Las espuelas de Cortés resonaban contra las piedras del pavimento. Iba a la cabeza de su reducida guardia personal, entre los dos intérpretes. Llevaba enguantadas las manos a la espalda. Aquí y acá, al llegar a algún cruce, quedaba parado. Apreciaba lo que veía, consideraba la anchura de las calles; echaba una mirada a los balcones y galerías; seguía los cauces de los canales y observaba intranquilo aquellos terrados anchos y sin baranda. A veces preguntaba algo. Sus preguntas eran breves y sencillas y traían como consecuencia una sarta interminable de contestaciones. Cuando se interesó por el número de guerreros, uno de los jefes de la ciudad le ofreció en aquel momento un refresco. Se dirigieron a una amplia sala donde las mesas se encorvaban bajo el peso de los manjares. Eran éstos en su mayoría frutas, flores, bebidas, puestas en jarros maravillosamente decorados con cabezas de dioses. Las flores, los colores y las comidas formaban una hermosa armonía, y en cuanto a los manjares se veía que aquella gente extraña se había esforzado por ofrecer lo mejor de sus artes culinarias. El joven cacique entró llevando de la mano a su madre. La matrona hizo una inclinación de cabeza a Cortés, muy ceremoniosa, conforme a la manera de las damas nobles. Llevaba el manto blanco de las viudas, adornado solamente por algunas piedras preciosas. Su mirada recorrió la fila de los españoles y quedó por algún tiempo fija en Marina. Aproximóse a ella, recibió su saludo y le dijo en voz baja que al día siguiente su mesa la esperaría preparada para un festín. Marina se inclinó hacia su señor y le pidió permiso para aceptar la invitación. Cortés contestó con una mirada rápida: "Ve.”
Por la tarde hizo la ronda y distribuyó las guardias. Ante la puerta se le presentó uno de los jefes de Cempoal, uno que le había seguido fielmente desde el principio de la campaña. Bajó la voz hasta que sólo fue un susurro cuando se dirigió al intérprete:
—Señor, ¿te servimos con fidelidad?
Cortés afirmó con la cabeza.
—Recompénsanos, señor, dejándonos volver a nuestras casas. Estamos fuera de la ciudad; la noche es nuestra. Hoy mismo nuestro ejército podría llegar a fronteras más pacificas. Tal vez mañana mismo se dé ya una sangrienta orden y entonces no queremos estar ya encerrados en Cholula.
Cortés conocía ya esa intranquilidad vaga y profunda en que se mezclaba el carácter guerrero de los indios con, sus supersticiones fantásticas.
—¡Habla más claramente!
El indio miró a su alrededor como cohibido.
Señor: tú me tienes compasión y tu gente también me tiene compasión. ¿No oyes cómo a nuestro alrededor son derribados los árboles? Los van a emplear para cerraros los caminos. ¿No oyes cuán silenciosos están ahora los dioses? Es que hoy esperan todavía con paciencia. Se están lamiendo los labios, como hace el hambriento puma entre la maleza. ¿Has oído por ventura desde que estás aquí la llamada del cuerno desde lo alto del Teocalli? ¿No sabes por qué todo está silencioso y no se ofrecen allí sacrificios? Si te introdujeses en las cámaras secretas del templo, podrías ver algunos centenares de prisioneros a quienes se ceba con miel y cerveza para que su carne sea sabrosa cuando sea el momento. Los sacerdotes esperan. Se dicen para sí que la Serpiente Alada será satisfecha. ¡Cuánto tiempo hace que Huitzlipochtli no se ha saciado!.
Mientras así hablaba, miraba a Cortés con sus ojos húmedos por las lágrimas. Cortés, involuntariamente, dirigió sus miradas hacia la cúspide del templo. Los hombres que allí se movían parecían pequeños como hormigas; todos llevaban lucecillas en la mano; antorchas o lámparas… ¿Serían tal vez luces de señales? La noche se hacía densa por encima de la ciudad.
