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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El dragón en la espada (32 page)

Estaba a punto de llorar. Alisaard le cogió la mano. No sabía de qué hablaba, pero lamentaba profundamente su tristeza.

—Querido, por tu propio bien, intenta pensar en el propósito que nos ha traído aquí —murmuró.

Era la primera vez que la oía utilizar esa palabra. Y de nuevo unos celos feroces se apoderaron de mí. Cuánto anhelaba el consuelo de una mujer como ella, tan semejante a mi Ermizhad que no me habría costado nada fingir que lo era. Recobré la razón. Recordé la locura que me había acometido hacía poco. Tales espejismos suponían un peligro constante para mí.

Von Bek agradeció su preocupación y sus palabras.

—Una copa, el Santo Grial, interviene a menudo en la parafernalia de este culto —dijo—, pero no lo veo por ninguna parte.

—¿El Grial? ¿No me dijo, cuando nos encontramos por primera vez, que su familia tiene cierta relación con el Santo Grial?

—Una simple leyenda. Se dice que algunos de mis antepasados lo vieron. También se rumorea que otros lo guardaron en custodia, pero creo que la historia se exageró demasiado. Otra leyenda dice asimismo que lo preservamos, pero no para Dios, ¡sino para Satán! Lo leí cuando buscaba un medio de descubrir lo que yo consideraba viejos pasadizos y huir de Bek sin que los nazis lo advirtieran. Así encontré los planos y los libros relativos a las Marcas Intermedias...

Se interrumpió cuando oímos un ruido en el pasillo. Nos ocultamos rápidamente a la sombra de un arco.

La puerta se abrió, y un rayo de luz eléctrica perforó la oscuridad. Tres siluetas se recortaron en el umbral. Ninguna era de elevada estatura. Los altos y almidonados cuellos que enmarcaban sus cabezas nos impedían verles la cara. Las capas recordaban las utilizadas por ciertas órdenes de monjes guerreros, como los templarios, y aquellos hombres portaban grandes espadas en sus manos protegidas por guanteletes, y bajo el brazo, pesados yelmos de hierro, que parecían forjados durante la Edad Media. Este atavío singular dotaba a los tres personajes de un aspecto bárbaro y enérgico. Cuando avanzaron hacia el altar, cerrando la puerta a su espalda, vi que uno era muy delgado y caminaba como si fuera cojo; otro era regordete y jadeaba un poco al andar, y el tercero se movía con una rigidez peculiar y artificial, la espalda erguida como un hombre bajo que desea aparentar mayor estatura. Apoyé mi mano sobre el hombro de Von Bek. Estaba temblando. No me sorprendió.

No cabía duda de que teníamos ante nosotros a tres archivillanos del siglo xx. Los tres hombres eran Goebbels, Goering y Hitler, y en aquel momento creí al pie de la letra todo lo que había leído sobre su extravagante doctrina mística, su fe en los prodigios sobrenaturales y su inclinación a aceptar las ideas más extrañas e inverosímiles.

Pensando que nadie les veía, empezaron a recitar unos versos de Goethe. Me dio la impresión de que aquellas palabras, pronunciadas por sus labios, se corrompían y ultrajaban horriblemente. Pervertían las ideas del poeta alemán, como tantas otras nociones románticas, con el fin de adaptarlas a sus miserables propósitos. El efecto habría sido el mismo si hubieran recitado las oraciones de una misa negra o profanado una sinagoga con sus excrementos.

Alien Gewalten

Zum Trutz sich erhalten,

Nitnmer sich beugen,

Kráftig sich zeigen,

Rufet die Arme

Der Gótter hierbei.

«¡Todos los poderes serán concedidos a las intrépidas almas, si confiadas, resueltas y desafiantes se muestran, y que los dioses os ayuden!»

Profanaban estas palabras como profanaban cualesquiera otras, al igual que todas las hermosas ideas y sentimientos del pueblo alemán, transformándolas en herramientas para erigir su ideología patéticamente deficiente. No me habría sorprendido descubrir al fantasma de Goethe a mi lado, dispuesto a vengarse de los que traicionaban su obra.

