En el rellano inferior, la guardia le hizo los honores con las lanzas rendidas. ¿Qué tenía que buscar en el palacio del Virrey una india, india al fin, aunque fuese vestida a usanza española y sus lacayos llevasen bordadas sus armas? Por unos momentos paróse; sonó una trompeta; un secretario, con traje negro de gala, se asomó a la balaustrada y grito a la guardia: "Presentar armas." Sonaron las trompetas. Así lo había ordenado su excelencia… Subió con cierta rigidez en las rodillas, pero sonriendo; saludó a la guardia.
—Hago uso de mi derecho, señor mío —dijo en un español algo velado, pero que aun así era más suave y menos gutural que el idioma empleado por los indios de aquí—. Hago uso del derecho que me concedió Don Carlos para poderme dirigir personalmente a su majestad o a su lugarteniente…
Todo el mundo sabía ya que Marina había llegado. Desde la Cancillería se había extendido la noticia; los soldados la repitieron; se la oyó por todas partes y todos querían ver a Marina, esa mujer envuelta por la leyenda, testigo extraño de tiempos ya pasados, amante de Cortés; la confidente de monarcas indios, la madre de Martín Cortés, comendador de la Orden de Santiago, la viuda de un tal señor Juan de Xaramillo, que había tomado parte en la conquista.
Marina sacó sonriente de su bolsillo la lujosa invitación del virrey con palabras modernas y escogidas, dirigidas a las personas que, por gracia de Dios, habían sobrevivido desde la conquista de Méjico treinta años antes.
Cuando hubo llegado arriba iba cubierta de sudor y con satisfacción tomó la fría naranjada que le ofrecieron. Los colonos andaluces habían logrado ya aclimatar aquí esa fruta. Marina penetró en la antesala, donde se veían los sobrios cuadros representando a don Carlos, a Fernando y a Isabel. A un lado estaba la puerta que conducía a una pequeña capilla. En ella había una imagen de la Virgen, vestida de seda blanca y manto bordado en oro; una imagen de san Jerónimo, ejemplar de estilo barroco, que al parecer no había logrado aún introducirse en el Nuevo Mundo, pues la visitante sólo después de un rato pudo descubrir los mosaicos de las partes laterales del altar en los que se representaban, en marcos adornados de piedras preciosas y plumas de cormorán, quetzal y ave del paraíso, las figuras de santos con rasgos indios en el rostro.
Marina entró en la capilla. En el umbral, quedó parada y surgió en ella el pensamiento que era tal vez aquí donde tuvo lugar la fatal entrevista entre Malinche y el Terrible Señor; que posiblemente era aquí donde Ordaz y Olid habían sacado despiadadamente sus armas… Tal vez era aquí donde sonó aquella invocación: "Ven con nosotros al cuartel de los rostros pálidos, poderoso señor del cielo y de la tierra…"
Pensó en eso unos segundos, en el umbral todavía. Los recuerdos la envolvían como en un encaje. Lo mismo le pasó allí en Oaxaca, cuando por la mañana entró en el gran patio. Entonces también le parecía que a su lado había alguien invisible; pero tuvo que sacudirse esos pensamientos, porque muchos indios de los alrededores se llegaron a ella, muchos huyendo de un señor español, y le mostraron las espaldas marcadas por el látigo o la marca del hierro. Entonces Marina había entrado en su casa y dictado una carta al propietario vecino a quien se dirigía, según costumbre de la nobleza, como señor y hermano en Cristo, y a quien, al mismo tiempo, enviaba el rescate del indio llamado Juanillo para poderlo retener junto a ella. Envió tantas cartas que su trabajo hubiera honrado a una cancillería; escribió al virrey, a quien nunca había visto, envió mensajes a los antiguos protectores, al obispo de Chiapa, viejo ya, llamado Bartolomé de las Casas, y a quien se le conocía aún con el sobrenombre de
