Tecuichpo se abandonó a su instinto. Habían pasado muchos años desde que había estado por aquí. En este paraje del lago nunca se veía embarcación alguna; era de fondo cenagoso, lleno de hierbas marinas y juncos altos como un hombre; plantas acuáticas venenosas y carnosas; sobre este lugar volaba, a veces, algún ave de los pantanos; pero jamás veíase aquí un alma viviente. Tecuichpo se abandonó a su instinto, que era el
instinto
inexplicable pero seguro de los indios, afinado por millares de años y que sabía orientarse en la espesura por signos o huellas casi invisibles. Doblaron frente a una lengua de tierra. En la mano de Tecuichpo brillaba una antorcha que arrojaba la luz hacia adelante, hacia una pequeña bahía en donde podía entrar una embarcación. Ambos
hombres iban delante y ayudaron a desembarcar a las mujeres. Todos sabían que la princesa los había guiado bien. A la luz de las antorchas se vio un estrecho sendero; marcharon en fila india por aquel caminillo abierto entre los juncos. Estos, de una altura superior a la de un hombre, apagaban el rumor de los pasos. El calzado español se hundía en el fango, por lo que procuraban las mujeres poner el pie en la misma huella que había dejado el caminar de los que las precedían.
El bajo edificio estaba totalmente rodeado de vegetación. Se veía que durante el año, hasta el techo de aquella edificación en forma de pirámide truncada, desaparecía bajo el follaje. Las lianas se habían enroscado alrededor de las paredes y formaban un muro impenetrable, y la vegetación tropical acabaría por tragarse totalmente aquellas piedras labradas con figuras de dioses. Tecuichpo alumbraba. El sendero se estrechaba y los machetes tuvieron que entrar en funciones para cortar la maleza como una guadaña: Tecuichpo se paró ante la entrada. Era ésta una abertura ancha y baja; el dintel estaba sostenido por dos grandes cabezas de ocelote y encima corría un friso lleno de inscripciones con historias de reyes ya desaparecidos. El joven estudiante leyó a la luz de aquella antorcha las inscripciones y dijo:
—El rey Molch dijo a los que hasta aquí le siguieron: "En este lugar debe cesar toda voz, incluso la voz de aquellos que crearon la tierra y el cielo y mandan en la sangre y se recrean cuando palpita la esmeralda viva. Detrás de esta puerta, el dolor y el placer tienen rostros diferentes… “ Esto es todo lo que puedo leer. Tecuichpo movió la cabeza en señal de conformidad.
—Has leído bien. Mis ojos son ya débiles y no puedo ya interpretar o distinguir bien los signos; pero sí puedo recordar bien las palabras del rey Molch, pues nosotros, yo y mi padre, descendemos de él; somos de su misma estirpe y también lo eres tú, pues por tus venas corre sangre del rey Molch. La puerta de madera, ya podrida ahora, fue abierta de un solo empujón. Desde la entrada, un corredor partía hacia la derecha y otro hacia la izquierda. Tecuichpo iba delante, los otros la seguían; don Martín iba el último llevando una antorcha encendida que bañaba en luz rojiza su figura pálida y negra y hacía cambiar de matiz continuamente su rostro color oliva, enmarcado por negra barba. El corredor seguía ahora bajo tierra como por unas catacumbas. El joven don Hernando hizo la señal de la cruz y don Martín tocó la medalla de san Jorge que llevaba sobre el pecho, la misma medalla que llevaba su padre en la batalla de Otumba.