Goebbels dio un paso adelante y encendió dos gruesas velas rojas, una a cada lado del altar.

Sentía la presencia de Von Bek junto a mí, conteniendo a duras penas sus ansias de saltar sobre aquellos seres. En silencio, le retuve. Teníamos que esperar, y ser testigos de lo que se nos iba a revelar. Sepiriz quería que viniéramos aquí. Había enviado a la liebre para que nos guiase. Debíamos aguardar a que el ritual comenzara.

Me dejó atónito la banalidad de sus palabras, plagadas de súplicas a viejos dioses, a Wotan, a los espíritus del Roble, el Hierro y el Fuego. La luz de las velas iluminaba sus rostros: Goebbels, una máscara de retorcida alegría ratonil, como un mal estudiante que se regodea en su perversidad; Goering, gordo y serio, creyendo a pies juntillas todo cuanto decía y, además, drogado o borracho hasta extremos inconcebibles, y Adolf Hitler, canciller del Tercer Reich, de ojos similares a espejos oscuros, rostro pálido que proyectaba una luminosidad malsana, deseando que todo el ceremonial se convirtiera en realidad, tanto como anhelaba que el resto del mundo aceptase su ignominiosa locura.

Era una escena impresionante. Ojalá no volviera a contemplarla nunca. Aquella perversidad humana tenía poco que ver con los peores ejemplos que habíamos encontrado entre los seguidores del Caos. Estaba tan cercana a mi experiencia, a mi época, que no me costaba nada comprender a Von Bek. Se debatía consigo mismo como un perro que sólo ansia matar, pues había visto con sus propios ojos los horrores que aquel trío desencadenara sobre su nación, y su propósito explícito al vincular su destino con el mío apuntaba a destruirles, a salvar al mundo de su infamia.

Miré a Alisaard. Incluso ella presentía el horrendo poder de aquellos personajes.

—Que la omnipotencia de los antiguos dioses tribales, los dioses que prestaron fuerzas a los conquistadores de Roma, sea concedida a nuestra Alemania en estas horas de su destino, estas horas decisivas —recitaba Goebbels, sin creer en lo que decía, pero consciente de que Hitler y Goering lo hacían a pies juntillas—. Que nos sea concedido el poder místico de los grandes dioses del Mundo Antiguo, infundiéndonos la oscura energía natural que aplastó a los debilitados defensores del judeocristianismo, supuestos conquistadores de nuestras antiguas tierras. Que nuestra sangre, la sangre pura e incontaminada de nuestros intrépidos antepasados, corra de nuevo por nuestras venas con el dulce estremecimiento que conoció antes de que nuestros honrados e intachables ancestros fueran corrompidos por las religiones orientales. ¡Que Alemania reconquiste su plena personalidad, libre de trabas!

Siguió canturreando insensateces, mientras crecía la inquietud de Von Bek, así como el aburrimiento y la impaciencia de Alisaard y yo.

—Invocamos ahora el Cáliz, el receptáculo de nuestra esencia espiritual. El Cáliz, el mismo caldero que buscó Parsifal; el Cáliz de la Sabiduría, que los cristianos nos robaron e incorporaron a su mitología, llamándolo el Santo Grial. —Goebbels cantaba, trasladando su peso de un pie a otro, agitándose como un enano deforme—. ¡Invocamos el Cáliz para beber su contenido y saciarnos de la sabiduría que buscamos!

Hitler y Goering le hicieron eco.

—¡Postraos de hinojos! —gritó Goebbels, disfrutando de su momentáneo poder sobre los otros dos.

Los dos líderes nazis se arrodillaron obedientemente. Sólo Goebbels continuó de pie, con los brazos extendidos hacia el altar.

