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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (73 page)

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Tembló el labio de liebre de Sandoval. .

—¿Vuestra merced quiere despedirme y me envía al buque a descansar?

—Don Gonzalo: Os pongo en el puesto más difícil. Somos aquí sobrados para rechazar los ataques. Los guerreros prisioneros no tienen nada de carne sobre sus huesos; están cansados y hambrientos… Tal vez las tropas más escogidas reciban mayor ración; pero en todo caso pocas serán. Somos, pues, lo suficientemente fuertes y por mi parte no deseo emprender ningún ataque. Espero que mis planes estén maduros. Tenemos provisiones suficientes; los indios están ahora a nuestro lado y no tengo ninguna prisa, pues el tiempo trabaja en mi favor. No quiero destruir las pocas casas y templos que todavía quedan en pie en la ciudad. No deseo conquistar una localidad donde mis tropas encuentren solamente cadáveres. Anoche pensaba en tiempos pasados y me parecía que algo tan lamentable, tan desastroso como esto, sería lo de Cartago. Yo he de enfrentarme con el presente y también con lo que ha de venir. Lo he de tener todo previsto, pues mis enemigos son más numerosos que mis amigos. No quiero destruir y matar más. En vez de la ciudad de los muertos quisiera yo la de la vida. —Pero ¿por qué, señor, he de ir a las galeras?

—Los tenemos cercados y no pueden escapar. Los diques están en nuestro poder y ni un pájaro puede pasar por los caminos que conducen a tierra. Pero en el agua somos demasiado débiles. Con doce buques no podemos bloquear completamente; en la orilla sur no tenemos soldados ni los caciques de allí están a nuestro favor. Os envío a vos, pues quiero que tengáis los ojos bien abiertos y miréis si se prepara una salida en aquella dirección.

No quedaba ya nadie cuyos pulmones fueron la suficientemente fuertes para hacer sonar las trompetas de Huitzlipochtli. La noche se extendía por encima de la ciudad; sólo se veían unas pocas luces como indicando que aún quedaban algunas personas con vida. Tal vez un poco de lumbre trataba de calentar los fríos miembros de alguna mujer. En la torre no se veía el menor vestigio de vida; no se oía un solo ruido a un tiro de mosquete; sólo la lluvia cantaba con desoladora monotonía.

Aquella misma noche había llegado a los buques. El buque almirante era una embarcación primitiva, pequeña y toscamente construida con bancos para los remeros y una gran vela latina. A proa llevaba dos pequeños cañones; en las cofas iban mosqueteros. Los buques que habían salido en crucero regresaron; por las bocinas gritaron que no habían visto ningún movimiento y que ninguna embarcación trataba de romper el bloqueo. El lago estaba tempestuoso y el oleaje era fuerte, encrespado por el viento. Con tal marejada no se atrevían a salir las canoas.

Al amanecer ordenó una nueva alineación de los buques. Los hizo colocar en amplio semicírculo para rodear así toda la dársena y poder ver de todas partes si alguien trataba de romper el cerco. En el extremo sur estaba el bergantín más rápido al mando del capitán García. Si la salida era en dirección sur, ese buque era el más adecuado para emprender la persecución.

Por la mañana se rompió el silencio. Sobre la superficie de las aguas apareció primero una piragua; después siguieron otras como si de un oculto arsenal las fueran soltando. Pululaban ya a centenares, a millares, lejos aún, fuera del alcance de tiro. Aparecían como manchitas de color en orden de batalla, adornadas de flores como si no hubiera el menor peligro. El almirante novato, Sandoval, hizo con timidez las primeras señales… ¡Cuán diferente era eso que el avanzar a caballo con el sable en la mano! Ahora estaba

