La madre le recibió en el umbral. Había oído el barullo y había visto a la gente apretujándose para ver mejor. ¿Quién sabe si era un cortejo conduciendo a lomos un ataúd? La anciana, siempre temblando, extendió los brazos sin decir palabra, sin llorar tampoco. Los profundos y maravillosos ojos con aquella mirada bondadosa y firme los había heredado el hijo. La anciana extendió los brazos; pero todavía no le atrajo hacia sí. Saboreaba la alegría. En ella alternaba todavía el pensamiento de la madre con el fuego de la leyenda… Ahora el cuento estaba ante ella y lo recibió casi con dolor, como si ya nada más tuviera que esperar. Desde hacía un cuarto de siglo había terminado su
Ave María
todos los días con el nombre de su hijo Hernando… y entonces sonreía, como hubiera sonreído igualmente viendo aquellos hombres cuando estaban ante las murallas de Tlascala o metidos en los pantanos fatales o cuando la corriente del agua se tragaba el puente portátil… ¿Habría sonreído siempre doña Catalina, cuando Cortés estaba al pie del Teocalli con la espada en la mano; cuando el lazo arrastraba ya hacia las canoas en la noche; cuando el pequeño Martín había sido recibido en el regazo de Marina?
Cortés abrió los brazos. Se arrodilló ante su madre y la besó. Los demás se quitaron los sombreros y los yelmos y quedaron silenciosos. La puerta del patio, una pesada reja, se abrió, ofreciendo a la vista un lugar adornado de azulejos y a medio cubrir; era el pequeño patio moruno de las casitas españolas con algunos árboles en flor; dos o tres palmeras, una mesa puesta ya en esa víspera de fiesta; sobre ella una jarra de vino. Todo parecía pequeño y sorprendente. Surgía el recuerdo del palacio de Axayacatl, con aquellos cuerpos de edificios, con enormes salones; los dioses, Tlaloc tragándose a un niño y echando lluvia por los ojos: sombras sangrientas en Cholula se alzaban de murallas de calaveras en cuyas órbitas vacías fosforecía aún la última divinización… Palacios y murallas que se extendían hasta las costas de la inmensidad, palacios del gobernador y castillos del virrey, todo en gigantesca mole. Ciudades talladas en piedra, de las tribus montañesas a ocho o nueve mil pies de altura; palacios y ciudades de ladrillos de arcilla en los que vivían y morían miles y miles de personas, sin que nadie supiese cuándo y cuánto tiempo…, y aquí, los rojizos arbustos de algunos resecos oleandros, algunas palmeras polvorientas, una imagen de María con una lamparita vacilante, un jarro de metal, la cena solitaria de una anciana, una viuda; detrás de ella una achaparrada criada de Extremadura que hacía señas a los soldados y a quien doña Catalina mandó entrar en la casa… "Nobles señores…, la comida…" Una alegría estrecha, una alegría entre paredes; muebles de nogal y altas camas con colchón de plumas impregnadas aún del aroma de los tiempos de la reina Isabel, sencillos hidalgos que no pasaban privaciones de vino ni alimentos, pero que debían echar sus cuentas cuando aparecían huéspedes inesperados… Corría la criada para pedir prestado un pan al vecino; había que mudar la ropa de la cama de la antigua habitación de Hernando… Los perros se acercaban moviendo el rabo; comprendían después que no se los necesitaba y que todo iba en orden y se retiraban a olfatear los caballos. Todo estaba silencioso; sólo una campana dio algunas campanadas… En Tenochtitlán no había esas viejas campanas; aquello era extraño y nuevo; allí se olía aún la sangre con la que un día se edificó aquella construcción y después de la destrucción por los extranjeros fue reconstruida por Cortés solo. Aquí en Medellín transcurrían a menudo diez años antes de que el alcalde hiciera ahorcar a algún que otro bandido apresado por la gente de la Santa Hermandad. Aquí la Inquisición no había establecido sus reales y en la Plaza Mayor nunca había sido quemado ningún hereje. La gente de aquí era suave y piadosa; los comerciantes compraban y vendían con el espíritu del Nuevo Testamento, pues no había judíos. En Medellín todo estaba tranquilo; los más viejos contaban con los dedos los que habían muerto durante el año y los nacimientos ocurridos…
