El Druida (17 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

—Yo era su hermana favorita. Estábamos tan unidos como dos dedos de la misma mano. Adondequiera que él iba, yo siempre le seguía, y no era como otros hermanos, sino que deseaba mi compañía. Pero los druidas no me permitieron ir a la hoguera con él.

—¿Quería Bran que te sacrificaran con él?

Briga titubeó.

—No, pero no podría haberme detenido. Fueron los druidas quienes lo hicieron. Dos de ellos me sujetaron, pero vi que mi hermano iba con ellos de buen grado, valientemente y con la cabeza alta. Dijo que era un honor para él ofrendarse por el bien de su pueblo. ¡Bran era muy noble! Pero fue a la hoguera..., fue a la hoguera.

Su voz volvía a hundirse en aquel fútil y rítmico murmullo.

—¿Y entonces qué?

La sacudí suavemente, haciéndola volver en sí.

—¿Eh? ¿Después? —Parecía como si nada de lo que había ocurrido luego pudiera tener la menor importancia—. Cuando la gente se despertó a la mañana siguiente, las ampollas habían desaparecido de su piel y ya no tenían calentura, mientras que el humo de la hoguera de Bran aún flotaba entre los árboles.

Claro, me dije. Está muy claro.

Ella siguió diciendo con la voz apagada:

—Cuando pudimos, recogimos nuestras cosas y seguimos buscando un lugar donde instalarnos. Pero entonces tus guerreros nos atacaron. Y aquí estoy, sin Bran. Los druidas me lo arrebataron. Los odiaré hasta mi muerte.

La vehemencia de estas palabras terminantes y sin modular era de algún modo más terrible de lo que había sido su espasmo de odio.

Yo sentía en el alma la aflicción de aquella mujer.

Briga se abandonaba en mis brazos como si estuviera desfallecida. No podía dejarla allí, por lo que la cogí en brazos y la llevé a la sala de asambleas. El guardián de la puerta nos miró boquiabierto cuando salimos de la oscuridad.

Ella volvió a ocultar el rostro en mi pecho y comprendí que no quería que nadie viera los ojos de la hija del príncipe humedecidos por las lágrimas.

Las mujeres nos rodearon y me dirigieron miradas acusadoras.

—La he encontrado afuera —dije sin convicción—. Estaba... angustiada.

Intenté depositarla sobre uno de los jergones, pero ella se me aferró al cuello.

—No irás a dejarme también tú, ¿verdad? —susurró.

El hipo le acometió de nuevo.

Haciendo caso omiso de las demás mujeres, me senté en el jergón y la sostuve en mi regazo.

—Vamos, vamos, tranquilízate —le dije, y añadí otras cosas sin sentido, pero ella pareció consolarse.

La mecí, musitando palabras de consuelo. Ella se acurrucó contra mí y apoyó el rostro en la curva de mi cuello como una niña cansada. Exhaló un ligero suspiro. Dejó de apretarme pero no me soltó.

No puedo decir cuánto tiempo estuve así, sosteniéndola en mis brazos. Las mujeres observaban. Ninguna intentó apartarla de mí, cosa que no les habría permitido. Nada se había adaptado a mí tan perfectamente, ni siquiera mi propia piel, como Briga se adaptaba a mi cuerpo.

Cuando por fin se durmió, me desprendí suavemente de ella y la tendí en el jergón, haciendo una seña a una de las mujeres para que la tapara con una manta. Briga se movió pero no llegó a despertarse.

Por segunda vez abandoné el alojamiento de las cautivas sin haberlas examinado en busca de taras.

Aquella noche permanecí despierto durante largo tiempo, sin pensar en el viaje inminente, pero preguntándome si alguien habría mencionado a Briga que yo era un aprendiz de druida.

Con el permiso de Menua, antes de que amaneciera me dirigí solo al bosque para entonar la canción del sol.

Mientras subía el cerro, las estrellas se desvanecían ante la llegada de la luz, pero aún mantenían su vigilancia, contemplando a su hermano el sol más allá del borde del mundo. Saludé a los vigilantes celestiales, chispas de la Fuente, que me acompañaban en el imponente silencio del alba.

Las franjas anaranjadas desgarraron un banco de nubes bajas en el este. Casi había llegado al bosque cuando el cielo se incendió y el sol se deslizó hacia arriba como una moneda ardiente. Me hinqué de rodillas y extendí los brazos para darle la bienvenida mientras entonaba la canción del sol.

Éramos un pueblo que cantaba.

Una vez concluida la canción me adentré en el bosque.

Más tarde descubriría que los romanos afirmaban que adorábamos a los árboles, pero los romanos sólo ven la superficie de las cosas. Los druidas no adoramos a los árboles, sino que adoramos entre los árboles y con los árboles. Todos juntos adoramos a la Fuente.

Desde la zona iluminada por el sol penetré en el penumbroso territorio del bosque, con sus perspectivas misteriosas y su verdor que brillaba trémulamente. La percepción se alteraba a cada paso. Cada hálito de viento creaba nuevas disposiciones de hojas y ramas. Las columnas vivientes del gran templo de los carnutos acallaban curiosamente el sonido.