sobre ese buque de madera que se mecía inseguro… Los indios atacaron, el semicírculo de los bergantines se estrechaba; se agrupaban. Los ojos acostumbrados de los veteranos sabían distinguir entre los guerreros indios: descubrían los adornos dorados de los caciques, de los príncipes y de los jefes. Los indios de la escolta se veían en sus barcas hermosamente talladas; cada uno de ellos tenía en la mano una flecha. Los remeros eran estimulados a latigazos; los jefes llevaban lanzas arrojadizas… Sonó el primer tiro de mosquete, lejano todavía, pero el mortero acertó en medio de las piraguas; un crujido, manchas rojizas en el agua, unas figuras que se agitaban… El agua del lago se rizaba; el viento era favorable a los españoles y abombaba las velas; los remeros podían respirar…, en pocos minutos irrumpirían entre los mejicanos. Las piraguas, talladas en un tronco de árbol o ahuecadas por el fuego, no constituían apenas peligro para los buques de los españoles de bordas altas…, eso mientras las flechas incendiarias no se clavaran en una vela o prendieran fuego en las secas maderas al penetrar por algún ventano. Los cañones dijeron la última palabra, las ballestas dispararon sus saetas sobre aquella carne viva. El coro de aullidos de los indios cubría la superficie de las aguas y llenaba de ecos la costa próxima.

Pareció durar una eternidad. Sobre el agua, la persecución y la defensa eran difíciles. Las tripulaciones estaban todas dispuestas con sus cubos para apagar el incendio que se iniciara. Los indios trepaban agarrándose a las junturas de las bordas y llegaron a poner pie en uno de los bergantines; llevaban sus cuchillos de piedra entre los dientes; pero fueron rechazados, barridos. Era una lucha desigual. Volaba alguna piedra arrojada por aquellas manos ya sin fuerzas; pero las hondas no tenían alcance por falta de vigor en los brazos. Las lanzas se clavaban entre las tablas del parapeto. Los mascarones de los buques parecían mirar aquella escena. La luz de aquel día de últimos de noviembre se disolvía en el agua. Del puerto, misterioso y oculto, salían empero nuevas embarcaciones: canoas y chalupas en cantidad infinita. ¿No terminaría nunca eso?, pensaban los españoles cuando tenían un momento de respiro. Los marineros orientaban las velas y los timoneles mascullaban toscas palabras.

El semicírculo se cerraba y se volvía a abrir. Al extremo de la derecha combatía el pequeño bergantín que, gracias a su bien lograda estabilidad, era el más rápido. El capitán García Holguín estaba en el castillo mirando cómo las piraguas se corrían hacia el lado y, cuando el botín le pareció ya tentador, envió una bala a los fugitivos. Junto al arsenal vio un movimiento; el sol multiplicaba los reflejos sobre el agua, Levantó su mano por encima de los ojos y vio que surgía un nuevo enjambre de embarcaciones y que la mayoría de ellas avanzaban en línea de combate hasta que se abrió para dejar paso a tres embarcaciones largas y lujosas en las que detrás de los remeros se veían sentadas algunas mujeres. La multitud de embarcaciones cubría las tres lanchas, que evitaban todo combate tomando en línea recta el rumbo hacia el sur.

Solo unos minutos le era dado titubear. Cuando se volvió y abandonó su puesto, el ala derecha estaba descubierta y el círculo se estrechaba. Si se demoraba, las tres piraguas se escaparían del círculo, y su carga era tal vez más preciosa que todo el resto del botín que hoy se anunciaba. Después de meditar unos minutos, mandó izar las velas y se lanzó a la persecución de las embarcaciones que ya se alejaban de la orilla. El artillero estaba con la mecha encendida: "¿Debo hacer fuego? ", preguntó. Holguín denegó con un gesto. Las presuntas riquezas caerían al agua si la piragua quedaba destrozada por un disparo; no tenía, pues, objeto el hacer fuego. Había que capturarlas. Comenzó la caza; los remeros trabajaban con toda su fuerza, sin respirar casi; pero la distancia disminuía rápidamente, pues la nave española acortaba la separación con su marcha segura. El capitán ordenó a los ballesteros que se pusieran en el parapeto; eran ocho; se oía el vibrar de los tendones de las armas al tensarse; la clavija se sujetó en la muesca; sólo quedaba ya apuntar y apretar el gatillo.

