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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (35 page)

La sangre me llenaba la boca y tuve que escupirla. Me erguí, jadeando. Había estado de rodillas. El nivel del lago no había aumentado. Era yo el que había caído. Me levanté y miré durante un momento al conde Von Bek y a Alisaard, casi sin verles. Me sujetaban y sacudían.

—Usted es John Daker —le oí decir—. Ella amaba a John Daker, no a ese histérico espadachín.

Tosí. Apenas le entendía, pero poco a poco capté el significado de sus palabras. Y, a medida que ese significado se hacía más claro, pensé que tal vez decía la verdad.

—Ermizhad amaba a Erekosë —afirmé.

—Tal vez le llamaba así porque ése era el nombre que le dio el rey Rigenos, pero a quien amaba en realidad era a John Daker, el mortal normal y decente que fue atrapado en la odiosa red de un destino asombroso. Usted no puede cambiar lo que le ha ocurrido, pero sí al ser en que se ha convertido. ¿No lo entiende, John Daker?
¡Puede cambiar al ser en que se ha convertido!

Me parecieron las palabras más sensatas que escuchaba desde hacía muchos años. Me sequé el líquido que cubría mi rostro. No era sangre. Parpadeé y sacudí las manos para librarme de las gotas.

El unicornio aguardaba pacientemente. Me di cuenta de que, una vez más, había perdido el contacto con la realidad, pero ahora estaba claro que había dejado algo de mi auténtica identidad en el camino, a lo largo de mis aventuras cósmicas. Como John Daker, me sentía descontento. El mundo se me antojaba triste. Sin embargo, en algunos aspectos era más rico que todas las turbulentas y fantásticas esferas que había visitado.

Estreché la mano de Von Bek y le sonreí.

—Gracias, amigo. Creo que es el mejor camarada que he tenido.

Él también sonrió. Los tres nos abrazamos en aquel lago carmesí, mientras sobre nuestras cabezas el cielo comenzaba a hervir y humear, adoptando un tono tan rojizo como el de las aguas.

Después, nos dio la impresión de que el océano de sangre se alzaba para fundirse con el cielo, formando una inmensa muralla de cristal carmesí centelleante.

El unicornio se había desvanecido. Ante nosotros sólo vimos el acantilado carmesí. Entonces, recordé la visión que habíamos tenido en la fortaleza de Morandi Pag. Forcé la vista y distinguí en el interior del muro, empotrada como un insecto en ámbar, una espada verdinegra en la que titilaba un menudo fragmento de color amarillo.

—¡Ahí está la Espada del Dragón! —dije.

Mis amigos permanecieron en silencio.

Sólo entonces me di cuenta de que el líquido se había solidificado por completo. Nuestras piernas se hallaban presas en roca cristalina, al igual que la espada. Estábamos atrapados.

Oí el resonar de unos cascos. La roca que aprisionaba mis piernas tembló cuando los caballos se acercaron. Torcí el cuerpo para mirar hacia atrás.

Dos figuras cabalgaban hacia nosotros, montando idénticos caballos. Vestían trajes vistosos, con chaquetones y capas a juego, y portaban espadas y estandartes que también armonizaban. Una era Sharadim, la emperatriz de los Seis Reinos, y la otra su hermano muerto, Flamadin, que pretendía absorber mi alma y hacerla suya.

El archiduque Balarizaaf, ataviado de nuevo como un sobrio patricio, se erguía en la base del gran acantilado rojo. Se cruzó de brazos y esperó. Sonrió, sin dignarse mirarme.

—Saludos, fieles servidores —dijo, dirigiéndose a Sharadim y Flamadin—. He cumplido la promesa que os hice. ¡Aquí tenéis estos tres bocados, pegados como moscas al papel, para que hagáis con ellos lo que os apetezca!

Flamadin echó hacia atrás su flaca cabeza gris y emitió una hueca carcajada. Su voz poseía aún menos vida que la última vez que la oyera, en el borde del volcán de Rootsenheem.