Marina caminaba un poco cansada, pero inflamada por la aventura; baja sus pies crujía la arena del suela. Reinaba oscuridad completa, porque las antorchas sólo un pequeño círculo llegaban a iluminar…
Se inclinaran y luego volvieron a enderezarse. Tecuichpo dijo en voz baja: "Estamos en el sitio." Y con las antorchas iluminaron la cámara mortuoria. Las jóvenes, que nunca habían visto una cripta de sepulcros de reyes aztecas, creyeran ver un milagro en aquella habitación de las antiguos dioses. A la larga de la pared, sobre unas piedras saledizas, veíanse adornos de plumas y figuras de piedra. Sobre una piedra de ónix, en el suelo, yacían varias esqueletos. En las cráneos veían los ojos de turquesa y las mandíbulas, tiempo ha ya sueltas, estaban sujetas par media de una planchita de oro. Sobre otra piedra veíase una máscara de oro, más pequeña, evidentemente destinada a una mujer. A su alrededor se hallaban brazaletes, anillos, zarcillos, figurillas de jade, agujas de hueso, broches, adornos que las mujeres indias habían llevada consigo para su gran viaje. Ante la puerta que conducía a otra cámara paráronse unos momentos. Una misteriosa coraza, fabulosa, célebre; la coraza del ocelote impedía el paso. Un jaguar estilizado en forma de hombre, cuya rostro estaba lleno de jeroglíficos y que llevaba un gran adorno en la cabeza, parecía mirar a las visitantes. Alrededor de su cuello, inverosímilmente delgado, llevaba collares y sartas de perlas y las alas de la coraza estaban igualmente llenas de adornos con un trabajo en forma de letras en las que don Hernando descubrió las letras
Alpha
y Omega.
—Esta la llevaba el rey Molch —dijo Tecuichpo en castellano—. Llevaba esta coraza cuando partió a luchar contra los otonis, a los que subyugó, por lo que fue llamado por las Crónicas "un buen rey… " Pero no os he traído aquí para hablar de eso, sino para enseñaros una cosa…
Con cuidado, Tecuichpo apartó a un lado la coraza, signo del terror, espectro terrorífico para los ladrones de tumbas, que de pronto se encontraban con esa figura pavorosa, esa figura que había lucido un día el rey sobre su pecho..
—Esperad.
Alumbró la cámara con la antorcha, que por fin metió entre dos piedras. Hizo después una seña a los demás de que entraran. Los dos hombres entraron con la cabeza descubierta. Marina se echó un velo sobre la cabeza; caminaron todos de puntillas, reteniendo el aliento. Marina fue la primera que dejó oír su voz, que sonó como un órgano en aquella cámara llena de resonancias:
—¡Muñeca de Esmeralda!
La luz de la antorcha cayó sobre aquella figura de oro, figura desnuda y sencilla, no recargada por objetos de culto. Era el cuerpo de una mujer que se había entregado a centenares de jóvenes sonriente y con sencillez. Estaba desnuda, mostrando el brillante metal de su cuerpo; yacía inclinada ligeramente; sus ojos estaban cerrados y en verdad que parecía sonreír… Tecuichpo tocó el cuerpo de oro y le pasó una tela por encima para quitarle el polvo como quien presta un favor a una hermana. Sonrió cuando vio que Marina se aproximaba titubeando, porque en ella se despertaba el recuerdo de una tarde de hacía ya treinta y un años, una tarde en que llegaron a una cámara secreta, después de pasar por interminables corredores. En aquella cámara, las mujeres estaban sentadas alrededor de la figura de
Muñeca
de
Esmeralda
, y la princesa de grato recuerdo, la esposa del señor de Alvarado, les contó toda la historia, mientras una sombra en la puerta, Hernán Cortés, las miraba. Marina se aproximó lentamente y tocó la figura. Era una mujer y no se asustó de aquella brillante desnudez. Era un símbolo del destino.
—¿Cómo pudiste salvar a
Muñeca de Esmeralda?
