—Es nuestra única esperanza de derrotar a Sharadim y a sus aliados —dijo Alisaard—, entre los que en efecto se cuenta el archiduque Balarizaaf.
—¿Qué clase de esperanza es ésa? —suspiró la anciana—. No es más que una insensatez.
—Viajamos hacia el Langostino Herido para encontrar un portal —intervino Von Bek—. ¿Qué fondeadero es éste, bondadosa dama?
—La Fuente Rebosante, fondeadero del
Pez Imaginario,
también destruido por los lanzallamas de Armiad, los mismos que Sharadim le proporcionó. No tenemos armas. Él tiene muchas. El Langostino Herido se halla a muchos kilómetros de aquí. ¿Cómo vais a efectuar el viaje?
—A pie —dijo Alisaard—. No nos queda otro remedio.
La anciana frunció el ceño y meditó unos momentos.
—Tenemos una batea. A nosotros no nos sirve de nada. Si decís la verdad, y yo presiento que sí, sois nuestra única esperanza. Una esperanza débil es mejor que ninguna. Coged la batea. Navegando por los bajíos llegaréis a El Langostino Herido mañana.
Sacaron el barquichuelo de fondo plano del casco quemado. Olía a fuego y destrucción, pero estaba intacto y flotó sin problemas en el agua. Nos dieron pértigas y nos enseñaron a utilizarlas. Y después, dejamos al patético grupo en la orilla mientras conducíamos nuestra batea hacia El Langostino Herido.
—Tened cuidado —gritó lady Praz Oniad—, los esbirros de Armiad pululan por todas partes. Sus barcos han imitado el estilo de Draachenheem y son mucho más veloces que los nuestros.
Proseguimos con cautela nuestro viaje, ruinándonos toda la noche en impeler la embarcación con la pértiga. Al fin, Alisaard consultó sus planos y extendió el dedo. A la luz del alba vislumbramos un tenue resplandor blanco.
El portal ya se había materializado.
Pero entre nosotros y él se cernía el enorme bulto de otro casco. Y éste no se hallaba maltrecho. Ondeaban en él banderas de todos los colores.
—He ahí un bajel dispuesto para la batalla —advirtió Von Bek.
—¿Es posible que Armiad o Sharadim se hayan enterado de nuestro viaje, enviando un casco para interceptarnos? —pregunté a Alisaard.
Meneó la cabeza en silencio. No lo sabía. Estábamos agotados de impulsar la batea y no contábamos con medios para enfrentarnos al gigantesco casco.
Lo único que podíamos hacer era varar nuestra embarcación y correr hacia el palpitante portal. Procedimos de esta forma, tropezando y chapoteando con las piernas hundidas hasta la rodilla en el pantano, cayendo cuando nuestros pies quedaban atrapados en las algas. Nos fuimos acercando lentamente al portal, pero ya nos habían visto. Oímos gritos en el casco. Vi unas siluetas que desembarcaban en el promontorio cercano al portal. Vestían de verde oscuro, se cubrían con armaduras amarillas y empuñaban espadas y lanzas. Al no llevar armas, estábamos en clara inferioridad de condiciones.
Pese a ello nos esforzamos en avanzar hacia el portal. Nuestros corazones latían violentamente, y confiábamos en que un golpe de suerte nos permitiría alcanzar el portal antes que los guerreros armados. Ahora, se gritaban entre sí, dispersándose mientras corrían hacia nosotros.
Al cabo de unos momentos estábamos rodeados. Nos aprestamos a combatir con las manos desnudas.
No había visto armaduras como las suyas en Maaschanheem. Más bien me recordaban los atavíos de guerra de Draachenheem. Cuando el líder avanzó, estorbado por aquel conjunto de metal y piel, comprendí por qué había pensado así.
Conocía muy bien la cabeza sudorosa y enfermiza que quedó al descubierto. Había sospechado que sería Armiad o uno de sus basureros, pero en realidad se trataba de lord Pharl Asclett, al que habíamos dejado atado en los aposentos de Sharadim cuando escapamos de su palacio. Una sonrisa hosca deformaba su rostro.