—¡Por fin! Volveré a estar completo. He aprendido a ser prudente. ¡He aprendido que es una estupidez servir a otro amo que no sea el Caos!

Escruté una señal de inteligencia auténtica en aquel rostro muerto. No percibí ninguna.

De todos modos, tuve la impresión de estar mirando mis propias facciones, pero casi una parodia que me recordaba la transformación que, como Campeón Eterno, corría el peligro de sufrir.

Sentí piedad por aquel ser desdichado, y un miedo atroz al mismo tiempo.

La pareja avanzó hacia nosotros con parsimonia. Sharadim miró a Alisaard y sonrió con afectación.

—¿No te has enterado, querida, de que las mujeres Eldren han sido expulsadas de su reino? Se han escondido como ratas en la guarida de los osos.

Alisaard sostuvo su mirada con firmeza.

—Ha sido vuestro lacayo Armiad quien nos ha comunicado la noticia. Por cierto, la última vez que le vi se parecía más que nunca a un cerdo. ¿Será posible que detecte una textura similar en vuestras facciones, mi señora? ¿Cuánto tiempo tardarán en aflorar vuestras afinidades con el Caos?

Sharadim echó chispas por los ojos y espoleó a su caballo. Von Bek dedicó una sonrisa a Alisaard. Había asestado un duro golpe a la emperatriz. No dijo nada, limitándose a no prestar la menor atención a los dos jinetes. Sharadim resopló y cabalgó en mi dirección.

—Saludos, señor Campeón. ¡Cuan engañoso es este mundo! Vos lo sabéis muy bien, puesto que os hacéis pasar por mi hermano Flamadin. ¿Estáis al corriente de que ya circula una leyenda en los Seis Reinos, entre los pocos que todavía no han sido capturados o eliminados? Creen que Flamadin, el antiguo Flamadin de los cuentos, volverá para ayudarles a luchar contra mí, sólo que Flamadin y yo formamos por fin un solo ser. Nos hemos casado. ¿No os habíais enterado?

Exhibió una sonrisa perversa y aterradora.

Al igual que Von Bek, preferí no hacerle caso.

Se acercó al muro de cristal y escudriñó en su interior, humedeciéndose los labios.

—Esa espada pronto será nuestra. ¿Deseas cogerla con las dos manos, querido?

—Con las dos manos —repitió Flamadin, mirando al infinito con sus ojos vacíos—. Con las dos manos.

—Tiene hambre —dijo Sharadim, como disculpándole—, mucha hambre. Echa en falta a su alma.

Me miró a los ojos con depravada y sonriente crueldad. Tuve la sensación de que unos cuchillos atravesaban mis párpados. Me obligué a aguantar su mirada y pensé:
«Soy John Daker. Nací en Londres en 1941, en el curso de un ataque aéreo. Mi madre se llamaba Helen, y mi padre Paul. No tengo hermanos ni hermanas. Fui a la escuela...».
Pero no pude recordar a qué escuela fui primero. Intenté pensar. Me vino la imagen de una blanca carretera de los suburbios. Después del ataque nos mudamos al sur de Londres. A Norwood, ¿verdad? ¿Y la escuela? ¿Cuál era el nombre de la escuela?

Sharadim estaba perpleja. Quizá adivinó que mi mente vagaba. Tal vez temía que yo poseyera algún poder oculto, algún medio de huir.

—Creo que no es necesario perder más tiempo, lord Balarizaaf —dijo.

—Vuestro engendro ha de absorber la esencia del Campeón, siquiera por un breve lapso de tiempo —respondió él—. Si fracasa, Sharadim, deberéis cumplir la palabra que me disteis y coger la espada vos. Ése fue el trato.

—¿Y qué me concederéis, si lo consigo?

De momento, gozaba de cierto poder sobre aquel dios.

—Seréis elevada al panteón del Caos. Reemplazaréis al Soberano de la Espada que ha sido expulsado.

Balarizaaf me miró, como dolido por mi negativa a aceptar su oferta. Era obvio que me habría preferido en lugar de Sharadim.