Estaban ya solamente a algunos pasos de distancia. El capitán hizo sus cálculos. "Ahora les acertamos con seguridad. Atención… Disparad cuando yo haga la señal… Esperad… Atención… Apuntad… "

En la primera de las tres canoas podían verse claramente sus tripulantes; las otras dos embarcaciones habían quedado un tanto rezagadas. Veíanse los rostros cansados y atormentados; los brazos que se agarraban, flacos y sarmentosos, a los remos, en un último esfuerzo. Se les veía a todos: la figura pálida que a proa se inclinaba… Los dedos de los ballesteros se apoyaron en el gatillo y los ojos se dirigían interrogantes al capitán. El indio que iba a proa se inclinó, no tomó ninguna arma sino una diadema de plumas. Un ballestero bajó el arma y dio un paso atrás. Era de los que había venido a estas tierras con Cortés, con él había recorrido todo Méjico y por eso conocía ahora la diadema de Moctezuma. Con un gesto, el guerrero mandó parar a los remeros; la embarcación siguió aún moviéndose gracias al impulso que llevara. Enderezóse el guerrero como si se dispusiese a ascender a una tribuna… ¿Se iría tal vez a arrojar al agua? Todos los ojos estaban dirigidos a la maravillosa corona verde de plumas, de quetzal, la cual parecía un río de colores que cayera por el manto. El guerrero hizo una seña; en el buque la vida quedó como paralizada. No tiréis. Soy Guatemoc. Ya que me habéis alcanzado, me rindo.

El veterano dejó caer la ballesta. "El augusto señor…", murmuró. Entendía ya el lenguaje indígena. Los pocos hombres de Tezcuco que había a bordo del buque español se arrojaron al suelo. Las tres canoas estaban ya a la misma altura que el bergantín. De nuevo se oyó la voz:

—No tiréis; tomadme a bordo. Tomad también a bordo a mi mujer y a mis guerreros. Conducidme ante Malinche, pues quiero decirle que la lucha entre nosotros ha llegado a su fin. El intérprete iba repitiendo las palabras lentamente. ¿Prisionero? ¿Prisionero el monarca de estos países que con voz resonante daba sus órdenes? ¿Sería tal vez todo una añagaza, mientras el verdadero Guatemoc se estaría escabullendo por otro lado? Un hombre de Tezcuco sacudió la cabeza: "Es
Aguila-que-se-abate
. La lucha ha terminado… " Y se tapó los ojos con la capa. Fue bajada la escalera de cuerda. Más por signos que por palabras, se indicó a los otros que subieran a bordo. Las embarcaciones se aproximaron. Los remeros agarraron la escala y formaron con sus propios cuerpos una especie de puente para que pudieran subir cómodamente algunos de aquellos magnates; después extendieron un gran tapiz y entonces, apoyándose en Tecuichpo, el emperador comenzó a subir.

