El dios de la lluvia llora sobre Méjico (92 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

"Los generales callaron. También calló Don Carlos. Después abrazó a Cortés. Todos estaban desalentados y atemorizados. Pocos días después, la flota levó anclas y regresó a la península. "He referido eso para probar que Cortés no era uno de esos guerreros que alcanzan algo por la suerte y se echan después a descansar. Todos sabéis que cada vez que reunió un poco de oro, armó con él algunos buques y los envió a las aguas del sur, a los países del itsmo de Darién, antes de que el señor Pizarro hubiese decidido la suerte del Perú… El mar devoró a todos sus buques, pero su abnegación no conocía limites; la ociosidad aquí en Méjico le aburría; su carácter siempre le empujaba, como él decía, a

correr nuevos peligros y a descubrir nuevas tierras. Yo conocí a ese hombre cuando vino a mí y me dijo: “Señor virrey: ninguna noticia. Ninguna noticia de los buques que partieron. Mi fe de cristiano me dicta el ir a encontrarlos. Pido a vuestra serenísima me honre con la orden a fin de que mi esposa crea que así lo exige el honor de Castilla.” Y así partió de nuevo, cargado de años, hacia los mares del sur y llegó a comarcas maravillosas donde le recibieron en la costa nuevos pueblos con nuevos idiomas, pueblos que ignoran todavía quiénes eran aquellos dioses blancos. Fue él quien llamó California a aquella costa y el golfo que forma. Y los actuales colonos de allí, de los que de vez en cuando tenemos noticias, pero que, según sé, prosperan, pueden dormirse tranquilos por la noche cuando han rezado un Ave María por el alma del señor Hernán Cortés.

"Mi cargo y el destino quieren que sea yo el llamado hoy a evocar su recuerdo aquí en Nueva España. Mientras al otro lado del Océano, en el Viejo Mundo, los infieles asaltan: los bastiones orientales del Cristianismo, nosotros, los españoles, hemos adelantado sus fronteras más allá de los mares y hemos obligado a que vengan al curso de nuestra verdadera fe arroyos espumeantes de indómitos que hasta ahora se perdían en el mar. Aquí, en estas murallas, en los terraplenes del Matadero, hay aún hombres que han visto a Cortés con sus propios ojos. Su figura negra y enteca, parece moverse aún entre los cien cañones de cobre que él hizo fundir por primera vez de este metal, porque sus enemigos de España no le mandaban hierro. Y ahora que elevamos nuestras copas y bebemos vino, vino mejicano, procedente de las vides que él mismo hizo plantar…, es mi deseo que sea olvidada ya la sangre derramada, que el odio y la rivalidad de estas provincias, donde se establecieron los españoles, cesen ya de imperar. Pensemos que fue un verdadero servidor de su Dios y de su ley, y que España no conoció a un súbdito más fiel, como él mismo hizo grabar en los cañones de plata…

El virrey trinchó entonces el pavo que, con su cabeza de perlas, su rollizo cuerpo, sus robustas alas, parecía estar entre el mundo español e indio. Estaba lleno de una mezcla de habichuelas negras y setas cocidas en miel. Chocolate espumoso, pan de manioca, detrás de lo cual fueron servidos jarros de pulque y de cerveza ligera de palma. Después de la comida, los criados trajeron largas pipas para los más jóvenes, hojas de tabaco enrolladas y aromatizadas con vainilla, y con unas tenacillas se echó lumbre encima. Mendoza agitó su mano rodeada de encajes:

—Señor Bernal Díaz del Castillo. Os suplicamos nos leáis algunos pasajes de vuestra crónica…, quisiéramos oírlos antes de que la imprenta de la Universidad devore la obra entera para darla a conocer a los que saben leer.

El Galante se levantó sonriente, gozando del momento. Su cara seca tenía aún las huellas de una belleza varonil. Ordenó las hojas que el escribiente le entregó. Preguntó después:

—-¿Desean oír antes el epílogo que he compuesto para fin de mi crónica con una modesta crítica del capitán general por uno de los antiguos camaradas?

