El dragón en la espada (16 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

—De modo que se trata de una disputa entre la Ley y el Caos, ¿eh? —dije—. Y esta vez se me ha elegido para combatir por la Ley.

—Es la Voluntad de la Balanza —declaró Sepiriz, con una nota de compasión inusual en su voz.

—Bien, confío en ti tan de buena gana como en cualquiera de tu clase —aseveré—. No puedo hacer gran cosa, pero no moveré un dedo a menos que me digas que mis actos ayudarán a estas mujeres, porque es por los Eldren, y no por cualquier fuerza cósmica, por quienes siento la mayor lealtad. Si triunfo, ¿se reunirán de nuevo con sus hombres?

—Estoy en condiciones de prometértelo —dijo Sepiriz.

No parecía resentido por mis palabras, sino impresionado.

—En ese caso, haré cuanto pueda por encontrar la Espada del Dragón y liberar a su prisionera.

—Cuento con tu palabra —respondió Sepiriz, satisfecho.

Me dio la impresión de que tomaba nota mentalmente. Parecía un tanto aliviado.

Von Bek dio un paso adelante.

—Perdonad esta interrupción, caballeros, pero os agradecería que me dijerais si yo también tengo un destino predeterminado, o debo hacer cuanto esté en mi mano por volver a casa.

Sepiriz posó su mano sobre el hombro derecho del sajón.

—Mi joven amigo, vuestros problemas son mucho más sencillos y puedo hablar sin ambages. Os prometo que, si continuáis esta búsqueda y ayudáis al Campeón a cumplir su destino, colmaréis vuestro mayor deseo.

—¿La destrucción de Hitler y los nazis?

—Os lo juro.

Me resultaba difícil permanecer en silencio. Yo ya sabía que los nazis habían sido derrotados. Luego se me ocurrió que, tal vez, podrían haber triunfado, o que Von Bek y yo habíamos sido los responsables de la destrucción de los fascistas. Ahora, comprendía vagamente por qué Sepiriz era tan aficionado a hablar de forma velada. Poseía conocimientos sobre más de un futuro. De hecho, conocía un millón de futuros diferentes, un millón de mundos diferentes, un millón de períodos...

—Muy bien —decía Von Bek—, continuaré con esto, al menos durante un tiempo.

—Alisaard también irá con vosotros —intervino lady Phalizaarn—. Se ha ofrecido voluntaria, puesto que fue la responsable de revelar demasiadas cosas a Sharadim. Y, por supuesto, os llevaréis a los hombres.

—¿Los hombres? ¿Qué hombres?

Miré como un idiota a mi alrededor.

—Los cortesanos exiliados de Sharadim.

—¿Y para qué quiero llevármelos?

—Como testigos —apuntó Sepiriz—, puesto que tu primera tarea será viajar cuanto antes a Draachenheem y hacer frente a tu hermana con una acusación y con tus pruebas. Derrocarla facilitará considerablemente tu misión.

—¿Crees que nosotros tres y un puñado de hombres seremos capaces de conseguirlo?

—No te queda otra elección —respondió Sepiriz con gravedad—. Si quieres encontrar la Espada del Dragón, es la primera tarea que debes llevar a cabo. No hay mejor punto de partida. Al enfrentarte con tu perversa gemela, fijarás la pauta para el resto de tu búsqueda. Recuerda, Campeón, que forjamos el tiempo y la materia a tenor de nuestras acciones. Es una de las pocas constantes del multiverso. Somos nosotros quienes imponemos la lógica, a fin de sobrevivir. Conforma una buena pauta y te acercarás un paso más a la consecución del destino que más deseas...

—¡Destino! —reí sin humor.

Por un momento me rebelé. Casi me di la vuelta para salir de la sala, diciéndole a Sepiriz que ya tenía bastante. Estaba harto de sus hados y sus misterios.

