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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (31 page)

No le hice caso. Por fin había comprendido la enormidad de su engaño, cómo había cultivado mi amistad, sabiendo que iba a mantener una relación ilícita con mi esposa. ¿Le habría ayudado Ermizhad a planear su engaño? Era lógico suponerlo. ¿Cómo no me había dado cuenta? Asuntos menos importantes habían nublado mi mente. Ya no necesitaba la Espada del Dragón. No debía lealtad a los Seis Reinos. ¿Por qué iban a distraerme esos problemas, cuando mi esposa me deshonraba ante mis propios ojos?

Dejé de reír en este punto y me preparé a lanzar el arma.

Y entonces me di cuenta de que la risa continuaba. No era la mía.

Miré a un lado y vi a un hombre. Llevaba largas vestiduras de color negro y azul oscuro. Su rostro me era familiar, pero no supe precisar por qué. Tenía el aspecto de un estadista maduro, inteligente y sensato. Tan sólo sus feroces carcajadas desmentían esta impresión.

Entonces comprendí que me hallaba frente al soberano de aquel reino, el archiduque Balarizaaf en persona.

Y, sin pensarlo, arrojé mi lanza directamente hacia su corazón.

Siguió riendo, mirando el mango que sobresalía de su cuerpo.

—Oh, esto es muy divertido —habló por fin—. Mucho más interesante, señor Campeón, que conquistar mundos y esclavizar naciones, ¿no creéis?

Comprendí a medias que era víctima de la influencia alucinadora de aquel reino. Impulsado por mi locura, había estado a punto de matar a mis dos mejores amigos.

El archiduque Balarizaaf desapareció de repente y Alisaard me llamó. Había localizado, con la ayuda de la Actorios, otro sendero fantasmal, apenas visible. Lo más interesante, sin embargo, era la liebre de color pardo que saltaba a su lado.

—Debemos seguirla —dije, temblando al pensar en lo que había estado a punto de hacer—. Recordad lo que Sepiriz nos dijo. La liebre es nuestro primer vínculo con la espada.

Von Bek me dirigió una mirada cautelosa.

—¿Se ha recobrado, amigo mío?

—Espero que sí —contesté.

Cabalgaba al frente, siguiendo a la liebre, que, con su característica indiferencia, nos guiaba por el sendero.

La senda no tardó en estrecharse y los caballos resbalaron en las piedras sueltas. Desmonté y conduje al mío por las riendas. Von Bek y Alisaard imitaron mi ejemplo.

Me dio la impresión de que la liebre nos esperaba pacientemente. Entonces, prosiguió su marcha con determinación.

Por fin, el animal se detuvo en un punto donde el sendero parecía atravesar roca sólida. Vimos un amplio valle más abajo, un río tan grande como el Mississippi y una gigantesca fortaleza que parecía hecha de plata. Nos acercamos a pie a la liebre y al muro de roca. Alargué la mano hacia el animal, pero me evitó de un salto. Y entonces, de súbito, me hundí en la negrura, me hundí en la melancolía del vacío cósmico. Y creí oír de nuevo la risa de Balarizaaf. ¿Habíamos caído, después de todo, en una trampa del archiduque del Caos?

¿Permaneceríamos en el limbo durante toda la eternidad?

2

Tuve la sensación de que caía durante meses, o tal vez años, hasta que me di cuenta de que el movimiento había cesado y mis pies pisaban tierra firme, envuelto en una oscuridad absoluta.

—John Daker, ¿está ahí? —me llamó una voz.

—Estoy aquí, Von Bek, sea donde sea. ¿Y Alisaard?

—Con el conde Von Bek —dijo ella.

Poco a poco, conseguimos reagruparnos y enlazar nuestras manos.

—¿Qué clase de lugar es éste? —preguntó mi amigo—. ¿Alguna trampa del archiduque Balarizaaf?

—Es posible —respondí—, aunque yo pensaba que la liebre nos había guiado hasta aquí.

—Vaya —rió—, hemos caído por una conejera como Alicia, ¿verdad?

