El dios de la lluvia llora sobre Méjico (91 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

—Me dejáis avergonzado, excelencia. Soy un simple y humilde monje que apenas sabe cómo moverse en el gran mundo. Además, poco a poco, me voy desacostumbrando al uso del castellano. En los pueblos donde hablo con gente vieja, oigo solamente el idioma indígena durante meses enteros. Hablo con los viejos que aún se acuerdan de cosas y cuya memoria no está aún turbia. No son mestizos, como son muchos de los más jóvenes que ya tienen por supersticiones la fe y creencia de sus mayores, pero en cuyas almas, no obstante, no han echado todavía raíces las enseñanzas de Nuestro Señor.

—¿Con qué plan trabajáis, padre Sahagún?

—Cuando vine aquí cinco años después de la conquista, vi que muchas de las cosas sucedían aquí para mayor gloria de Dios; pero los insensatos eran de la opinión de que hacían labor meritoria ante Dios extirpando todos los recuerdos de todo lo referente a los pueblos de aquí y que, sin embargo, creían también en cosas más elevadas que sus ídolos, conocían los movimientos de los planetas mejor que nosotros posiblemente, labraban calendarios en piedra y sabían cantar hermosísimos himnos… Los que llegaron antes que yo creyeron aconsejable y prudente destruir todo esto. Con disgusto, llegué yo, después de bien meditarlo, a la conclusión de que tal destrucción no podía agradar a Dios. Todo eso me recuerda a Mahoma, que holló con sus pies todo cuanto provenía de Constantinopla e hizo arrojar al fuego todos los libros del califa Omar… A mí me parece meritorio y agradable ante Dios el ir de pueblo en pueblo, reunir a los hombres instruidos, a los antiguos sacerdotes, o a los grandes señores que visitaron las escuelas de antes y que me ilustren acerca de los antiguos tiempos.

—¿Y en qué idioma escribís todo eso?

—En el idioma que me lo cuentan. A veces les dirijo preguntas. Y al siguiente día vienen con sus antiguos documentos en los que hay dibujos en lugar de letras y que no pueden ser descifrados por cualquiera. Yo he aprendido ya el sentido de esos dibujos, los leo con ellos y los pongo en mis papeles con letras nuestras; después, empero, dibujo las figuras aquéllas al otro lado de la hoja. Después voy a buscar a otro indígena que sepa leer aquello, le enseño los dibujos, le leo las palabras que yo he escrito y le pregunto si está bien interpretado. Si dice que sí, quedo contento; y si dice que no, busco un tercer intérprete. Así voy haciendo mi libro y, si Dios me ayuda, quedará así en forma perdurable el recuerdo de todas las costumbres y usos, ya piadosos, ya impíos, de este Nuevo Mundo.

—¿Qué lograréis con ello, padre Bernardino Sahagún?

—Sabéis, señor, que la orden de San Francisco es eterna; pero que es caduco y pasajero el individuo aislado. Pongo yo mi trabajo de hormiga. Nadie conoce los caminos de Dios. ¿Cómo podría yo conocerlos?

—Si todo lo que escribís está en el idioma de los indígenas, ¿cómo es posible que pueda ser entendido por nadie…? Quiero decir: por nosotros o los de vuestra orden.

—Por todas partes escribí el sonido de las palabras por medio de las letras que usamos en castellano. Cualquiera que sepa leer castellano, puede entender mi libro.

—Cuando lo tengáis listo, añadid una dedicatoria y permitidme que yo envíe la obra a España y me pueda jactar de ser amigo del autor.

—Ponéis demasiada benevolencia en mi pobre obra, señor. Vuestro nombre no ha de faltar en la dedicatoria.

—Gracias, padre Bernardino; pero yo pensaba en otro nombre…

—¿En el padre Las Casas?

—El se disculpó. Díjome era viejo y que estaba enfermo; no quiere dejar Chiapa. Tiene ochenta años largos ya.

—No es por eso por lo que se mantiene apartado. Es que no quiso venir… al aniversario.

—Ya sé. Tiene a todos los conquistadores, empezando por el gran almirante, por pecadores y criminales, maduros para el fuego del infierno. A sus ojos, todo español es un cruento malhechor y al Paraíso no irán más que los indios…

—Le juzgáis demasiado severamente… Las Casas es todo un hombre. Firme e inflexible. Consuela a los colonos y, a pesar de su edad, por la noche visita campamentos y barrios de indios. Sin él, no se hubiera publicado el Decreto del emperador y los indios desaparecerían a millones… como ocurrió en las Islas.