—Estoy muy contento de volver a veros —dijo—. Traigo una invitación de la emperatriz Sharadim. Le complacería en extremo que asistierais a su inminente boda.
—Conque ya es emperatriz, ¿eh?
Alisaard buscó con la mirada una brecha en el círculo que nos rodeaba.
—¿Pensáis defraudarla?
El rostro del príncipe Pharl exhibía cierto aire de superioridad.
—¿Y con quién se casa esa dama? —Von Bek también intentaba ganar tiempo—. ¿Con vos, Pharl de la Palma Pesada? Me habían dicho que no sentíais inclinación por el bello sexo. O por ninguno, para ser exacto.
—Me sentiría honrado de servir a mi emperatriz en cualquier cometido. —El príncipe de Skrenaw le miró con ira—. Incluso en ése. No, señor, se casa con el príncipe Flamadin. ¿No os habíais enterado? Fluugensheem está en fiestas. Ha elegido como gobernantes a la emperatriz y a su consorte, pues el rey de la Ciudad Volante se rompió la cabeza en el curso de una borrachera. ¿Seréis tan amables de volver con nosotros a nuestro casco? Os esperamos desde hace cinco días...
—¿Cómo supisteis dónde encontrarnos? —pregunté.
—La emperatriz cuenta con aliados sobrenaturales. También ella es una gran vidente. Además, ha situado capitanes en muchos portales de Maaschanheem y Draachenheem. Se consideró que probablemente elegiríais éste, pero la verdad es que esperaba veros salir de él...
Se interrumpió cuando percibió un sonido que recordaba a un trueno lejano. Volvió su horrible cabeza y dio un respingo cuando vio lo que era.
Estiramos el cuello para echar una ojeada. El gran casco intentaba virar, pero parecía atrapado en una enorme red. Vi una bola de fuego vomitada desde una cubierta que rebotó al chocar contra la pared. Distinguí cierto número de veloces veleros, similares a los que había visto en Gheestenheem, rodeando el casco. Eran los que habían atacado al bajel. El ruido procedía de las cargas utilizadas para disparar el nudo de redes que atenazaba todo el casco.
Antes de que el príncipe Pharl pudiera dar órdenes, una oleada de guerreros surgieron de la tierra y atacaron a nuestros captores. Su jefe era un ser de corta estatura, protegido únicamente por un yelmo y un peto, y armado con un arpón el doble de alto que él. La pequeña figura hacía cabriolas, algo apartado de la refriega, agitaba su arma y animaba a sus hombres, cubiertos con las armaduras verdegrisáceas que había visto por primera vez en Maaschanheem. La figura me sonrió. Era Jermays el Encorvado.
—¡Nosotros también nos anticipamos al enemigo! —gritó.
Lanzó una carcajada cuando sus hombres cercaron a los esbirros del príncipe Pharl y les conminaron a rendirse. Pharl fue capturado. Nos miró con ojos furiosos. Cuando los guerreros levantaron sus viseras, revelando que se trataba de una fuerza compuesta por Mujeres Fantasma y nativos de Maaschanheem, estuvo a punto de derramar lágrimas.
Jermays se acercó jadeando como un perro contento.
—Pueblos de diferentes reinos se han unido contra Sharadim y sus adláteres, pero somos inferiores en número. Debéis proceder con rapidez. El portal no tardará en seros de escasa utilidad. Sharadim manda en Draachenheem. Ottro murió en la batalla. El príncipe Halmad sigue combatiendo contra la emperatriz. Neterpino Sloch perdió la batalla de Fancil Sepaht y lo ha pagado caro. Ha perdido las dos piernas. Sharadim ha enviado Mabden de este reino a Gheestenheem, y sus fuerzas amenazan a las Eldren. En el ínterin, trata de consolidar sus posiciones en Fluugensheem, y todo Rootsenheem ha caído en su poder. Sus hombres han puesto cerco a Adelstane, pues los príncipes ursinos no cayeron en su trampa. Casi todo depende de vosotros. ¡Su poder es tan grande que casi le permite invocar al Caos, unir los reinos conquistados con los de él! ¡Rápido, rápido, atravesad el portal!