—En cualquier encarnación, sois un enemigo poderoso —dijo—. ¿Recordáis, lord Corum, cómo combatisteis contra mis hermanos y hermanas? ¿Recordáis vuestra gran guerra contra los dioses?

Yo no era Corum. Era John Daker. Renegaba de todas las demás identidades.

—Creo que habéis olvidado mi nombre, señor —dije—. Soy John Daker.

Balarizaaf se encogió de hombros.

—¿Qué más da el nombre que prefiráis, señor Campeón? Con cualquiera de vuestros muchos nombres habríais podido gobernar un universo.

—Sólo tengo uno.

Mi respuesta le obligó a meditar. También Sharadim se mostró intrigada. Gracias a mis recientes experiencias y a la ayuda de mis amigos, era capaz de hablar con autoridad. Estaba decidido a considerarme un solo individuo y un mortal común. Presentía que ésa era la clave de mi salvación y la de aquellos a quienes quería. Miré a los ojos de Balarizaaf y escruté el abismo. Desvié la vista hacia Sharadim y vi en su cara la misma vacuidad que poseía al Señor del Caos. La mirada perdida de Flamadin no era nada comparada con lo que percibía en sus rostros.

—No negaréis, espero, que sois el Campeón Eterno —ironizó Sharadim—, pues todos sabemos que lo sois.

—Sólo soy John Daker.

—Es John Daker —intervino Von Bek—, de Londres, una ciudad de Inglaterra. No sé a qué parte del multiverso pertenece. Tal vez vos podáis descubrirlo, lady Sharadim.

Me prestaba su apoyo, y se lo agradecí con todas mis fuerzas.

—Estamos perdiendo el tiempo con estas tonterías —gruñó Sharadim, desmontando del caballo—. Flamadin ha de alimentarse, y después cogerá la espada. Luego asestará el golpe que desencadenará el Caos sobre los Seis Reinos.

—Deberíais esperar a que vuestros secuaces presenciaran el espectáculo —dijo Von Bek con frialdad—. Según recuerdo, les prometisteis...

—¡Esos borregos! —Sonrió desdeñosamente y miró a Alisaard—. Ya han demostrado su inutilidad. Les he enviado a pelear en Adelstane. Allí estarán contentos, dándose de narices contra las murallas. ¡Los supervivientes no tardarán en pasárselo bien con las mujeres de tu raza! Ahora, Flamadin, querido hermano muerto, desmonta. ¿Recuerdas lo que has de hacer?

—Lo recuerdo.

No aparté la vista de él mientras desmontaba y caminaba arrastrando los pies en mi dirección. Vi que Alisaard le daba algo a Von Bek, que se hallaba más cerca de mí. Sharadim no se dio cuenta. Toda su atención se centraba en el cadáver resucitado del hermano al que había asesinado. Cuando se acercó, percibí el hedor a corrupción que desprendía. ¿Era aquél el cuerpo que esperaba entrar en posesión de mi alma?

Von Bek tocó mi mano con la suya. Abrí la palma para coger lo que me daba. Era la piedra Actorios, vibrante y cálida, nuestra única protección contra la brujería de aquel reino.

Flamadin extendió sus dedos muertos hacia mi cara. Levanté los brazos para defenderme, pues no podía liberarme de la roca sólida que aprisionaba mis piernas. Una sonrisa peculiar y estúpida, más parecida a un rictus de muerte que a una expresión de humor, se dibujó en los labios de Flamadin. El aliento que surgía de su boca era repugnante.

—Dame tu alma, Campeón. La devoraré y volveré a estar completo...

Alcé la Actorios sin pensarlo dos veces y la descargué sobre la frente semipodrida. Me dio la impresión de que se hundía en la carne, chamuscándola. Flamadin se quedó donde estaba y emitió una especie de sollozo ahogado. En el punto donde la piedra le había golpeado apareció una quemadura.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —chilló Balarizaaf, en tono de maldad frustrada—. No hay tiempo que perder, ¡Haced lo que debéis, rápido!