Todo era aquí tan pequeño… El, el hombre, cortó el pan con el cuchillo que se había desgastado ya en las manos del padre. Sintió de nuevo en la boca, después de veinticinco años de olvidado ya, el gusto del comino con que Catalina aromatizaba su pan. Volvió a sentir el olor áspero del membrillo que llenaba la habitación; miró el cofre de hierro donde se guardaban los trozos de oro que en el transcurso de los años había enviado a su casa. La madre lo había conservado para él… "Si hubieses vuelto pobre…, si un día te retiras…" Así habría pensado la madre al guardar aquel cofre y fue casi una dolorosa decepción cuando él se apartó la capa y dejó ver su magnífico traje de terciopelo, con puntillas de Holanda, una cruz de diamantes en el pecho y el brazo adornado también de joyas…
Hernando cortó el pan; la criada sirvió una sopa de pescado cargada de especias; dentro de la sopera había un gran cucharón. Eran las especias amigas, las viejas especias del viejo mundo, de su casa; nada de vainilla y otras semejantes a las que ya se había acostumbrado
allá arriba…
Aquí la sopa olía a azafrán y a mejorana. Resultaba dolorosamente insoportable aquel puesto vacío del señor de la casa, con su plato; la misma silla en la que se sentaba, el mismo plato en que comía y la copa de plata que él a su vez recibiera de su padre.
Hernando rezó el
benedicite;
los demás inclinaron la cabeza. Catalina echó la bendición y todos siguieron callados. Metieron las cucharas en el plato; todos callaban, eran hombres y el largo viaje les había abierto el apetito. El vino era oscuro, sutil, de Málaga; el que aquí se bebía siempre, porque la familia tenía una pequeña viña y el viñador les enviaba por Santa Teresa un barril. Catalina miraba a su hijo. Hacía años, cuando fueron impresas y publicadas sus cartas, las había hojeado y el cura de la vecina iglesia le había ayudado a descifrar aquella escritura impresa y extraña. Se había enterado entonces en qué mundo vivía su hijo; pero no había acabado de creerlo; no había tenido nunca la sensación de que aquello fuese real y aquel papel impreso le parecía algo semejante a los libros de caballerías que le leía en voz alta a trompicones su esposo cuando ya estaba impedido por la gota y prisionero en su sillón. Pero ahora Hernando estaba allí, pálido y arrugado, marcado de cicatrices, aviejado, con un dedo de menos en su mano izquierda y el pie derecho torpe y un hombro casi sin movimiento. Sobre su rostro cruzaba una profunda cicatriz; sobre su frente formaba un zigzag el rastro de un lanzazo. Catalina era viuda de un guerrero y había visto algo semejante en su esposo Martín. Veía ahora aquellas mejillas con cicatrices y aquella mano mutilada en la que brillaba una esmeralda. Brillaba el vino al ser escanciado. Cortés le dijo en voz baja a Orteguilla:
—Si volvemos allí, me llevaré a mi madre conmigo…