—¡Pero si vamos a Rootsenheem! —grité—. ¿Cómo podemos tener éxito, si ya ha caído en sus garras?
—¡Presentaos con nombres falsos! —fue el inverosímil consejo de Jermays.
Nos pusimos a correr, zambulléndonos entre las columnas luminosas y dejando que nos arrastraran hacia otro túnel. Volamos por él, experimentando el júbilo que deben de sentir las aves cuando se mecen en las corrientes de aire, y al cabo de un rato vimos una cegadora luz amarilla enfrente. Pasados unos segundos nos encontramos sobre arena caliente, contemplando un gigantesco zigurat de piedra tallada que parecía más viejo que el mismísimo multiverso.
—Nos hallamos en el reino de los Llorones Rojos —dijo Alisaard sin alzar la voz—. Vos sois Farkos, de Fluugensheem. Vos, conde Von Bek, sois Mederic de Draachenheem. Yo soy Amelar de los Eldren. No hablemos más. Ahí vienen.
Una abertura había aparecido en la base del zigurat. De ella salieron un grupo de hombres de extraño atavío, similar al que ya había observado en la Asamblea.
Exhibían pobladas barbas y vestían prendas muy peculiares: una especie de fina seda tensada sobre una holgada armazón, de manera que apenas les rozaba la piel, anchos guanteletes, y cascos de madera ligera, sostenidos sobre una especie de yugo que aguantaban los hombros. Se detuvieron a pocos metros de nosotros y alzaron los brazos a modo de saludo.
Casi me esperaba otro ataque, pero los hombres hablaron con sonora gravedad.
—Os encontráis en el reino de los Llorones Rojos. ¿Habéis cruzado el umbral por accidente o ex profeso? Somos los guardianes hereditarios del portal y debemos hacer estas preguntas antes de autorizaros a proseguir vuestro camino.
Alisaard dio un paso adelante y nos presentó bajo nuestros nombres falsos.
—Hemos venido ex profeso, nobles señores, pero no somos comerciantes. Solicitamos humildemente permiso para atravesar vuestro reino hasta llegar al siguiente umbral.
Vi con más claridad los rostros de los hombres. Sus ojos eran grandes y saltones, y estaban ribeteados de rojo. Los cascos les ocultaban en parte la cara, pero pude observar que de una armazón de alambre, colocada bajo cada ojo, colgaba una copa pequeña. Advertí, con un estremecimiento de náusea, que de sus globos oculares manaba constantemente un fluido rojo viscoso, una especie de mucosidad, y que los hombres nos miraban sin vernos.
—¿Qué asunto, pues, os ha traído aquí, noble dama? —preguntó un Llorón Rojo.
—Buscamos el conocimiento.
—¿Con qué fines se utilizará dicho conocimiento?
—Exploramos los senderos que comunican los reinos para trazar planos. Juro que el resultado beneficiará a los Seis Reinos.
—¿No nos haréis daño? ¿No os llevaréis nada de este reino que no os sea ofrecido voluntariamente?
—Lo juramos.
Nos indicó con un gesto que repitiéramos sus palabras.
—El latido de vuestro corazón sugiere temor —dijo otro Llorón—. ¿De qué tenéis miedo?
—Hemos escapado por poco de los piratas de Maaschanheem —dijo Alisaard—. El peligro acecha por todas partes últimamente.
—¿Qué clase de peligro?
—La guerra civil y la conquista de nuestros reinos por el Caos.
—Ah, ya —intervino otro hombre—. Debéis proseguir de inmediato vuestra tarea. No abrigamos tales temores en Rootsenheem, porque nuestra diosa, que os bendiga a los tres, nos protege.