Sonreí ante su comentario. Alisaard se quedó en silencio, desconcertada por la referencia.

—Hay muchos lugares en los reinos del Caos donde el tejido del multiverso está muy desgastado, y otros en que los mundos se cruzan al azar —dijo por fin—. Es imposible señalarlos en un plano, al contrario que los portales, pero a veces existen durante siglos. Tal vez hayamos caído por una de esas brechas en el tejido. Podríamos estar en cualquier parte del multiverso...

—¿O en ninguna? —preguntó Von Bek.

—O en ninguna —corroboró ella.

Yo todavía sostenía la opinión de que la liebre nos había conducido hasta allí a propósito.

—Se nos dijo que encontraríamos una copa, que la copa nos conduciría a un caballo con cuernos, y que éste nos llevaría a la espada. Tengo fe en los poderes profetices de Sepiriz. Creo que hemos venido a este lugar para encontrar la copa.

—Aunque estuviera aquí, no sería fácil verla, ¿verdad, amigo mío? —preguntó Von Bek.

Me agaché para tocar el suelo. Estaba mojado. Un olor mohoso impregnaba el lugar. Una exploración más detenida me confirmó que pisábamos viejas y gastadas losas.

—Esto es obra del hombre —argüí—, y yo diría que nos hallamos en una especie de cámara subterránea, lo cual significa que tiene que haber una pared. Y en ella, quizá, una puerta. Venid.

Les precedí hasta que mis dedos palparon un bloque viscoso de piedra. Su tacto era desagradable, pero comprendí que se trataba de una pared. La seguimos, primero hasta una esquina y después hasta la otra. La cámara mediría unos seis metros de ancho. En la tercera pared había una puerta de madera, con goznes de hierro y una enorme cerradura a la antigua usanza. Cogí la argolla y le di vuelta. El cestillo se descorrió con sorprendente suavidad. Tiré de ella. Al otro lado había luz. La abrí unos milímetros más con cautela y escudriñé el pasillo.

Era de techo bajo y curvo, y parecía tan viejo como la cámara. Estaba iluminado por bombillas comunes del siglo xx, colgadas, a intervalos regulares, de cordones visibles, como si las hubieran dispuesto para un uso temporal. El pasillo desembocaba a mi derecha en otra puerta, pero a la izquierda se ensanchaba durante unos cuantos metros, antes de formar un recodo. Fruncí el ceño. Estaba muy desconcertado.

—Se diría que nos hallamos en las mazmorras de un castillo medieval —susurré al oído de Von Bek—, aunque hay luz eléctrica. Eche un vistazo.

Al cabo de un momento metió de nuevo la cabeza en la cámara y cerró la puerta. Su respiración se había acelerado, pero no dijo nada.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

—Nada, amigo mío. Llámelo una premonición. Sé que podríamos hallarnos en cualquier sitio, pero he tenido la sensación de conocer este pasillo. Lo cual, estará de acuerdo conmigo, es improbable. Todos estos lugares se parecen entre sí. Bien, ¿vamos a explorar?

—Si se siente dispuesto...

—Desde luego. —Lanzó una desmayada carcajada—. Mi mente está algo perturbada por los recientes acontecimientos, eso es todo.

Salimos al pasillo. Nuestra pinta era de lo más curioso: Alisaard iba cubierta con su armadura de marfil, yo me ceñía las gruesas pieles de un guerrero de los pantanos, y Von Bek exhibía su atavío imitación del siglo xx. Avanzamos con cautela hasta llegar a la curva del pasillo. El lugar parecía desierto, pero, a juzgar por las luces, se utilizaba. Examiné la bombilla más próxima. Era de un estilo desconocido para mí, mas sin duda funcionaba de la manera habitual.

Estábamos tan absortos inspeccionando el pasillo que no tuvimos tiempo de ocultarnos cuando una puerta se abrió y por ella salió un hombre. Nos quedamos inmóviles, dispuestos a enfrentarnos con él como mejor pudiéramos. Aunque detecté cierta imprecisión en su forma, parecía bastante sólido. Lo que más me sobresaltó fueron sus ropas, y Von Bek, al fijarse en ellas, dio un respingo.