Protector de los Indios
que le diera el rey don Fernando… ¡Cuántas veces no hubo de repetir la misma historia, las mismas palabras…! "Piadoso padre: Se azota a la gente de los pueblos, se escarnece la honra de las mujeres, los hijos de los colonos atropellan a las muchachas impúberes casi…" Escribía, y en tanto no recibía contestación, recogía en su casa a las pobres muchachas deshonradas. Desde que había muerto su esposo, el noble señor Juan de Xaramillo, hombre jovial y piadoso a quien en parte mató la cerveza y las fiebres, Marina se sintió cada vez más apegada a la raza de la que era hija. Se había tornado melancólica; apenas visitaba a los vecinos. Los caballeros españoles se apartaban de ella. A poca distancia relativamente, los colonos ya ni siguieran sabían que doña Marina era señora de aquella comarca, que había sido distinguida por el propio emperador Don Carlos. Ella no se preocupaba de sí misma; tampoco se preocupaba de aquellos pequeños nobles; se había vuelto muy piadosa, verificaba devociones de vieja; acudía con sus ducados siempre que había un choque entre un indio y la ley, y alguien se atrevía a afirmar que la ley era española. De vez en cuando el gobernador contestaba a alguna de sus cartas: se harían investigaciones y se comunicarían a la noble dama los resultados obtenidos. Ella entonces enseñaba la carta a los trabajadores que sabían leer: "Mira aquí; el escrito ha llegado ya; ya ves que tu señora no te olvida.” Sonreía para sí misma: "Mientras viva, tendrán los pobres un defensor en mi persona." Creía que no volvería ya más al gran mundo; golpeaba con las manos como hacen los campesinos cuando le contaban nuevos milagros de la ciudad de Méjico: "Ya no la reconocería", decía, y después se ponía triste, le saltaban las lágrimas, pero a través de sus ojos llorosos sonreía al pensar que no volvería ya a ver Méjico… Fue entonces cuando llegó la carta del conde de Tendilla, primer virrey de Nueva España, rogándole acudiera como huésped predilecto del virrey para asistir a las fiestas que se le preparaban. Se arrodilló ante la imagen de María y se sintió invadida por un sentimiento de bienestar. Contando los años a la manera española, estaba ya en los cincuenta. Quedaban ya hoy pocos que pudieran contar cuánto tiempo había transcurrido desde el año de las nueve mazorcas en el que
Puerta Florida
la ofreció al dios de su tribu y declaró que le había nacido una hija: Malinalli. Mientras estaba en su oración, una mano se posó suavemente sobre su hombro y oyó crujir de sedas y sintió el perfume de una rica esencia. Ambas se arrodillaron en el banco de las mujeres. La otra era todavía hermosa; no estaba arrugada, en sus cabellos sólo contadas canas se veían y su corpiño mostraba su talle delgado. Mientras se miraban una a otra, se despertó en Marina la antigua costumbre y bajó la cabeza cubierta por la mantilla y echó el velo sobre su rostro, mostrando así que no sólo se humillaba ante la Virgen, sino también ante su señora.
Ambas se levantaron y volvieron a la sala, cuyos balcones, protegidos contra el viento, daban a la plaza. Estaban solas; la otra mujer abrazó a Marina y su voz sonó dulce. Hablaba la antigua lengua mejicana de la corte, el idioma de los príncipes de las regiones circundantes del lago que los caciques sometidos habían aceptado sucesivamente y propagado entre los comerciantes de todo Anahuac. Marina le sonrió:
—Tecuichpo…, ¡qué hermosa eres aún…! En ti no se ve el tiempo ni la pena… Leo en tus ojos la alegría de tus hijos y la felicidad que oculta tu carne y tu sangre.