Holguín era un sencillo marino que había forjado su extraño destino en los combates de tierra firme. Recordó una mañana en Marsella, en que el duque de Enghien, hacía ya muchos años, recibió a bordo de su capitana al antiguo pirata, ascendido después a emir: Kheyr-ed-din Barbarroja. Por un momento se despertó en él el recuerdo de los cuernos que sonaban, la revista naval, el canto de los esclavos cristianos al oír el toque de campana de la tarde… En la bahía del lago de Tezcuco sonaban las trompetas; la bandera fue izada al tope del palo mayor, lo que, en lenguaje del mar, significa victoria definitiva y fin de la lucha. El artillero aplicó la mecha al oído del cañón y la bala de piedra salió para caer inofensivamente en el agua. Formaron los soldados, con las armas en la mano, y prorrumpieron en una gritería que era saludo a los personajes indios. El viento llevó el sonido de las trompetas por encima de las aguas. Todos los ojos se volvieron hacia la nave de Holguín. Los marinos comprendieron todos lo que significaba aquella bandera izada, oyeron el cañonazo y todos prorrumpieron en un Tedéum que un viejo había comenzado a entonar según vieja costumbre. Los bergantines hicieron señales. La nave de Holguín salió del círculo y navegó en dirección contraria al diámetro de la formación ante todos sus camaradas, llevando la noticia del botín a Cortés. Sandoval estaba al otro extremo donde la lucha seguía con no amenguada violencia. Los indios protegían y cubrían a su señor y deducían de la fuerza y duración de la lucha que tal vez sería posible a su monarca huir hacia el sur. Y de pronto apareció ante ellos las figuras aquellas gritando y dando gritos de alegría y Guatemoc asomado a la borda. La lucha, que era sobre el agua menos sangrienta que en tierra firme, cesó instantáneamente. Las canoas iban sin rumbo fijo, alejándose y acercándose. Los españoles ahorraban la pólvora y sólo de vez en cuando veíase el fogonazo de un disparo de cañón al aproximarse en demasía alguna embarcación enemiga. Aquí y allí veíase alguna canoa que era volcada por medio de un largo bichero.

—¡La lucha ha terminado!— gritaba Holguín, y mostraba a Guatemoc, pálido como un cadáver, magnífico, con el esplendor de su gran corona de plumas.

—No combatáis. Es ya inútil. Bajad las armas. Así lo quieren los dioses. Decid a todos mis guerreros que ha llegado el día en que las armas han de callar.

La noticia llegó también a Sandoval. Su buque, que mostraba desde lejos su insignia de almirante, estaba rodeado de un enjambre de piraguas; aquí el derramamiento de sangre había sido más copioso y sobre su buque había caído la mayor parte de las flechas incendiarias. Con una herida en la frente, cubierto de sudor, se arrojó Sandoval en medio del furioso combate, medio sordo por los disparos de los cañones, llevado por el impulso mecánico, con sus últimas fuerzas en tensión. De pronto vio a los arqueros que saltaban en las cofas y hacían señas… De los bergantines vecinos se elevaba un gran clamor. El asalto de las canoas pareció hacerse lento. Todos miraban hacia el sur, donde velase la nave de Holguín, qué, rápida, ligera, en amplia curva, surcaba las aguas con su bandera al viento. Cuando pasó por delante del primer bergantín, desde las cofas de ambas embarcaciones, por medio de bocinas, se cambiaron las noticias: "El emperador indio se ha rendido… Hahoo… rendido… La lucha ha terminado… Se ha rendido… "

Guatemoc estaba en el parapeto, dirigía su vista hacia atrás donde las mujeres estaban echadas sobre un tapiz extendido. El capitán había hecho traer alimentos; aparecieron los panes de maíz de los marineros, las grandes jarras de pulque, la cecina de cerdo, tocino que, por otra parte, daba asco a los indios. Manejaban los cuchillos de los españoles, cortaban pedazos y calentaban sus fríos cuerpos con la alegría lenta de los muertos de hambre. Guatemoc no habla tomado ningún alimento desde el primer sacrificio de la mañana…, un joven de Tezcuco que sus marineros habían cogido prisionero… Desde entonces no había llevado a la boca ninguna comida y ya había olvidado el gusto del pan, de la sal y del agua. Ahora estaba donde la borda era más baja y su figura se recortaba más alta. El alboroto de la lucha, el ruido, el chapoteo de los remos ahogaban su voz; solamente podían percibirse palabras sueltas o fragmentos de palabras; pero se le entendía lo mismo; se entendían sus gestos y éstos decían que la lucha había terminado y que era inútil seguir la resistencia.

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