Salimos al frío aire nocturno; a lo lejos vimos un centenar de hogueras, y oímos el sonido producido por gentes de diferentes razas y culturas, algunas ni siquiera humanas, mientras celebraban su extraña Asamblea. Von Bek había pergeñado una especie de arpeo con la madera de un mueble. La intención era lanzarlo hacia el enmarañado cordaje con la esperanza de que quedara sujeto. Me susurró que estuviera preparado para dejar caer nuesra cuerda improvisada en cuanto me diera la orden, y luego arrojó el arpeo. Oí el golpe; se quedó fijo un momento, y después se soltó. Tras cuatro o cinco tentativas pareció hacer presa. Dejé que la cuerda se deslizara entre mis manos hasta que Von Bek me ordenó parar. Ató el extremo a la barandilla de la galería.
—Ahora —murmuró—, hemos de confiar en la suerte. ¿Voy yo primero?
Negué con la cabeza. Lo menos que podía hacer era correr el riesgo antes que él, pues la situación en que nos hallábamos era el resultado de mis obsesiones. Trepé al otro lado del balcón, me sujeté de la cuerda con ambas manos y empecé a columpiarme hacia el cordaje.
En ese momento, una voz triunfal gritó desde lo alto.
—Los ladrones escapan. ¡Capturadles, rápido!
Todo el casco pareció cobrar vida. Los haces de las linternas iluminaron a Von Bek, sentado a horcajadas sobre la barandilla, y a mí, que colgaba indefenso en el vacío, sin poder avanzar ni retroceder.
—¡Nos rendimos! —gritó Von Bek en tono distendido—. Volveremos a nuestra prisión.
—Oh, no, no lo haréis, buenos caballeros —replicó Armiad con malicioso regocijo—. Tendréis que caer a las cubiertas y romperos algunos huesos antes de que os capturemos de nuevo...
—No sólo sois un arribista grosero, sino también un bastardo sin corazón —dijo Von Bek. Estaba aflojando el nudo que ataba la cuerda a la barandilla. ¿Iba a matarme? Entonces saltó, se aferró a la cuerda justo detrás de mí y aulló—: ¡Cogeos bien, Herr Daker!
La cuerda se soltó de la barandilla y nos balanceamos con enorme fuerza hacia el cordaje. Las sogas alquitranadas nos produjeron cortes en la cara, pero el impacto también hizo caer a nuestros enemigos de sus puestos cercanos. Descendimos a toda prisa.
Pero todo el casco hormigueaba de hombres armados, y cuando pisamos una cubierta, dos o tres nos vieron y se abalanzaron sobre nosotros.
Corrimos hacia la barandilla más próxima y nos asomamos. No había forma de saltar, nada a lo que sujetarnos.
Oí un peculiar tamborileo sobre nuestras cabezas y, cuando miré hacia arriba, vi asombrado a una mujer alta, cubierta con una armadura blanca como el hueso, que se deslizaba por una cuerda. Llevaba una espada bajo el brazo y un hacha de batalla colgando de una correa ceñida a su muñeca. Se dejó caer junto a nosotros y avanzó con seguridad, acuchillando en apariencia el aire.
No sé lo que hizo en realidad a los hombres de Maaschanheem, pero dio la impresión de que se desplomaban en el suelo despedazados. La mujer nos indicó con un gesto que la siguiéramos, y no lo dudamos ni un momento. Vimos entonces a una docena de Mujeres Fantasma esparcidas por el barco, y por donde pasaban no quedaba ningún marinero bloqueando el camino.
Oí la risa de Armiad, una risa desagradable, y casi se ahogaba con las carcajadas.
—Hasta la vista, perros. Os merecéis vuestra suerte. ¡Será mucho peor que la que yo os reservaba!
Las Mujeres Fantasma formaban una especie de barrera móvil alrededor de nosotros. Avanzaban con gran celeridad por el barco, arrasando todo a su paso.
Al cabo de unos momentos, Von Bek y yo saltamos por la borda y las mujeres nos condujeron a sus tiendas.