Le hablaba como a su señora; se dirigía a ella con el tratamiento azteca de "señora y madre" y ambas se sonreían al mirar y verse con vestidos extranjeros, con nombres extranjeros, en un mundo extraño. Sonaron de nuevo las antiguas palabras y entonces la viuda de Juan de Xaramillo convirtióse de nuevo en Malinalli y la viuda del señor de Cano fue de nuevo princesa e imperial esposa de
Aguila-que-se-abate…
A Marina le gustó bajar la cabeza ante ella, según la etiqueta antigua, como hiciera antes, cuando no le era dado mirar directamente al rostro de la princesa, y agradóle ver que la otra le daba las gracias por ello. Después se levantaron…
Los camareros abrieron las puertas. El mayordomo dio tres golpes, porque el virrey de Nueva España representaba la autoridad de su imperial majestad. Entonces las dos mujeres se inclinaron profundamente, en saludo español, ante un caballero serio, seco, vestido de negro, que con su cruz de la Orden de Calatrava en el pecho se destacaba como una estampa sobre el fondo plateado y brillante de la pared. Mendoza descorrió la cortina, condujo a las señoras a su cámara y allí las saludó ceremoniosamente, con el saludo respetuoso que correspondía a dos grandes damas; primero saludó a doña Isabel, después a Marina. Abrió las ventanas, mostrándoles allí abajo la encantadora ciudad que se alzaba, como en un cuento maravilloso, del espejo brillante de las aguas, como un ave fénix que se levanta de sus cenizas.
—Las damas conocieron aún la antigua Méjico, que yo ya no tuve la dicha de poder ver en todo su esplendor y brillo. En lo que de mí dependió, lo hice construir todo tomando modelo de nuestra patria…, siempre tratando de seguir las intenciones que tenía el marqués del Valle.
—Vuestra merced hizo milagros; pero no me tomará a mala parte si le digo que después de tantos años de ausencia me acuerdo mucho de la antigua ciudad. Ante mí, tengo la visión de Tenochtitlán y de la figura de mi padre, el Terrible Señor, que en este mismo lugar me acariciaba tiernamente cuando nadie le veía, pues él era un terrible señor y las mujeres, aun sin exceptuar sus hijas,, no podían mirarle directamente.
—Y yo, con perdón de vuestra majestad, me acuerdo todavía de cuando entramos aquí… hace treinta años. Ante mí, sobre un caballo gris, aquel cuyo nombre sea bendito…, mi señor don Hernando… Como si le viera, con un pañuelo embebido en vinagre, tapándole la nariz, porque el hedor era insoportable. Su vestido estaba manchado y roto; en los últimos días no habíamos comido… Con él, iban, me parece, el señor de Sandoval y Ordaz…, junto a mí iba el Galante. Si mi memoria no me engaña, yo en esta ocasión fui también la intérprete y por eso debía ir cerca de mi señor. Así entramos en la ciudad. Por todas partes veíamos manos oscuras que escarbaban el suelo buscando tallos de hierba y que pescaban algas en el canal… Todo eran escombros ennegrecidos; la sangre corría como fuentecillas; por todas partes se veían cadáveres. Los templos estaban derrumbados, las casas destrozadas; de los canales venía un olor pestilente… Los niños lloraban y las mujeres parecían fantasmas. Y allí por donde pasábamos veíamos cadáveres…
—Yo cabalgaba delante, en lugar de mi esposo Guatemoc, e iba diciendo a la gente: "Ahora debe reinar la paz…"
—Guatemoc había escondido el oro de Moctezuma. Nadie sabía dónde lo había ocultado. Nunca lo dijo a nadie. Doña Isabel, ¿habéis tenido alguna vez noticias de ese oro?
—Por la noche se había embarcado en un bote. Con él iban los jefes de Tlacopán y Tezcuco, como exigían nuestras leyes, pues los tres eran de la estirpe de Tlaloc y todas las riquezas pertenecían a la tribu entera. Donde el agua era más profunda, allí hundieron el tesoro de mi padre, de mi abuelo y de mis antepasados. Eso es todo lo que sé de esta antigua historia, dicho sea con perdón de vuestra merced.
—No estamos aquí para turbar el descanso de los muertos ni romper la paz en que yacen. El oro del Terrible Señor está hundido profundamente en el fondo del lago, pero ¿no hay oro por todas partes en la superficie de la tierra…? Cada grano que sembramos produce oro. Decían los antiguos que, si trabajamos bien la tierra, ésta produce oro, y aquí en Nueva España resulta bien cierto este refrán.
—¡Pero vosotros abonáis la tierra con la sangre de nuestro pueblo!