¡Teníamos frente a nosotros a un oficial de las SS nazis! Iba distraído leyendo unos papeles, pero cuando levantó la vista nos miró directamente a la cara. No dijimos nada. Frunció el ceño, nos miró de nuevo, se estremeció, murmuró para sí y se alejó en dirección opuesta, frotándose los ojos.

—Nuestra situación nos reporta ciertas ventajas —rió Alisaard.

—¿Por qué no nos ha dirigido la palabra? —preguntó Von Bek.

—En este mundo somos sombras. Me habían hablado de cosas similares, pero nunca las había experimentado. Aquí sólo poseemos una parte de sustancia. —Volvió a reír—. Somos lo que los Seis Reinos siempre han llamado a las Eldren. ¡Somos fantasmas, amigos míos! ¡El hombre pensó que estaba sufriendo una alucinación!

—¿Pensarán todos lo mismo? —preguntó Von Bek, nervioso.

Para ser un espectro, sudaba de mala manera. Él sabía mucho mejor que yo lo que significaba ser capturado por aquellos brutos.

—Supongo que es de esperar —repuso Alisaard, insegura—. ¡Ver a ese hombre os ha aterrorizado, conde Von Bek! ¡Es él quien debería tener miedo de vos!

—Creo que empiezo a entenderlo —dije—. Me parece que Sepiriz ha encontrado un método para cumplir la promesa que le hizo al conde Von Bek y lograr sus propósitos al mismo tiempo. Usted dijo que reconocía este lugar, amigo mío. ¿Recuerda dónde lo había visto antes?

Inclinó la cabeza y se frotó la cara. Se disculpó por su estado, enderezó la espalda y asintió.

—Sí. Hace unos años. Me trajo un primo lejano. Era un nazi furibundo y quería impresionarme con lo que él llamaba la resurrección de la vieja cultura alemana. Nos hallamos en las criptas secretas del castillo de Nuremberg. Estamos en el mismísimo centro de lo que los nazis consideran su reducto espiritual. A un forastero le resultaba imposible visitarlo, pero entonces los nazis era menos numerosos, menos respetables y tenían menos poder. Se dice que estas criptas se remontan a la época de los primeros arquitectos godos, que ya se habían instalado aquí antes de los romanos. Se encuentran bajo la principal ladera de la colina sobre la que se construyó el castillo, y fueron excavadas hace poco. Cuando vine, los nazis no paraban de pregonar que habían descubierto los «cimientos» de la verdadera Alemania. En aquel tiempo ya me había acostumbrado a este tipo de tonterías. El lugar me resultó bastante inquietante, a causa del valor que mi pariente nazi le adjudicaba. Al cabo de poco tiempo de mi visita, se prohibió el acceso a todo el mundo, excepto a los gerifaltes nazis. Desconozco el motivo. Corrieron los típicos rumores acerca de los ritos de magia negra que Hitler practicaba, pero no los creí. Mi teoría es que habían construido una instalación militar secreta. En aquellos días, los nazis todavía necesitaban fingir que cumplían los acuerdos del armisticio.

—Sepiriz dijo que la liebre nos guiaría hasta una copa —insistí, algo desconcertado—. ¿Qué clase de copa podemos encontrar en Nuremberg?

—Estoy segura de que no tardaremos en descubrirlo. —Tanta charla había impacientado a Alisaard—. Sigamos adelante. Recordad que de nosotros depende casi todo. El destino de los Seis Reinos está en nuestras manos.

Von Bek paseó la mirada en derredor.

—Recuerdo que había una cripta principal, una especie de cámara ceremonial, a la que mi primo concedía una importancia casi mística. La calificaba de núcleo del espíritu germano, o alguna estupidez por el estilo. Debo admitir que su cháchara me aburrió y me dio asco al mismo tiempo. Pero tal vez es eso lo que deberíamos buscar.