Sabía que habían quebrantado todas las antiguas leyes de la Asamblea.
¿Qué podía ser tan importante para ellas como para correr un riesgo de tal magnitud? Les resultaría difícil conseguir más esclavos masculinos para sus propósitos concretos sin la Asamblea. ¡Su raza estaría en peligro!
—Amigo mío, creo que no somos sus invitados, sino sus prisioneros —me dijo Von Bek con voz algo temblorosa—. ¿Qué se propondrán hacer con nosotros?
—Cerrad la boca —le espetó una de las mujeres—. Nuestro futuro y nuestra propia existencia se hallan amenazados. No fuimos a pelear con aquella gente, sino a buscaros. Hemos de partir cuanto antes.
—¿Partir? —Mi estómago se revolvió—. ¿Adonde pensáis llevarnos?
—A Gheestenheem, por supuesto.
Von Bek lanzó una de sus estentóreas carcajadas.
—Oh, esto es demasiado para mí. He escapado de los torturadores de Hitler sólo para convertirme en pavo de Navidad. Confío en que me encontréis sabroso, señoras. Soy más delgado de lo que os conviene.
Nos habían conducido a bordo de un esbelto bajel blanco. Nos bajaron por un costado. Oí que desembarcaban unos osos.
—Bien, Von Bek —le dije a mi amigo—, vamos a resolver el misterio de Gheestenheem en directo.
Me senté erguido en el barco. Nadie me reprimió cuando, apoyándome en un asiento de madera, me levanté y escudriñé las negras aguas. Detrás de nosotros se distinguían las hogueras y las enormes sombras del Terreno de la Asamblea. Estaba seguro de que jamás las vería de nuevo.
Me volví para hablar con la mujer que había dirigido el ataque contra el casco.
—¿Por qué arriesgasteis todo lo que estimáis? Nunca podréis asistir a otra Asamblea, ¿verdad? ¡Todavía no sé si estaros agradecido o no!
Se estaba soltando la armadura y desatándose la visera.
—Juzgaréis por vos mismo cuando lleguemos a Gheestenheem —contestó.
Se quitó la visera.
Era la mujer que había visto antes. Al contemplar sus hermosas facciones me acordé de un sueño que había tenido en cierta ocasión.
Hablaba con Ermizhad. Me decía que ella no se reencarnaría eternamente como yo, pero cuando su espíritu habitara otra forma, ésta sería siempre la misma. Y jamás dejaría de amarme. No observé la menor señal de reconocimiento en aquel rostro, pero aun así las lágrimas acudieron a mis ojos mientras la contemplaba.
—¿Eres tú, Ermizhad? —pregunté.
La mujer me miró con cierta sorpresa.
—Mi nombre es Alisaard —dijo—. ¿Por qué lloráis?
1Sin dejar de recordar transcurre nuestro exilio
de los caminos celestiales
De la larga noche de los días infinitos
retuvimos una hora en el tiempo suspendida
Con solemne alegría las estrellas danzaban,
apartadas en mágicas alturas
Las lilas suspiraban entre las sombras de las luces
verdes azules y amarillas
Pero ya la noche cerrada parecía
fantasmal y sombría,
pues nuestros corazones inflamados
a todos su s delirios habían renunc lado
La belleza llamaba a la belleza,
y a voluntad del mago ac udían en tropel
las horas de amor desvanecidas que arden
en el corazón del silencio inmortal
Y en fuga pusieron dulces rostros eternos
a las sombras de la tierra,
y tenue y frágil como una mariposa
tu blanca mano aleteó y se alejó
Oh, ¿quién soy yo para erguirme junto a esta diosa
del aire crepuscular?
«A. E.» (GEORGE RUSSELL)
Afrodita
Recuerdo poco de aquel viaje hasta el amanecer del día siguiente. El sol se levantó, rojo, enorme e insustancial, temblando en la húmeda neblina y proporcionando un barniz rosado y escarlata a las grandes olas. El viento hinchaba la vela blanca y el sol también nos bañó, tiñéndonos de los mismos colores sutiles, hasta que nos fundimos con el océano a medida que avanzábamos hacia el astro.