La nube de polvo creció al dar la vuelta al camino. En el horizonte apareció el perfil de Toledo, el río, las iglesias, las agujas de la catedral. Parecía que en la lejanía se disparaban morteretes o armas de fuego; las detonaciones se oían más cercanas ahora. La ciudad parecía echada de bruces, apoyada sobre los codos uno a cada lado del río; era una ciudad populosa, medieval: era la meta. Hicieron alto. Muchas veces Cortés había ordenado sus tropas y mandado a sus soldados limpiarse del polvo y fango del camino. Muchas veces vivió tal escena: el descanso ante la puerta de Cholula…, el avance hacia el castillo de Xoloch, donde le fue llevada la noticia de que se aproximaba el Terrible Señor, el gran monarca de todas las tierras, el gran Moctezuma… Nada más que recuerdos. Ahora no tenía ningún ejército. a sus órdenes, sólo un pequeño séquito, una pequeña guardia personal, a lo sumo cincuenta hombres, algunos cortesanos, bufones, músicos, cocineros, criados, porteros de diferentes rangos. Detrás venían los carros de carga, tirados por blancos toros andaluces. Ahora no eran indios los que hacían girar las ruedas. A su alrededor iban sus lacayos con alabardas y guardias protegiendo las riquezas; a caballo marchaban los señores y los caciques jóvenes que habían aprendido por fin a montar a caballo. Habían partido muy temprano. Todos se habían preparado cuidadosamente para este viaje, pues era el día decisivo. Los príncipes indios se habían puesto sus mejores galas. Las piedras preciosas, las piedras de calkiulli, los rubíes, los broches brillaban a los rayos del sol. El oro rojo verdoso del crestón de plumas de quetzal caía hasta más abajo del cinto. Cortés iba vestido de negro; sobre el pecho lucía una magnífica cruz de diamantes; su capa iba sujeta por un broche con dos esmeraldas y en el puño de su espada estaba incrustado en oro un hermoso rubí. Los otros, oficiales y soldados, llevaban sendas cadenas de oro macizo de un peso de tres libras. Todos llevaban la marca de cicatrices; eran guerreros curtidos por el viento y por el sol, capaces de atemorizar con sólo su figura a los maridos celosos de los pueblos cuando pasaban por las calles y eran saludados respetuosamente por los de la Santa Hermandad. Los indios iban erguidos y tiesos en las sillas de sus cabalgaduras y no dejaban adivinar la sorpresa ante tantos milagros como iban viendo sus ojos: la dulce y amable campiña andaluza con sus atalayas, la gente de las calles al pasar por las ciudades, hombres blancos todos, completamente blancos; millares de hombres blancos que parecían lavados y desteñidos por el mar. A la derecha y a la izquierda, castillos e iglesias, conventos junto a las carreteras. De los castillos salían señores para estrechar la mano de Malinche. Mujeres desconocidas se acercaban a él con sus sombreros de plumas, sentadas de través en las sillas de sus caballos, con sus manos enguantadas, perfumadas y sonrientes. "Hernando… Don Hernando…" Así pasaron los días en creciente impaciencia; los descansos se hicieron cada vez menos frecuentes y se forzó la marcha, pues era preciso llegar pronto a Toledo, donde el emperador tenía su Corte. Ya había hecho saber por sus heraldos que Hernán Cortés era huésped del rey y podía exigir para sí y para su séquito alojamiento y honras reales. Todos se inclinaban respetuosamente, porque el oro corría generosamente, deslumbraba a las damas, que sonreían, y hasta a las princesas. Los grandes maestres enviaron a sus tesoreros y les mandaron decir: "Para prueba, señor, sólo para prueba…"
La nube de polvo se hizo más densa, como si se aproximara otro grupo de jinetes en dirección contraria. Cortés tiró de las riendas. Acababan de dar las doce; el sol se había enredado como una corona roja en las copas de plata de los olivos. Entre la nube de polvo se distinguieron algunas figuras; aparecieron hombres y animales. Se aproximaban; estaban ya tan sólo a un tiro de flecha cuando también se pararon. El polvo fue posándose lentamente. Eran jinetes con trajes de gala y damas vestidas de amazonas; detrás iban pajes vestidos de carmesí y lacayos de negro con las armas bordadas. Se destacaron tres jinetes del grupo; Cortés, a su vez, les salió al encuentro.