Por la mañana les dieron alimentos. De sacos y cestas salieron montones de frutas, maniota, harina de palma, perros recién sacrificados, hongos, vino de miel. Los soldados se regalaron con ello. Después se les permitió que salieran a paseo; debían ir en grupos de diez y con cada grupo iba un mosquetero. Así llegó el mediodía. Entonces vinieron dos esclavas de la viuda para acompañar a Marina a casa de su ama. La muchacha se despidió de Cortés… Por un momento titubeó, después se inclinó y a la usanza de los pajes le besó la mano. Cortés dijo lentamente, pero en tono incisivo:
—Marina, sé prudente y estáte sobre aviso. Si te quieren hacer caer en una ratonera, te juro ¡por mi Dios! que no quedará piedra sobre piedra en Cholula. Por la noche, cuando se cierre el campamento, debes estar de regreso.
Xaramillo la acompañó hasta el palacio, en cuya puerta la aguardaba ya el joven cacique. Ambos hombres se inclinaron uno ante el otro; entonces el paje condujo a Marina hasta el indio, le saludó en su lengua y le hizo entrega de unos presentes de parte de Cortés. Xaramillo se despidió y Marina desapareció en el interior del palacio. Allí aguardaba ya la viuda, rodeada de sus sirvientes, que contemplaban con curiosidad a la muchacha, de la que tanto habían oído hablar. La acogida fue ceremoniosa y al mismo tiempo íntima. Contemplaron con admiración las cosas que llevaba Marina: sus guantes, cosa que aquí era desconocida; las preciosas iniciales del libro de rezos que le regalara el padre Olmedo y que, según les explicó Marina, eran un escrito. Después dijo algunas palabras españolas que había aprendido; citó el nombre de algunos capitanes. Sacó de su cinto el puñal toledano que llevaba y con él cortó una torta de maíz. Seguidamente, les mostró los regalos que llevaba a la viuda: un espejito con armazón muy lindo y una copa de cristal veneciano. Era la tercera hora de la tarde cuando de la torre del Teocalli llegó el sonido de una trompeta de arcilla. El joven cacique se levantó. Debía acudir rápidamente al consejo de jefes que se iba a reunir.
Ambas mujeres quedaron solas. La viuda habló largamente acerca de riquezas y del destino de los hombres, que sale o proviene de las manos de los dioses como si fuera polvo de oro. ¿Por qué no se quedaba con ellos Marina? Marina manifestó:
—Mi augusto señor no deja que me aparte de su lado.
La viuda.—
Tu señor es un buen señor. Me da pena que sus huesos tengan que blanquearse al sol y su cráneo haya de formar montón con los cientos de miles que forman ya una pirámide.
Marina
.—-¿Por qué dices esto, señora y madre?
Viuda
.—Mi hijo te admira y a mí me pasa lo mismo. Por eso te suplico que te quedes con nosotros y en esta casa serás, junto a mí, la segunda señora.
Marina.—
He venido envuelta solamente en mi capa. No traje conmigo nada de lo que poseo. ¿Quién ha oído decir nunca que una novia llegue a casa de su nueva madre con las manos vacías? Si lo permites, señora y madre, volveré allí.
Viuda.—
No puedo yo detener el curso de las estrellas, ni tampoco gobernar el tiempo para que cese de correr. Tus señores me dan lástima; pero nada se puede hacer ya: están juzgados. Ahora tú nos perteneces a nosotros, a nuestro pueblo. La sangre de tus venas no debe ser vertida. Si tú quieres ser la esposa de mi hijo y quedar en esta casa, en ella encontrarás refugio, aunque nadie más haya de encontrarlo.
Marina.—
¿Qué debo hacer?
Viuda.—
Hoy la noche será tranquila. Las nubes velan la luna nueva. Hoy se romperán los vestidos de la tierra. Las piedras se amontonarán sobre los terrados; los hombres afilan sus armas y ponen nuevos tendones a sus arcos. Las mujeres se han retirado a las montañas para estar al abrigo de la ardiente venganza de los monstruos terribles.
Marina.—
Dime
,
por favor, ¿hasta cuándo tengo tiempo?