—No podíamos terminar mejor el día ni la fiesta de hoy que con un recuerdo a él, Díaz.

Miraron todos en dirección a la voz. Era el joven comendador de la Orden de Santiago, que inclinó su hermosa testa, don Martín Cortés, el hijo de Marina. Su rostro resplandecía; sus grandes ojos pardos eran iguales que los de su madre. El cabello era un poco más áspero que el de los españoles; los pómulos, un poco anchos y la nariz no tenía la línea recta y larga de la de Cortés, sino curvada y algo ganchuda. Era Martín alto y esbelto, de talla superior a la de un indio y su porte era el de un caballero español. El primer bastardo nacido en suelo mejicano era un hombre callado y triste que huía de las sombras de los castillos
y
conventos para buscar los bosques y allí, con su voz sonora y bien timbrada, cantaba canciones españolas o mejicanas.

—Escuchemos la alabanza de Cortés, señor… dijeron muchos al mismo tiempo. Díaz seguía con las hojas en la mano y se hizo rogar aún algunos instantes. Y después comenzó a leer con voz un poco melodiosa y en tono un poco escolar de soldado el último fragmento de su crónica.

—"Ese hombre maravilloso fue de buena estatura y cuerpo bien proporcionado y membrudo, y el color de la cara tiraba algo a ceniciento y no muy alegre; y si tuviera el rostro más largo, mejor le pareciera. Los ojos, en el mirar, amorosos y por otra parte graves. Las barbas tenía algo prietas y pocas y rasas, y el cabello que en aquel tiempo se usaba era de la misma manera que las barbas. Y tenía el pecho alto y la espada de la misma manera; y era cenceño y de poca barriga y algo estevado; y las piernas y muslos bien sacados; y era buen jinete y diestro en todas las armas, así a pie como a caballo y sabía muy bien menearlas y sobre todo tenía corazón y ánimo, que es lo que hace el caso. Oí decir que cuando muchacho, en La Española, fue algo travieso sobre mujeres y que se acuchillaba a veces con hombres esforzados y tenía una señal de cuchillada cerca de un labio debajo, mas cubríasela la barba. En todo lo que mostraba, así en su presencia y meneo como en pláticas y, conversaciones y en comer y en el vestir, en todo daba señales de gran señor. Los vestidos que se ponía eran según el tiempo y usanza y no se le daba nada de no traer muchas sedas ni damascos ni rasos, sino llanamente y muy pulido; ni tampoco traía cadenas pesadas de oro, sino una cadenita de oro de primera hechura, con un joyel con la imagen de Nuestra Señora la Virgen Santa María con su Hijo precioso en brazos y en la otra parte del joyel el Señor San Juan Bautista. Traía en el dedo un anillo muy rico con un diamante y en la gorra que entonces se usaba de terciopelo traía una medalla…

"…Servíase ricamente, como gran señor, con los maestresalas y mayordomos y muchos pajes; y todo el servicio de su casa muy cumplido, en grandes vajillas de plata y oro… "…Era muy afable con todos nuestros capitanes y compañeros, especial con los que pasamos con él de la isla de Cuba la primera vez. Y era latino; y cuando hablaba con letrados y hombres latinos, respondía a lo que decían, en latín; y oí decir que era Bachiller en Leyes…

"…Era algo poeta; hacía coplas en metro y en prosa y en la que platicaba, lo decía muy agradable y con muy buena retórica… "…Y rezaba por las mañanas unas horas e oía misa con devoción. Tenía por su muy abogada a la Virgen María, Nuestra Señora; y también tenía al Señor San Pedro, Santiago
y
al Señor San Juan Bautista. Cuando juraba decía: “En mi conciencia”, y cuando se enojaba con algún soldado de los nuestros, sus amigos, le decía: “¡Ah, mal pese a vos!” Y cuando estaba muy enojado, se le hinchaba una vena de la garganta y otra de la frente. Y aun algunas veces, de muy enojado, arrojaba una manta, mas no decía palabra fea ni injuriosa a ningún capitán ni soldado, y si alguno de nosotros decía palabras muy desconocidas, le decía: “Callad o iros con Dios; y de aquí en adelante tened más miramiento en lo que dijéredes, porque o costará caro por ello e os, haré castigar.” Era muy porfiado, en especial en cosas de guerra, por más consejo y palabras que le decíamos. Cuando había tomado una decisión porfiaba en ella por mal que ella pareciera a sus capitanes y soldados…