Había ido allí solo pero no estaba solo. Uno nunca está solo entre los árboles. Por el rabillo del ojo veía las formas oscilantes de los dioses del bosque que paseaban el esplendor de sus cornamentas por los límites de la realidad. Vi diosas formadas de musgo y hojas que salían de los árboles y se fundían con ellos. Mientras no intentara volver la cabeza y mirarlos directamente, no se ocultarían sino que mantendrían amigable compañía y su Más Allá se solaparía con el mío.

Pronto, en la provincia romana, encontraría criaturas más ajenas para mí que los espíritus del venado y el sicomoro.

Al lado de la piedra de los sacrificios hice el signo de invocación, extendiendo los dedos y luego juntándolos por turno: el dedo de señalar, el de presionar, el de hurgar los dientes, el del pulso. Entonces uní los pulgares mientras imploraba en silencio a Aquel Que Vigila que me ayudara, que me concediera una mente ágil y una lengua prudente. Debía verlo todo y no revelar nada, pues estaría entre desconocidos. Necesitaba ayuda.

Regresé al fuerte para recoger a Tarvos y nuestro porteador y dar comienzo a mi aventura.

CAPÍTULO X

Menua me acompañó hasta la puerta, y muchos miembros de mi clan nos siguieron para vernos partir, pero no vi el rostro de Briga por ninguna parte. Había esperado vagamente verla entre la muchedumbre.

Me recordé que probablemente ni siquiera sabía quién era yo. Tal vez ni siquiera le importaba.

Sin embargo...

—¿A quién estás buscando? —me preguntó Menua.

Mi cabeza advirtió que no le recordara a las mujeres secuanas, las cuales seguían sin examinar.

—A Crom Daral —me apresuré a decirle.

No era una mentira. Me habría gustado verle, aunque no tanto como a Briga. Ninguno de los dos apareció.

—Vuelve a nosotros como una persona libre, Ainvar —me saludó Menua.

Algo que parecía sospechosamente húmedo brilló en sus ojos. Los míos me escocían. Detesto las despedidas.

La naturaleza ofrece un modelo mejor. Los animales se saludan entre ellos con los rituales apropiados a su especie, pero se separan sin ceremonia. No hay momentos dolorosos. Se van sin más. Eso era lo que yo quería hacer en aquel momento: irme sin más.

Era joven, aquel lejano día en la llanura de los carnutos. No sabía apreciar el momento. No me daba cuenta de la manera irrevocable en que las puertas se cerraban detrás de mí. Creía que todo estaría esperándome cuando regresara, tal como lo recordaba.

Cuando nos pusimos en marcha el sol destellaba en la espada de Tarvos.

Durante algún tiempo el viaje fue fácil. Estaba acostumbrado a recorrer largas distancias con Menua. Sin embargo, cometí el error de dejar que Tarvos estableciera el ritmo de nuestro avance, pero él no era un druida paseante y contemplativo sino un guerrero adiestrado. Al principio pude mantenerme a su altura, pero cuando los largos músculos de mis piernas empezaron a dolerme, tuve que apretar los dientes y hacer un esfuerzo para no rezagarme.

No retrasaríamos nuestro viaje con una visita a Cenabum, sino que nos apresuraríamos hacia la tierra de los bitúrigos. Desde que salía el sol hasta que se ponía, Tarvos avanzaba con una infatigable y poderosa zancada que me obligaba a tenerle un nuevo respeto. Mis propias piernas se convirtieron en columnas de dolor. Me dolían la espalda y las nalgas, tenía despellejados los talones y sentía como si los tendones se desprendieran en los empeines de mis pies.

¿Cómo podía ser tan doloroso el sencillo acto de caminar?

Sí, era doloroso tanto caminar como dejar de hacerlo. Lo peor era el intento de seguir avanzando tras una noche de descanso, pues entonces tenía las articulaciones trabadas y los músculos rígidos como madera. Mi cabeza ricamente amueblada no era más que un peso que debía acarrear, y no podía pronunciar ni una palabra. Necesitaba toda mi concentración para levantar un pie después del otro.

Podría haber montado en la mula y avanzar ridículamente encaramado encima del equipaje, pero antes que hacer tal cosa me habría muerto en los surcos del camino. Así pues, seguí adelante, sin nada en la mente excepto el dolor.

De vez en cuando Tarvos me miraba con una expresión divertida, pero no decía nada. Incluso Baroc, el porteador, y el mulo que conducía sabían que estaba sufriendo. Ninguno me ofrecía ayuda. De todos modos, no la habría aceptado.

Me salían ampollas, reventaban y se volvían a formar. Seguíamos adelante. Cuando llegábamos a campamentos de pastores y aldeas, recibíamos hospitalidad y entonces cantábamos alrededor del fuego. Los días y las noches se sucedían. Una noche me di cuenta, mientras cantaba con los demás, de que había olvidado el dolor. Al día siguiente mi sufrimiento desapareció.