Viuda—
Mi hijo no me indicó la hora; no es asunto para tratar las mujeres, y yo también me hubiera retirado de la ciudad si no hubiera tenido que salvarte. El sol sale y se pone. Al mediodía está sobre nuestras cabezas y el calor hace blandos a los guerreros. Se hace entonces el silencio. El calor cae sobre los tejados y la cerveza que hemos enviado hará adormecer a aquellos hombres. Antes de que llegue de nuevo la noche, sonará el gran cuerno en Cholula, y a media noche abrirá sus fauces Huitzlipochtli.
Marina.—
Señora y madre, te doy las gracias por tu bondad. Voy a buscar lo poco que poseo. Iré sonriente y no lloraré a mis señores. Me preparo para el camino que conduce a tu casa. Cuando haya pasado la noche reapareceré aquí.
Cuando llegó, apresuróse a ver a Cortés. No necesitaron intérpretes. Ella decía palabras sueltas que sonaban como martillazos: sangre, muerte, huida, medianoche. "Tienes una noche y un día, señor, para salvar tu vida."
Dos patrullas salieron del cuartel. Una marchó por delante de la puerta o pórtico del Teocalli donde estaban reunidos los sacerdotes de Quetzacoatl para la oración de la tarde. Los soldados les mostraron cuentas de vidrio e hicieron señas a los sacerdotes para que los siguieran. La segunda patrulla se dirigió a la casa de la viuda. Iba al mando de Orteguilla, el paje, que ya comenzaba a chapurrear el azteca. Se presentó con un mensaje de Marina en el que rogaba a la digna señora la honrara con su presencia en la cena.
Ambos sacerdotes callaron. En las manos de Cortés brillaban piedras preciosas… de cristal: rojas y verdes, bien montadas. Los ojos de los sacerdotes estaban fijos en las gemas. Pocos minutos después le mostraban con sus índices por donde serpenteaba el camino donde acechaban tras los matorrales los hombres armados. Cortés hizo venir al notario real:
—Haced constar de modo indudable que toda la sangre que se derrame cae sobre ellos.
Mientras se acompañaba al exterior a los sacerdotes, que llevaban cerrada fuertemente su mano sobre los tronos de vidrio de color, llegó la viuda. Venía herida en su dignidad porque era conducida, no por entre filas de honor, sino llevada por unos soldados de mirada hosca. Marina repitió las palabras que ella decía. La viuda no negaba nada, sino que acusaba:
—Una serpiente entró en mi casa y me picó en mi propio lecho.
—Señora y madre: como el pan de mi señor. Fue siempre bueno para mí. Tú me hablaste de su perdición. Si hubiera callado tus palabras y hubiera contemplado desde tu misma casa cuando le abrían el pecho para arrancarle el corazón, hubiera sido yo serpiente y coyote, lobo de las sabanas. Yo traté de salvaras. Rogué a Malinche te perdonase a ti, a tu hijo y a los que en tu casa viven. Ante tu casa habrá una guardia y en el momento oportuno yo salvaré tu hijo. Marina, la hija de puerta Florida, no es una serpiente que se desliza furtivamente por la noche en la casa ajena; eso no me lo podrás decir a mí nunca más, señora y madre.
Cortés leyó el protocolo a los capitanes. Les informaba en él de todo lo que había podido averiguar en Tlascala; la actuación de Marina, las tímidas pero iguales declaraciones de los sacerdotes. Dos indios se pusieron en camino para transmitir sus órdenes a los de Tlascala, que estaban fuera de las murallas. Los capitanes debían abandonar los cuarteles y poner en pie los hombres al comenzar la aurora. Los hombres podían consumir todas las provisiones que estaban preparadas para repartir el próximo día. El padre Olmedo pasó por delante de las filas y preguntó si había alguno que llevase algún peso sobre su conciencia. Los soldados sabían lo que eso significaba. Al amanecer, Cortés envió un mensaje al Consejo. Rogaba a los ancianos que le honrasen con su visita para tratar de los detalles de la partida y al mismo tiempo sentándose a su mesa para tomar un refresco en su honor.
