, Anahuac tenía una sola alma
y
hubiesen venido todos los pueblos y reyes a la gran pirámide de Cholula para la fiesta de su raza en la que los sacerdotes y reyes hubieran traído a Malinche, le hubiesen arrancado los vestidos hasta desnudarle su blanco pecho. El cuchillo de
ichtzli,
con su puño de oro representando serpientes entrelazadas, hubiera brillado en lo alto…
Dos brazos se posaron sobre ella. Cuando él estuvo ya muy cerca, reconoció ella sus azules ojos, con reflejos de mar, de los que Malinalli acababa de hablar. Sintió aquel olor o aroma extraño como de azucena abierta en la noche. Su rostro se aproximó; sólo distinguió el arco de su nariz una pequeña porción de su frente por encima de sus ojos, pues alrededor de su rostro crecía enmarañada la barba… Sólo la boca era una mancha roja y viva en la cara pálida. Sus dos manos estaban ahora desnudas y blancas cuando la cogieron. ¡Cómo había inconscientemente anhelado este momento…! ¡Hija de rey! Hija del gran señor… ¿Tenía aún derecho a llevar sobre su cabeza la diadema dorada? El ancho sillón, ese sillón que había sido construido cuando todavía…, ahora era demasiado estrecho… Sus pensamientos eran como hilo enredado… Era un extraño desfallecimiento que la embargaba. No podía respirar apenas; se sofocaba. Estaba temblorosa; el corazón no la dejaba respirar. Miró al braserillo con el copal; su humo, su humo fugaz y aromático, era todo, todo lo que quedaba de los dioses de su padre y de su niñez. Ya él la abrazaba; una de sus manos tomó su diadema y la quitó de su cabeza… Ningún hombre de Tenochtitlán se hubiera atrevido a hacer tal cosa. El le abrió la túnica por la garganta. Tampoco hubiera osado hacer eso nadie de Anahuac… Sus manos la acariciaban, la acariciaban como Malinalli había explicado. Sí; era como la piedra que a golpes del picapedrero se llena de vida y forma un dios, ¿un dios, o una esclava? ¡Una esclava! Esa palabra le pareció como un mordisco; pero un mordisco de cobra. Se levantó. Era casi tan alta como Cortés y tan grande como él. No era hija de esclava; era hija de jefe, no era una esposa cualquiera…
Hubo unas palabras apagadas y entrecortadas. ¿Qué otra cosa podía decir más que algunas palabras mal chapurreadas, oídas tal vez de algún soldado y no muy apropiadas tal vez para los labios de una princesa y algunas pocas palabras que Malinche había ya aprendido? Se miraron. Esperaba ella que Cortés bajara la cabeza, reconociendo a la hija del gran señor. Hasta los esposos de sus hermanas, que su padre había elegido, se aproximaban al lecho de las princesas con la vista baja. Pero ahora los dos se miraron a los ojos. El la tenía abrazada y sus brazos pasaban por debajo de su túnica. Y se contemplaban sin decir palabra. Cortés buscaba en el rostro de la princesa los maravillosos y tristes rasgos de Tecuichpo. La besó. Y así siguieron hasta que sonó un toque en el patio. Llegaban a su cuartel los caciques de Tezcuco. El traidor Flor Negra le ponía ante sus pies el reino de Tenochtitlán.
El la soltó. Pensaba ahora que al día siguiente se ponía en marcha el ejército. Había que vestirse ya con la armadura; en su puño forrado de hierro debía blandir de nuevo la espada. El olor de sangre y de cuero iba a apagar el dulce aroma que despedían los cabellos de la princesa. En los labios de Cortés se agolpaban de nuevo palabras castrenses. ¿Volvería a encenderse entre los dos el fuego que había ardido ahora? Después de un último beso, él se inclinó profundamente ante ella a la manera india, como correspondía hacer ante mujeres de su rango. Pensó él en la noche que le esperaba. Su cama quedaría intacta; pues la pluma debía correr incansable sobre las hojas blancas y llenarlas de palabras indias…
El campamento se dividió en dos partes. La primera partió con el capitán general; la segunda, acompañó al señor Sandoval. En toda la región de Tlascala bullía la vida. A todo alrededor veíanse jefes de tribus lejanas, aliados de otras regiones, embriagados ya por el botín de los rostros pálidos. Todos los que se habían inclinado ante Moctezuma, habían vuelto ya a levantar la cabeza. Algunos habían visto a los rebeldes de Tezcuco, cuando por la noche buscaban el cuartel general en que estaba Flor Negra. Se hablaba de la negra y terrible desgracia que amenazaba a todo Anahuac como si fuera una mordedura de escorpión. Según rumores, la epidemia respetaba a los
teules,
si bien uno de ellos, un diablo negro a quien le habían marcado sus amos con un hierro candente, tenía ya la cara llena de cicatrices de viruela. Todo el valle estaba invadido, mendigos y caciques por igual. Los jefes enterraban a sus hijos y ofrecían en vano sacrificios a los dioses. La epidemia, que resistía a todos los baños tibios y a todos los remedios, roía y destruía sus cuerpos.