—Las Casas es uno de los antiguos. Nosotros, los más jóvenes, nacimos con el cambio de siglo… Hemos encontrado el mundo así: compuesto de dos partes, el Nuevo Mundo y el Viejo Mundo, y sabemos que cuando aquí sale el sol se pone en nuestra patria. Todo eso nos es ya conocido. Pero el padre Las Casas vio nacer todo eso. Fue contemporáneo de todos. Conoció al almirante y en casa del gobernador de La Española sostuvo un gran debate con el marqués. Lo ha visto todo, lo ha vivido todo, lo ha sufrido todo. Como si toda la sangre derramada hubiera salido de sus venas, todos los horrores llegaron por su boca a oídos de Don Carlos… o a Fernando, a quien amenazó cuando ya estaba enfermo mortalmente… Le señaló con un dedo y le dijo: "¡Te acuso, rey! "

—Todo eso está ya muy lejos, padre Sahagún… Nosotros no podemos hacer nada mejor que arreglar las cosas de aquí conforme a las enseñanzas de Cristo; que no haya en los campos de los colonos falta de brazos de labor y que los indios sean súbditos fieles de la corona española…

—Sus tutores. les arrebatan sus propiedades…

—Yo hice conocer a todos el Decreto del rey. Ningún indio puede vender su tierra a un español, de ninguna manera. Tampoco puede entregar su tierra a ningún convento, institución o fundación…; se debe cuidar de ellos como si fueran niños… ¡Vive Dios!, que en lo sucesivo nadie podrá arrebatar la tierra a un indio.

—¿Creéis que se podría detener la acción del tiempo? Donde esta gente vive en rebaños, allí el conquistador puede poner el pie sobre ellos…, pero ¿y los otros?

—Tengo noticias de Yucatán. De nuevo los españoles se han visto desplazados y, en la región de Itza, se ofrece de nuevo el tributo de las doncellas al ídolo Quetzacoatl…

—Si visitáis sus campos santos y lleváis con vos alguna gente con azadones, podréis ver que entierran a los suyos todavía al modo pagano, con perro, criados y vasijas. Y es que no se puede dar a un Nuevo Mundo una nueva alma de la noche a la mañana. Vos sois el padre de este pueblo, señor. ¡Desde hace ya casi veinte años… el primer hombre, después de Cortés, que ama a los indios…

—Pero, padre Sahagún, ¿queréis decir que Cortés amaba a los indios? ¡El, que los sometió a la esclavitud y los pisoteó!

—Muchas veces hablé con el marqués cuando regresó a Méjico después de su largo viaje a Castilla. Ya en Vera Cruz le esperaban contrariedades. Creyó la gente de la Audiencia que volvería vencido si es que recibía permiso para volver a pisar el Nuevo Mundo. Pero él volvía Triunfante con la Gran Cruz de la Orden del León, el título de primer marqués de Tenochtitlán… Llegó y la Audiencia acordó que sólo podía llevar espada como gobernador militar y que, en las casas civiles, Méjico habría de prescindir de él… No se le dejó entrar en Tenochtitlán y tuvo que poner su campamento en la orilla del lago, en Tezcuco, Allí es donde yo le vi. Vi también cómo los caciques acudían a él… Eso debía de ser en el año treinta y uno o treinta y dos. Llevaba con él a su esposa. Vuestra serenísima hubiera podido ver cómo los jefes acudieron corriendo adonde él estaba; cómo le abrazaron, cómo acudían a él los que habían sido sus enemigos…, todos…, todos querían volver a ver a Malinche…

"Sí; yo creo que Cortés amaba a los indios. Hablaba con ellos en idioma indígena chapurreado; pero él mismo se sentía indio; no dejó nunca de hacer los honores debidos… Cuando un cacique entraba donde él estaba, se levantaba y le hacía una reverencia… a veces a la manera india. Los apreciaba, les sonreía, abrazaba a sus huéspedes y correspondía a sus regalos. Conocía yo bien su rostro. Si estaba cansado, se le marcaban las arrugas de la edad. Si estaba descontento, le dolían las cicatrices y también le dolían los constantes alfilerazos que le dedicaban los españoles de ínfima categoría. Si entonces se le anunciaba la visita de alguien de Tlascala, o llegaba un jefe de Cempoal o de alguna remota región, se erguía seguidamente, rejuvenecía y se volvía locuaz; saboreaba el vino y se olvidaba de la gota que le atenazaba las piernas…