"Pero dicho sea en su honor, acometía él personalmente los trabajos más pesados y se echaba antes que nadie a la refriega, como yo no he dejado de hacer constar siempre en mi crónica." Sus camaradas no le andaban a la zaga; sin embargo, era él quien, por su valor, nos servía de ejemplo, y él fue quien en tiempos difíciles nos guió y sostuvo…

"Si alguien piensa acerca de lo que escribí de Cortés habré de lamentar que después de la conquista de Méjico tuviera que luchar con tantas dificultades y cuidados, como si desde entonces le hubiera abandonado su buena suerte. Dios le habrá dispensado la recompensa en el otro mundo, como se merece un tan excelente hombre, pues siempre veneró a la Santísima Virgen y a su preciado Hijo. Dios le perdone sus pecados y a mí los míos y me permitía abandonar en paz este valle de lágrimas…, lo que vale más que todas nuestras victorias aquí en las Indias Occidentales.

"Al mismo tiempo nos hemos de preguntar qué utilidad salió de todo eso que logramos por la victoria y la conquista. El más alto suceso me parece el que hemos echado en el surco la simiente de la verdadera fe y hemos librado a estos pueblos del terrible rito de los sacrificios humanos, lo que, como dicen nuestros frailes franciscanos, sólo en la ciudad de Méjico devoraban anualmente cerca de tres mil personas, y con privarlos se impidió la idolatría cruel y los pecados terribles. Tratamos nosotros de levantar de la ciénaga de los pecados a los que en ella estaban caídos y les llevamos nuestra verdadera fe y así preparamos el terreno para los padres que llegaron aquí dos años después e hicieron madurar la semilla. Hoy por todas partes se levantan en toda Nueva España iglesias y conventos, campanarios de catedrales y Anahuac está dividida en diez obispados.

"Poderosas ciudades, pueblos y fundaciones han sido edificados. Vemos pacer los rebaños de bueyes y cultivamos los frutos de la patria. Los indios han aprendido nuestros oficios y en los talleres los ejercen junto con los suyos. Elaboran verdaderas obras de arte. Los niños no son solamente bautizados y no sólo se oyen en todos los lugares toques de campanas, sino que por todas partes se han empezado ya a edificar escuelas y en la ciudad de Méjico tenemos una Universidad en la que han encontrado albergue la Ciencia y las Artes. Se imprimen ya aquí libros en español y en latín y se forman licenciados y doctores. Entre los indios reina el orden, la seguridad y la ley. Por todas partes se elevan Ayuntamientos. En los pueblos ellos eligen a sus jueces y regidores, cuyas sentencias son promulgadas con tanta seriedad y ciencia como en España. Sólo los crímenes son llevados ante la autoridad del virrey. Los caciques conservan sus enormes fortunas, se hacen acompañar de sus pajes y de sus criados, con los que van a hacer sus visitas; y la mayoría tienen sus propias caballerizas, con sus caballos y mulas, y ejercen el comercio. Muchos indios han logrado maestría en equitación, y, como que disponen de medios, han hecho grandes progresos en el uso de buenos modales.