—Que la diosa os bendiga a los tres —corearon los demás.
Una sospecha instintiva me asaltó.
—Decidme, nobles señores, os lo ruego, ¿a quién llamáis vuestra diosa?
—Se llama Sharadim la Sabia.
Comprendimos al instante por qué la guerra y la destrucción no se habían cebado en Rootsenheem. Sharadim no necesitaba desatarlas allí. El reino ya estaba conquistado y sin duda le pertenecía desde hacía muchos años. No resultaba difícil imaginar con qué facilidad había engañado a aquel pueblo de ancianos casi seniles. Imaginé que cuando ofreciera el reino de los Llorones Rojos al Caos, pocos protestarían o adivinarían lo que estaba ocurriendo.
Este descubrimiento otorgó a nuestra misión una mayor urgencia.
—Buscamos un lugar al que llamáis Tortacanuzoo —dijo Alisaard—. ¿Cómo podemos llegar a él, nobles señores?
—Deberéis cruzar el desierto, en dirección oeste, pero necesitaréis un animal. Os prestaremos uno. Cuando ya no preciséis de sus servicios, el animal volverá aquí por voluntad propia.
Y así, sobre una enorme plataforma de madera fijada al lomo de un animal de tamaño y forma similares al rinoceronte, iniciamos la travesía del gran desierto.
—Sharadim controlará pronto todos los reinos, excepto Gheestenheem —aseveró Alisaard con seriedad—. Y si Gheestenheem cayera, su poder aumentaría. A estas alturas ya debe de tener millones de guerreros bajo sus órdenes. Y, por lo visto, ha revivido el cadáver de su hermano asesinado para impresionar a los habitantes de Fluugensheem.
—Eso es lo que no entiendo —dije, estremeciéndome—. ¿Tenéis idea de lo que planea?
—Creo que sí. Las leyendas y mitos de Fluugensheem tienen mucho que ver con el tema de la dualidad. Se remontan a una Edad de Oro, cuando una reina y un rey gobernaban, y las ciudades del reino volaban. Ahora, tan sólo una posee esa característica, y está envejeciendo, pues han perdido la ciencia de construir barcos nuevos. Por lo visto, éstos también eran originarios de otro reino. Si Sharadim ha sido capaz de insuflar una imitación de vida en el cadáver de su hermano, significa que su poder, prestado por el Caos, es más grande que nunca. Sin duda habrá convencido a los habitantes de Fluugensheem, gracias a sus malas artes, de que las historias relativas a que el príncipe Flamadin había sido puesto fuera de la ley eran falsas. Es muy hábil en satisfacer las necesidades de todos aquellos a los que quiere manipular. Presenta una faceta diferente a cada uno de los Seis Reinos, la que más desean ver, dado su idealismo y sus secretos anhelos de orden y paz...
—Es, en otras palabras, la clásica demagoga —comentó Von Bek, aferrándose al borde de la plataforma cuando el animal se tambaleó; a continuación, éste se enderezó y exhaló una enorme y maloliente bocanada de aire—. El secreto de Hitler consistía en saber dar una imagen diferente a grupos de gente distintos. Por eso ascendió con tanta rapidez al poder. Son seres muy peculiares. Pueden cambiar, virtualmente, de forma y color. Poseen una naturaleza amorfa, y al mismo tiempo una voluntad implacable de dominar a los demás; es su único rasgo consistente, su única realidad.
Alisaard se quedó muy impresionada.
—¿Habéis estudiado la historia de vuestro mundo? —preguntó—. ¿Sabéis mucho de tiranos?
—Soy la víctima de uno. Por lo visto, si no tenemos éxito, seré la víctima de otro.
Ella le cogió la mano.
—Debéis conservar vuestra valentía, conde Von Bek. Es considerable y ya os ha sido de utilidad. He conocido a pocos hombres tan audaces como vos.