—Le veis de modo muy distinto de nosotros. Nosotros, los que le conocemos tan sólo por los escritos, por lo que de él nos contaron, le vemos como a un conquistador negro y siniestro… o, pensando mejor, como a un protegido de san Jorge que le ayudó en todos sus apuros. Tal vez no conocíamos a Cortés. Para nosotros no tenía rostro humano…; era como una estatua, como las gárgolas de las catedrales y que le recuerdan a uno que, a pesar de todo, están arriba y allí quedan.

—¿De quién habla vuestra serenísima… ? Es como si os representarais una figura de esos dioses terribles y crueles…, una de esas que se ponen sobre la puerta…

—¿También vos creéis en la leyenda de Tlaloc, padre?

—Así dicen los viejos. Hace treinta años se puso Tlaloc sobre la terraza inferior del Teocalli en ruinas y… lloró. Lloró sobre Méjico… Hace sólo treinta años eso era una realidad. Algunos de los de entonces viven aún; treinta o cuarenta soldados, algunos oficiales y el Galante, ese anciano de cabellos blancos… También está ahí Marina y la esposa del Juan Cano…, la que fue emperatriz; quedan algunos viejos caciques. Iztlixochitl no se movió de Tezcuco y de Tlascala han venido muy pocos. Como sé por carta que me han escrito; allá en las plazas pueblerinas de España, se representa su historia en verso por verdaderos comediantes…

—Al mediodía saludarán con salvas los cañones de bronce del Matadero; dispararán cien cañonazos para anunciar que hoy hace treinta años que cayó Tenochtitlán en manos de los conquistadores. Y nosotros, los que nos hemos reunido, celebraremos un
Te Deum.
Todo eso parece que pasó hace ya cientos de años. Pero si nos alejamos una hora de camino, se llega a bosques donde el perro ventea y siente el olor de cosas extrañas. Una hora no más, entramos en la selva y llegamos a un calvero donde se ven corazones ofrecidos en sacrificio a la sombra de una piedra calendario o una figura de ídolo…

—Es como si los sacerdotes fueran a la procesión. Nosotros, los más indignos seguidores del santo de Asís, nos abrigamos en nuestro hábito hoy como ayer y así en los siglos… Creo que de todos los españoles que han atravesado el Océano, sólo han comprendido el alma de esas regiones inmensas aquellos doce franciscanos que, descalzos y apoyándose en un bastón, salieron de Vera Cruz. Sí; nosotros fuimos los primeros que comprendimos a Méjico.

El virrey, con una pesada copa de oro en la mano, pronunció un discurso. Su cruz de caballero brillaba sobre el negro terciopelo. Su rostro, noble y pálido, estaba enmarcado por su barba rubia y ya canosa a trechos. Sus manos, largas y estrechas, de nerviosa belleza, al asir los objetos parecían blancas serpientes que se enroscaban en el oro de la copa. El conjunto era como una filigrana azteca. El virrey pronunciaba un discurso en recuerdo de los ya difuntos.