—Aquí, en el más antiguo de todos los lugares, donde el Cáliz ha morado desde el principio de los tiempos, hacednos el don de una visión. Permitid que bebamos de su sabiduría. Concedednos el poder de nuestros antiguos dioses, el conocimiento de nuestra antigua sangre, la certidumbre de nuestra antigua fuerza. Hemos de averiguar qué camino seguir, si debemos concentrar nuestras fuerzas en liberar la energía del átomo o aplastar la amenaza que viene del este. Necesitamos una señal, grandes dioses. ¡Necesitamos una señal!

Nunca sabré si Goebbels interpretaba una pantomima para sus camaradas, menos escépticos, o si creía realmente en la basura que escapaba de sus labios. Ignoro si sus conjuros influyeron en lo que ocurrió a continuación, o si la presencia de Von Bek en la cripta fue la causante del fenómeno. Su familia estaba relacionada con el Grial, del mismo modo que yo, en todas mis encarnaciones, estaba relacionado con la Espada. Tal vez por eso el destino nos había reunido, pues la lucha en la que nos hallábamos comprometidos era enorme e importante. Todavía no sé qué papel desempeñaba Sepiriz y hasta dónde llegaban sus conocimientos, pero es obvio que empleó sus poderes de predicción y percepción para asegurarse de que nos encontraríamos en el momento y el lugar exactos.

Pues dio comienzo una fase del ritual que, estoy seguro, pilló a los tres por sorpresa, en especial a Goebbels. La cripta se llenó de la más dulce de las melodías, acompañada de un perfume de rosas. La música era casi coral. Contrastaba brutalmente con la densa oscuridad de nuestro entorno, con la parafernalia pagana de la jerarquía nazi. De pronto, se hizo una luz blanca y cegadora, una luz tan hermosa que pudimos contemplarla de frente un momento sin sufrir. Y en el centro de esa luz, origen de la música y el perfume, había un sencillo cáliz, un cuenco de oro, que yo sólo había visto una vez.

Era lo que las leyendas cristianas llamaban el Santo Grial, y los celtas el Caldero de la Sabiduría. Había existido siempre, adoptando muchos nombres, al igual que había existido la Espada que buscábamos, y que yo, el Campeón Eterno, había existido. Al otro lado del resplandor vi que Goebbels, Hitler y Goering se habían arrodillado, contemplando con enorme estupefacción la inesperada visión.

Oí que Hitler murmuraba una y otra vez absurdas blasfemias. Me pareció que Goering hipaba y trataba de levantar su rollizo cuerpo. Goebbels sonreía, de nuevo como un escolar perverso que ha hecho un lascivo descubrimiento. Casi reía.

—¡Es cierto! ¡Es cierto! —gritaba Goebbels, respondiendo a sus propias dudas—. ¡Es cierto! ¡Aquí está la señal! ¿Qué hemos de hacer? ¿Enfrentarnos a la amenaza del este antes de concentrar nuestros esfuerzos en fabricar una bomba atómica, o consolidar nuestras conquistas al tiempo que ponemos nuestras energías a disposición de los científicos? ¿Cuánto tiempo tardará Rusia en atacarnos? ¿O Estados Unidos e Inglaterra? ¿Qué debemos hacer? Nuestras conquistas se sucedieron con tal rapidez que eso nos tiene desconcertados. Necesitamos consejo. ¿Eres en verdad una señal de los antiguos dioses? ¿Nos dirigen por el buen camino para asegurar el dominio de Alemania sobre el resto del mundo?

—¡La copa no puede hablarnos, Herr doctor! —Adolf Hitler se mostró de repente despreciativo, intuyendo la incertidumbre de su ministro sobre la realidad de lo que sucedía—. Debemos apoderarnos de ella. Entonces, descubriremos la verdad. Es lo que quiere que hagamos, ¿no?

—¡No, no, no! —Goering consiguió ponerse en pie, jadeando trabajosamente. Tenía los ojos enrojecidos, moqueaba por la nariz, e hilillos de saliva escapaban de sus labios. Respiró hondo y continuó—. Tiene que haber una doncella, una doncella que custodia el Grial. Una doncella del Rin, ¿eh? Lo sé por Wagner, ¿eh?