Nuestro camino nos llevó a Avaricum, fortaleza de los bitúrigos, una ciudad fortificada como Cenabum. Avaricum estaba protegida por marismas y un río, así como una muralla de enormes maderos colocados al través, con los espacios entre ellos llenos de cascotes y el conjunto rodeado de piedras. Sepultados en la tierra y las piedras, los maderos no podían ser alcanzados por el fuego ni derribados con arietes. Los bitúrigos afirmaban que Avaricum era la mejor ciudad de la Galia.

Su jefe druida, Nantua, me dio la bienvenida y me prometió instrucción en su bosque, pero lo más importante que aprendí de él no tenía nada que ver con la Orden. Mencionó por casualidad que había estallado la guerra entre los arvernios.

—¿Guerra dentro de la tribu? —le pregunté sorprendido.

—Un nuevo líder se ha hecho con el poder y un hombre que confiaba en ser rey, un hombre llamado Celtillus, ha resultado muerto.

Casi me atraganté con el vino que estaba bebiendo. Celtillus era el padre de Vercingetórix.

Aunque presioné a Nantua para que me diera más información, era poco lo que sabía. Había recibido el mensaje a la manera habitual, mediante gritos difundidos por el viento. Desconocía los detalles. Decidí prescindir de más instrucción druídica y dije a Nantua que debía ir al sur enseguida. Él se sintió insultado.

—No aprenderás tanto de los arvernios como podrías aprender aquí.

—Estoy seguro de que tienes razón —le dije con tacto—, pero tengo un amigo arvernio que tal vez me necesite.

—¿Un amigo? ¿De otra tribu?

Nantua enarcó las cejas ante una situación tan improbable.

—Es mi amigo del alma.

—Ah —asintió, apaciguado—. ¿Sabe ese arvernio que sois amigos del alma?

—Lo dudo —admití.

La intuición me decía que Rix tenía poco interés por los dogmas druídicos. Era un guerrero y su madre le había horneado con una dura corteza.

Partimos de nuevo y esta vez yo impuse el ritmo de la marcha. Baroc se quejó de que la mula no había tenido tiempo de descansar. Baroc era un siervo que trabajaba para nosotros debido a una deuda contraída con mi clan. Tenía el pelo amarillento y la mentalidad estrecha, pero una gran capacidad de queja. Como la mula no se quejaba, no hice ningún caso al hombre.

La Galia central era un hervidero de vida y siembra, pero ya se anticipaba la languidez de la estación calurosa que precede a la cosecha. Cuando soplaba el viento con olor a vegetación y rumor de abejas, los hombres cantaban, dormían, bebían o contendían. Las mujeres se reunían para intercambiar maneras de trenzarse el pelo o chismorrear junto a los pozos y los manantiales. Éramos un pueblo libre, amábamos nuestras diversiones y trabajábamos duramente para poder disfrutarlas.

Pero había algo extraño. A medida que surgían nuevos brotes, el campo mostraba tonalidades que no me gustaban. Los pájaros volaban trazando raras y desconcertantes trayectorias. Vimos un rebaño de ovejas de pequeños cuernos, normalmente las criaturas más apacibles, que huían presas del pánico de una configuración de nubes que pasó por encima de ellas.

Algo iba mal. Alargué mis zancadas y aumenté la velocidad de nuestra marcha.

Siguiendo el río Allier, llegamos al altiplano que se extendía inmediatamente antes del territorio arvernio. Por entonces la turbulencia impregnaba el aire. Me sorprendió que Tarvos, a quien consideraba el menos sensible de los hombres, avanzara con su espada corta en la mano. Me saqué el amuleto druídico del cuello de mi túnica y lo exhibí sobre mi pecho. Le dije a Baroc que sujetara bien a la mula.

Los arvernios que encontrábamos por el camino se mostraban callados y cautelosos. Ninguno quería hablar de la muerte de Celtillus. Si hacía demasiadas preguntas, la gente volvía la cabeza malhumorada o se alejaba a toda prisa de nosotros. Hasta que las murallas de la gran fortaleza de Gergovia se alzaron a lo lejos, no encontramos un bardo que estuviera dispuesto a hablar con nosotros.

Se llamaba precisamente Hanesa el hablador. Rojizo y rechoncho, con una red de venitas rotas en las aletas de la nariz, el bardo tenía una abundante cabellera y una voz excelente. Incluso en una conversación informal hablaba con floreos retóricos.

Cuando le dijimos que íbamos a Gergovia, Hanesa habló en tono lírico sobre el tamaño y la potencia de la principal fortaleza de los arvernios, y afirmó que, en comparación, tanto Avaricum como Cenabum eran pobres. Le pregunté si conocía a Vercingetórix y entonces su grandilocuencia no tuvo límites.

—¡Ese joven es el luchador más feroz que jamás nació en la Galia! —exclamó, agitando los brazos—. Le he observado en los juegos y cuando se adiestra, y te aseguro que ningún hombre le iguala en poderío físico. Tiene la fuerza de diez y el más noble de los caracteres. Le admiran mucho...

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