—Todos sabéis, nobles damas y caballeros, que cuando hablo del Hado, es que quiero llevar a vuestra memoria el hado de Hernán Cortés, marqués del Valle de Oaxaca. Vosotros, soldados, encanecidos ya porque pisáis ya el trecho del camino que es la vejez, pensáis en los tiempos pasados, como piensan los héroes. Volvéis a ver ante vosotros los días en que la capitana echó el ancla por primera vez…, las primeras batallas. ¿No volvéis a ver a Cortés a caballo delante de vosotros? Soldados, ya sé que vuestros ojos se abren excitados y rendís homenaje de verdadero guerrero al hombre maravilloso que fue Cortés. Hace cuatro años que nos llegó de España la lúgubre noticia de que el Todopoderoso había libertado su alma de su envoltura terrenal; de que se había despedido de todo lo que quería y le era grato en el mundo y que su testamento había quedado sellado con su sello. "Este hombre, a quien los caciques y el pueblo llamaron Malinche, y cuyo nombre resonorá durante siglos por los bosques y montañas, no fue conocido por mí; no le vi nunca. El hombre que yo vi estaba ya en la cumbre de su poder, combatido, perseguido por la envidia; pero con su voluntad de rey, deshizo a sus perseguidores con el orgullo de quien tomó de su rey su destino de hombre. Yo, a menudo, estuve frente a él de varios modos, Nosotros, los que representamos a la corona en estas costas lejanas y estas aguas remotas, estamos obligados a la letra de los reyes, y la pluma de ave es a veces un arma más fuerte que la ballesta, pues llega más lejos y acierta mejor en el blanco. Estuvimos en ocasiones en oposición y fue entonces cuando conocí a Cortés. "Su figura ensombrecida en España, calumniada aquí, vivió entre mentirosos y calumniadores que le persiguieron con su odio. ¿Debo yo ahora, como penitencia, prestar homenaje aquí al nombre de Cortés? ¿Debo yo aquí deciros quién fue, descubríroslo a vosotros que con él fuisteis por valles y montañas, por las selvas de Honduras…? ¿He de deciros yo: Ese era Cortés… No ese coleccionista de tesoros, no ese terrateniente que hizo traer, antes que nadie, los naranjos de España, la caña de azúcar de las Islas, las vides de Portugal, en cuyas granjas de Oaxaca pacieron los primeros rebaños de ovejas, que repartió entre los campesinos y a los que dio caballos para que montaran. Sí, ese fue también un aspecto de Cortés; pero, antes de ser marqués, fue el hombre que trabajó para dejar bienes a sus descendientes. Pero el verdadero Cortés sólo vosotros le conocisteis. Es el hombre que de noche, sacudido por la fiebre, sale del campamento para ir de puesto en puesto, visitar a los soldados heridos; el que en la Noche Triste salta del lugar seguro donde estaba a salvar algunos de sus hombres que eran arrastrados ya hacia los botes de los indios. "Vosotros, señores, habéis conocido un día a este Cortés. Cuando su majestad Don Carlos se hizo a la mar con una poderosa flota para castigar a los beys y sultanes de Berbería…, cuando la flota navegaba hacia Argel, me encontré al marqués en uno de los buques, guerrero y caballero como siempre, y que en España, en aquellos momentos, luchaba por sus derechos. La inescrutable voluntad del Todopoderoso desató los vientos. Los arrecifes y acantilados se asomaban al mar y las innumerables masas de infieles esperaban desde la costa ver la perdición de los cristianos. Entonces vi a Cortés. Era dignatario de la corte; llevaba la Cruz de la Orden del León en el pecho. Había cumplido ya los cincuenta; estaba encanecido y flaco. Vi cómo eran arriados los botes de salvamento. Nuestro buque estaba junto al suyo que se hundió. Le vi a un tiro de ballesta de la costa, donde el mar parecía de poco fondo, cómo saltaba de la chalupa antes que los otros; vi cómo infundia ánimo a los soldados… Iba delante, sin armadura, con un sombrero ligero, metido en el agua hasta la mitad del muslo, pero con el sable en la mano derecha… Estaba tan admirable y terrible, que todos los que le habíamos injuriado y molestado quedamos callados; mirando cómo él, un hombre ya de edad, se precipitaba contra los infieles con el sable desnudo, mientras los otros le seguían saltando de las chalupas. Todavía hoy me parece oírle gritando: “ ¡Santiago!, ¡Santiago!” Los que con él iban vieron en él al general. Yo vi todo eso desde la cubierta del buque y sé que, aquella tarde, se debió agradecer a Cortés que pudieran desembarcar todos. Llegó la noche. La
Caesarea Maestas
celebró consejo y los almirantes fueron viniendo uno después de otro y también los generales, y todos decían que debían volver atrás, no se podía hacer otra cosa. Todos decían lo mismo; pero entonces se levantó Cortés, con su traje desgarrado, manchado por el combate, pero animoso y dispuesto, con un nuevo arañazo en la frente y con su brazo izquierdo envuelto en un vendaje, y dijo: “Dadme dos mil soldados, majestad, y os juro por Dios que los guiaré y demostraré cumplidamente que Argel no es más fuerte que Tenochtitlán…”

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