El heredero del trono del gran señor se retorcía atormentado en su palacio y no encontraba paliativos a sus dolores. La gente aproximaba las cabezas, esperando ver las señales de humo en el valle. Esperaban oír los tambores o ver hogueras en la noche; esperaban con impaciencia, mirando fijamente la tierra. Cerca de la noche todo el campamento indio se puso de pronto en movimiento. Se oyeron primero los blandos ritmos de un tambor; sonaron los oboes en sus tonos bajos. Los timbaleros golpeaban los parches y las caracolas dejaron oír sus llamadas; se mezclaban las llamadas de los de Cempoal con las otomis, totonecas y tlascaltecas… Los españoles oían ese estruendo perplejos. Ninguno de ellos conocía el motivo. Cortés dirigió una mirada intranquila a los cañones.
—¿Qué pasa aquí, Marina?
Marina bajó las escaleras del palacio con su paso rápido de gacela y desapareció entre la multitud… Cortés sintió haber dejado ir a la muchacha a que se metiera entré indios salvajes.
Volvió un poco descompuesta, jadeante por el correr y con la mano extendida, como era costumbre en Anahuac cuando uno llevaba una noticia que no podía juzgarse si produciría alegría o pesar.
—Outlahua, el grande, inmensamente grande señor, ha vuelto a sus dioses. La epidemia le atacó a él y a su esposa. Los caciques, jefes y señores reunidos en Tenochtitlán, se aconsejaron con los príncipes y esta mañana colocaron la verde corona de quetzal en la cabeza del más audaz de todos ellos, de Guatemoc,
Aguila-que-se-abate.
El ha aceptado la corona. Ahora
Aguila que-se-abate
es el grande y augusto señor, que todos los de Anahuac veneramos…
—¿Tú también…, Marina?
—Así me lo enseñaron. Así dice la antigua tradición. No sé decirlo de otro modo. Así decían mis padres y los padres de mis padres cuando por encima de las montañas llegaba la noticia de que la sagrada corona verde de quetzal adornaba una nueva testa…
Después de la misa, los capitanes se abrazaron los unos a los otros. Cortés sacó una cruz y, con una espada en la otra mano, señaló hacia Tenochtitlán. En las manos del general estaba la victoria o la nada. Precavido, cauteloso, se puso en marcha con ochocientos hombres, por el mismo camino que había marchado no hacía demasiado tiempo. Frente a él no había ahora un dios, sino un guerrero,
Aguila-que-se-abate,
con su arnés indio y su lanza. El conocía ya lo que eran las espadas españolas y sus hachas, el secreto de las ballestas y el hierro de los yelmos. Después de la Noche Triste, le habían presentado a centenares armas españolas, tomadas de las manos de los muertos que yacían en el fango del canal.
Aguila-que-se-abate
no era un místico como lo fue Moctezuma, que se debatía siempre entre supersticiones. Era un hombre que palidecía cuando Cortés invitaba a bailar a Tecuichpo y le veía poner sus manos fuertes y huesudas en el talle de su mujer. Era un hombre que conocía demasiado bien el rostro barbudo y obstinado de Cortés y que en las noches de insomnio se recreaba imaginando el toque del tambor que en lo alto del Teocalli anunciara el desgarramiento de las carnes del intruso… Cuando el corazón palpitante de un rostro pálido se elevaba hacia el cielo, él se relamía de gusto los labios que la fiebre había secado. Sentía la voluptuosidad febril de saborear la carne de Malinche. ¡Y Tecuichpo debía de dormir ahora a su lado!