—Duras son vuestras palabras, doña Marina, y me lastimarían de veras si no estuviera acostumbrado a ellas. Vuestras cartas son edificantes y han hecho posible que nos enterásemos de muchas irregularidades. Vuestra merced debe conceder que yo no me he portado contrariamente a nuestra moral religiosa y que el estado de este pueblo más bien ha mejorado desde que yo represento en Nueva España a nuestro emperador Don Carlos. —Vuestra merced ha hecho edificar una gran escuela en la Plaza del Mercado, donde antes estuvo el templo de nuestros padres, y allí los niños de las dos razas aprenden enseñanza que mi inteligencia de mujer no logra expresar. Vuestra merced sostiene conversaciones con los jefes de los alrededores; vuestra puerta está siempre abierta a esos jefes indios. Vuestra merced ordenó se celebrara el domingo y obligó a que salieran, cada dos lunas, de su trabajo los que cavan en las entrañas de la tierra. Pero por fuerte que sea la voz en que vuestra merced da las órdenes, no llega apenas más lejos de lo que llegaba el sonido de la trompeta desde la terraza superior del Teocalli… Los castellanos aman la ley…, pero no obran de acuerdo con ella…
—Doña Marina. Vuestras palabras serían peligrosas si tuvieran siempre la razón. Con vuestras palabras podríais quitarme de un golpe toda mi fe en que algún día habré logrado mejorar la suerte de esos hermosos países.
—Nuestros antepasados no soportaban que nosotras las mujeres nos inmiscuyéramos en asuntos propios de los hombres. A mí, los inescrutables designios de Dios me llevaron a convivir con el pueblo de vuestra merced y dispuso que sirviese a mi señor y me mezclase en asuntos de los hombres, porque así lo mandó mi señor. Por eso habrá de perdonarme si yo, con mi endeble juicio de mujer, me atrevo a querer conocer vuestras intenciones.
—Para todos nosotros, Isabel fue más que una reina una madre; y era una mujer. Fue la voluntad de Dios que vuestra merced fuera nuestra estrella guía. Estoy aquí como representante de su majestad Don Carlos y éste dispuso que pudierais en toda ocasión dirigiros directamente a la imperial majestad. Vuestra merced, por tanto, no hace más que usar de su pleno derecho.
—Para esta idea nosotros no teníamos palabras. Nuestros padres combatieron o vivieron en paz, nacieron y murieron. No teníamos leyes escritas. Teníamos piedras en las que grabábamos la medida de los tiempos. En otras piedras teníamos esculpidas figuras de nuestros dioses, esos dioses que hoy ya sabemos que eran falsos, aunque yo no quisiera ofenderlos. Cuando construíamos un templo o un palacio, se inscribía en piedras quién lo había mandado edificar y cuáles habían sido sus hazañas. Sobre hojas de
nequem
se dibujaban el número de prisioneros o las cuentas de las contribuciones. Todo era más sencillo; todo era más fácil y, sin embargo, nos entendíamos perfectamente. Ahora nuestros hijos van mucho tiempo a la escuela, después van a la gran escuela de Tlatelcuco, que los españoles llaman "Universidad", y de allí vienen con títulos de doctor o de licenciado. Antes no sabíamos que la fuerza y el dominio son del oro. Teníamos piedras y bayas de cacao y con ello comprábamos telas. También teníamos oro. Vuestra merced hizo acuñar monedas de oro y plata de este país y, con ese dinero, ahora nosotros compramos toda suerte de cosas: mulos o caballos, armas, indios… Nosotros dibujábamos o pintábamos sobre pieles de animal los acontecimientos y así podía un cacique saber lo que había hecho otro y un hombre piadoso aprender de otro hombre piadoso. Vuestra merced mandó levantar un gran taller, donde se pintan unas letras hechas de madera y de hierro y aplicándolas sobre papel imprimen su signo muchas veces, centenares de veces, luego coséis esos papeles y a eso le llamáis un libro. En uno de esos libros estaban las cartas de mi señor dan Hernando que había escrito por las noches, cuando yo…, cuando yo estaba acurrucada a su puerta. Escribía él mismo y le decía al licenciado que luego fue mi marido: "Escribe por mí." Ahora yo puedo leer aquellas cartas, las sé descifrar y aquí y allí encuentro escrito mi nombre… Dios me perdone, si eso es un pecado.