Flamadin extendió de nuevo la mano hacia mí. Me preparé para asestarle un segundo golpe, pero entonces se me ocurrió probar otra cosa. Dibujé en el cristal rojo un círculo a mi alrededor con la Actorios.

—¡No! —gritó Sharadim—, ¡Ay, la Actorios! ¡Tiene una Actorios! ¡No lo sabía!

La roca que me rodeaba se puso a burbujear y a hincharse, desprendiendo un vapor rosado. Quedé libre y me erguí sobre el cristal sólido. Tiré la Actorios a Von Bek, diciéndole que me imitara, y empecé a correr hacia el muro carmesí. Flamadin corrió detrás de mí pesadamente, mientras Sharadim gritaba:

—¡Detenedle, lord Balarizaaf! ¡Cogerá la espada!

—No me importa quién de vosotros la coja, siempre que su empleo sirva a mis propósitos —explicó éste.

Sus palabras lograron que me detuviera. ¿Estaba cayendo sin darme cuenta en una trampa urdida por el Señor del Caos? Me volví. Mis amigos corrían hacia mí, pero Flamadin les llevaba ventaja. Sus dedos partieron hacia mi cara.

—He de comer —me dijo—. Debo apoderarme de tu alma. Nadie más lo hará.

Esta vez no contaba con la Actorios. Empujé su frío cuerpo, intentando mantenerle a distancia, pero cada vez que me tocaba sentía que me arrebataba una parte de mi ser. Traté de retroceder, pero el muro de cristal me lo impidió.

—Campeón —dijo Flamadin, codicioso. En sus ojos aleteaba una semblanza de vida—. Campeón. Héroe. Volveré a ser un héroe... Cogeré lo que me pertenece...

Las energías me iban abandonando en el curso de la pelea. Mis amigos nos alcanzaron e intentaron apartarle, pero se pegaba a mí como una lapa. Oí las carcajadas de Sharadim. Entonces, Alisaard apretó la piedra Actorios contra la garganta de Flamadin. Éste lanzó un rugido estrangulado y se debatió para zafarse de la joven. Tuve la sensación de que el fuego abrasaba mi propia garganta. El grado de simbiosis que experimentaba me horrorizó. Sollozaba mientras luchaba por liberarme de su presa.

Mi vida animaba la carne estragada de Flamadin. Mis ojos se nublaron. Por un momento, me vi desde el punto de vista de Flamadin.

—¡Soy John Daker! —grité—. ¡Soy John Daker!

Conseguí recobrarme un poco gracias a este recordatorio, pero la carne me quemaba en todos los puntos donde Alisaard, presa del pánico, aplicaba la Actorios.

Por fin caí a tierra, completamente exhausto. Mis amigos trataron de arrastrarme lejos de los seres del Caos, pero yo les supliqué que detuvieran a Flamadin. Todavía se aplastaba contra el cristal, tras el que la espada estaba empotrada. Vi que, centímetro a centímetro, iba siendo absorbido por la roca. De pronto, penetró por completo en su interior. Yo también sentí que me abría paso a través del cristal carmesí. Vi que mi mano se extendía hacia el puño de la espada negra y verde cubierta de runas talladas, que desprendía llamas amarillentas.

Entretanto, con los ojos de John Daker, observé que Balarizaaf sonreía. Lo que pasaba le complacía, y no dio el menor paso para interferir.

Sólo Sharadim se sentía insegura. Ignoraba qué cantidad de mi ser había absorbido el
doppelgánger.
Mi punto de vista oscilaba sin cesar. Parte del tiempo era Flamadin, que seguía avanzando hacia la enorme espada, y parte era John Daker, al que ayudaban a reincorporarse mis amigos, mientras buscaban una vía de escape o un arma para defenderse. Teníamos la Actorios. Pensé que ni Sharadim ni Balarizaaf podrían atacarnos mientras estuviera en nuestro poder.

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