—Tres días antes, cuando ya no quedaba en Tenochtitlán ni agua ni comida, cuando comprendimos que todo aquello no podía ya durar sino unos pocos días, que ya eran inútiles nuestras acciones, me deslicé de noche en un pequeño bote, llevándome esas reliquias conmigo: la estatua y la coraza del rey Molch, y las trasladé a esta cámara, que fue un día habitación del rey Molch. Sabéis que
Muñeca de Esmeralda
era su hija. La devolví junta a su madre y a su hermana; no quería que hombres extranjeros…, como decíamos entonces, hombres pálidos que el mar había blanqueado como la espuma…, pusieran la mano sobre ella; que acariciaran su pecho con la mano, arrancaran la esmeralda de su ombligo, o hicieran groseras bromas acerca de las partes de este cuerpo que el velo cubre. Ella era hermosa, era joven… y estaba desnuda. Los pecados que había cometido estaban ya expiados, pues alrededor de su cuello se estrechó el lazo fatal. No quería que esa figura cayera en manos extranjeras. Este camino no era conocido de mi esposo
Aguila-que-se-abate
; sólo dos criados la conocían, dos criados que cayeron en la lucha. Yo sí que conocía este escondrijo que parece una ruina vacía, antigua sepultura. Lo traje todo aquí… llena de felicidad y de sensación de triunfo, porque sabía que así nadie pondría la mano sobre ella. Mi esposo Guatemoc nada sabía de todo eso y no era posible, por tanto, que al ser torturado diese a conocer este escondite. Hoy, treinta años después, puedo ya hablar. Soy la viuda de don Juan Cano, condesa de Moctezuma, y lo que me pertenece, me pertenece a mí. Pero no me llevaré de aquí a
Muñeca de Esmeralda,
ni quiero que los demás sepan nada de ella..
El joven Ixtlixochitl movió la cabeza; su cara quedó inexpresiva.
—Esta estatua dio lugar al odio entre Tezcuco y Tenochtitlán; Si
Muñeca de Esmeralda
no hubiese vivido, no hubiese habido la guerra entre los dos Estados.
—Esta estatua fue la maldición para todos nosotros. El Señor del Ayuno dividió para siempre a los suyos. Tu padre, Flor Negra, se alió con los rostros pálidos para así ser jefe, emperador de Tezcuco y Tenochtitlán. Pero Flor Negra está sentado ahora solitario en su palacio y todos evitan tratarle como si fuera un apestado. Tú eres su hijo; tú eres más sabio que él; estás educado por hombres cultos. Todos nosotros somos ya cristianos…, pero
Muñeca de Esmeralda
no es una imagen de altar, no es una de aquellas figuras que los sacerdotes blancos hacen pedazos. ¿No ves, hijo mío, que esa figura es lazo y separación a un tiempo entre nuestras dos casas reales?
—Ambos descendemos de Tlaloc. El dios de cabeza de ocelote reía cuando, al principiar la primavera, le ofrecían sacrificios.
—Tú sabes bien todo eso, pues eso era la fe de tus mayores y no tienes por qué avergonzarte. Tú sabes que Tlaloc reía en primavera…, pero yo le oí llorar, le oí llorar sobre la puerta. Hoy hace de ello treinta años y un día. Por la noche, mientras nosotros, hambrientos y sedientos, languidecíamos entre las ruinas, le oí llorar, quejarse y sollozar como si a un mismo tiempo fuera jaguar, hiena,, ciervo y perro aullador… Se quejaba y lloraba por Méjico.
—¿Para qué hiciste venir a don Martín?
—Su madre es Marina; su padre es Malinche. A ambos, el pueblo dio el mismo nombre. Los dos se unieron como un símbolo y el hijo de Marina y Malinche es un ejemplo maravilloso de ello. Es la primera simiente que germinó en Anahuac. Si todo hubiese sucedido apaciblemente y sin sangre, hubiese nacido una raza nueva, como era el deseo de mi padre cuando ofreció a Malinche a mi hermana como esposa… Creía que los blancos habían nacido de la Serpiente Alada y que como maravillosas orquídeas fecundarían esta tierra. Así lo creía el Terrible Señor. Por eso hice venir hoy a tu hijo, Malinalli…, y también, en parte, para ver su rostro, que heredó de su padre.
—¿Amabas a Cortés?