Después, poco a poco, distinguí algo delante de nosotros. Era como si el mar arrojara al aire gigantescos chorros de agua. Luego comprendí que no era agua, sino luz. Grandes columnas de luz que caían del cielo e iluminaban una vasta superficie. Detrás se veía bruma, espuma y nubes. El agua de la zona rodeada por las columnas estaba en calma.
Von Bek se hallaba en la proa. Apoyaba una mano en una cuerda tirante y con la otra se protegía los ojos. Estaba excitado. Gotas de espuma cubrían su piel. Parecía que acabara de resucitar. Yo también me sentía agradecido por el agua salada que me libraba de la mugre oleosa.
—¡Qué maravilla de la naturaleza! —exclamó Von Bek—. ¿Cómo cree que se formó, Daker?
Negué con la cabeza.
—Siempre doy por sentado que se trata de magia.
Me eché a reír, comprendiendo la ironía de mi comentario.
Alisaard, con el cabello rojo oscuro agitado por el viento, subió desde una cubierta inferior.
—Ah, ¿habéis visto la Entrada? —preguntó con mucha seriedad.
—¿Entrada? —se extrañó Von Bek—. ¿Adonde?
—A Gheestenheem, por supuesto.
Demostró claramente que consideraba encantadora su ingenuidad. Sentí una inesperada punzada de celos. ¿Por qué no podía ser amable con aquellos a los que elegía? No era mi Ermizhad, pero costaba retener la idea en la mente, pues el parecido era asombroso. La mujer se volvió hacia mí.
—¿Habéis dormido, u os habéis pasado toda la noche llorando, príncipe Flamadin?
Hablaba en un tono de compasión irónica. Me resultaba difícil creer que aquellas mujeres fueran crueles propietarias de esclavos y, por añadidura, caníbales. De todos modos, resolví que no debía olvidar mi propia experiencia: a menudo, las culturas más urbanas, civilizadas y humanas poseían al menos un aspecto que, aunque normal a sus ojos, parecía monstruoso a otros. Pese a ello, aquellas mujeres tenían la gracia que yo asociaba con mis Eldren.
—¿Os autodenomináis «Mujeres Fantasma» —pregunté, ansioso de retener su atención.
—No, pero descubrimos hace mucho tiempo que nuestra mejor arma defensiva consistía en alentar las supersticiones de los humanos para aprovecharnos de ellas. La armadura tiene varias funciones prácticas, en especial cuando nos encontramos cerca de esos cascos humeantes, pero también conlleva cierto misterio, asusta a los que nos dedicarían toda clase de insultos y vejaciones.
—Entonces, ¿cómo os autodenomináis? —pregunté, sin muchos deseos de oír la respuesta.
—Somos mujeres de la raza Eldren —dijo.
—¿Y vuestro pueblo habita en Gheestenheem?
Mi corazón se puso a latir con violencia.
—Las mujeres habitan en Gheestenheem.
—¿Sólo las mujeres? ¿No hay hombres?
—Hay hombres, pero vivimos separadas de ellos. Se produjo un éxodo. Los Eldren fueron expulsados de su reino primitivo por humanos bárbaros que se llamaban los Mabden. Buscamos refugio en otra parte, pero en un momento dado nos separamos. Por eso nos hemos perpetuado durante muchos siglos mediante varones humanos. Sin embargo, de tales uniones sólo podemos concebir niñas. Basta para que nuestro linaje perdure, pero nos resulta un proceso desagradable.
—¿Qué les ocurre a los varones cuando han servido a vuestros propósitos?
La mujer rió, echando hacia atrás su hermosa cabeza. La luz del sol pareció prender fuego a su cabello.
—¿Creéis que abrigamos la intención de cebaros para celebrar un festín, príncipe Flamadin? ¡Obtendréis respuesta a vuestra pregunta cuando lleguemos a Gheestenheem!
—¿Por qué arriesgasteis tanto para rescatarnos?