Pero entonces miré a los rostros de las mujeres Eldren y vi, ocultas bajo la gracia y la dignidad, la angustia y la desesperación. Me contuve. Aquél era el pueblo al que había elegido servir contra mi propia raza. Ahora, no podía volverles la espalda.

Emprendería el camino a Draachenheem y desafiaría al mal, pero no por Sepiriz y toda su oratoria, sino por mi amor a Ermizhad.

—Nos iremos por la mañana —prometí.

3

Éramos doce a bordo de la pequeña embarcación cuando pasamos entre las columnas de luz y fuimos impelidos hacia el túnel que comunicaba los mundos. Alisaard, protegida de nuevo con su armadura de marfil, gobernaba el barco, mientras los demás nos aferrábamos a los costados y tragábamos saliva. Los otros nueve eran los nobles de Draachenheem. Dos de ellos eran príncipes feudales, soberanos de naciones enteras, que habían sido derrocados la noche en que Flamadin fue, en apariencia, asesinado. Otros cuatro eran jefes de policía electos de grandes ciudades, y tres eran escuderos de la Corte, que habían visto como se administraba el veneno.

—Muchos otros han muerto —me dijo el príncipe feudal Ottro, un anciano de rostro surcado de cicatrices—, pero no pudo convertirnos a todos en cadáveres, así que fuimos vendidos a Gheestenheem. ¿Os dais cuenta?, seremos los primeros en regresar.

—Aunque hemos jurado mantenerlo en secreto —le recordó el joven Federit Shaus—. Les debemos a esas mujeres Eldren más que nuestras vidas.

Los nueve estaban de acuerdo en ese punto. Se habían comprometido a no revelar nada sobre la auténtica naturaleza de Gheestenheem.

El barco se internó en la extraña luz irisada, sufriendo sacudidas y virajes bruscos de vez en cuando, como si encontrara resistencia, pero sin disminuir nunca la velocidad. De pronto, nos mecimos sobre aguas azules de nuevo, deslizándonos entre dos columnas. El viento hinchió la vela y nos encontramos sobre un mar salado normal. Un cielo transparente se extendía sobre nuestras cabezas, y la fuerte brisa nos impulsaba.

Dos hombres de Draachenheem consultaron un plano con Alisaard, indicándole más o menos nuestra posición. Avanzábamos en línea recta hacia Valadeka, el país de los valadekanos, hogar de Sharadim y Flamadin. Algunos de los hombres ansiaban volver a sus países, reunir sus ejércitos y atacar a Sharadim, pero Sepiriz había insistido en que fuéramos directamente a Valadeka.

Avistamos la costa. Vimos grandes acantilados negros recortados contra el cielo pálido. Se parecían mucho a los riscos de mis sueños. Vimos espuma y rocas, y muy pocos sitios en los que desembarcar.

—Es el gran bastión de Valadeka —me informó Madvad de Drane, un individuo de cabello negro y pobladas cejas—. Es virtualmente invulnerable a un ataque por mar, al igual que una isla. Sus escasos puertos accesibles están bien defendidos.

—¿Hay que desembarcar en alguno? —quiso saber Von Bek.

Madvad negó con la cabeza.

—Conocemos una pequeña cueva donde, cuando baja la marea, es posible atracar. La estamos buscando.

Había caído casi la noche cuando pudimos desembarcar en una estrecha playa rocosa rodeada de peñascos de granito negro. Dominaba la ensenada un viejo castillo en ruinas. Ocultamos la embarcación en la cueva y el escudero Ruberd de Hanzo nos guió por una serie de pasadizos secretos y un tramo de viejos peldaños hasta los restos de la fortaleza abandonada.

—En otros tiempos vivió aquí una de nuestras más nobles familias —dijo Ruberd—. Vuestros mismísimos antepasados, príncipe Flamadin. —Se calló, como turbado—. ¿O debería decir, simplemente, «los antepasados del príncipe Flamadin»? Afirmáis que ése no es vuestro nombre, mi señor, pero yo juraría que sois nuestro príncipe electo...