Emitió una risita.

Apenas podía creer que aquellos tres hombres hubieran influido tanto en el curso de la historia de mi mundo. Era obvio que actuaban bajo el influjo de alguna droga. Se comportaban como crios estúpidos. Tenía que haber comprendido que tales personas son, en el fondo, infantiles. Sólo un niño es capaz de creer que puede lograr un enorme poder sobre el mundo sin pagar un precio por ese poder. Y el precio suele ser la cordura del implicado. En cierta manera, aquellos tres hombres constituían caricaturas más grotescas de las personas que habían sido que los pobres seres deformes del Caos que nos habían perseguido antes. ¿Se daban cuenta? ¿Les empujaba esta comprensión a profundizar todavía más en su corrupción y en su descenso hacia la locura total?

—Sí —dijo Adolf Hitler, haciendo gala de una pomposidad casi ridícula—. Doncellas del Rin. Valkirias. Wotan en persona. Este cáliz simboliza meramente su presencia.

La ridícula discusión se prolongó durante unos momentos. Creo que ninguno deseaba haber tenido aquella visión. Los rituales que llevaban a cabo servían para reforzar su necesidad de creer en la rectitud de sus actos. La cripta subterránea del castillo de Nuremberg, las túnicas, los conjuros, no eran más que un medio para reanimar sus debilitadas energías drogodependientes, una forma de otorgar credibilidad a sus destinos místicos.

Se me ocurrió de repente que el Grial no había aparecido en respuesta a las invocaciones del doctor Goebbels, sino porque estábamos allí o, más concretamente, porque Von Bek estaba allí. Miré a mi amigo. Tenía la vista clavada en el cáliz. A pesar de las leyendas de su familia, yo no había pensado que la copa de oro poseyera una afinidad especial con él.

Hitler avanzó hacia el Grial, con las temblorosas manos extendidas y una expresión solemne en el rostro. El brillo de la copa acentuaba la horrible palidez de su piel y su apariencia enfermiza. Me negaba a creer que un ser tan corrupto pudiera posar su vista sobre el cáliz, y mucho menos tocarlo.

Aquellos dedos agarrotados, manchados con la sangre de millones de personas, se movieron hacia la copa cantarina. En sus ojos se reflejaba el resplandor que desprendía el objeto, centelleando como pequeñas gemas; sus húmedos labios se abrieron y una mueca deformó sus facciones.

—Amigos míos, ésta es la fuente de la energía que buscamos, el poder que nos permitirá derrotar a todos nuestros enemigos. Los judíos, como de costumbre, se han equivocado, y el método elegido para fabricar la bomba atómica no es el correcto. Nosotros la hemos descubierto, aquí, en Nuremberg, ¡en el mismísimo corazón de nuestro baluarte espiritual! Ésta es la energía que destruirá el mundo entero, ¡o que lo reconstruirá a nuestra imagen y semejanza! Cuan despreciable es eso que llaman ciencia. ¡Nosotros poseemos algo superior! Poseemos la Fe. ¡Poseemos una fuerza mayor que la razón! Una sabiduría que trasciende el mero conocimiento. Poseemos el Santo Grial. ¡El Cáliz del Poder Ilimitado!

Sus manos, como zarpas negras, se tendieron hacia la luz inmaculada, hacia el Grial, prestas a profanar algo tan sagrado y maravilloso que me sentí enfermo de sólo pensarlo.

La copa elevó el volumen de su canto, como si gritara alarmada ante las intenciones del dictador. Adoptó un tono de advertencia, pero Hitler, sin amedrentarse, tocó con la punta de sus dedos el oro reluciente.

Y el grito que lanzó fue más fuerte que el del cáliz. Retrocedió, sollozó y se miró los dedos. Estaban ennegrecidos, como si la piel se hubiera fundido hasta el hueso. Igual que un niño, se metió los dedos en la boca y se sentó sobre las losas de la vieja cripta.

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