Le gustaba verlo todo con los ojos. Aquel hombre no era ningún dios blanco. Su destino estaba defendido ya por las hordas de un reino cansado y decadente. Cortés se enderezó en la silla y paseó la mirada por encima de su ejército. Tenía ochenta jinetes y casi diez veces más infantes. Los indios arrastraban veinte cañones y unos diez mil tlascaltecas marchaban al son de las cornetas españolas. Cuando subió a la silla, era más viejo que el más viejo de sus veteranos, cuyo rostro había marcado el tiempo con sus cicatrices, De nuevo estaba sobre su caballo seco y de gran alzada y recorría las filas que le aclamaban. Volvió a sentir entonces aquel vértigo dulce, aquel sentimiento magnífico de sentirse
imperator,
ese sentimiento que le acompañaba desde sus tiempos de Salamanca. Le parecía oír la voz del que fue un día su maestro: "Mirad, el César se pone en camino."
Cortés
Imperator,
Caballero del Espíritu Santo, Vicario del Reino Sacro de Carlos V. Bajó la cabeza. Ahora sí que ya no podía cometer ninguna otra falta. Quien se atrevía a emprender de nuevo el camino hacia el sur, después de aquel invierno de 1520, ya no era un hombre arrebatado y ebrio de aventuras como antes, aquel hombre que un día había esperado derribar con un golpe de su mano las puertas que cerraban El Dorado.
Mientras cabalgaba horas y más horas, silencioso, en compañía de sus capitanes, se iban tejiendo las leyendas. Se sumía Cortés en un diálogo mudo con su señor Don Carlos a quien dirigía interminables epístolas. "Excelso señor —así podía leerse—, ante vos estoy en el reino ilimitado de Nueva España, con sus tribus y sus provincias, que están todas dispuestas a mostraros acatamiento y homenaje; vasallos y caciques, de los que mañana podréis hacer fieles condes. Ante vuestro trono están con su oro, sus sacos de cacao, sus ciudades plateadas por la luna. Y vos tenéis los labios cerrados. Calláis. Desde que partí no hemos recibido ni un aliento de vos. No me desautorizáis, pero no nos habéis enviado ni un poco de pólvora ni nos habéis hecho saber si tengo vuestro permiso para morir con vuestro nombre en los labios, si así lo dispone el destino… " Olmedo tomó del brazo y condujo hacia un templo que estaba al borde del camino a aquel hombre que iba soñando en sus quimeras. En el vestíbulo del lugar de los sacrificados se veían todavía las manchas de sangre.
—Leed eso.
Sobre el blanco muro se veían medio borradas unas palabras españolas trazadas con un pedazo de plomo:
"Aquí vivió el desgraciado caballero Juan Justo con tres compañeros, elegidos para el amargo sacrificio. Dios se apiade de nuestras almas…"
El pobre Justo, el joven rubio teniente de Narváez… Su mano se cerró; hubiese querido tomar la antorcha para quemar y purificar con las llamas todo ese paraje de muerte y asesinato… Después vinieron en largas hileras los caciques y jefes que se sometían y prestaban homenaje. Por los "Comentarios" de César, sabía que los romanos recibían con una sonrisa a los druidas que prestaban acatamiento. Abrazó al jefe, cuya mano tal vez había sido salpicada por la sangre de justo, y le dijo: " ¡Amigo… ! " Cortés se había vuelto viejo y, según las palabras de la escritura, se había tornado al mismo tiempo sabio como la serpiente y astuto como el zorro. Había tomado la costumbre de establecer su corte dondequiera que levantara su campamento, ya fuera junto a un pueblo, en la plaza mayor de una ciudad o en la espesura del bosque. Vestido con su traje negro, recibía a sus vasallos y decidía sobre diferencias de límites entre caciques vecinos. Los hijos de príncipes que habían fallecido le exponían sus divergencias en la cuestión de la herencia. De Guatemala llegaban enviados, llevando esclavas, sobre cuyos corazones se veían puntos rojos, como distintivo de que estaban destinadas al sacrificio de los dioses. Su cabeza era entonces mojada por el agua de la nueva vida y un día después servían en el campamento como panaderas que ofrecían su pan y su cuerpo a los soldados.