Me había parecido absurdo engañar a aquella honrada gente, así que les había hecho partícipes de la verdad, por lo menos de todo cuanto podían comprender.

—Hay un pueblo cerca, ¿no es cierto? —preguntó el viejo Ottro—. Dirijámonos hacia allí enseguida. Me las arreglaré con algunas vituallas y una jarra de cerveza. ¿Vamos a descansar el resto de la noche y continuar a caballo por la mañana?

—A primera hora de la mañana —le recordé con gentileza—. Debemos llegar a Rhetalik a mediodía, antes de que, según decís, Sharadim se corone emperatriz.

Rhetalik era la capital de Valadeka.

—Por supuesto, joven cuasi príncipe. Soy consciente de la urgencia, pero se piensa y actúa mejor comido y descansado.

Alisaard y yo nos envolvimos en capas para no despertar en exceso la curiosidad de los aldeanos. Descubrimos una taberna lo bastante amplia para alojar a nuestro grupo. Al posadero le encantó aquel premio fuera de temporada. Llevábamos mucho dinero del país y fuimos generosos con él. Comimos y dormimos a nuestras anchas, y a la mañana siguiente elegimos los mejores caballos. Nos pusimos a cabalgar hacia Rhetalik. Nuestro aspecto debía de resultar extraño a los ojos de los valadekanos: yo iba vestido con las prendas de piel propias de un cazador de los pantanos, Von Bek llevaba camisa, chaqueta y pantalones más o menos parecidos a los que usaba la primera vez que le vi (hechos para él por las Eldren, que también le habían proporcionado guantes, botas y un sombrero de ala ancha), dos hombres de Draachenheem exhibían las sedas y las lanas multicolores de sus clanes, otros cuatro se cubrían con armaduras de marfil prestadas y tres portaban una mezcolanza de prendas seleccionadas en el almacén de las Eldren. Yo cabalgaba el frente de tan pintoresca partida, con Von Bek a un lado y Alisaard al otro. Ella llevaba su yelmo, casi por costumbre. Las Eldren no solían mostrar el rostro a la gente de otros reinos. Habían hecho una bandera para que adornara mi lanza, pero la mantenía oculta. Siempre que ríos cruzábamos con alguien en la carretera me cubría la cabeza con la capucha de la capa. No tenía la intención de ser reconocido todavía.

Poco a poco, el camino de tierra se fue ensanchando. Más adelante, estaba pavimentado con grandes losas. A cada momento se agregaba a nuestro grupo más gente, que caminaba en la misma dirección. Gozaban de buen humor y pertenecían a todas las clases sociales. Vi hombres y mujeres de evidente inclinación monástica, mientras que otros manifestaban bien a las claras sus aficiones seglares. Hombres, mujeres y niños exhibían sus mejores galas, de tonos brillantes y festivos. Los habitantes de Draachenheem eran aficionados a las telas a cuadros y los retazos, y no les importaba combinar diferentes colores. Me atrajo su estilo y empecé a sentirme muy poco elegante en mi atavío de gruesa piel.

No tardamos en ver grandes estatuas doradas a ambos lados de la carretera. Reproducían a hombres, mujeres, grupos y animales de todas clases, si bien predominaban aquellos grandes lagartos que había visto por primera vez en la Asamblea. Con todo, no eran de uso común. Las bestias normales de carga eran caballos, asnos y bueyes, aunque de vez en cuando se veían grandes animales parecidos a cerdos que la gente utilizaba para cabalgar y transportar mercancías, por medio de robustas sillas de madera.

—¡Fijaos! —me dijo el príncipe feudal Ottro mientras cabalgábamos—. Es el mejor momento para llegar desapercibido a Rhetalik, como ya os dije.