—¿Se acuerda del camino?

Reflexionó unos momentos y luego extendió el dedo.

—Hemos de seguir por donde íbamos. Aquella puerta del fondo. Estoy seguro de que da a la cámara principal.

Nos precedió. Dos nazis más se cruzaron con nosotros, pero sólo uno nos miró por el rabillo del ojo, y por sus gestos dedujimos que no daba crédito a lo que veía. Si aquella época era contemporánea a la de Von Bek, supuse que casi todo el mundo iba falto de sueño y se había acostumbrado a todo tipo de alucinaciones. Si yo hubiera sido miembro de las SS, lo más probable es que hubiera visto fantasmas de diversas clases.

Von Bek se detuvo ante una puerta de factura reciente, aunque de estilo románico como el resto.

—Creo que ésta es la cámara de la que os he hablado —dijo, vacilante—. ¿Entramos?

Entendiendo nuestro silencio como una afirmación, agarró la argolla de hierro y trató de girarla. No se movió. Apoyó el hombro en la hoja de la puerta y empujó. Meneó la cabeza.

—Está cerrada con llave. Sospecho que tiene cerraduras modernas al otro lado. Apenas cede.

—¿Cabe la posibilidad de que, al ser difusa nuestra sustancia en este plano, no podamos ejercer la fuerza necesaria sobre la puerta? —pregunté a Alisaard.

Sus conocimientos sobre el fenómeno eran escasos. Sugirió que esperásemos a ver cómo abrían los demás la puerta.

—Es posible que haya un truco.

Nos apretujamos en un nicho cercano y, protegidos por las sombras, observamos las idas y venidas de oficiales nazis por el pasillo. No vimos soldados armados, y dedujimos que los nazis se sentían seguros a este respecto.

Esperamos durante una hora. Ya empezábamos a impacientarnos, cuando un hombre alto de cabello gris, vestido con prendas negras y plateadas que recordaban el uniforme de las SS, dobló la esquina del pasillo y avanzó hacia nosotros. Parecía un sacerdote oficiante, pues llevaba una pequeña caja en la mano. Se detuvo ante la puerta de la cámara y extrajo de la caja una llave, que insertó en la cerradura. Tras hacerla girar, la puerta se abrió, y un olor mohoso escapó de la estancia.

Nos deslizamos en silencio detrás del hombre canoso. Estaba disponiendo la cámara para algún rito, como un sacerdote dispondría su iglesia. Encendió grandes velas con ayuda de cerillas. Las piedras de la cripta se veían muy viejas. Docenas de arcos sostenían el techo; resultaba imposible calcular sus dimensiones reales. Las llamas proyectaron sombras que oscilaron por doquier. Fue fácil ocultarnos. El sacerdote abandonó la cámara una vez finalizada su tarea, cerrando con llave la puerta a su espalda.

Gozábamos de libertad para explorarla. Nos dimos cuenta de que había sido habilitada como templo en fecha reciente. En el extremo más alejado había un altar, y en la pared situada detrás estaba pintada una cruz gamada negra, roja y blanca, rodeada de emblemas bárbaros, variaciones de antiguos símbolos teutónicos. Sobre el altar había un árbol de plata estilizado, y a su lado la figura de un toro salvaje, hecha de oro macizo.

—Esto es lo que algunos nazis querrían poner en nuestras iglesias —susurró Von Bek—. Objetos de adoración paganos, que ellos declaran símbolos de la verdadera religión alemana. Son casi tan anticristianos como antisemitas. Es como si odiaran cualquier sistema de pensamiento que ponga en entredicho su revoltijo de seudofilosofía y parafernalia mística. —Contempló el altar con disgusto—. Son nihilistas de la peor especie. Ni siquiera se dan cuenta de que lo destruyen todo y no crean nada. Su invención resulta tan hueca como las invenciones del Caos que he visto. Carece de auténtica historia, de esencia concreta, de profundidad, de calidad intelectual. Es una mera negación, un brutal rechazo de todas las virtudes alemanas.

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