—Temblaba y me amedrentaba con sólo mirarle, pero le deseaba. Había vivido entre amor y enemistad cuando su llama me abrasó…, esa llama que es desconocida entre nuestros hombres. Estos nos apartan de su lado en el lecho como a una flor que ha perdido el perfume… Nunca una caricia, nunca una palabra de amor. Y vinieron los españoles, cuya voz profunda es turbadora cuando hablan de amor, como si fuera un instrumento de cuerda. No hubo ni una sola mujer entre nosotras que hubiese podido resistir su encanto. Los hombres españoles amaban con ardor insaciable; nunca estaban fatigados… Pero nosotras estábamos habituadas a una cosa bien distinta, con nuestros herméticos hombres tan alejados de la atracción de la mujer, esos hombres que apenas nos miraban cuando recibíamos su amor…
"Malinalli, ambas somos grandes pecadoras que cavamos la tumba de Anahuac. Tú, yo y muchos miles de mujeres indias alejaron de sí a sus esposos, no los siguieron como debían, sino que se echaron en brazos de los blancos y chillaron de placer y fueron felices. Tú…, Malinalli…, así fue como nuestros esposos y nuestros padres quedaron convertidos en esclavos. Nosotras fuimos señoras en las casas de esos hombres de cuerpo blanco como la espuma… ¿Te das cuenta de eso, Malinalli?
—Yo he contado a mi hijo lo que sucedió aquella noche… ¿Por qué me había de avergonzar? El destino me llevaba como el viento lleva a una hoja seca… Me preparaba para el sacrificio; esperaba que terminase la danza de los españoles y que llegara su sacerdote que debía abrirme el pecho y arrancarme el corazón. Eso es lo que esperaba; todo me era desconocido y adverso. Los hombres que hasta entonces me habían rodeado, como el cacique de Tabasco, los comerciantes, etcétera, todos habían estado siempre callados y sólo daban alguna orden breve. La primera noche… en la tienda de Malinche… ¡Oh! Vino el padre Olmedo, Dios se lo pague, me acarició; me dijo algo que no entendí, pero su mirada sí que decía claramente lo que deseaba. Me enseñó una cruz y me santiguó… Yo sentía frío por la espalda. Se quitó su capa de tosco paño, desconocido aquí, y me la echó sobre los hombros. Yo, de pronto, me eché a llorar, pues me acordé del único hombre que hasta entonces había sido bueno conmigo: mi padre. Y al recordarle, lloré. Y entonces detrás de mí oí algo pesado y grande. Era Cortés con su barba negra… Era la primera vez que yo veía tal cosa. Parecía como una superstición de una religión extraña, Me miró. Su mano estaba caliente; su cuerpo estaba siempre caliente; pero es porque tenía fiebre… Su mano quemaba cuando me tocó la frente. También él me arropó y habló con el padre… No les comprendía. Sólo entendí que el padre estaba enfadado, colérico, casi. Cortés apagó la bujía de un soplo y también él, como hiciera el padre, hizo sobre mi frente la señal de la cruz. Aquella noche estaba yo sola en la tienda. Ante la puerta hacía guardia con la espada desnuda el que después había de ser mi buen esposo y que entonces era solamente el paje Xaramillo. Señora Tecuichpo: Tú sabes que nosotras amábamos mucho a nuestros esposos porque supieron amarnos más profundamente y de modo más hermoso…
—¡Cuán extraña era su mirada cuando contemplaba a
Muñeca de Esmeralda y
doña Luisa contaba su historia…! Estaba quieto; en la estatua parecía ver a una mujer viva; la que arrastraba a los jóvenes a su lecho y les asesinaba después con un dogal adornado de flores… Parecía que Cortés y
Muñeca de Esmeralda
se hubiesen unido.
Se hizo el silencio. Un papagayo gritó asustado, llamando a su hembra. La voz entró por un respiradero en la cámara mortuoria de los dioses abandonados.