Rodeaban la ciudad altísimas murallas de piedra arenisca rojiza, coronadas por enormes agujas de roca, similares a las almenas de los castillos medievales, pero de forma absolutamente diferente. Todas tenían un agujero en el centro, y sospeché que un hombre podía apostarse detrás y disparar sin excesivos riesgos de ser herido. La ciudad había sido construida para la guerra, aunque Ottro me aseguró que la paz reinaba en Draachenheem desde hacía muchos años. En su interior albergaba edificios fortificados de manera parecida, ricos palacios, lonjas, canales, templos, almacenes y demás construcciones características de una ciudad mercantil.

Rhetalik parecía inclinarse hacia adentro, y sus estrechas calles corrían todas en declive descendente hacia un lago central. Allí, sobre una isla artificial de cierta antigüedad, se alzaba un gran palacio de mármol, cuarzo, terracota y piedra caliza; un palacio que brillaba y resplandecía a la luz del sol, reflejando una serie de exquisitos colores desde los altos obeliscos que marcaban el perímetro de la isla. Un centenar de banderas distintas, cada una de ellas una obra de arte, ondeaban en las torrecillas centrales del palacio. Un puente esbelto y curvo salvaba el foso y conducía a los pilares de sillería delicadamente tallada que flanqueaban la puerta, custodiada por centinelas con armaduras adornadas e ineficaces del diseño más fantasioso. Los voluminosos animales que, enjaezados con arneses y arreos que rivalizaban con los de sus amos, se erguían junto a los guardias haciendo gala de similar rigidez, reforzaban el efecto barroco de las armaduras. Eran los gigantescos lagartos de montar que había visto antes; los dragones que habían dado su nombre a aquel mundo. Ottro me había explicado que, en tiempos pretéritos, esos seres eran muy numerosos, y su pueblo había tenido que combatirlos para conquistar la tierra.

Detuvimos nuestros caballos junto a una muralla que dominaba el lago y el castillo. A nuestro alrededor, las calles estaban abarrotadas de banderas, brillantes estandartes y espejuelos, escudos y placas relucientes, produciendo el efecto de que todo el lugar estaba bañado de luz plateada. Los valadekanos celebraban la coronación de su emperatriz. Había música por todas partes, multitudes de jubilosos hombres y mujeres que festejaban la ocasión en la calle.

—Una festividad muy inocente —dijo Von Bek, inclinándose hacia adelante en la silla para descansar la espalda. Había pasado varios años desde la última vez que montara a caballo—. ¡Cuesta creer que celebran la exaltación de alguien que, al parecer, personifica el mal!

—El mal prospera mejor disfrazado —dijo Ottro con semblante sombrío.

Sus compañeros asintieron con la cabeza.

—Y el mejor disfraz es el sencillo —dijo el joven Federit Shaus—. Honrado patriotismo, jubiloso idealismo...

—Eres un cínico, muchacho —sonrió Von Bek—, pero, por desgracia, mi experiencia apoya tu punto de vista. Enséñame a un hombre que grite «Mi patria, con razón o sin ella», y yo te enseñaré a alguien que exterminará alegremente a la mitad de su país en nombre del patriotismo.

—Alguien dijo una vez que una nación era una mera excusa para el crimen —explicó Ottro—. En este caso, estoy de acuerdo. Sharadim ha abusado del amor y la confianza de su pueblo. Éste la ha convertido en la emperatriz de todo este reino, porque cree que representa lo mejor de la naturaleza humana. Además, ahora cuenta con su simpatía. ¿Acaso no intentó su hermano asesinarla? ¿No se ha demostrado que sufrió durante años, intentando preservar su reputación, dejando que el pueblo le creyera noble y bueno, cuando en realidad era la depravación y la cobardía personificadas?

—Bien —repuse—, puesto que, según se ha dicho oficialmente, su hermano ha muerto y vosotros sois sus víctimas, pensad en la enorme alegría que la embargará cuando descubra que no erró al confiar en él.

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