—No teníamos la intención de rescataros. Ignorábamos que estabais en peligro. Queríamos hablar con vos. Entonces, cuando vimos lo que estaba ocurriendo, decidimos ayudaros.
—¿Así que vinisteis a capturarme?
—A hablar. ¿Preferís que os llevemos de vuelta a aquel casco maloliente?
Me apresuré a negar cualquier deseo de volver a ver el
Escudo Ceñudo.
—¿Cuándo pensáis darme una explicación?
—Cuando lleguemos a Gheestenheem. ¡Mirad!
Las columnas se alzaban a gran altura sobre nuestras cabezas, aunque el barco aún no las había alcanzado. La luz que se reflejaba en el blanco bajel lo dotaba de un brillo extraordinario. Al principio, había pensado que las columnas eran también blancas, como de mármol, pero en realidad resplandecían con todos los colores del arco iris.
En la popa, las mujeres que se encargaban del timón estaban inclinadas sobre los osos que tiraban de la embarcación, desplazándola con gran cautela entre las columnas.
—Es peligroso tocarlas —explicó Alisaard—. Podrían reducirnos a cenizas en cuestión de segundos.
Yo estaba medio cegado por la luz deslumbrante. Entreví vagamente olas enormes que se alzaban alrededor de la base de las columnas, y noté que el barco era impulsado hacia arriba, zarandeado de un pilar luminoso a otro. Pero la tripulación era experta. De pronto, las dejamos atrás y nos mecimos en total silencio sobre las calmadas aguas. Miré hacia arriba. Era como si me encontrara en un inmenso túnel que se extendiera hasta el infinito. No veía el final. Reinaba una atmósfera tranquila en su interior que disipaba todos los temores que había sentido al entrar.
—¡Es magnífico! —exclamó Von Bek, estupefacto—. ¿Realmente es cosa de magia?
—¿Sois supersticiosos como aquella gente, conde Von Bek? —preguntó Alisaard—. Me había imaginado lo contrario.
—Supera todos mis conocimientos científicos —replicó él con una sonrisa—. ¿Qué otra cosa podría ser, sino magia?
—Nosotras lo consideramos un fenómeno perfectamente natural. Tiene lugar siempre que las dimensiones de nuestros reinos se cruzan. Se forma una especie de vórtice, por el que es posible acceder a los Reinos de la Rueda, con tal que se posea la curiosidad o valentía suficientes. Tenemos cartas de navegación que nos revelan cuándo y dónde se materializan esas entradas, adonde es probable que conduzcan y cosas así. Puesto que son regulares y predecibles, no las definimos como mágicas. ¿Os satisface la explicación?
—Completamente, señora —respondió Von Bek, enarcando las cejas—, pero creo que no podría convencer ni a Albert Einstein de la existencia de este túnel.
Ella no entendió la referencia, pero sonrió. No cabía duda de que a Alisaard le agradaba Von Bek. Recelaba más de mí, pero yo no entendía el motivo, a menos que también creyera las historias de mis crímenes y traiciones. ¡De repente lo comprendí! Aquellas mujeres querían a Sharadim, mi hermana gemela. ¿Pensaban entregarme a la justicia, a cambio de su ayuda? Después de todo, estaban acostumbradas a traficar con hombres. ¿Me consideraban una simple mercancía?
Todos estos pensamientos se alejaron de mi mente cuando el barco empezó a dar vueltas. Fuimos arrojados contra las cuadernas, si bien no giraba con la suficiente rapidez para salir despedidos por la borda, y después empezó a elevarse poco a poco en el aire. ¡Parecía que el túnel nos estaba atrayendo hacia arriba, aspirándonos hacia la dimensión contigua! El barco cabeceó y temí que cayéramos al agua, pero nuestra gravedad no varió. Navegábamos por el túnel como si siguiéramos la veloz corriente de un río. Casi esperaba ver riberas a ambos lados, pero sólo percibí los resplandecientes colores del arco iris. Tuve ganas de llorar otra vez, pero a causa de la belleza y maravilla que entrañaba todo aquello.