"Realmente somos nosotros los que pusimos los cimientos de esas cosas maravillosas y brillantes… Pero ¿qué hemos alcanzado nosotros, los que tal hicimos? ¿Dónde están los monumentos funerarios de los héroes y de los conquistadores. que cayeron en la lucha? ¿Dónde están los blasones, dónde se levantan los castillos de aquellos que mil veces estuvieron en las mismas fauces de la muerte…? En verdad que sería inútil buscar todo eso. Los que cayeron en cautividad acabaron en el festín canibalesco de los indios… y los otros heredaron tan sólo la gloria mundana… Entre los supervivientes, acaso sea yo uno de los viejos, pero no fui el último de mis camaradas y, contando exactamente, me acuerdo de ciento diecinueve batallas. Conquistamos estas tierras con nuestra sangre y nada costó a nuestro emperador. Enormes tesoros entraron en sus cámaras de tesorería y ni uno solo de nosotros le negó nunca la parte a que la Corona tenía derecho. Y sin embargo, cuando nuestros hijos y nuestros nietos de los que aún vivimos nos pregunten por el oro y por los tesoros, quedamos en lo que hemos de contestar… Yo he de decir honradamente que a nosotros sólo nos ha quedado el testimonio de nuestras heroicas acciones y por eso es por lo que pido en nombre de mis camaradas un poco de indulgencia si he hablado acaso demasiado frecuentemente hoy de nuestra sangre derramada o nuestras batallas. Los pájaros y las nubes que pasan sobre nuestras cabezas durante la hora en que muchos no pueden contar más de ello…, por eso séanos permitido que los que realizamos estas hazañas las recordemos a veces… Mis parientes y descendientes no heredarán de mí ni oro ni tesoro alguno y por eso les he de pedir humildemente que no maldigan por ello al pobre Bernal Díaz del Castillo,: si en estas tierras maravillosas y ricas, no pudo adquirir otro bien terrenal que el que representa un nombre glorioso e inmaculado… "

Los veteranos, soldados y oficiales se secaron los ojos, La voz, que ya no era joven, resonó temblorosa en la sala, pasó por las arcadas y por la línea de las lisas paredes, salió y corrió por el valle, penetró en la selva, conjuró a las caracolas y a los tambores que resonaron en la cumbre del Teocalli. El Galante parecía un álamo de temblorosas hojas…, se rompió el orden; se formaron grupos; caía la tarde y la oscuridad llegó casi de pronto a la sala.

Los pajes trajeron las lámparas de aceite de moderna construcción, con pantallas. Tecuichpo se levantó, puso una mano acariciadora sobre el hombro de Marina y después buscó con la vista al joven Cortés y al hijo de Flor Negra. Lentamente se dirigió a una salida lateral que conducía a los jardines. Se extendían éstos hasta la tranquila ensenada. Marina, el muchacho y el hombre siguieron a Tecuichpo. Los guardias armados se habían dormido en la antesala, esperando algún buen bocado. Nadie vigilaba la parte posterior del palacio del virrey, donde ni aun se veían esclavos o jardineros transportando agua. Los cuatro llegaron hasta la orilla del agua siguiendo senderos serpenteantes. Tecuichpo gritó algo a la noche con voz gutural y extraña y entonces vio una pequeña luz que se encendía: la linterna de una barca india. La embarcación era un gran tronco ahuecado y su interior estaba forrado de mantas de algodón blancas como la nieve y primorosamente bordadas. Dos criados indios la llevaron al bote y la señora los hizo quedar. "Los hombres deben remar…, yo llevaré el timón; conozco el camino.” El muchacho recogió su toga estudiantil y don Martín se quitó la capa de terciopelo negro. Los jóvenes habían aprendido a remar cuando niños y ahora pudieron agarrar con firmeza los remos; dos criados empujaron la embarcación para que se separara. Se deslizó ésta por el agua blanda y oleosa. Nadie había por allí; nadie los podía molestar; hasta el paisaje estaba mudo. Al alejarse, pudieron ver los centenares de ventanas iluminadas del palacio del virrey. Debían dar rodeos entre los juncales, las algas se enredaban en los remos, a veces tocaban el fondo cenagoso, pero poco a poco fueron adentrándose en el lago. La orilla se sumió en la oscuridad; lejos se veían aún las luces. Poco a poco fueron quedando solos; su embarcación era ya tan sólo un punto insignificante en el inmenso lago.

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