La ciudad estaba tan callada, tan muerta, como si sobre ella pesara una maldición. Marina, disfrazada de mendiga, espiaba por la calle. Nada sospechoso vio; pero, sin embargo, se dijo para sí: "En la garganta de Cholula está agazapado un grito dispuesto a saltar. El sol estaba ya muy alto cuando llegaron los consejeros. Los caciques se hallaban con sus capitanes y sus alabarderos; sumaban algunos centenares. La curiosidad, en parte, los había movido. Tenían deseos de ver el Cuartel General de los hombres blancos para poderlo contar a sus hijos y a los hijos de sus hijos cuando hablasen del gran sacrificio de blancos que había tenido lugar en Cholula en el año de los grandes signos.
Cuando todos estuvieron reunidos, Marina distinguió a su joven amigo. Estaba triste y sombrío, miraba a su alrededor, buscando a la madre, que no había regresado a su casa desde ayer. Marina le hizo una seña y en un discreto rincón del corredor cambió con él unas palabras:
—Tu madre estuvo en mi casa; por la noche se adormeció. Ya sabes que está achacosa. Ve y permanece junto a ella como hijo. Un soldado de la guardia le condujo hasta la madre, abriéndole la puerta.
Estaba el general ya con todo su equipo y armamento, montado sobre su corcel, rodeado de sus capitanes. Todos esperaban con el arnés puesto. Los servidores de las piezas tenían la mecha en la mano. Mesa lo inspeccionaba todo con ojos penetrantes. Los caballos piafaban intranquilos.
—Gente de Cholula: Habréis de darnos cuenta de por qué preparasteis nuestra ruina. ¿Qué os hemos hecho nosotros? Os rogamos que os apartarais del mal y no ofrecieseis más sacrificios humanos. Os suplicamos, sin haceros presión ni amenaza, que os apartaseis del mal camino… Y a ello contestáis vosotros con piedras, lazos y armas que habéis acumulado en el Teocalli. ¿Es en concepto de amigos que nos cortáis los caminos, acumuláis piedras, taláis árboles y nos preparáis pozos de lobo? ¿Por qué habéis hecho salir de la ciudad a las mujeres y a los niños? Ya sé yo que en todas las cañadas y pasos de los alrededores se esconden en acecho muchos miles de guerreros mejicanos. Tampoco es para mí ningún secreto que tenéis ya preparados los calderos con sal y especias para cocer allí nuestra carne que pensáis devorar. Pero, si ésa era vuestra intención, nos hubieseis debido esperar, como hicieron los de Tlascala, en campo abierto. Vosotros, sin embargo, nos habéis atraído con artes malas dentro de vuestras murallas con procedimientos de lobos traidores. Habéis prometido a vuestros dioses una buena porción de corazones españoles; mas vuestros dioses no tienen ningún poder, y en vez de nuestra perdición habéis logrado solamente la vuestra, pues habéis caído completamente en la ley de Castilla, que castiga la traición con la pena de muerte.
En la mano de los mosqueteros ladraron las armas. Todos los cañones de Mesa vomitaron fuego contra la multitud que zumbaba e iba y venia con sus vestidos de fiesta. Sonaron las trompetas y las lanzas desplegadas en abanico hincaron sus cabezas en aquel tumulto. Fue el día terrorífico de Cholula. Por ninguna parte existía la menor organización militar que pudiera oponer resistencia. Muchos que en lo más escondido de sus casas se habían ocupado de poner plumas a las flechas para el combate nocturno, corrían ahora, horrorizados por el retumbar de los cañones, hacia los mismos perseguidores. Todos los males parecían haberse desatado. En la ciudad habían quedado pocas mujeres y niños;
demasiado pocas
para lograr poner diques a la venganza. Los españoles se arrojaban contra las puertas cerradas, irrumpieron en el templo, derribaron a golpes los ídolos para apoderarse de sus incrustaciones de oro. Otros arrancaban a los sacerdotes los anillos de las orejas y hacían correr con sus cuchillos a los que huían. Sangre, sangre, sangre…