Se encontraron. Siguieron algunas preguntas… ¿Qué deseaban los desconocidos? Uno de los jinetes sonrió…, en el fondo de sus ojos brilló un regocijo de niño; sonreía como un muchacho, alegre y divertido… ¿De dónde conocía a ese hombre? ¡Había conocido tanta gente! ¡Había visto tantos rostros! ¡Habían combatido tantos hombres con él; tantos le habían abandonado… ! ¿Cuántas personas se habían puesto ante sus ojos en los últimos ocho años? Como un relámpago brilló un recuerdo en lo más profundo del abismo del pasado: Salamanca. Un joven que iba con él de la mano, detrás el adusto y seco preceptor… Gaspar…, el pequeño Olivares…, el envidiado condesito, el mimado hijo de Grande… Cortés exclamó:
—Gaspar… Gaspar… ¿Eres tú, Olivares?
—Hernán Cortés, bien venido seas entre nosotros. Me siento feliz de ser el primero que te saluda a las puertas de Toledo.
Había engordado, pero parecía aún el muchacho de entonces, cuya voz cuidada parecía recitar algo aprendido de memoria. Vio cómo sonreían los caballeros que le rodeaban.
—Debes saludar a estos señores que están aquí, Hernando. Ellos no tuvieron la suerte, como yo, de conocerte allá en Salamanca. Ellos sólo te conocen por haber oído tus hazañas. En ellos debes reconocer a tus bienhechores a quien has de estar agradecido. Aquí está el duque de Béjar y el conde de Aguilar, que se han unido a mí para venir a darte la bienvenida.
—Don Hernando, habéis llegado antes de lo que esperábamos. Sin embargo, no debíamos nosotros llegar demasiado tarde para esperar a un conquistador que ha puesto todo un reino a los pies de nuestro rey.
Los más importantes dignatarios de España hacían caracolear sus caballos. Los caballeros rodearon a Cortés y los dos séquitos formaron pronto uno solo. Cortés presentó, uno después de otro, a sus capitanes que le habían acompañado en la conquista; después a los hijos de los príncipes indios, que con tiesura saludaban cuando oían que Cortés pronunciaba su nombre. Los caballeros se separaron y siguieron las presentaciones de las damas. Las amazonas, alegres, sonrojadas, le sonreían. Los ojos del enlutado viudo brillaron; después, quitándose el gorro de terciopelo, describió con él una amplia curva en ceremonioso saludo. El duque de Béjar llamó a una joven condesa con cabellos color castaño y ojos luminosos de alegría y dijo:
—Mi sobrina, don Hernando. Se llama Juana de Zúñiga y hace tiempo que le tenía prometido que sería la primera de las damas de la Corte que se vería honrada con vuestra amistad.
Los cortesanos cabalgaban a su alrededor y le conducían como si se tratara de un ser maravilloso y exótico, recién llegado de los trópicos, como si fuera un elefante blanco o un bicho raro dentro de una jaula. A Cortés se le despertó un sentimiento de amargura y miró a su alrededor. Su gente iba charlando alegremente con hijos de los condes, que preguntaban ya acerca de las inagotables vetas de oro descubiertas por el célebre don Hernando. El duque de Béjar habló así a Cortés:
—Cuando era mozalbete, igual que esos jóvenes ahora, corrí yo también con mi caballo para ver al almirante cuando regresó de su primer viaje anunciando que había descubierto nuevas tierras en el camino de las Indias, entre ellas un extremo del reino de Cathay… También nosotros le salimos entonces a recibir, como ahora ha sido recibida vuestra merced. A ambos lados del camino sé apretujaba la gente; me acuerdo todavía muy bien. Llevaba Colón consigo tres o cuatro infelices indios temblorosos por el frío; no eran hijos de príncipes, como los que vuestra merced lleva en su séquito… Se celebró una parada como desde entonces no ha habido otra en España. Por eso es que ahora he traído conmigo a esos jóvenes. Cuando tengan mi edad, podrán contar: "Yo vi a don Hernando cuando vino de aquel reino de Nueva España para ponerlo a los pies de Don Carlos."